(continuación)
Cuando salió de nuevo a la luz del
día, Andrés llevaba consigo el papel que había recogido de la mano del muerto;
alrededor de la puerta se encontraba un grupo de vecinos deseoso de saber qué
había pasado y, entre ellos, también el cura.
Andrés se dirigió a él y le entregó
el papel; mosén Bonifacio, que así se llamaba, leyó lo escrito y murmuró:
-Luego… ¿ha fallecido?
-Sí, está en la cocina, sentado en un
sillón.
-¡Cosme! –gritó el cura dirigiéndose
a un chiquillo que había a su lado- ve a mi casa y dile a Úrsula que te dé los
óleos y te vienes para acá, a la carrera; y que no se te caiga nada. ¡corre!.
Algún vecino se quitó el sombrero de
paja o el chambergo en señal de luto, pero los más sonrieron y más parecía que
estaban ante una boda que ante un fallecimiento; don Bonifacio cogió por un
brazo a Andrés y, apartándose un poco, le preguntó:
-¿Sabes por qué te eligió a ti?
-Una noche que estaba limpiando la
iglesia se me acercó y me dio un escudo si yo le amortajaba y le enterraba
cuando muriera; se debía de sentir enfermo. Accedí.
-Has obrado como un buen cristiano,
hijo, no esperaba menos de ti; el caso es que aunque me pagó los derechos de la
sepultura no dejó nada para misas, así que le diremos un responso sencillo y
luego tú ya te ocupas, ¿de acuerdo?
Andrés afirmó con la cabeza; luego el
sacerdote se encaró con los vecinos y les informó de la muerte de Antón y de
que Andrés se ocuparía, por previo pago del finado, de su entierro; la casa,
con lo que hubiera dentro, si no era reclamada por algún familiar desconocido
pasaría a ser propiedad del Concejo que la vendería o alquilaría a quien lo
solicitara.
Algunos vecinos asomaron la cabeza
por la puerta, pero al ver la miseria que reinaba en el interior pronto se marchaban
sin ni siquiera querer ir más allá de la sala.
¿Qué habría sido del dineral que,
todos suponían, tendría acumulado aquel viejo egoísta y avariento?; el alcalde
puso un alguacil de guardia para impedir que nadie entrara y se llevara cosa alguna
del interior; sólo podría entrar Andrés y sacar el cadáver, nada más; ya se
ocuparía él de registrar la casa palmo a palmo y ya encontraría, si estaba
allí, el tesoro que el viejo había acumulado; ya vería luego qué se hacía con
él.
Lo que nadie sabía es que Andrés, lo
primero que hizo tras comprobar que Antón había fallecido, fue ir a la alcoba y
sacar de debajo del camastro una caja de metal; era bastante pesada; con
esfuerzo la sacó al patio y ayudándose con una escalera que allí había, se
encaramó a la tapia, bajo la caja por el otro lado y la escondió entre unos
zarzales que cercaban la arboleda cercana, luego volvió a la casa por donde
había salido y abrió la puerta para dar
la noticia a los vecinos.
A la tarde Andrés se hizo con un pico
y una pala y excavó el hoyo en donde había de meter el cadáver de Antón; no
sabía, con seguridad, si aquello tendría los ocho pies de profundidad que se le
había exigido y cuando le preguntó a un vecino, que se acercó a ver cómo
llevaba su labor, si le parecía que tendría esa medida el otro le dijo que sí,
y con ello quedó satisfecho.
Después marchó para envolver el
cuerpo de Antón en alguna tela que pudiera encontrar en la casa; allí estaba el
alguacil, charlando con unas vecinas sobre el difunto, no muy favorablemente,
por supuesto.
-¡Marcial!, ¿me ayudarías a llevar la lápida que he de
ponerle encina?
-Mira, Andrés, que el alcalde m’a
dicho…
-Será un momento, si desde allí se ve
la puerta de la casa; con que la cierres con llave nadie entrará.
-Está bien, vamos pa llá. ¿Ónde está?
-Aquí atrás, en la cuadra.
-Vaya tarea que t’an encomendao, yo
no lo haría ni cobrando…
-¡Hombre!, me han pagado bien, un
escudo, ¿tú no lo harías por eso?
-¡Ah!, a éste y a diez como éste
enterraría yo por un escudo ¿de oro?
-Sí, de oro.
-¡Anda! ¡que no tendría el difunto
pelucones de esos! ¿Onde los habrá enterrao?
-Si lo supiéramos… seríamos ricos.
-Bueno, ya está. ¿Cuándo lo vas a
meter?
-Cuando venga el señor cura a echarle
un responso.
-Pos allí te espero.
Dejó Andrés la lápida junto al hoyo
y, disimuladamente, marchó hacia la arboleda que crecía cerca de la casa de
Antón. Una vez allí, miró a su alrededor por si se veía a alguien y cuando
estuvo seguro de que no, se agachó junto a las zarzas donde había metido la
caja; la cerraba un candado; sin pensarlo dos veces empuñó el pico que poco
antes le había servido para abrir la fosa y partió la cerradura limpiamente de
un solo golpe. Nervioso abrió la caja… y sí, estaba llena hasta el borde de
escudos y doblones de oro; un sudor frío le recorrió la espalda cuando tocó
aquellos dineros… ¡aquel miserable se quería hacer enterrar con ellos! ¡no, no
lo haría!; la caja sí, él sólo había hablado de la caja… la vació entre los
matorrales, cubriéndolas bien de tierra y hojas y la llenó de piedras, después
la cogió y, con gran cuidado, la deslizó por encima de la tapia del corral de
Antón.
La tarde caía cuando mosén Bonifacio
echó el responso sobre el cuerpo amortajado con unas mantas viejas (no encontró
nada mejor Andrés en toda la casa) sobre el que descansaba la pesada caja de
metal. Una vez acabó miró a Andrés a los ojos y le preguntó:
-¿Qué tiene la caja?
-No lo sé, don Bonifacio.
-¿No has mirado?
-No me he atrevido.
-Parece pesada, ¿no tendrá dineros?
-Tal vez…
-Deberíamos mirar, ya sabes que es
pecado hacerse enterrar con las riquezas terrenales; ya dijo el Señor que era
más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja a que un rico entrara
en el Reino de los Cielos…
-Si usted quiere…
-Mira a ver.
Andrés se agachó sobre el cadáver y abrió la
caja.
-¿Qué hay?
-Sólo piedras.
-¿Piedras?. ¡qué raro! ¿Para qué iba
a querer enterrarse con unas piedras?
-Aquí, en el fondo, hay una moneda de
oro…
-¡Dámela!, será para pagar los gastos
del entierro y le diré una misa… mañana.
-Tenga usted.
-¿No hay más? Mira bien, a ver si hay
otra para ti.
-No, parece que no.
-Bueno, algo es algo; aunque… no sé
qué interés tendrán el alcalde y Marcial en guardar con tanto sigilo la casa.
Ya me enteraré.
Bajó Andrés al difunto al fondo de la
fosa y, después de persignarse, comenzó a echar tierra encima.
Aquella noche fue con un saco a la
arboleda de la Cabezuela y lo llenó con las piezas de oro que había sacado de
la caja; cuando enseñó el contenido a su mujer, ésta se tuvo que apoyar en la
mesa para no caerse; maravilloso le había parecido el contenido de la bolsa,
pero todo aquel oro… ni en el mejor de sus sueños habría sido capaz de
imaginarse que hubiera podido existir tanta riqueza.
Mientras, el alcalde, Rufino, hablaba
con Marcial, el alguacil, a la puerta de la casa de Antón.
-¿Has mirado bien por todas partes?
-Sí, señor alcalde, pero era tan
miserable que ni telarañas tenía. No hay sitio en que haya podido esconder na.
-¿El altillo?
-Como la palma de la mano.
-¿Y la cuadra?
-Quitando la lápida que ayudé a
llevar a Andrés, na, ni una brizna de paja.
-Andrés… ese hombre tiene que saber
algo. No van a haber desaparecido sus riquezas; todos los años era un buen
dinero lo que se llevaba de las rentas… ¡si lo sabré yo! ¿Lo habrá enterrado?,
¿has mirado en el corral?.
-Como es tan pequeño lo he golpeado
to él, y no suena a hueco por ningún lado.
-¿El pozo?
-Más seco que el difunto ahora mesmo…
-No se lo puede haber llevado… ¿o sí?
-Andrés lo enterró con una caja sobre
el pecho… y parecía pesada.
-¡Ahí le duele! ¡Hay que abrir la
sepultura!
-¿A la vista de tos?
-¡No, estúpido!, ya se me ocurrirá
algo.
Mosén Bonifacio miraba y remiraba un
grueso libro a la luz de las velas; era aquella figura sobre la lápida de
Antón; él la había visto antes en alguna parte; tenía que estar por allí; era
un viejo tomo sobre exorcismos que había heredado del anterior párroco; pasaba
las páginas lentamente hasta que llegó a una lámina en que se representaba al
diablo.
-Sigilo
de Baphonet… -silabeó despaciosamente el buen cura-; Baphonet, uno de los
nombres del diablo… ¡Dios mío! ¡Cómo no me he dado cuenta antes!; aquí dice: este símbolo identifica a aquellos que han
hecho un pacto con Lucifer… ¿qué hemos hecho?, ¡hemos enterrado en suelo
sagrado a un hijo de Satanás!; hay que sacarlo de ahí antes de que sea
demasiado tarde, ¡Úrsula, Úrsula!, ¡Corre a casa de Andrés y que venga
inmediatamente… con el pico y la pala! ¡Corre, corre! ¡Dile que vaya a la
iglesia, que yo voy para allá!.
Echose el manteo sobre los hombros y
marchó lo más rápido posible hacia la iglesia; en el camino iba rezando a todos
los santos para que no fuera demasiado tarde; cuando se aproximaba a la cruz
que se alza delante de la puerta principal del templo vislumbró a una figura
con un saquete a la espalda que hablaba animadamente con otras dos sombras; al
acercarse un poco más reconoció a Andrés que discutía con el alcalde y Marcial.
Al verle callaron, pero se les conocía
en la cara como una especie de descanso al comprobar quien era.
-Has venido pronto, Andrés, si acabo
de mandarte llamar…
-¿Me ha mandado llamar?
-¿Qué pasa, Rufino, algún problema?.
Esperad que abra la puerta y pasemos dentro; lo que tengo que deciros es muy
serio para que lo oiga alguien más.
Le abrieron paso mientras metía la
llave en la cerradura y penetraba lo más deprisa que pudo; los demás lo
siguieron mientras echaban miradas furtivas a los alrededores; no se veía a
nadie, era esa hora en que los labradores han regresado de los campos y el
ganado ya se ha recogido después de darles de beber; de todas las casas salía
una columna, más o menos grande, de humo, que señalaba que se estaban
preparando las magras cenas en las casas.
-¿Qué traes en ese saco? –inquirió el
sacerdote-.
Andrés, sin decir palabra, lo dejó
caer sobre las losas de la iglesia y lo abrió para que viesen su interior; los
doblones de oro brillaron a la tenue luz de unas velas que ardían sobre un
altar cercano.
-¡Oro! ¡ducados de oro! ¿cuántos hay?
-¿De dónde lo has sacado? ¿de casa de
Antón?
Andrés les hizo un relato minucioso
de sus andanzas desde que Antón le ofreciese la bolsa en la iglesia hasta
cuando recogió las monedas ocultas en la arboleda; cuando terminó, un silencio
ominoso cayó sobre los cuatro hombres.
-¿Con que… te dio sólo un ducado, eh?
-No quería parecer sospechoso.
-Y…¿por qué te has decidido a
devolverlo?
-No sé, una sensación extraña;
hablando con mi mujer nos ha parecido dinero maldito, y eso de que quisiera
enterrarse con él… parece pecado… ¿verdad, mosén?
-Seguramente, pero hay otra cosa: la
lápida.
-¿Qué lápida?, -preguntó el alcalde-.
-La que Antón tenía para poner en su
sepultura; ese dibujo que tiene grabado es un símbolo del demonio; todo aquel
que hace un pacto con el diablo tiene ese símbolo…
-Entonces…
-Sí, hay que desenterrar el cuerpo de
ese pecador y quitarlo de suelo santo; echarlo al muladar, para que se lo coman
los buitres; tener a un hijo del diablo junto a la iglesia puede ser peligroso.;
y esa lápida hay que romperla, convertirla en polvo.
-Bien, vale… pero, con el oro ¿qué
haremos?
-Eso lo pensaremos luego; lo primero
es lo primero; ¿trajiste el pico y la pala?
-No, pero hay unos bajo la tribuna;
del sepulturero.
-Pues vamos allá…
Andrés fue a por las herramientas y,
después, los cuatro hombres se dirigieron hacia la puerta del sur, para salir
más cerca de la tumba de Antón.
Con algo de temor, el mosén abrió la
puerta; ya era noche cerrada; el viento había comenzado a soplar, como es
normal en la zona, y se oía su ulular al pasar entre las ramas de los árboles
que, vacíos todavía de hojas, rozaban sus ramas haciendo un ruido singular;
Marcial encendió un farol que llevaba y alzándolo para iluminar mejor se
acercaron a la tumba de Antón, el sacerdote sacó de sus faldones una estola y
después de besarla se la puso sobre los hombros, bendijo a sus compañeros y le
hizo una señal a Andrés para que empezara; Rufino le cogió el farol a Marcial y
le indicó que ayudara al sacristán a retirar la lápida, hecho esto cogieron un
mazo cada uno y empezaron a golpear la imagen satánica grabado en la piedra; no
bien habían dado un par de golpes cuando el viento pareció arreciar y un frío
impropio del mes les invadió, a la vez se oyó como un grito apagado que
surgiera de las profundidades de la tierra, los dos hombres quedaron con los
mazos en el aire, mirándose sin saber qué hacer…
-¡Deprisa, seguid, destrozad esa
blasfemia grabada en la piedra!
Los dos hombres, temblando, volvieron
a su labor, la estrella cercada saltó en añicos a la vez que se producía un
movimiento en la tierra que cubría el cadáver de Antón; parecía como si algo
quisiera salir de allí a la vez que se oía un gemido agónico que les puso los
pelos de punta; sin esperar más tiraron sus herramientas y corrieron hacia la
puerta seguidos de los otros dos que no aguardaron para ver en qué acababa
aquello.
Cerró por dentro con llave el buen
sacerdote y mientras se persignaba paró su mano en el aire mientras miraba
aterrorizado a sus compañeros; un chirrido espantoso se dejó oir a la vez que
se sentía como si unas garras de hierro, o algo parecido, arañaran las jambas
de la puerta, como intentando echarlas abajo…
-¡Corre, Andrés, tráeme el hisopo lleno
de agua bendita!. ¡Corre!
Mientras el sacristán iba y venía,
los tres hombres que quedaban se santiguaban una y otra vez mientras oían el
raspar sobre la piedra de unas uñas poderosas; cuando don Bonifacio tuvo el
hisopo en las manos dijo:
-Ahora, a mi señal, abriréis las dos
puertas de golpe y… ¡que sea lo que Dios quiera!
Sus compañeros, con cuidado de no
hacer demasiado ruido quitaron cerrojos y dieron vuelta a la llave, una vez
realizado esto, el sacerdote les hizo una seña y abrieron a la vez,
rápidamente, las dos hojas de la puerta; don Bonifacio vio un bulto oscuro que
ocupaba todo el hueco y cuya silueta se recortaba contra la difusa semipenumbra
del exterior, sin pensarlo dos veces y a la vez que recitaba una de las
oraciones del libro de exorcismos empapó de agua bendita la masa informe de… lo
que fuera; una especie de relámpago estalló ante sus ojos a la vez que un
alarido rompía la quietud de la noche; y cayó de espaldas, perdiendo el
sentido.
Cuando se hizo la luz en su cabeza,
el sacerdote se vio rodeado por sus tres compañeros que le refrescaban la cara
con un paño húmedo.
-¿Ha acabado todo?
-Sí, gracias a Dios.
Aliviado, cerró los ojos de nuevo y
se sumergió en un sopor del que despertó a la mañana siguiente, en su lecho.
Todos podéis ver, aún hoy en día, las
huellas que aquellas garras dejaron en la jamba izquierda de dicha puerta,
mientras que en la derecha podréis observar una tosca cruz que hizo Andrés con su
pico para que nada maligno se acercara a ellas. El cadáver de Antón desapareció
de su tumba, misteriosamente, nadie lo echó en falta.
Aquel mismo mes la puerta se tapió,
con gasto al Ayuntamiento, con la excusa de las corrientes de aire y otras
historias y el oro ¿qué pasó con el oro?, diréis; aquellos hombres lo
consideraron maldito y después de lavarlo bien con agua bendita lo donaron al
Obispado de Segovia para socorrer a los pobres de la diócesis; ¿todo? preguntaréis…
sí todo, aunque es cierto que Andrés se hizo una casa nueva y compró unas
tierras y unas vacas; Marcial buscó una buena moza, se casó y se fue a vivir a
Maello; Rufino siguió de alcalde muchos años más, alguien contó que tenía una
casita en la capital, donde mantenía a una sobrina rubia y joven, hija de un
hermano que nadie recordaba y don Bonifacio consiguió un puesto de canónigo en
la catedral; cosas de la vida.