Desde aquella ventana se veía todo:
el que iba, el que venía, los que se escondían o los que deseaban ser vistos;
nada ni nadie se escapaba a aquellos ojos que todo lo miraban tras aquella
ventana ; una ventana como hay muchas, cuadrada, con su cerco de madera,
cristales con aguas y unos visillos que dejaban ver sin ser visto. Pero, los
que pasaban ante ella, apretaban el paso para que la mirada que salía de allí
les rozase lo menos posible; era casi como si te hubiera caído una mancha o te
fuera a quemar alguna llama escapada de una invisible hoguera; te dejaba una
sensación de suciedad o, quizás, una sensación de que tu alma había sido
desnudada sin quererlo tú.
La casa estaba a la salida del
pueblo, en el camino que llevaba a la vecina localidad de Blascoeles, a la
izquierda, cuando ya habías dejado atrás las tapias de unas huertas y asomaban
a la derecha los árboles de un prado umbroso y fresco junto al arroyo del
Barranco.
Era una casa como cualquier otra, de
piedra, toda ella encalada, una sola planta coronada por un desván alto, y
allí, en medio de la pared que daba al camino, se abrían dos ventanas; una de
ellas siempre estaba cerrada con fuertes contraventanas de madera, la otra,
velada por una tenue cortina, siempre estaba así, abierta; por la noche, salían
de ella destellos rojizos que iluminaban muy débilmente el interior, o eso se
suponía, pues nadie se había atrevido nunca a mirar por ella desde fuera; y en
esa ventana era donde, al pasar, sentías que un par de ojos (o más, quizás), te
seguían hasta que desaparecías de su vista.
Era algo psicológico, no veías nada,
pero sentías una opresión en la nuca que no te dejaba; estabas seguro que si te
volvías con una determinada velocidad ibas a sorprender un rostro pegado a los
cristales que te seguía… pero, si lo hacías, por muy rápido que fueras, sólo te
encontrabas con aquella pared muda, sorda… pero no ciega.
Y no era la casa, poco o nada la
diferenciaba de otras del pueblo, quizás su aislamiento era lo único singular
en ella; por lo demás… igual que las demás: paredes enjalbegadas, chimenea
panzuda de la que siempre salía un hilillo de humo, puerta de madera de dos
hojas, tejado a dos aguas con aquellas tejas rojizas, con musgo; detrás un
corralillo en el que se adivinada la techumbre de una pequeña cuadra y quizás
un gallinero o una cochiquera y, claro está, las ventanas… sobre todo aquella
que siempre abierta, parecía un ojo escrutador de todo lo que pasaba en el
pueblo.
¿Quién vivía en ella? todos los días
salía por la puerta una anciana encorvada, arrugada por los años, con un
pañolón negro cubriéndole la cabeza y una toquilla, también negra, arrebujada
por encima de aquel vestido negro que tapaba su cuerpo y que brillaba por el
uso y los años en toda su superficie; ¿quién era?, todos la llamaban “la tía
Peñalejas”, no se sabía si era porque así se había llamado desde siempre a la
familia que había habitado en esa casa o alguna otra razón desconocida, tampoco
importaba mucho, a veces se la llamaba Teodora, pero tampoco se sabía si ese
era su nombre o se la llamaba así por capricho de algún vecino harto de no
saber su nombre; no se la veía en la iglesia nunca ni cuando había “función”
acudía a procesión, baile o diversión alguna; solamente, por las mañanas, muy
temprano iba con una botijilla al caño y la llenaba de agua para el día; ¿qué
comía? ¿de dónde sacaba los dineros para pagar los pocos alimentos que
compraba? nadie lo sabía a ciencia cierta y todo eran cavilaciones pensando que
si así o si asao, pero lo que era cierto es que los vendedores ambulantes que
voceaban sus mercancías paraban ante su puerta y cobraban sus buenas “perras”
por los garbanzos o el vino que la vendían.
¿Cuántos años tenía aquella mujer?;
nadie lo sabía; el tío Pablo, que a sus noventa y ocho años, era tenido como el
hombre más viejo del pueblo, decía, a quien quisiera oírle, que cuando él era
chico ya la tía Peñalejas era tan vieja como lo era ahora; ¿verdad o mala
memoria de un anciano?; el caso era que el tío Pablo tenía una memoria
excelente y te podía decir, sin equivocarse, el nombre de los propietarios de
las tierras de todo el municipio así como su capacidad y sus lindes.
¿De quién era hija la tía Peñalejas,
de qué familia descendía? Era un misterio; nadie podía recordar cuándo apareció
por el pueblo (si es que apareció) o quien era su madre o su padre; ¿Moreno,
Gordo, Vázquez, Martín…? Nadie la reclamaba como suya; ¿importaba aquello?, la
verdad era que no; es más, nadie se acordaba de ella, ni de su existencia hasta
que ocurrieron los hechos que voy a relatar a continuación; unos sucesos que
paralizaron a todo el pueblo y que cubrió su horizonte con un negro velo de
maldad y de misterio.
(continuará...)
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