Voy a relatar, hoy, mis recuerdos
sobre cómo se celebraba la romería del Cubillo en mi niñez, allá por los años
cincuenta y sesenta; habrá muchos de vosotros que lo habréis vivido igual que
yo y que estas remembranzas os ayuden a sacar fuera aquellos días, ni mejores
ni peores que los de ahora, pero en los que éramos mucho más jóvenes.
El Cubillo era uno de esos sitios a
los que ibas montones de veces a lo largo del verano; era un lugar ideal para
ir a merendar y luego pasar la tarde jugando en las praderas que lo rodeaban; o
como meta de las excursiones en bicicleta; el simple hecho de ir por el camino
era ya una aventura; para ir hasta el Santuario partían del pueblo dos vías: el
propiamente “camino del Cubillo”, que es el que hoy se sigue usando, pero ya
como carretera asfaltada; y el “camino de abajo” que, cruzando el Valle, lleva
al mismo sitio pero por lugares más agrestes.
Lo mejor venía cuando empezaba la
novena de la Virgen ;
todas las tardes, a eso de las 7 o las 8, las campanas sonaban llamando al acto
religioso; la novena, o novenario, es una ceremonia que dura, lógicamente,
nueve días, y prepara la celebración de la Fiesta Grande ; el
cura, subido en el púlpito, leía unas oraciones, el milagro de la Virgen que correspondiese
ese día y se terminaba con el canto a la Virgen del Cubillo, acompañados por el “armonium”
que tocaba el sacristán; escuchar una y mil veces el milagro del oso, cuya piel
yo he visto colgada entre las vigas de la torre; o la salvación del ataque de
los piratas ingleses; o el de la plaga de langosta, o… y, finalmente, con
nuestra mejor intención, desentonar a coro con el pueblo eso de:
“Madre hermosa, que asientas tus plantas,
en ese cubillo de humilde pastor…”
El día anterior a la víspera íbamos a
camelar a Emilio para ver si ese año podríamos usar alguna de sus yeguas para
ir con el Acompaño a Vísperas; si ese año no tenía que trabajar ese día y los
animales estaban bien los limpiábamos, buscábamos las riendas, unas cinchas y
una buena manta y ya teníamos todo lo que necesitábamos; silla de montar nunca
usamos, eso era demasiado sofisticado y pocos en el pueblo podían alardear de
tener una.
La víspera de la fiesta grande, el 7
de septiembre, a media tarde, salían los mayordomos de sus casas y, en
procesión, iban hasta el Ayuntamiento y desde allí, con las autoridades civiles
y religiosas, hasta la
Aceiterilla , donde se agrupaban con el resto de personas que
les iban a acompañar (de ahí lo de Acompaño) hasta la ermita; se cruzaba la
carretera y ya era un paseo donde cada cual se lucía como podía, o se burlaba
del amigo, o se charlaba, se hacían carreras y se levantaba polvo a raudales;
cuando se llegaba a la vista de la fuente, aquello se recomponía, se guardaban
las formas y con los mayordomos a la cabeza se paraban frente al cura (que ya
había llegado antes gracias a su coche; recuerdo ahora que don Justino tenía
una moto que le permitía ir de un pueblo a otro; más adelante se compró el
automóvil) se apeaban y se dirigían, fervorosos y en casi-silencio, hasta el
santuario; allí se celebraba el último día de la novena y, acabado el acto
religioso, se volvía al pueblo en las mismas condiciones que se había venido;
al acabar el camino, se concentraban en el Ayuntamiento, donde se daba una copa
de anís o de aguardiente acompañada por uno de aquellos bollos maravillosos que
se hacían en las panaderías del pueblo para la ocasión.
Al día siguiente se empezaba de
nuevo, pero ahora era todo el pueblo; desde primera hora se ponía en acción,
preparando los carros, las mulas, los bueyes; guardando comidas, vistiendo las
mejores galas; desde que se levantaban empezaban a limpiar a los animales que
iban a tirar de los carros o que iban a utilizar como monturas; limpiaban los
arneses, las riendas, los yugos; las carretas ya estaban preparadas y, una vez
uncidos los animales, se ponían bancos corridos a los lados, cubiertos por
mantas y se iban subiendo las cestas y los pucheros, las botellas, las hogazas
de pan, las sandías, todo lo necesario para pasar un día en el campo; empezaban
a rodar, el lento y pausado de las vacas, más seguro y con menos botes; el
rápido de las mulas, siempre con el peligro de que se asustasen y volcasen; la
incertidumbre de los pocos tirados por asnos, sin saber si iban a querer tan
siquiera andar; pero todos, mejor o peor, antes o después, se iban poniendo en
camino, paso a paso iban marchando uno tras otro, levantando polvo, gritando
con los baches, pidiendo cuidado, riendo, romeros en fin.
Nosotros, por lo general, íbamos
andando; alguna vez aislada montamos en los carros de mis tíos; pero no nos
gustaba el traqueteo, ni la lentitud, ni el tener que estarse quieto todo el
viaje por el miedo de la tía a que volcásemos, o nos cayésemos o pasase
cualquier cosa…; por el camino de abajo o por el de arriba, con las cosas de la
comida o sin ellas, según los años; tragando polvo y comiendo moras, llegábamos
a la ermita con tiempo suficiente para ver la procesión, comprar almendras
garrapiñadas, ayudar a los mayores a vender los recuerdos de la Virgen, tomar
aquellos helados de mantecado con cucurucho tan irrepetibles y buscar una
sombra para comer o volvernos hasta el Valle o la Jarrera para hacerlo allí más
cómodos y menos agobiados.
No conozco muchas romerías, pero sí
las suficientes, la del Cubillo debía de ser como todas; la pradera delante de
la ermita se llenaba de tenderetes que vendían las cosas más variopintas: desde
ajos, piñones, sandías y melones, hasta cacharros de barro, botijos, helados…
proliferaban los chiringuitos con bebidas frescas, que no frías, puestos de
helados, martillos y bastones de caramelo; mantas zamoranas, arreos de las
caballerías, hoces o cualquier otra cosa que no se vendía habitualmente; la
gente iba y venía entre el estampido de los cohetes y el chasquido de los
fósforos o los pistones de las pistolas de juguete.
Tal vez habría que explicar lo que
eran los fósforos y los pistones; los fósforos iban en tiras de papel, en ellas
se había dejado caer, a distancias regulares, una gota de fósforo rojizo; se
rasgaba el papel, que era como de estraza, desgajando una gota y entonces se
rascaba en una piedra, en una pared o cualquier otra superficie rasposa y aquello
empezaba a chisporrotear y a sacar chispas haciendo un ruido infernal; los
pistones eran, igualmente, una gotita de pólvora que se ponía, suelto o en una
tira de papel, en el percutor de las pistolas de juguete, al apretar el gatillo
lo golpeaba haciendo que la pólvora explotase, imitando el ruido de un disparo,
ya no había que hacer púm, o psuch o cualquier otro ruido vocal cuando veías al
“enemigo”. También utilizábamos los fósforos para algo que hoy sería
considerado como muy peligroso: nos chupábamos los dedos o la nariz, o tal vez
directamente el fósforo, y nos lo frotábamos, con lo cual conseguíamos que, de
noche, nuestra cara o nuestras manos fosforecieran, brillando fantásticamente.
Continuemos con la romería: jinetes y
amazonas de los caseríos cercanos se pavoneaban haciendo lucirse a sus
caballos, limpios, con una estampa bella y poderosa; algún coche circulaba
ruidoso, levantando polvo y miradas envidiosas; la guardia civil, con el mauser
colgado del hombro, paseaba entre la gente, atenta a separar borrachos
camorristas y vigilando el mal uso de las navajas, prontas por los vapores del
alcohol; familias buscando una sombra donde extender las mantas para la comida;
colas ante la fuente para beber, llenar los botijos o las cántaras; niños
llorando y niños riendo; penitentes que llegaban con las rodillas sangrantes o
los pies negros de polvo, después de hacerse el camino descalzos o de rodillas
por una promesa, una “manda” como lo llamaban, dando gracias a la Virgen por un
familiar que no murió, o no enfermó, o regresó, o por un amor correspondido o
algún deseo inconfesable satisfecho.
Se desuncían los animales de los
carros y se los llevaba a los prados cercanos a esperar la vuelta, el carro se
dejaba junto a ellos o se ponía en las cercanías para que diese sombra a la
hora de comer; había rifas de tiras de caramelos, fotógrafos ambulantes,
vendedores de globos; en el portalón de la ermita se instalaba un tenderete
para vender recuerdos de la Virgen: medallas, estampas, rosarios; con el tiempo
se modernizaron estos recuerdos y aparecieron las bolas de plástico con nieve
dentro, los dedales, los imanes para los coches, las imágenes que brillaban en
la oscuridad, los ceniceros…
A las doce empezaba la misa, una vez
que había llegado el Acompaño y las autoridades; alguna vez, no recuerdo con
qué motivo, fue hasta el obispo de Ávila; era misa solemne, concelebrada por
tres o cuatro sacerdotes, cantada y con armonium; no se podía entrar por la
cantidad de gente que se apiñaba dentro; el calor era sofocante y entre éste, el
humo de las velas y el sudor de la gente, no era raro que alguno se desmayase; una
vez acabada, la gente salía, formando calle frente a la puerta, y salía la
carroza con la Virgen mientras se echaban las campanas al vuelo y se disparaban
cohetes, la banda de música de Navalperal o la dulzaina y el tamboril,
interpretaban el himno nacional y la gente aplaudía, abandonaba todo y se
colocaba a los lados del camino que rodea la pradera para verla pasar.
Las campanas volteaban enloquecidas,
los pájaros volaban en bandadas de un sitio a otro, salían los pendones de las
distintas cofradías, de la
Virgen , del Cristo, del Niño Jesús de Praga, los niños agarrados a las cintas que los
adornaban; seguía la carroza con la
Virgen vestida de gala, azul cielo o blanco, llena de flores
y con todas sus joyas, la gente peleando por poner a sus hijos sobre ella,
detrás el cura, o los curas, revestidos de pontifical, el alcalde, el juez de
paz, los guardias civiles y los mayordomos con sus cetros y varas; detrás el
resto de la gente que prefería seguir a la Virgen en vez de verla pasar; por delante de
ella: la música, tocando la jota segoviana y los bailarines danzando (y se toca
la jota segoviana porque Aldeavieja, hasta el siglo XIX, perteneció a la
gigantesca provincia de Segovia y hasta los años 50 del siglo XX a la Diócesis de la misma
provincia) las Aguedas abriendo las filas ( las Aguedas eran señoras mayores,
de negro riguroso, como todas las señoras mayores en esa época, que bailaban
entre ellas la jota con un brío y un ritmo digno de encomio); se daba la vuelta
al santuario y, al llegar de nuevo a la puerta, paraba el cortejo y se procedía
a la rifa de las cintas que adornaban la carroza, se daban los tradicionales
vivas a la Virgen
y entre el estrépito de cohetes, repicar de campanas y las notas del Himno
Nacional, la imagen entraba de nuevo en la ermita hasta el próximo año.
Entonces la gente se recogía hacia
donde había dejado sus cosas y se preparaba para comer; la tortilla de patatas
y los filetes rusos, el pollo guisado o las tajadas de pescado frito eran el
menú casi obligado, por eso de estar hechos desde el día anterior y su fácil
traslado posterior, de postre la sandía era casi segura; además, se podía comer
en la hospedería del santuario; en un segundo piso, por encima de la casa del
santero, había habitaciones grandes, con su cocina baja, mesas largas y bancos
de madera para que el mayordomo y su familia comieran, o para aquellos que,
mediante una limosna (vamos, pagando) se lo podían permitir; en aquel piso alto
estaba también “el cuarto de los horrores”, una habitación llena de exvotos:
cabezas cortadas (de cera), brazos, piernas, manos, torsos…trenzas de pelo,
trajes de novia, de comunión, uniformes militares, muletas, sudarios,
escayolas, gorros de niño, sonajeros, todos ellos llenando el cuarto, colgados
de las paredes, del techo, en una semi-penumbra angustiosa, lleno de polvo, con
ese olor indescifrable de las cosas muertas; prendido con alfileres, a veces,
un papel con una ortografía horrorosa, explicaba el caso, el milagro, el
agradecimiento, la pena… era una habitación que te atraía y te repelía a la
vez; en ella, también, dos hornacinas con figuras policromadas de cera
representaban dos milagros; eran un lujo, con su marco dorado, el algodón
simulando nubes u olas, las gasas, parecía un nacimiento napolitano (todo esto
colgaba antes de las paredes de la ermita, dando una sensación de atraso y
superstición bastante deprimente). Desde allí salía, también, una escalera que
llevaba al coro, con su enorme órgano de tubos en gloriosa ruina, las maderas
podridas y los metales rotos o robados, debió de ser un maravilloso órgano barroco,
recuerdo que la inscripción que daba cuenta de su donación señalaba un año del
siglo XVIII; esa misma escalera seguía subiendo hasta el campanario y por los
huecos que daban al techo de la iglesia se veían la piel del oso protagonista
de uno de los milagros que se relataban en la novena y algo parecido a la piel
de un cocodrilo.
Pero volvamos a la romería; hemos
comido y volvemos a la pradera; por la tarde hay concursos de jotas, de calva,
de tejo; la gente se va recogiendo y va quedando junto a la ermita como un
sentimiento de pérdida; las fiestas señalan que el verano se acaba; todavía
quedan las fiestas del Cristo, una semana más tarde, y una o dos noches de
baile, pero parece como si el cielo se fuera volviendo más gris, que las nubes
aumentaran en número y tamaño, hay menos luz…
A veces, esa tarde o la
tarde del día siguiente, se celebraban corridas de toros. Yo las llegué a ver
uno o dos años. En la plaza, donde aún existían unos toriles de piedra, se
colocaban los carros engalanados con mantones y banderolas, las autoridades en
el balcón del Ayuntamiento o en un carro justo debajo, cura, alcalde y guardia
civil, con sus familias, más el médico y el pregonero; los chicos nos poníamos
debajo de los carros, para ver bien todo y poder sentir, ¿por qué no? el miedo
pequeño de ver a la fiera cerca, casi poder tocarla si queríamos (que no
queríamos); venían torerillos (así se les llamaba) con sus cuadrillas, daban
dos o tres pases mientras el toro estaba entero y, cuando ya empezaba a boquear
y a cansarse, saltaban los mozos a rematar la faena entre los gritos, los
insultos, los enfados del alcalde, los enfrentamientos, los gritos de apoyo,
los parlamentos entre los civiles y los mozos, el cabreo del espada que ya no
iba a torear más porque el toro lo pagaban los del pueblo y era para ellos y no
para él, a que se llevaba una hostia o algo peor, que haya paz, gilipollas
lárgate, tú no te metas a ver si te vas a llevar lo que no tienes, os voy a
meter a todos en el cuartelillo, este va a ser el último año que haya toros,
venga que aquí no pasa nada… al final, el maletilla se iba con su cuadrilla,
después de haber cobrado; los mozos se lanzaban a la plaza, entre los abucheos
del respetable, mareaban al toro y después de dos o tres revolcones lo mataban
allí mismo entre las protestas de algunos y el cacareo de machos ibéricos de la
mayoría; aquel renacimiento taurino terminó en dos o tres años; se prohibieron
las corridas en aquellas condiciones y quedó en lo que es hoy, vaquillas para
solaz de mozos y mozas; se tiraron los toriles dando más amplitud a la plaza y
se pusieron unas vallas con tubos metálicos muy aparentes quitando, ya de paso,
el pilón grande de las vacas que apestaba toda la zona.
La ermita de entonces y la de ahora
son básicamente iguales; el edificio es el mismo, por supuesto, pero sobran y
faltan cosas. Ha sufrido expolios sin cuento, ya no se quedan pegados los
ladrones al tejado o a las puertas como en los tiempos antiguos, ahora entran,
cogen lo que les apetece y se lo llevan tranquilamente; muchas iglesias rurales
y santuarios se han visto desvalijados al no tener ningún tipo de vigilancia.
Entonces vivía allí un santero, santera más bien, la Aurea, una señora gruesa,
de andar torpón, muy agradable, cuyo marido era el carpintero y peluquero del
pueblo; como decía, vivían allí y, aparte de limpiar y cuidar de la ermita,
ahuyentaban las malas tentaciones; pero claro, hoy día ya nadie quiere vivir
aislado, sin luz eléctrica ni agua corriente y por un ¿sueldo? mísero y, por
supuesto, el camino que llevaba hasta la ermita aún no estaba asfaltado.
La gente ya no acude, como antes,
llena de fervor religioso, de toda la zona de alrededor; sólo si la fiesta cae
en un día apropiado de la semana se llena la pradera, pero donde antes había
carros, caballos y bueyes, hoy hay autocares y coches particulares; los bares
donde apagar la sed se han multiplicado y los puestos te ofrecen una variedad
de mercancías antes impensada; pero eso es el progreso, nos guste o no.