6 de agosto de 2018

Leyendas de Aldeavieja: Bares y Tabernas.


          Llevo un tiempo dándole vueltas en la cabeza a la idea de escribir sobre los bares y tabernas que he conocido en Aldeavieja y me salen un total de ocho establecimientos que, durante más o menos tiempo, han recibido ese nombre; los lugares en los que se podía tomar un vaso de vino o comprar un cuartillo de Cebreros o beber una cerveza.


          El más antiguo que recuerdo llevaba el nombre de “Casa Pablo” y su dueño era Pablo Magdaleno, uno de los numerosos hijos que Quintín Magdaleno (el tío Quintín), que fue panadero durante muchos años en los principios del pasado siglo XX, tuvo. “Casa Pablo” era un local pequeño y oscuro en el que, al entrar, te encontrabas con el mostrador de zinc en el que corría el agua y se limpiaban los vasos donde se servía el áspero vino de Cebreros; ante él (y sobre él) cajas de arenques, tarros con olivas, servían de adorno, y detrás, en las estanterías, botellas de anís “Machaquito” o “La Castellana” se codeaban con otras de coñac “Fundador” o “Tres Cepas”; a la derecha, tres o cuatro mesas servían para que la clientela jugara al mus o al dominó mientras se vaciaban los “chatos” y se fumaban aquellos cigarrillos de picadura liados a mano; era un lugar entrañable donde el tío Pablo (y su hija, Concha) llenaban vasos y botellas junto a aquellas tiras de papel amarillento “cazamoscas” y la poca luz que daban aquellas bombillas de 40 W.
          Cuando el tío Pablo murió, le sucedió su hija, Concha, que ya por entonces se había casado con Tinito, aquel heroico transportista que lo mismo te traía un saco de cemento para un arreglo o un kilo de carne de Villacastín; rotularon el establecimiento como “Hijos de Pablo” y reformaron el local, dándole más luz y dedicando más espacio a la venta de, como se decía entonces, ultramarinos y coloniales; llegó un momento en que pasó a llamarse “Casa Concha” y, entonces, desapareció como bar y quedó, sólo, como tienda de comestibles, hasta su cierre total.
          Contemporáneo de éste era el pequeño bar que se encontraba en el Parador; en un oscuro rincón, junto al teléfono público que se instaló allí, un pequeño mostrador atendía al viajero o al vecino, que se acercaba a hacer un alto en el camino o en el trabajo, para refrescarse con un botellín o con un chato de tinto; y allí estaba Ramiro para atenderlo.


          En la plaza, en ese edificio restaurado hace poco, junto a esa acacia que sombrea los bancos de piedra, estaba otro establecimiento que lo mismo hacía las veces de estanco, como de tienda de ultramarinos, como de pequeño bar; al entrar en la casa, te encontrabas con dos habitaciones a derecha e izquierda de la puerta; en una, creo que la de la derecha, sobre un mostrador en el que reposaba el aparato de medir y servir el aceite, se dispensaban las legumbres, las latas de conserva, o lo que fuera menester; en la otra te vendían un sello, o papel de escribir o podías adquirir aquellos paquetes azules, o verdes, de picadura de tabaco, piedras de mechero o, como se decía entonces, labores nacionales como el “Celtas”, los “Ideales” o cosas más elaboradas como el “Bisonte”, marca señera en tabaco rubio o los primeros paquetes de cigarrillos emboquillados: “Celtas” o “Bisonte”; más adelante los “Jean”, “Rex”….hasta llegar al universal “Ducados”, con o sin filtro.
          Allí compramos nuestros primeros cigarrillos que luego íbamos a fumar, a escondidas, en algún rincón de la arboleda o los sellos de peseta, o de dos pesetas, para franquear la carta al amigo o al familiar. Y creo que era en este mostrador, a la izquierda, donde servían también los chatos de vino o el tinto a granel con el que llenábamos las botellas que llevábamos desde casa.
          En la calle Ancha, frente a nuestra casa, bajo el escudo nobiliario de piedra, se podía leer: “vinos y licores” y una chapa metálica de “La Casera” adornaba la jamba izquierda; allí vivían el tío Frutos y su familia: mujer, hija, nietos… nada más entrar al sombrío y fresco portalón, a la izquierda, había una especie de quiosco de madera, con mostrador, donde te servían un vino tinto y fresquito que sacaban en frascas o la gaseosa con la que lo acompañábamos en las comidas; un poco más allá, en una sala grande con ventanas a la calle y al gran corral, estaban unos veladores de mármol, como en los cafés antiguos, donde por las noches, algunos vecinos iban a tomar el café o la copa de anís… allí, en esa sala, se colocó uno de los primeros televisores que hubo en el pueblo y a él acudíamos cuando se transmitía algún hecho destacado o, simplemente, por el hecho de ver aquel nuevo invento (que muchos aún no teníamos en casa) de la televisión; corridas de toros, partidos de fútbol, etc…
          En aquella casa estaba, también, uno de los dos salones de baile del pueblo: a la derecha de la puerta de entrada, una pequeña puerta te introducía en un gran salón en el que presidía una pianola u organillo que, al principio, a fuerza de dar vueltas a la manivela, llenaba de música bailable el local, más tarde compraron un pick-up (que así se llamaba a los tocadiscos, españolizándolo como picú, así, como suena), y Antonio Molina, Juanito Valderrama o cualquier músico o cantante patrio, sonaba por los altavoces.


          Aún recuerdo la ilusión que nos hizo cuando Faustino el molinero abrió su bar; en la antigua casa de mi tío Julián, al fondo de un oscuro pasillo, en una habitación que daba al corral, levantó un mostrador de ladrillo, puso unas mesas y, lo más importante, en medio del local colocó un futbolín; cuántas tardes he pasado con mis primos echando una peseta y jugando partida tras partida mientras bebíamos un botellín de sidra acompañado de unas aceitunas gordas y sabrosas… el bar de Faustino se convirtió en el bar del pueblo por antonomasia; al principio hubo una competencia con el de Concha, pero, poco a poco, aquel fue convirtiéndose más en una tienda y el de Faustino creció, salió a la sala de entrada de la casa, con ventanas a la calle Segovia, puso más mesas, siguió con el futbolín y nos regaló con bebidas tan inolvidables como la Konga, con sabores de naranja, limón y kola y… en fin, todos conocemos su desarrollo y su historia; cuando Faustino falleció pasó a manos de su hijo Gorgonio, que le puso el nombre de “Bar el Molinero”, y después de él, su hijo, Jose, alias “Canuto”, que continúa una saga de gentes amables y profesionales.
           Aquí, debería hacer un aparte para citar al otro local donde se “hacía” el baile los fines de semana y en las fiestas; en una antigua cuadra de la calle Ancha, existía un local, enfrente de la calle “Cuartel”, donde se proyectaban películas cuando venían los del cine o se hacía circo y en el que, fines de semana alternos, se procedía a habilitarlo como salón de baile; con su banco de madera corrido a lo largo de las paredes, sus carteles de “se prohibe cantar”, “se prohíbe blasfemar” íbamos la juventud (y la práctica totalidad del pueblo) a “echar unos bailes” por el módico precio de una peseta los chicos (las chicas con entrada gratuita); Manolo Escobar era el rey de la noche y, como no, al fondo, tras unos paneles de madera en los que se había abierto una ventanilla para controlar el local, Gorgonio (o a quien le tocase) pulsaba el ambiente, cambiaba los discos a su gusto y servía bebidas a los sedientos bailarines. ¡qué tiempos!; cuando su hermano Justi, convirtió aquello en una discoteca, con luces, cabina de sonido y mesitas en un altillo, subimos un peldaño más en la modernidad (recuerdo que eran los tiempos en que Miguel Ríos había sacado su gran disco en directo “Rock and Ríos”) pero, aquello duró poco, se empezaba a sufrir un problema de falta de personal en el pueblo…. y tuvo que cerrar.
          Otro bar que fue muy popular mientras existió, y no fueron demasiados años, fue el bar de Pepe, montado en una casa, casi al final de la calle Segovia, esquina con la hoy llamada, “travesía de la calle Segovia”; tenía también futbolín, y creo recordar que también tenía máquinas “tragaperras”, como se las llamaba entonces; fue un éxito, dando una capa de modernidad y juventud a unos establecimientos que siempre habían sido algo tradicionales.


          Quizás, el bar que menos ha durado, tal vez como mucho un año, o puede que sólo un verano, ya no lo recuerdo exactamente, fue el que abrió Juanito, el hijo de Teodomira, en el local sindical que estaba en el edificio del Ayuntamiento nuevo, en la Carreterilla; lástima porque la Teo hacía unas tortillas riquísimas para acompañar las cervezas.
          En fin, todo se acaba, y no podemos cerrar esta relación de bares y tabernas sin citar a “La Aldea”, el primero que se abrió fuera del casco urbano, en el comienzo del camino del Cubillo y el primero que fue, a la vez, restaurante; ha pasado por diferentes manos, con más o menos fortuna, pero siempre recordaremos a sus fundadores, que le imprimieron un carácter particular y único, gozando su fama de buena cocina y buen servicio mucho más allá de los límites del pueblo y de la misma provincia; lástima que, cuando escribo estas líneas, esté cerrado, esperando unas manos amigas que lo reabran, continúen con su tradición hospitalaria y gastronómica y podamos gozar, otra vez, de su barra, sus salones y su terraza..
          Un poco de contrabando voy a mentar el bar que, con alternancias, se abre en la hospedería de la ermita de la Virgen del Cubillo; siempre es de agradecer que, después de la caminata desde el pueblo, podamos apagar nuestra sed con algo más que la fresca agua que da la fuente.
……….
          Por hacer un poco de historia, para los más curiosos, añadiré que, cuando se hizo el Catastro de Ensenada, allá por 1752, se contabilizaban, para los pueblos de Aldeavieja y Blascoeles (que ya entonces formaban un único Ayuntamiento) tres mesoneros y dos taberneros.
          Ahora voy a dar un listado de los que, según el “Anuario del Comercio, de la Industria, de la Magistratura y de la Administración”, ejercieron el oficio de taberneros en Aldeavieja, son nombres que van desde 1888 hasta 1914 y entre los que se encontrarán, con toda seguridad, alguno de nuestros antecesores:
Juan del Rey, Isidoro Gordo, Donato Torres, José Canales, Mariano Rodríguez, Timoteo Martín, Santiago Santamaría, Mariano Gallegos, Gabriel Gordo, Roque Gordo y Evelio Rico Morán; de éste último sabemos que tenía su negocio en la calle Segovia, en el número 5 y que, en 1914, tenía 32 años.

(¡Ah!, si tenéis alguna fotografía de cuando cualquiera de estos establecimientos estaba funcionando, os agradecería mucho que me la enviáseis; mi correo es: javivi.jorge@hotmail.com; gracias a todos y todas)

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