Continuación...
Dejé el papel sobre la
mesa, era el último; no sabía qué pensar… os explicaré, esto que habéis acabado
de leer estaba escrito en unas hojas amarillentas de pergamino, unas hojas que
encontré en el desván de mi casa cuando hacía una limpieza rutinaria; estaban
guardadas en una caja de cartón vieja y apolillada, no sé cómo se habían podido
conservar en buen estado… en la caja, atada con una cuerda de esparto, se leía,
en números romanos, una fecha: MDX, 1510; al abrirla contemplé aquel legajo de
hojas rellenas con una letra clara y grande; en la cabecera del escrito ponía
un nombre: Julián Moreno.
Me intrigó aquello, soy
muy aficionado a hurgar en las cosas antiguas, en ver qué fueron mis ancestros,
dónde vivieron, cómo, quiénes fueron, y al encontrarme con aquello, no pude
reprimir una sensación de alegría y de emoción; tenía entre las manos el
testimonio de uno que, casi con seguridad, era antepasado mío y nadie, antes
que yo (o eso suponía) le había echado un vistazo.
No podéis imaginar las
ansias que tenía de leerlo, pero me contuve, lo primero sería limpiar de polvo
aquello y luego, con tranquilidad, sentado en un confortable sillón, cerca del
fuego y con una buena luz, iría pasando una a una aquellas hojas y me
deleitaría adentrándome en otra era, en otra persona, y ya fueran cosas banales
o algo interesante, sabía que me encantaría
leerlas.
Pero, al ir leyéndolas,
mi interés pasó de lo anecdótico a lo misterioso; ¿qué era aquello? lo que
comenzaba como una historia de viajes, costumbrista, pasó a ser un cuento de
miedo, o quizás sólo era un desatino, una forma de llenar el tiempo de algún
pariente aburrido y con ganas de embromar; al ir avanzando en la historia,
notaba cómo su autor vivía lo que escribía, que aquello no era una invención,
sino algo sentido, o padecido… no sé si me entendéis.
Daba la sensación de ser
auténtico, pero… ¿cómo podían ser auténticas aquellas historias, esos
sacrificios humanos en pleno siglo XVI? ¿cuentos de aparecidos? ¿recuerdos de
relatos oídos al calor de la lumbre a un abuelo embromador, en pleno invierno,
para asustar a los más pequeños?. No sabía a qué carta quedarme.
Me quedé pensativo,
arrellanado en el sillón; tenía aún la última hoja en la mano; se veía que el
autor de aquellas líneas no había terminado la historia, ¿no le había dado
tiempo o acaso no había querido acabarla? o, simplemente, no sabía cómo
continuar… todo era posible.
Al volver a mirar la
hoja, a contraluz del fuego, me di cuenta de que, por detrás, había algo
escrito; ¡hombre, a lo mejor sí que había un final!, le di la vuelta a la hoja
de pergamino y sí, allí había unas cuantas palabras, garabateadas más que
escritas y con una caligrafía más insegura, más temblona; me calcé de nuevo las
gafas y me dispuse a leer lo que mi antepasado había escrito.
Decía así:
“Es 6 de diciembre, sé que me queda poco tiempo…, puede que no tenga
fuerzas ni para explicar todo esto que me ha pasado, a pesar de todo, debo
contarlo, o intentarlo al menos; mis manos ya no me responden como debieran y
mi cabeza es una olla llena de recuerdos, imágenes y miedo… os relataré la
verdad, aunque mi alma inmortal se pierda para siempre… cuando yo sostenía
aquel cuchillo de piedra en la mano… “
¡No!, ¡no puedo leeros lo
que ponía a continuación…! ¡es demasiado… como os diría… espantoso, no,
espantoso no; es mucho más que eso; es tan … tan… ¡me faltan las palabras!…
sólo os puedo decir, para descargo de mi conciencia y para no turbar la paz de
vuestros espíritus, que todo lo que mi antepasado había escrito, en el revés de
la última página, me llevó a arrojarla directamente a las llamas que crepitaban
frente a mí.
No os merecéis tener ese
peso sobre vuestros hombros… ¡dejad que lo lleve yo por vosotros!.
FIN
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