Hay demasiada gente deseosa de
escucharle y, lo que es peor, de creerle; los valientes muchachos falangistas
que pasean sus uniformes recién planchados, sus correajes de cuero brillantes y
sus pistolas al cinto le escuchan asintiendo; han sido demasiado pacientes,
hasta ahora no se habían acercado a esa parte de la provincia por “no molestar
las operaciones militares”, pero hay que dejar a un lado precauciones e ir a
limpiar de rojos y antiespañoles esos pueblos de la sierra.
La suerte está echada; los camaradas
de Valladolid, junto con sus compañeros de Ávila, limpian sus pistolas,
recortan sus finos bigotillos, lustran sus botas de montar y después de meterse
en el cuerpo unas copas de coñac, se suben a sus coches, esos coches requisados
que pertenecieron al alcalde, al gobernador o a esos intelectuales podridos que
ya “se han llevado lo suyo” y se dirigen, fiera sonrisa en el rostro, firme el
ademán, sin que les tiemble el pulso ante el peligro del enemigo armado de
horcates y calzado de abarcas, por la carretera nacional hacia esos pueblos que
permiten que vivan entre la gente de bien las alimañas rojas.
Han llegado a Aldeavieja de
madrugada, no quieren que las presas huyan y se encuentren con el nido vacío;
han traído listas de los pertenecientes a algún sindicato o algún partido
político de izquierdas que han sustraído de las sedes de los mismos en la
capital; pero quieren que la gente se moje; van directamente a la casa del
alcalde, cuatro ó cinco coches más una camioneta; quince o veinte camaradas,
camisa azul, correajes negros, gorrilla cuartelera negra, banderas rojinegras
con el yugo y las flechas ondeando a los lados de la cabina del camión; paran
ante la puerta y la golpean con el puño cerrado mientras dan grandes voces.
-¡Abre, camarada!, ¡Han llegado las
escuadras del amanecer!.
Los perros ladran al olor de los
extraños y al ruido que los ha despertado; algún vecino tiembla al oir los
gritos, pues sabe lo que le puede esperar; está ya levantado, tomando sus sopas
en el tazón con café y leche, y, por un momento sus ojos se paran en los de su
mujer que le interrogan asustada… él intenta sonreir, como queriendo quitar
importancia al asunto, pero no la puede engañar; los dos saben lo que puede
pasar y su pensamiento vuela a sus dos hijos, casi recién destetados, que
duermen en la alcoba del fondo; hacia allí se dirigen las miradas de los dos…
¡tendría que haber marchado…!, pero… ¿cómo dejar a la mujer y a los chicos
solos?. Ya es tarde para lamentarse… la puerta se abre con violencia y unos
desconocidos le encañonan con sus fusiles y pistolas, gritando, rompiendo los
cántaros que reposan junto a la puerta con las culatas… Benita se echa a llorar
mientras intenta agarrarse a él, la mira, la sonríe, va a besarla cuando una
mano incivil le golpea en la boca llenándosela de sangre, empujado, golpeado,
le hacen subir a la caja del camión, donde ve a tres o cuatro vecinos más, las
manos atadas con las mismas cuerdas que utilizan para formar los haces; mira
fíjamente su casa, como queriendo grabarla en su memoria… ¡si hubiese podido
ver por última vez a sus hijos…!
-¡Me cago en Dios!, ¡Hijos de puta!,
-susurra entre sus dientes partidos, al ver a su mujer agarrada a la puerta
para no caer, mientras el camión se aleja del pueblo, en dirección a Ávila.
El firme bacheado de la carretera los
mece en una macabra nana... dejan de ver el pueblo, pasan por delante de la
carreterilla que lleva a Blascoeles y de la entrada al caserío de Tabladillo; a
la izquierda Silla Jineta, a mitad de la cuesta se paran...
-¡Abajo!, ¡venga, abajo todos! Que
hay trabajo que hacer...
Los hombres se miran en silencio, la
boca reseca, bajan de un salto y se agrupan, juntos, como para darse
valor, debajo de una encina... hay poca
luz aún, la sierra cercana no deja ver el sol que, en ese mismo instante, debe
de asomar por encima de Siete Picos... tras las encinas unos centenos crecidos
comienzan a agostarse... -Habría que haberlos segado ya- piensa más de uno.
-¡Poneos en fila!, tenemos que veros
las caras bien, rojos de mierda...
Obedecen, ¡qué remedio!, se oye el
ruido de los cerrojos de los fusiles; alguno empieza a rezar en silencio, otro
siente que la tierra gira, uno más echa un vistazo rápido calculando la
distancia a los centenos...
No hay más tiempo, suena una
descarga, los cuerpos caen sobre la tierra rojiza acentuando su color,
agujereados por las balas cobardes, una sombra corre, corre... ha podido llegar
al campo de cereal y se tira a él de cabeza...
-¡Allí, allí, en el trigal!,
¡Disparad, disparad, que se escapa!.
La rabia les ciega mientras vuelven a
cargar los Mausers y disparan allí donde creen que se ha metido el campesino;
corren y a los pocos metros se dan cuenta de lo inútil de su búsqueda; aquello
es una selva intrincada imposible de explorar; de pronto les entra una prisa
inexplicable; vuelven corriendo donde los fusilados han caído y disparan de
nuevo sobre ellos con saña y miedo... los disparos se habrán oído en el cercano
pueblo de Ojos Albos y temen algo... no saben qué... montan rápidos en los
vehículos y marchan hacia Ávila con el alma cubierta de una niebla de muerte.
Ángel oye los motores que se alejan
y, con mucha precaución, va saliendo del centeno y se acerca al lugar del
crimen... tiene que apoyarse en un árbol para no caer al ver a sus convecinos a
sus pies, muertos, cubiertos de sangre, con el miedo y la incomprensión en los
ojos muy abiertos...
Escondiéndose entre los campos no
segados, apagando su sed en los manantiales, como un animal, tarda más de dos
días en volver al pueblo, lo hace de noche y golpea la puerta de su casa
suavemente, con miedo y esperanza a la vez... pasará más de tres años escondido
en el sobrao de su propia casa, temiendo cada mañana ser descubierto, casi sin
respirar los interminables días en que las tropas franquistas pernoctaban en la
aldea; todo el pueblo sabía que estaba allí y todo el pueblo callaba; acabada
la guerra comenzó a salir, poco a poco, con precaución... nunca nadie preguntó
por él, nadie fue a buscarle, pudo vivir por azar.
Ésta historia me resulta muy muy cercana!!!!
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