Sólo se oía el silbar del
viento metiéndose entre las maderas mal encajadas de las ventanas; se apartó de
ellas, fuera todo era oscuridad, una noche sin luna o, tal vez, una luna oculta
tras las nubes; ¿qué mismo daba si no se veía nada?; se acercó al fuego que
chisporroteaba alegremente en el hogar, se calentó las manos acercándolas a las
llamas, ese era su único placer; alzó la vista… también por el tiro de la
chimenea se oía el largo lamento del aire como cuando te acercas una caña a los
labios y emites ese quejido largo y armónico que se desplaza a través de valles
y cerros.
Las paredes enjalbegadas
mostraban sombras extrañas, caprichosas, siguiendo el baile enloquecido de las
luces que surgían de las brasas…
De pronto se quedó
quieto, algo más se oía por encima, o detrás, del ulular del viento; era otro
lamento, esta vez más nítido y quizás más potente, o más salvaje; sí, le era
muy familiar, era el largo y vibrante aullido del lobo llamando a sus iguales,
reuniéndoles para la cacería, para la cabalgada hacia las casas donde habitaban
los hombres, hacia la aldea, hacia su casa y las de sus vecinos… hacia su
comida; era la llamada del hambre y de la lucha y aquel sonido, tan temido u
odiado por algunos a él le atraía, a la vez que le recordaba momentos, quizás
los únicos, en que se había sentido realmente vivo.
Se acercó, de nuevo, a la
ventana… no esperaba ver nada, por supuesto, pero le pareció que el viento silbaba
con menos fuerza y que la ventisca amainaba; de pronto, un sonido, que no por
ser familiar dejó de sorprenderle, le llegó nítido y vibrante: era el sonido de
la campana de la iglesia llamando a la misa del gallo, esa ceremonia típica de
la Nochebuena a la que tantas veces había acudido en compañía de sus padres,
cuando era un niño… ¡tam, tam, tam….! era el primer toque, la primera llamada
para que los vecinos se fueran preparando para acudir al templo; ¡cuántos
recuerdos!, unos buenos, otros no tanto, acudieron a su mente mientras oía
aquellos toques metálicos y poderosos.
¿Y si esta noche fuera a
la iglesia? ¿y si se acercara a oir aquella misa del gallo? Quizás, sólo
quizás, podría volver a ser todo como antes… salir de aquella angustia que le
atenazaba día a día, perder aquella soledad que le sumergía en aquella
pesadilla en la que se había convertido su vida desde aquello…
Se sentó en la butaca
pensativo, no tenía muy claro qué hacer, cual sería la mejor opción: ¿ir?
¿quedarse?; fijó la mirada en el fuego, el baile de las llamas le atraía con
sus ondulaciones, la madera chisporroteaba mientras se consumía y, cerrando los
ojos, retrocedió a aquellos días de su infancia, aquellas noches de Navidad en
que su madre se afanaba ante la cocina para poder darles una cena especial,
algo distinto a lo que comían el resto del año, sus manos amasaban sin parar
preparando lo que después serían empanadas rellenas o pelaban verduras que
después se convertirían en el bocado más exquisito que nunca habrían probado… su
padre, mientras, disponía, en una de las mesas, las figurillas de un Belén
rodeadas de musgos, piedras y un riachuelo que llevaba agua de verdad…
¿Qué conseguía recordando
aquellos momentos?, por un instante se quedó con la mirada fija en el techo;
sobre las vigas de madera las sombras que las llamas reflejaban bailaban
formando figuras que, a veces, le parecían formas obscenas ocupadas en el más
descarado de los espectáculos…
Las campanas volvieron a
tocar: ¡tam, tam…!, ¡tam, tam…!; era la segunda llamada, pronto serían las doce
y empezaría la ceremonia; se levantó acercándose a la ventana… nada se veía,
nada; su casa estaba en un extremo de la aldea y raro tenía que ser el que
viera los reflejos de los faroles de los vecinos mostrando el camino hacia la
iglesia; ¡sí, iría!.
Descolgó del perchero su
viejo gabán, la bufanda de gruesa lana y el sombrero de fieltro; comprobó que
los guantes estaban en los bolsillos y empuñando uno de los bastones que
descansaban junto a la puerta descorrió los cerrojos que le separaban del
exterior.
Fuera la oscuridad era
total, pero eso no le impedía saber por dónde iba; hacía un frío que intentaba
meterse en su cuerpo y el sonido de la nieve cuando era pisada por sus fuertes
botas le daban la impresión de encontrarse en alguna vasta llanura helada con
destino a ningún sitio.
A ambos lados le parecía
percibir las negras moles de las casas, pero de ninguna de ellas salía el más
mínimo resquicio de luz, ni el más leve sonido; le vinieron a la mente aquellas
noches, tan frías y oscuras como ésta, en la que bien abrigados, seguían el
tenue resplandor del farolillo que portaba el padre, en fila india, uno tras
otro, con la madre detrás de todos, dirigiéndose hacia la plaza y llamando con
risas y canciones a los otros vecinos que se les iban agregando por el camino.
Nadie en el camino, sólo
la blanca compañía de la nieve, que impedía la total oscuridad y el canto del
viento al soplar entre los tejados y las chimeneas; ni una sola columna de humo
se elevaba por encima de las casas y aquella soledad le iba pesando como si
llevara un costal lleno de piedras sobre sus espaldas.
¡Por fin!, frente a él se
alzaba la masa de la iglesia y en medio de ella, la puerta se veía señalada por
la luz que, desde su interior, enmarcaba su silueta; en ese mismo momento las
campanas comenzaron a sonar… era el tercer toque, cuando dieran su último
tañido el sacerdote saldría de la sacristía y comenzaría la misa… nuestro
hombre llegó a la puerta, dentro se oía un murmullo como de gente esperando,
pisadas, susurros, alguna vocecilla infantil y el cristalino sonido de las
sonajas de la pandereta; un escalofrío recorrió su cuerpo paralizando la mano
que iba a empujar la puerta; aquellos
sonidos eran reales, él los oía, había luz, pero… la puerta cedió, al fin, a su
empuje, cruzó el umbral, la luz del interior iluminó su rostro, un rostro que
poco a poco fue perdiendo el color, los ojos muy abiertos, casi como si fueran
a salirse de las órbitas… la nave de la iglesia se mostraba en toda su
magnificencia iluminada por cientos de bujías y farolillos, junto al altar
mayor un belén grandioso enseñaba el nacimiento de Jesús con figuras de
terracota bellamente coloreadas, de la tribuna bajaban las notas del órgano que
componían el comienzo de uno de los más conocidos villancicos y, en los bancos,
en los reclinatorios, sobre los ruedos de esparto esparcidos por el suelo, las
osamentas de los que fueron vecinos del pueblo atendían a la salida de otro esqueleto
que, vestido de sobrepelliz y casulla, salía de la sacristía camino del altar…
Apenas volvieron sus
vacías calaveras cuando se oyó, sobre las piedras de la entrada, el sonido de
un cuerpo que caía golpeándose contra el suelo. Sólo entonces, cuando dejó de
latir su corazón, aquellos seres, si se les puede llamar así, fueron recogiendo
sus enseres y fueron desapareciendo; uno tras otro, como absorbidos por el
suelo iban ocupando las huesas que había debajo de las lápidas que formaban el
pavimento del templo; todo esto se iba desarrollando ante la presencia del
esqueleto que permanecía de pie ante el altar, como testigo o notario de cuanto
allí ocurría; cuando la última de aquellas almas desapareció se vio cómo
aquella calavera entreabría sus mandíbulas y, a la vez que también se esfumaba,
se escuchaban unas palabras que eran como el punto final de aquella historia: ¡consumatum est!
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