¡Qué distintos eran, por aquella
época, esos parajes que ahora nos parecen tan familiares! Subiendo desde el río
hacia el sur, nos encontraríamos con una selva impenetrable, no sólo por la
gran cantidad de encinas y robles que crecían allí, sino por todo el espeso
sotobosque, los infinitos matorrales que ocultaban cualquier camino o trocha,
en fin, algo que no nos podríamos
imaginar ahora; aquella distancia de no más de diez o doce kilómetros es
algo que, entonces, no se podría realizar en menos de un día completo, eso sin
contar con que se iba a realizar con niños y llevando consigo todos los
utensilios y bagajes que serían necesarios para montar nuevas viviendas en un
lugar desconocido, además de unos cuantos animales domésticos, sacos de
semillas, armas y tener que ir abriendo camino para poder mover todo aquello en
la dirección adecuada.
Íñigo, Andrés y Roque iban abriendo
camino a golpes de hachas y cuchillos; a su vez, dos de los chicos más mayores
iban de adelantada, vigilando la zona por donde iban a pasar los demás a fin de
no tener ningún encuentro no deseado.
En total tres hombres, otras tres
mujeres y doce chicos y chicas, que iban desde los cinco meses a los dieciséis
años, formaban aquella caravana; los chicos medianos cuidaban de seis o siete
cerdos ayudados de unos grandes perros que lo mismo servían para cuidar el
ganado como para ayudar en el ataque y la defensa; eran aquellos mastines que,
a veces, se rodeaban de un collar de hierro con puntas para que no pudieran
degollarlos otros perros o cualquier alimaña de las que, naturalmente,
abundaban por aquellos parajes.
Camino desde San Miguel de Cardeña hacia Aldeavieja
¡Ah!, se me olvidaba decir que, con
ellos iba, también, el fraile que cuidaba de sus almas en la aldea; Martín se
hacía llamar; no se había contado con él para nada en esta aventura que se iba
a desarrollar, así que cual no sería su sorpresa cuando al ir a despedirse
nuestros aventureros de los demás habitantes, se encontraron, junto a los
cerdos y los niños, al buen fraile con su petate al hombro, la capucha bien calada
y la mejor de sus sonrisas; no dijo ni una palabra y cuando comprobaron que en
vez de quedarse con los demás, les seguía, Íñigo se plantó ante él y le espetó:
-¿Dónde va, hermano?. Nadie le ha
invitado a seguirnos.
-No hace falta, “hermano”, los
servidores de Dios vamos donde más se nos puede necesitar.
-¿Va a dejar a toda esta gente
desamparada?
-¡No, que va!, mañana o pasado
aparecerá por aquí otro hermano, enviado por mi prior, para que se haga cargo
de sus almas.
-Me parece que no quiere entender que
no queremos que venga con nosotros.
-¿Y, eso, por qué?
-Será un estorbo, ya tenemos bastante
con los chicos y las mujeres…
-Sabes que yo me basto sólo… No voy a
necesitar vuestra ayuda, en cambio, vosotros… sí que vais a necesitar de la
mia.
-¿Su ayuda?
-Bueno, la mia a lo mejor no, pero la
de Dios….
¿Cómo negar aquellas palabras?. Íñigo
entrecerró los ojos mirando al buen fraile: rechoncho, sonriente, lleno de una
confianza que ya quisiera para él; se encogió de hombros y se dio la vuelta
iniciando la marcha hacia el bosque; para sus adentros iba murmurando pros y
contras de la compañía del buen Martín; pero… ¿cómo impedir su presencia si, en
teoría, todo aquello se realizaba para devolver aquellas tierras a la verdadera
religión?; aquello era una cruzada bendecida por el Santo Padre de Roma…
Así pues, aquella comitiva,
inesperadamente aumentada, se iba desplazando, lentamente, al resguardo de los
altos árboles que, en algunos sitios, tapaban el sol, rumbo al sur, a una
tierra a la vez cercana y extraña que, suponían, iba a ser para ellos su nuevo
hogar.
Los olores familiares de los
animales, de la gente, el humo… se iban convirtiendo, poco a poco, en un
recuerdo, cambiándolos por aquel aroma nuevo a vegetación silvestre, animales
salvajes… el aire traía sonidos diferentes, casi siempre reconocibles pero,
también a veces, inquietantes…
¿Habría moros salvajes acechándoles a
la vuelta de aquellas rocas? ¿Al cruzar el riachuelo no dejarían sus huellas
fácilmente reconocibles para cualquiera que pasara por allí? ¿Estarían
siguiendo la dirección correcta?
Tenían una y mil preguntas en sus
mentes a cada paso que daban; las dudas, los miedos, el futuro y hasta el
pasado se mezclaban en sus cabezas sin acertar a darles respuesta cierta.
Mientras, en la aldea que habían
abandonado, las gentes se reintegraban a sus quehaceres; alguien lavaba en el
río las pieles sucias, otros llevaban a los cerdos bajo las encinas para que
comieran las bellotas; Rodrigo, que había quedado de jefe de la aldea al
marchar Íñigo, subió a lo alto de la ladera sobre la que se aposentaban las
chozas en un intento, inútil, de vislumbrar
que vereda, camino o dirección habrían tomado sus amigos…
Vano intento, por supuesto, el
entramado de las ramas de los árboles impedía observar cualquier movimiento que
se pudiera producir bajo ellos… lo que sí vio, cuando su mirada se dirigió a su
izquierda, al sentir un movimiento en aquella dirección, fue la oronda figura
de un fraile, bajo y regordete, con la capucha bajada, que se dirigía a buen
paso hacia la aldea; se apresuró a bajar en su busca y al encontrarse frente a
él, se paró desconcertado; el hermano había echado para atrás la capucha
dejando ver un rostro rubicundo, en el que se abría una franca sonrisa; pero no
fue eso lo que motivó su sorpresa; la cara era la misma que la de Martín; era
igual, debía de tratarse del mismo fraile que había marchado con Íñigo y los
suyos…
-¡Hermano Martín, qué hacéis aquí!
-¡Ah, que sorpresa, conocéis mi
nombre!
-Como no lo voy a conocer, si lleváis
aquí casi dos años…
-¡Qué rápido pasa el tiempo en estas
tierras!, ¡no hace ni un minuto que nos conocemos y para vos han pasado dos
años…!
-¡No os chanceéis, Martin! ¿Por qué
habéis abandonado a Íñigo y a los suyos?
-¿Abandonado?
-¿Acaso vais a negar que esta mañana
habéis partido con ellos en dirección a las montañas?
-Lo negaré, si eso me pedís, pues yo…
¡acabo de llegar proveniente de mi monasterio!
-¿Sois el hermano Martín?
-Sí.
-¿Nunca antes habéis estado aquí?
-No.
-¿Tenéis acaso algún hermano en la
misma Orden?
-De sangre, ninguno…
-Pues no lo entiendo…
-¿Qué no entendéis?
-Sois la viva imagen del fraile que
ha estado con nosotros durante dos años y que hoy acaba de marchar con otros
compañeros nuestros en dirección al sur… No puedo creer que no seáis la misma
persona…
-Pues creedlo, hermano; nunca estuve
antes aquí; ayer tarde, mi prior me mandó con vosotros al enterarse de que
quedabais sin auxilio espiritual….
-Bien, pues…. bienvenido; venid, os
mostraré la aldea…
-Gracias, hermano; seguro que me
sentiré como en casa desde el primer momento.
-¡Seguro! ¡Eh, mirad! ¡Mirad todos!
El prior del monasterio nos ha mandado al hermano Martín para…. sustituir al
hermano Martín…
-Tú dirás lo que quieras –se dijo Rodrigo
cuando el fraile se alejó para saludar a los miembros de la comunidad- pero si
tú eres otro Martín yo no me llamo Rodrigo.