Les están llegando noticias de lo que
está pasando en Villacastín, dónde el cura ha huído disfrazado a Ituero y unos
soldados que estaban de paso a San Rafael han sido abatidos a tiros. Algunos,
los que han ejercido algún cargo en la Casa del Pueblo local o han sido
candidatos en las elecciones huyen, tanto de un signo como de otro, los de
derechas se van a la capital, a Ávila, que parece un bastión seguro; los de
izquierdas cruzan la sierra, emboscados, para llegar a Las Navas o a
Peguerinos, aún en posesión de las tropas del Gobierno; los demás se quedan,
unos con más miedo que otros, pero piensan que nada tienen que temer; el cura
está allí, con ellos, y nadie le ha amenazado; el médico, el alcalde, son de
derechas, pero no han sentido temor cuando los milicianos llegaron; nadie
preguntó por nadie, ¿miedo de qué, si no son soldados?; a fin de cuentas es la
época de la labor y hay que trabajar... la mayoría se queda; la guerra acabará
pronto y si no se cosecha hoy no se come mañana.
Parece que lo de Villacastín ha
terminado, los milicianos se han retirado por la carretera de El Espinar de
vuelta a sus bases, a Madrid, a reorganizarse para poder volver.
Pasan unos pocos días, pasa la
semana, con sus calores, sus trabajos... las noticias que llegan desde Ávila,
de fusilamientos, paseos, cárceles hacen temer a alguno que el quedarse no ha
sido tan buena idea; parece ser que bandas de falangistas venidos desde
Valladolid pasan por los pueblos preguntando por los izquierdistas y se llevan
a todo aquel que es denunciado, con razón y sin ella; nunca llegan a ningún
juzgado ni a ninguna cárcel, a los pocos kilómetros del pueblo que sea les
hacen bajarse con cualquier excusa y los fusilan en las cunetas para que sirvan
de escarmiento... parece ser que andan como locos por vengarse de la muerte de
uno de sus dirigentes: Onésimo Redondo, que, liberado de la cárcel de Ávila al
sublevarse los militares, se topó, en uno de sus viajes al Puerto del León para
animar a los suyos, con una de las partidas desgajadas de la columna Mangada, y
en el pueblo de Labajos lo mataron unos anarquistas a los que confundió con
gente suya.
Las cosas pasan alrededor del pueblo,
que vive todas estas noticias como algo ajeno, ha sido cerca, pero no ha sido aquí.
Para el viernes comienzan a aparecer,
de nuevo, soldados procedentes de Ávila; Guardia Civil, artillería de
montaña... hacen noche en el pueblo; las casas de los más pudientes sirven de
acomodo a los oficiales, mientras que los soldados y los números pernoctan en
tiendas de campaña o al raso, es verano y el tiempo es benévolo; de todas
maneras se está tratando con el párroco y con el alcalde para que se vacíe la
ermita de San Cristóbal, que ya no tiene uso litúrgico y sólo sirve para guardar
las imágenes de Semana Santa, y se la destine de depósito para la tropa.
Hacía las diez, cuando la noche acaba
de empezar, llega el jefe de aquella tropa variopinta, es el comandante de la
Guardia Civil, Doval, amigo personal del general Franco, al que ayudó en la
represión de los mineros asturianos hace dos años; su plan es madrugar y
sorprender a los milicianos de Mangada en Navalperal de Pinares.
Ese era su plan, pronto, antes de que
amanezca aquel 1 de agosto, los vehículos donde va la tropa salen de la plaza,
donde se les ha pasado revista, y enfilan la carretera del campo; pocos son los
vecinos que a esa hora les ven marchar, sólo el alcalde, como máxima autoridad,
ha salido a despedirles; algún soldado se persigna al pasar junto a la ermita
del Cristo de la Luz, situada justo donde empieza la carretera, y algún otro lo
hace en la primera curva, junto a la del Cristo de la Agonía:
-¡Guárdanos de la muerte, Señor!
–susurra alguno.
Hace calor, es un verano inusualmente
seco y cálido; la carretera, polvorienta, es un infierno a partir del segundo
camión, y los hombres se tapan boca y ojos con los pañuelos para impedir
ahogarse; maldicen en voz baja por no poder fumar, el miedo a lo que vendrá les
reconcome, y no pueden ni hablar entre ellos...
Han llegado al Puerto y ante ellos se
abre al ancha llanura del Campo Azálvaro, enfrente el Puerto de las Lanchas,
detrás... la gloria o la muerte, comienza a clarear por la izquierda y los
picos de Guadarrama, y los de Navacerrada, adquieren un tono dorado; bajan por
el Puerto, despacio, las curvas cerradas las sacuden de un lado para otro y ese
revoltijo en el estómago no es un buen compañero... al ir más despacio pueden
bajarse los pañuelos y echarse al coleto un trago de aguardiente, eso calmará
las tripas y ayuda a vencer el miedo, se sonríen nerviosos entre sí y alguno
mira con aprensión las alturas que les esperan al otro lado de la llanura; les
han asegurado que los milicianos son cobardes y huirán en cuanto oigan el ruido
de los motores de los camiones; eso esperan; Lisardo Doval es un jefe
respetado, o por lo menos temido; poco se sabe de él excepto la saña que usó
con los mineros asturianos hace dos años; es bueno que esté de su lado.
Cruzan sobre el puente tendido sobre
el río Voltoya, apenas un riachuelo en estas fechas de agosto; uno tras otro,
los veinte o treinta camiones traquetrean por la estrecha carretera; no saben
que justo delante de ellos, sobre la cima del Puerto de las Lanchas, les están
observando... la carretera sube con grandes y cerradas curvas, ni un árbol,
sólo tomillos y jaras; a la izquierda grandes rocas, como atalayas alzadas por
gente antigua, amenazan su marcha; los hombres callan, miran nerviosos para
todas partes; el enemigo puede estar en cualquier curva, tras cualquier roca y,
efectivamente, cuando ya quedan como trescientos metros para coronar el Puerto,
a la salida de una curva cae sobre ellos una lluvia de plomo; artillería
apostada al otro lado de la cima vomita fuego y muerte sobre ellos,
ametralladoras escondidas en las últimas rocas barren la carretera agujereando
vehículos y hombres; los últimos vehículos tratan de dar la vuelta: algunos lo
consiguen después de muchas maniobras, otros se atascan en las cunetas, otros
arden al alcanzarles las bombas; la artillería enemiga adelanta su fuego y va
cubriendo de muerte y sangre toda la columna; es inútil intentar un ataque,
resistir, esconderse; hay quien tira fusil y mochila y echa a correr cuesta
abajo sin pensárselo dos veces; otros empapan la tierra con su sangre; Doval ha
podido dar la vuelta, su coche iba de los últimos y su tamaño, más pequeño que
el de los camiones, le ha permitido maniobrar, es cierto que han tenido que
empujar una camioneta, que estaba demasiado cerca, por el barranco, impidiendo
así la rápida huída de sus ocupantes, pero el jefe es el jefe; su conducta
criminal al llevar a sus hombres a una muerte segura sin ningún tipo de
cobertura ni de precaución planeó sobre él en forma de consejo de guerra, pero
su amistad con el que pronto va a ser elegido Caudillo, le permitirán librarse
de la ignominia de verse acusado de cobarde y de inútil.
Los restos derrotados de la columna
van llegando poco a poco a Aldeavieja; alguno morirá por el camino, desangrado,
aún sin comprender de dónde le ha llegado la bala mortífera o la metralla
candente; las escuelas, vacías de niños, se han convertido en hospital de
sangre. Durante semanas estarán llenas de cuerpos dolientes.
Esta derrota se va a convertir en un
punto de inflexión para el pueblo; va a haber un antes y un después de esta
derrota, insignificante desde el punto de vista militar pero importantísimo
para los “valientes” que, como Lisardo Doval, tienen que demostrar su pericia
militar y su coraje en la retaguardia. El comandante ha llegado a Ávila y para
allí de camino a Salamanca; cuenta a quien quiera oirle que ha habido traición,
que hay emboscados en los pueblos de la sierra; que hay que hacer una limpieza
de elementos indeseables que cuentan cuanto ven a sus camaradas comunistas; él
no ha sido derrotado...¡Ha sido traicionado!.
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