Hace poco hablábamos en
estas páginas de fantasmas; de esa época, en los años setenta, en que se
contaba (y se recontaba) que un fantasma (una fantasma, decían algunos) se
paseaba por las calles del pueblo, silenciosa, pálida… asustando a cuantos se cruzaban
en su camino, y no por lo que hiciera, sino todo lo contrario: por lo que no
hacía; la figura, erguida, oscura, no cruzaba su mirada con la tuya (si es que
tenía una mirada), todo lo contrario, seguía su marcha sin verte o, por lo
menos, sin querer verte; iba por las calles siguiendo una dirección, sin nada
que la parase o que la estorbase… los perros se apartaban gimiendo de su
camino, no osaban ladrar o enseñar los dientes, reconocían su derrota y, con el
rabo entre las patas, huían hacia rincones oscuros donde no llegase la mirada
de aquel ser. Los gatos, desde los tejados, se ovillaban como poseídos de un
temor sobrenatural y bufaban bajito, casi sin abrir la boca, para que aquel ser
no se enterase de su presencia.
Las personas que se
cruzaron con ella, o con él, digamos mejor: con ello; confesaron que sintieron
un frío gélido que les iba traspasando la piel hasta acomodarse en sus huesos y
que sólo huyendo con la cabeza baja, apretando el paso para huir de su cercanía
podían volver a sentir el calor en sus miembros.
Esta situación duró
semanas, meses tal vez, con intervalos en que el “fantasma” desaparecía y,
cuando el pueblo entero creía que se habían librado de él, retornaba, volvía a
pasear por las oscuras calles, envuelto en una capa de misterio y miedo que se
sentía hasta cuando uno estaba dentro de la casa, creyendo encontrarse al
abrigo de todo mal. Su paso frente a la puerta de cualquier casa hacía que,
quien se encontrara dentro, notase un hálito frío y un sentimiento de soledad,
de tristeza, de…. muerte, que se adueñaba, lentamente de él y que sólo
desaparecía, y no del todo, cuando aquella sombra maligna se alejaba.
Pues bien, en una de
aquellas noches en que, al calor de la lumbre, la familia se reunía a cenar
mientras la televisión desgranaba desganadamente las noticias del día, el
cabeza de familia se paró, cuchara en mano, mientras decía:
-Recuerdo que hace muchos
años, el abuelo me contó una historia parecida a lo que ahora está ocurriendo
en el pueblo…
Todos pararon y se le
quedaron mirando, pendientes de sus palabras…
-Entonces, en aquellos
tiempos, los abuelos eran considerados como los más sabios de la familia, no en
vano habían vivido más años que los demás y sus palabras eran tenidas como la
verdad absoluta, así que todo lo que nos contaba era tenido muy en cuenta y no
se dudaba de su autenticidad; como os decía, entonces aún no teníamos tele en
el pueblo y, después de cenar, nos sentábamos todos alrededor de la lumbre a
contarnos lo que nos había deparado el día y a escuchar los viejos cuentos o
las extrañas historias que los mayores estaban deseando relatarnos… ¡acabemos
de cenar y os contaré lo que el abuelo nos dijo!
Fue la cena más rápida
del año, acabado el postre, todos se sentaron alrededor del padre, el cual,
dándose importancia, pues era raro el día en que todos le prestaban tanta
atención, encendió lentamente un pitillo y comenzó:
-El abuelo contaba que
una noche, allá por el mes de mayo, estaba en el bar, en “Casa Pablo”, tomando
la última copichuela antes de retirarse a casa, después de una dura jornada
preparando la cercana siega de sus tierras…
-¿Ya te vas, Manuel?, aún
es pronto, hombre, tómate otra…
-No, que ya voy tarde y
se me va a enfadar la jefa…
-¡Anda este!, te tiene
firmes… ¿eh?
-También estarías tú así…
si tuvieras mujer.
-Y… ¿pa qué la quiero? ¿pa
que no me deje ni tomar una copa?
-Yo me tomo las copas que
quiero, y ya no quiero más.
-Vale, hombre, vale, no
te enfades…
Manuel salió, todavía
hacía fresco por las noches, y ya eran cerca de las once; se subió las solapas
de la zamarra y echó a andar hacia la plaza.
Estaba muy oscuro, no
había luna y la poca luz que salía por las ventanas de las casas apenas
alumbraba la calle; se oía ladrar a un perro a lo lejos, hacia la Aceiterilla;
al pasar por delante de la calleja que llevaba a la casa de Lucio lanzó una
mirada temerosa, nunca le había gustado aquella oscuridad larga y espesa; un
gato cruzó a la carrera por delante suyo y no pudo evitar un sobresalto…
-¡Vaya tontería,
asustarse por un gato!
Siguió avanzando, ya
estaba casi en la plaza cuando sintió pasos detrás suyo…
-Como sea el pesao de
Matías, se va a enterar…
Sin pensarlo dos veces se
metió en el hueco de la puerta del señor Rufino, era ancho y no le verían, así
podría atisbar quien le seguía…
Un bulto oscuro se
acercaba por medio de la calle, era alto, grande, caminaba muy erguido y, por
su paso firme y pausado, no parecía nadie del pueblo…
Al llegar a su altura se
abrió un ventanuco de una casa próxima y un poco de luz se proyectó en la
cabeza de aquel ser…
-¡Dios!
Manuel se encogió sobre
sí mismo con los ojos muy abiertos, todo fue muy rápido, como un fogonazo, pero
lo que vio fue algo que le perseguiría el resto de su vida.
Cuando, después de un
buen rato, se tranquilizó y pudo volver a ponerse en camino, le pareció que
habían pasado horas y horas, un frío tremendo se había apoderado de sus huesos
y apuró el paso, tanto para intentar calentarse como para llegar lo más pronto
posible a su casa.
Empujó la puerta y, más
que entrar, se arrojó dentro de la sala donde su familia, reunida en torno a la
mesa, daba cuenta de una frugal cena.
-¡Manuel, ¿qué te pasa?!
Se sentó pesadamente en
una silla mientras sus ojos recorrían como enloquecidos a los presentes; la
boca abierta, de la que escapaba un hilillo de saliva, intentando articular
unas palabras; sólo un buen rato después pudo balbucear:
-¡No tenía cara!
Al día siguiente todo el
pueblo sabía lo que le había pasado a Manuel; bueno, es un decir, se hablaba de
que un fantasma le había atacado antes de llegar a casa; de que el fantasma le
había perseguido por toda la plaza; de que si era un hombre, de que si era una
mujer… de que no sonreía, de que le habló sin palabras; de que Manuel había
quedado mudo después de la aparición; de que Manuel estaba tan borracho que no
sabía ni lo que había visto… si había visto algo, claro.
La noche siguiente el bar
estaba más vacío que nunca, quizás miedo, quizás precaución, el caso es que
sólo uno o dos parroquianos se apoyaban en la barra ante un vaso de tinto y los
dos vivían muy cerca.
-¿Tú crees que Manuel vio
algo raro o es que iba ciego?
-No, no iba ciego, no
llevaba más de tres chiquitos; yo sí creo que vio algo.
-Pero…. ¡un fantasma!
-No te digo yo que fuera eso,
pero algo raro sí que vio.
Pablo, apoyado en la
encimera de zinc, les escuchaba caviloso…
-Hace años pasó algo
parecido, me lo contó una vez mi padre; seguro que vosotros recordaréis el
caso…
-¿Qué fue ello?
-Más o menos lo mismo de
ahora; alguien ve algo, algo anormal, se cruza con ese algo por la calle, lo
saluda, no lo conoce y cuando le mira a la cara ve… ve que no tiene cara, que
es como un borrón, un manchón gris, como un dibujo borrado del que, en un
momento dado, sale un sonido, un intento de decir algo, algo peor que la voz de
un animal, ni siquiera un gruñido, y ese alguien echa a correr, asustado, sin
mirar atrás; con un frío en el cuerpo, a pesar de que es pleno verano, que le
hace pararse en una esquina, aterido, con ganas de vomitar; sudando, a la vez,
como si hubiera corrido por todo el pueblo; sin aliento… y que, cuando llega a
su casa, tiene la mirada perdida, la cara sin color y dice que no tiene cara…
que ha visto a una persona que no tiene cara y se mete en la cama y pasa así
dos o tres semanas, y el médico no le encuentra nada raro y cuando, al fin,
puede levantarse… se va del pueblo, se va para no volver.
-¿Eso pasó de verdad?
-Parece un cuento de
viejas…
-Pero no lo es; ese
alguien era mi tío Eulogio, vosotros me habéis oído hablar de él.
Callaron los tres, en la
distancia se oyó al reloj de la iglesia que daba las doce.
-Voy a echar el cierre…
¿queréis el último?
-No, déjalo, ya se hace
tarde.
Pablo se encogió de
hombros y acompañó a los dos vecinos hasta la puerta…
-Mañana será otro día…
-Que durmáis bien…
Apagó la luz y echó el
cerrojo a la puerta; con él en la mano se quedó pensativo… recordó la noche en
que su padre les contó, a su hermano Emilio y a él, la historia del tío
Eulogio, tampoco les pareció muy real, sin embargo… el tío se fue, y no volvió
por el pueblo… ¡nunca!; meneó la cabeza con una media sonrisa y, después de
echar una mirada en derredor, se dirigió a las habitaciones de atrás, donde
Victoria le estaría esperando con la cena preparada.
Se oyó aullar a los
perros aquella noche, más que de costumbre; en las casas hacían como que no lo
oían, se miraban unos a otros y después agachaban la cabeza ensimismados en
alguna tarea personal; se fumó mucho, también, aquella noche y mucha gente que
ni siquiera iba a la iglesia, pasó bastantes momentos haciéndose cruces; los
gatos desaparecieron de la vista; aquel minino que se calentaba al amor de la
lumbre, o que se subía a tus rodillas para adormecerse en tu regazo, no lo
veías, aunque le llamases con un plato de restos de pescado o un poquito de
leche recién ordeñada; hasta las vacas mugían nerviosas en los establos y las
mulas se revolvían inquietas…. fue una mala noche.
Lo curioso es que durante
todo el mes siguiente nadie dio cuenta de haberse encontrado con aquel vecino
no deseado; al principio se entendía porque muy pocos se atrevían a salir, una
vez que se ponía el sol, a la calle; pero la falta de noticias sobre “el
fantasma” animó a la gente a recobrar su vida anterior; ya empezaba a hacer
calor y el salir a charlar a las puertas de las casas, con la fresca, se hizo
mayoritario. También las conversaciones fueron cambiando, los primeros días
sólo de hablaba de la aparición, pero esto fue dejando de ser novedad, ¿a quién
le importaba ya?, y así, los días pasaban y los chicos jugaban en las calles
hasta que sus madres les llamaban para ir a la cama; los mayores hablaban de
sus años jóvenes mientras liaban sus cigarrillos de picadura y, como toda la
vida, cada uno entretenía las horas como mejor le parecía.
-Esta ronda la pago yo.
-Que sea la última.
-¡Hombre… la última…!
-Mañana hay que madrugar…
-¡Venga, Pablo, sirve esa
ronda!
Fuera una hermosa luna
llena pintaba luces y sombras en las calles del pueblo; las hojas de los
árboles brillaban como de plata y una brisa que bajaba de la sierra refrescaba
el ambiente dejando una temperatura muy agradable… un olor a mies trillada
llenaba todo…y de vez en cuando, el ulular de una lechuza cortaba el aire.
Ángel bajaba por la
calleja del Mediodía en dirección a la iglesia, dejando a su izquierda las eras
llenas de haces de centeno y trigo y los montones ya trillados que se alzaban
como pequeñas montañas y brillaban, bajo la luna, como oro.
Los cuatro caños dejaban
oir la música del agua al caer, ya empezaban a ser menos caudalosos, más abajo
el pilón de las vacas también sonaba con un tono más grueso; la masa pétrea de
la iglesia se alzaba ante él; echó un vistazo a la veleta que le indicaba que
el aire llegaba desde el Campo Azálvaro; al cobijo del Juego de Pelota se paró
mientras liaba un pitillo y ahuecaba las manos para intentar encenderlo con un
fósforo…
Irguió la cabeza, a la
vez que soltaba el humo por la nariz, cuando se quedó quieto, helado… ante él,
a menos de un metro, una sombra más oscura que las piedras de la iglesia le
cortaba el paso.
-Hola, ¿qué pasó?
La sombra no respondió,
sólo alzó una mano, señaló el campanario y, entonces, el reloj empezó a
desgranar doce campanadas… una a una, Ángel dejó caer el cigarrillo de sus
labios mientras intentaba ver, a través de la oscuridad, la identidad del que
estaba frente a él; a cada campanada, aquel ser parecía que aumentaba de
tamaño, no, no era eso, es que se le iba acercando y cuando sonó la última… una
mano, fría como el invierno, cogió la suya y dejó en ella un papel; entonces se
volvió y la luna iluminó, por un instante, su rostro: efectivamente, no tenía
rostro, sólo una palidez amarillenta, pareja a la de la luna, ni boca, ni ojos,
ni nariz… sólo una especie de máscara emborronada…
Ángel sintió un
desfallecimiento que hizo que se le doblaran las rodillas y acabara en el
suelo; desde allí vio cómo la aparición se iba alejando, lentamente, hasta
perderse tras uno de los grandes olmos que crecían alrededor de la iglesia;
entonces, sólo entonces, miró su mano… y la abrió… la luz de la luna iluminaba
claramente el papel que tenía en ella y, al alzarla, vio lo que ponía en ella…
sus ojos se abrieron, enloquecidos, y su cuerpo dejó de sostenerle.
A la mañana siguiente
encontraron su cuerpo tirado al pie del muro del Juego de Pelota. Le
encontraron un papel agarrado fuertemente en la mano derecha; no estaba muerto,
no, sólo conmocionado; el médico diagnosticó que había sufrido una gran
impresión que había causado una pérdida de conocimiento; le recetó reposo y
tranquilidad; su mujer decía que por las noches musitaba: “ha llegado mi día,
ha llegado mi día…”; el doctor sonrió al escuchar aquello y miró el papel que
había sacado de la mano de Ángel, en él se podía leer: “ESTUDIA”…
-El muy tonto ha leído
“ES TU DIA”.
Y una carcajada salió de
su garganta.
El padre miró en torno
suyo con una sonrisa en la cara.
-¿Pues qué os creíais?
¿Qué existía un fantasma de verdad? Fue una broma de algún gracioso que quiso
jugársela al inocente de Ángel. Los fantasmas no existen.
-¡Vaya tontería!
-¿Tanto rollo para esto?
Y se fueron marchando,
cabizbajos, a sus cuartos, echando una mirada ofendida a su padre que les
miraba salir con cara de cachondeo.
Cuando todos se hubieron
ido su cara cambió; se acercó a la pequeña estantería que había a su derecha y
de una caja antigua de habanos sacó un papel; lo desdobló y leyó: “ES TU DIA” y
debajo, casi ilegible, en letra muy pequeña: “morirás”.
¿Los fantasmas no
existen?