-Esta torre hay que quitarla de aquí.
-Hombre… así, ¿de repente?
-¡No, de repente no!, poco a poco, a ver
si va a haber una desgracia.
-Después de tantos años….
-Aquí no pinta nada; ya tenemos una torre
nueva en la iglesia y ésta, lo único que hace es dar sombra.
Los que así hablan son el alcalde de
Aldeavieja, Justo Gordo, y el secretario del Ayuntamiento, Salvador Moreno; ya
está acabada la nueva iglesia de San Sebastián y en la torre se han colocado
tres grandes campanas, fundidas en el mismo pueblo, y que se oyen desde
cualquier punto de la aldea y, si hace viento, hasta a una distancia de más de una
legua.
-¿Cuándo empezamos?
-Mañana mismo.
-Habrá que decírselo al señor cura…
-No hace falta; la torre la levantaron los
vecinos y ellos la van a derribar también.
-Pero… como cortesía…
-Tanta cortesía como la que él tiene
conmigo; que aún estoy esperando que bendiga mi nuevo carro y ha dado tiempo
para que se le rompa una rueda. Así que… ¡ya sabes! mañana coges a la cuadrilla
y empezáis.
-Lo que usted diga, don Justo.
Y allí quedó el señor alcalde, mirando a
lo alto del campanario; el sol poniente tocaba en ese momento las últimas
piedras de la torre y parecía que quería convertir en oro las viejas piedras.
-Buenas fuentes voy a hacer contigo; y ya
puede decir el señor cura lo que le venga en gana; pero nosotros te hicimos
quitando hasta las lápidas de las tumbas de nuestros muertos y nosotros haremos
que des frescor a las aguas que alivien nuestras gargantas en verano; nuestras
fuisteis y nuestras seguiréis siendo.
Y con su mano encallecida acarició
aquellas piedras gastadas por los años y los vientos.
…..
-Hay que quitarlas con cuidado, ¡que no se
rompan!
-Pues poned algo debajo, para que cuando
caigan no se estrocen…
. Poned unas maderas, que eso amortigua.
Y así, bajo la atenta mirada de Salvador,
la cuadrilla subió a la torre para empezar a desmontarla; primero subieron al
techado y fueron retirando las tejas, una a una, que seguro que servirían para
reparar alguna casa; eran buenas tejas, antiguas, de esas que ya no chupan más agua
y que resisten todo; después retiraron las maderas que servían de vigas y que
sostenían el tejado, y en esas estaban cuando se acercó el señor alcalde para
ver cómo iban…
-No os cunde mucho, ¿eh?.
-¡Hombre!, hay que ir con cuidado, si se
quitan bien pueden servir para remendar algo.
-Bueno, bueno.
Alzó la vista y observó cómo los hombres
intentaban despegar las piedras que formaban los muros de la torre con lancetas
de hierro.
-¿Están bien unidas, eh?
-Sí lo están, sí.
-Echarían
un buen mortero para que no se movieran.
-Pues fijaos bien, que así las quiero
cuando las pongamos en las fuentes.
-¡Cuidado allá abajo! ¡a ver si se nos va
a caer alguna esquirla!
-¡Cuidado tú! ¡a ver si tengo que subir
para enseñaros cómo se quita una piedra sin que se caiga!
En esas estaban cuando, sin verlo ni
olerlo, una de las piedras que estaban manejando en lo alto se resbaló de las
manos que la intentaban sujetar y cayó…
Salvador no podía apartar la vista del suelo;
con horror se miró las manos y las piernas, salpicadas de gotas de sangre y de
trozos inedintificables de carne.
A sus pies, una gran piedra de caliza
tapaba la cabeza de Justo, aplastada y destrozada, no había tenido tiempo de
apartarse y ahora miraba y miraba como si quisiera traspasar la piedra y ver la
cara del que, hasta ese momento, había sido su alcalde y su amigo.
-¿Dios! ¿Qué ha pasado?
Su primera intención fue mover la piedra,
se agachó y con las dos manos probó de moverla… y, entonces, lo vio: allí, en
una esquina se podía ver una calavera tallada sobre dos huesos, debajo los
rastros de lo que habían sido letras o fechas…
-Es… es una de las losas del cementerio.
Apartó las manos espantado, no podía creer
lo que había pasado y… aquella piedra, precisamente esa, era la que tenía que
caerse y matarle… ¿por qué?
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