24 de abril de 2016

Leyendas de Aldeavieja: La Marquesa

          Todos conocemos las fuentes y manantiales que hay en las tierras de Aldeavieja y aunque algunas han desaparecido o se han perdido, aun nos surten de agua fresca y pura muchas otras diseminadas por diversos lugares; sus nombres, curiosos a veces, nos remiten a épocas pasadas y, en algún caso, a sucesos o hechos que ocurrieran en sus proximidades o por su causa; la Jarrera, Meamulos, el caño del Valle, Matancavera, el Soto, las Majás, la Marquesa… son algunas de ellas, con nombres sonoros y evocadores. Hoy nos vamos a fijar en esta última, la Marquesa, para contaros una extraña historia que dio nombre a este manantial, hoy fuente, hace ya muchos años.
          Allá, por mil setecientos… y pico, en la cercana mansión de Tabladillo, propiedad de los marqueses de Peñafuente, moraba aquella primavera una de sus hijas, la mayor, a la que habían enviado allí sus padres para curarse de una molestia en los pulmones, a recomendaciones del médico familiar, pensándose que el aire puro de la sierra le aliviaría de sus dolencias.
           Carmen, que así se llamaba la joven, ocupaba sus días en paseos, siempre acompañada por una de sus sirvientas o por algún mozo de la finca si las mujeres estaban empeñadas en alguna otra labor; la gustaba acercarse al vecino pueblo de Blascoeles o al de Aldeavieja y recorrer sus calles empedradas de redondos guijarros por las que correteaban las gallinas y los niños.
          Otras veces componían la calesa y con una o dos criadas se acercaban al santuario de la Virgen del Cubillo y, una vez allí, merendaban en la pradera, a la sombra de los álamos, y después de ver la imagen sagrada, volvían al palacio entre risas y canciones.
          Pero, lo que más le agradaba a Carmen era preparar a Morito, un caballo blanco de pura raza andaluza, y montada en él, como hacía desde su infancia, galopar por la dehesa, subir por las laderas de Silla Jineta y pararse, al bajar junto a un manantial de agua cristalina que manaba a igual distancia del pueblo de Aldeavieja y de su finca de Tabladillo.
          Aquel manantial se abría, como una boca, en una ladera que bajaba desde el cerro Pelado, poco antes de llegar al camino real que conducía a Ávila; en esa época del año, la ladera era un manto verde de hierba espesa y suave salpicada acá y allá por miríadas de pequeñas flores lilas, blancas y amarillas; el agua brotaba limpia y cristalina, clara y fresca después de deslizarse por las entrañas de la montaña recogiendo los mil y un pequeños arroyos subterráneos que serpenteaban en sus ocultos recovecos y, a su alrededor, cuatro árboles centenarios, nudosas encinas de las que nadie sabía la edad, sombreaban el paraje.
          Siempre aseada, pues los pastores se ocupaban de mantenerla libre de molestos bichos, no dejaban que el ganado se acercase a beber en él y se sentaban a su vera con la navaja y el pan para almorzar y tener a mano la bebida; sólo el amo y su fiel perro tenían derecho a gozar de su frescura mientras las ovejas, las cabras u, ocasionalmente, alguna vaca, debían de hacerlo en una poza que, a tal efecto, se había formado más abajo con el agua que se desbordaba del manantial. También, en un rincón de la pocilla se guardaba un vaso hecho de cuerno de vaca, primorosamente labrado con un cuchillo por las manos hábiles de algún pastor, para ayudar a los sedientos a gozar de aquellas cristalinas aguas.
          En aquel lugar paradisíaco paraba nuestra protagonista después de galopar por la dehesa; desde allí podía contemplar las edificaciones de su finca y los pueblos hermanos de Aldeavieja y Blascoeles; la llanura castellana se extendía a sus pies y sólo los manchones grises de las encinas rompían la monotonía de las tierras ocres o las sementeras que verdeaban.
          Pero no eran sólo estas delicias paisajísticas las que atraían a nuestra marquesita hasta la fuente; había un joven, un estudiante, hijo del médico del pueblo de Aldeavieja, que también se recuperaba de una grave enfermedad que le había mantenido entre la vida y la muerte y al que, su propio padre, había retenido entre los aires sanos y puros del lugar para que se restableciese.
          También él se acercaba, casi diariamente, hasta aquel lugar, para gozar de la soledad del paraje y reconfortarse de cuerpo y espíritu. Llegaba, se tumbaba sobre la mullida hierba y dejaba pasar las horas observando las cambiantes formas de las nubes que volaban sobre su cabeza. En una de aquellas excursiones coincidieron los dos; el joven, que se llamaba Gregorio, quedó inmediatamente fulminado por la belleza de aquellos ojos que le sonreían; ella no fue ajena a aquel arrobamiento y también sintió en su pecho una aceleración que nunca antes había experimentado.
          Aquellas primeras miradas y las palabras que siguieron luego les hicieron comprender que eran almas gemelas, que estaban hechos el uno para el otro y así nació un amor que nada ni nadie parecía capaz de destruir.
          Carmen no volvió a sus excursiones al Cubillo, ni su caballo volvió a conocer otro camino que el que llevaba hasta aquella pradera donde el manantial podía refrescar los ardores que ambos sentían. Así pasaron las semanas, a la primavera siguió el verano y nuestros dos enamorados se veían, casi diariamente en aquel templo que habían creado alrededor del agua siempre clara. Se prometieron amor eterno y tejieron planes juntos, boda, hijos, viajes… todo un futuro de eterna felicidad.
          Pero el verano también acabó y, en septiembre, cuando las fiestas de la patrona terminaron, el marqués apareció en su heredad y se llevó a su hija, a la que encontró totalmente restablecida, para Madrid, sin darla tiempo a despedirse de Gregorio.
          Cuando nuestro joven acudió, como hacía todos los días, a su cita junto al manantial, esperó… y esperó hasta que las estrellas aparecieron en el cielo y la noche le obligó a retornar a casa de sus padres; y así un día, y otro; intrigado, asustado, triste… se hizo el encontradizo con uno de los jornaleros de Tabladillo y al preguntar, como de pasada, por la joven marquesita, comprendió que no la volvería a ver.
          Su cuerpo, casi restablecido, retornó a su debilidad anterior y su padre no comprendía que mal repentino le había alcanzado para, en cuestión de días, perder lo que había recuperado en los largos meses de primavera y verano.
          Cuando, al año siguiente, Carmen regresó a su finca y, ansiosa, buscó el refugio de la fuente, esperando, sin esperanza, reencontrar a Gregorio, sólo vió una sencilla lápida de granito, bastamente trabajada, en la que se señalaba que allí, bajo ella, descansaba el cuerpo de Gregorio…
          Al nacer el día, mientras los pastores arreaban las ovejas hacia los verdes pastos de las laderas de la sierra, los ladridos de los perros llamaron su atención hacia la fuente, y allí, sobre la fría lápida, encontraron el cuerpo sin vida de Carmen.
          Cuando la noticia llegó a los respectivos padres de nuestros desgraciados amantes, acordaron enterrarlos juntos, grabando en la tumba sus nombres; aún se puede ver dicha lápida en el suelo de la iglesia de San Sebastián, en el pasillo central de la nave veréis una calavera esculpida y si fijaseis mucho la vista, quizás podríais adivinar una fecha casi borrada y unos nombres, de los que poco queda, tras las pisadas de los fieles durante más de doscientos años.

          Los lugareños llamaron, ya para siempre, a aquel manantial, la marquesa; en recuerdo de aquella pareja que vivió junto a ella una gran historia de amor.


                                                        La fuente de "La Marquesa" en la actualidad.

10 de abril de 2016

Leyendas de Aldeavieja: la garra del diablo. 2ª parte.

   (continuación)     


          Cuando salió de nuevo a la luz del día, Andrés llevaba consigo el papel que había recogido de la mano del muerto; alrededor de la puerta se encontraba un grupo de vecinos deseoso de saber qué había pasado y, entre ellos, también el cura.
          Andrés se dirigió a él y le entregó el papel; mosén Bonifacio, que así se llamaba, leyó lo escrito y murmuró:
          -Luego… ¿ha fallecido?
          -Sí, está en la cocina, sentado en un sillón.
          -¡Cosme! –gritó el cura dirigiéndose a un chiquillo que había a su lado- ve a mi casa y dile a Úrsula que te dé los óleos y te vienes para acá, a la carrera; y que no se te caiga nada. ¡corre!.
          Algún vecino se quitó el sombrero de paja o el chambergo en señal de luto, pero los más sonrieron y más parecía que estaban ante una boda que ante un fallecimiento; don Bonifacio cogió por un brazo a Andrés y, apartándose un poco, le preguntó:
          -¿Sabes por qué te eligió a ti?
          -Una noche que estaba limpiando la iglesia se me acercó y me dio un escudo si yo le amortajaba y le enterraba cuando muriera; se debía de sentir enfermo. Accedí.
          -Has obrado como un buen cristiano, hijo, no esperaba menos de ti; el caso es que aunque me pagó los derechos de la sepultura no dejó nada para misas, así que le diremos un responso sencillo y luego tú ya te ocupas, ¿de acuerdo?
          Andrés afirmó con la cabeza; luego el sacerdote se encaró con los vecinos y les informó de la muerte de Antón y de que Andrés se ocuparía, por previo pago del finado, de su entierro; la casa, con lo que hubiera dentro, si no era reclamada por algún familiar desconocido pasaría a ser propiedad del Concejo que la vendería o alquilaría a quien lo solicitara.
          Algunos vecinos asomaron la cabeza por la puerta, pero al ver la miseria que reinaba en el interior pronto se marchaban sin ni siquiera querer ir más allá de la sala.
          ¿Qué habría sido del dineral que, todos suponían, tendría acumulado aquel viejo egoísta y avariento?; el alcalde puso un alguacil de guardia para impedir que nadie entrara y se llevara cosa alguna del interior; sólo podría entrar Andrés y sacar el cadáver, nada más; ya se ocuparía él de registrar la casa palmo a palmo y ya encontraría, si estaba allí, el tesoro que el viejo había acumulado; ya vería luego qué se hacía con él.
          Lo que nadie sabía es que Andrés, lo primero que hizo tras comprobar que Antón había fallecido, fue ir a la alcoba y sacar de debajo del camastro una caja de metal; era bastante pesada; con esfuerzo la sacó al patio y ayudándose con una escalera que allí había, se encaramó a la tapia, bajo la caja por el otro lado y la escondió entre unos zarzales que cercaban la arboleda cercana, luego volvió a la casa por donde había salido y abrió la  puerta para dar la noticia a los vecinos.
          A la tarde Andrés se hizo con un pico y una pala y excavó el hoyo en donde había de meter el cadáver de Antón; no sabía, con seguridad, si aquello tendría los ocho pies de profundidad que se le había exigido y cuando le preguntó a un vecino, que se acercó a ver cómo llevaba su labor, si le parecía que tendría esa medida el otro le dijo que sí, y con ello quedó satisfecho.
          Después marchó para envolver el cuerpo de Antón en alguna tela que pudiera encontrar en la casa; allí estaba el alguacil, charlando con unas vecinas sobre el difunto, no muy favorablemente, por supuesto.
          -¡Marcial!,  ¿me ayudarías a llevar la lápida que he de ponerle encina?
          -Mira, Andrés, que el alcalde m’a dicho…
          -Será un momento, si desde allí se ve la puerta de la casa; con que la cierres con llave nadie entrará.
          -Está bien, vamos pa llá. ¿Ónde está?
          -Aquí atrás, en la cuadra.
          -Vaya tarea que t’an encomendao, yo no lo haría ni cobrando…
          -¡Hombre!, me han pagado bien, un escudo, ¿tú no lo harías por eso?
          -¡Ah!, a éste y a diez como éste enterraría yo por un escudo ¿de oro?
          -Sí, de oro.
          -¡Anda! ¡que no tendría el difunto pelucones de esos! ¿Onde los habrá enterrao?
          -Si lo supiéramos… seríamos ricos.
          -Bueno, ya está. ¿Cuándo lo vas a meter?
          -Cuando venga el señor cura a echarle un responso.
          -Pos allí te espero.
          Dejó Andrés la lápida junto al hoyo y, disimuladamente, marchó hacia la arboleda que crecía cerca de la casa de Antón. Una vez allí, miró a su alrededor por si se veía a alguien y cuando estuvo seguro de que no, se agachó junto a las zarzas donde había metido la caja; la cerraba un candado; sin pensarlo dos veces empuñó el pico que poco antes le había servido para abrir la fosa y partió la cerradura limpiamente de un solo golpe. Nervioso abrió la caja… y sí, estaba llena hasta el borde de escudos y doblones de oro; un sudor frío le recorrió la espalda cuando tocó aquellos dineros… ¡aquel miserable se quería hacer enterrar con ellos! ¡no, no lo haría!; la caja sí, él sólo había hablado de la caja… la vació entre los matorrales, cubriéndolas bien de tierra y hojas y la llenó de piedras, después la cogió y, con gran cuidado, la deslizó por encima de la tapia del corral de Antón.
          La tarde caía cuando mosén Bonifacio echó el responso sobre el cuerpo amortajado con unas mantas viejas (no encontró nada mejor Andrés en toda la casa) sobre el que descansaba la pesada caja de metal. Una vez acabó miró a Andrés a los ojos y le preguntó:
          -¿Qué tiene la caja?
          -No lo sé, don Bonifacio.
          -¿No has mirado?
          -No me he atrevido.
          -Parece pesada, ¿no tendrá dineros?
          -Tal vez…
          -Deberíamos mirar, ya sabes que es pecado hacerse enterrar con las riquezas terrenales; ya dijo el Señor que era más fácil que un camello pasara por el ojo de una aguja a que un rico entrara en el Reino de los Cielos…
          -Si usted quiere…
          -Mira a ver.
          Andrés se agachó sobre el cadáver y abrió la caja.
          -¿Qué hay?
          -Sólo piedras.
          -¿Piedras?. ¡qué raro! ¿Para qué iba a querer enterrarse con unas piedras?
          -Aquí, en el fondo, hay una moneda de oro…
          -¡Dámela!, será para pagar los gastos del entierro y le diré una misa… mañana.
          -Tenga usted.
          -¿No hay más? Mira bien, a ver si hay otra para ti.
          -No, parece que no.
          -Bueno, algo es algo; aunque… no sé qué interés tendrán el alcalde y Marcial en guardar con tanto sigilo la casa. Ya me enteraré.
          Bajó Andrés al difunto al fondo de la fosa y, después de persignarse, comenzó a echar tierra encima.
          Aquella noche fue con un saco a la arboleda de la Cabezuela y lo llenó con las piezas de oro que había sacado de la caja; cuando enseñó el contenido a su mujer, ésta se tuvo que apoyar en la mesa para no caerse; maravilloso le había parecido el contenido de la bolsa, pero todo aquel oro… ni en el mejor de sus sueños habría sido capaz de imaginarse que hubiera podido existir tanta riqueza.
          Mientras, el alcalde, Rufino, hablaba con Marcial, el alguacil, a la puerta de la casa de Antón.
          -¿Has mirado bien por todas partes?
          -Sí, señor alcalde, pero era tan miserable que ni telarañas tenía. No hay sitio en que haya podido esconder na.
          -¿El altillo?
          -Como la palma de la mano.
          -¿Y la cuadra?
          -Quitando la lápida que ayudé a llevar a Andrés, na, ni una brizna de paja.
          -Andrés… ese hombre tiene que saber algo. No van a haber desaparecido sus riquezas; todos los años era un buen dinero lo que se llevaba de las rentas… ¡si lo sabré yo! ¿Lo habrá enterrado?, ¿has mirado en el corral?.
          -Como es tan pequeño lo he golpeado to él, y no suena a hueco por ningún lado.
          -¿El pozo?
          -Más seco que el difunto ahora mesmo…
          -No se lo puede haber llevado… ¿o sí?
          -Andrés lo enterró con una caja sobre el pecho… y parecía pesada.
          -¡Ahí le duele! ¡Hay que abrir la sepultura!
          -¿A la vista de tos?
          -¡No, estúpido!, ya se me ocurrirá algo.
          Mosén Bonifacio miraba y remiraba un grueso libro a la luz de las velas; era aquella figura sobre la lápida de Antón; él la había visto antes en alguna parte; tenía que estar por allí; era un viejo tomo sobre exorcismos que había heredado del anterior párroco; pasaba las páginas lentamente hasta que llegó a una lámina en que se representaba al diablo.
          -Sigilo de Baphonet… -silabeó despaciosamente el buen cura-; Baphonet, uno de los nombres del diablo… ¡Dios mío! ¡Cómo no me he dado cuenta antes!; aquí dice: este símbolo identifica a aquellos que han hecho un pacto con Lucifer… ¿qué hemos hecho?, ¡hemos enterrado en suelo sagrado a un hijo de Satanás!; hay que sacarlo de ahí antes de que sea demasiado tarde, ¡Úrsula, Úrsula!, ¡Corre a casa de Andrés y que venga inmediatamente… con el pico y la pala! ¡Corre, corre! ¡Dile que vaya a la iglesia, que yo voy para allá!.
          Echose el manteo sobre los hombros y marchó lo más rápido posible hacia la iglesia; en el camino iba rezando a todos los santos para que no fuera demasiado tarde; cuando se aproximaba a la cruz que se alza delante de la puerta principal del templo vislumbró a una figura con un saquete a la espalda que hablaba animadamente con otras dos sombras; al acercarse un poco más reconoció a Andrés que discutía con el alcalde y Marcial.
          Al verle callaron, pero se les conocía en la cara como una especie de descanso al comprobar quien era.
          -Has venido pronto, Andrés, si acabo de mandarte llamar…
          -¿Me ha mandado llamar?
          -¿Qué pasa, Rufino, algún problema?. Esperad que abra la puerta y pasemos dentro; lo que tengo que deciros es muy serio para que lo oiga alguien más.
          Le abrieron paso mientras metía la llave en la cerradura y penetraba lo más deprisa que pudo; los demás lo siguieron mientras echaban miradas furtivas a los alrededores; no se veía a nadie, era esa hora en que los labradores han regresado de los campos y el ganado ya se ha recogido después de darles de beber; de todas las casas salía una columna, más o menos grande, de humo, que señalaba que se estaban preparando las magras cenas en las casas.
          -¿Qué traes en ese saco? –inquirió el sacerdote-.
          Andrés, sin decir palabra, lo dejó caer sobre las losas de la iglesia y lo abrió para que viesen su interior; los doblones de oro brillaron a la tenue luz de unas velas que ardían sobre un altar cercano.
          -¡Oro! ¡ducados de oro! ¿cuántos hay?
          -¿De dónde lo has sacado? ¿de casa de Antón?
          Andrés les hizo un relato minucioso de sus andanzas desde que Antón le ofreciese la bolsa en la iglesia hasta cuando recogió las monedas ocultas en la arboleda; cuando terminó, un silencio ominoso cayó sobre los cuatro hombres.
          -¿Con que… te dio sólo un ducado, eh?
          -No quería parecer sospechoso.
          -Y…¿por qué te has decidido a devolverlo?
          -No sé, una sensación extraña; hablando con mi mujer nos ha parecido dinero maldito, y eso de que quisiera enterrarse con él… parece pecado… ¿verdad, mosén?
          -Seguramente, pero hay otra cosa: la lápida.
          -¿Qué lápida?, -preguntó el alcalde-.
          -La que Antón tenía para poner en su sepultura; ese dibujo que tiene grabado es un símbolo del demonio; todo aquel que hace un pacto con el diablo tiene ese símbolo…
          -Entonces…
          -Sí, hay que desenterrar el cuerpo de ese pecador y quitarlo de suelo santo; echarlo al muladar, para que se lo coman los buitres; tener a un hijo del diablo junto a la iglesia puede ser peligroso.; y esa lápida hay que romperla, convertirla en polvo.
          -Bien, vale… pero, con el oro ¿qué haremos?
          -Eso lo pensaremos luego; lo primero es lo primero; ¿trajiste el pico y la pala?
          -No, pero hay unos bajo la tribuna; del sepulturero.
          -Pues vamos allá…
          Andrés fue a por las herramientas y, después, los cuatro hombres se dirigieron hacia la puerta del sur, para salir más cerca de la tumba de Antón.
          Con algo de temor, el mosén abrió la puerta; ya era noche cerrada; el viento había comenzado a soplar, como es normal en la zona, y se oía su ulular al pasar entre las ramas de los árboles que, vacíos todavía de hojas, rozaban sus ramas haciendo un ruido singular; Marcial encendió un farol que llevaba y alzándolo para iluminar mejor se acercaron a la tumba de Antón, el sacerdote sacó de sus faldones una estola y después de besarla se la puso sobre los hombros, bendijo a sus compañeros y le hizo una señal a Andrés para que empezara; Rufino le cogió el farol a Marcial y le indicó que ayudara al sacristán a retirar la lápida, hecho esto cogieron un mazo cada uno y empezaron a golpear la imagen satánica grabado en la piedra; no bien habían dado un par de golpes cuando el viento pareció arreciar y un frío impropio del mes les invadió, a la vez se oyó como un grito apagado que surgiera de las profundidades de la tierra, los dos hombres quedaron con los mazos en el aire, mirándose sin saber qué hacer…
          -¡Deprisa, seguid, destrozad esa blasfemia grabada en la piedra!
          Los dos hombres, temblando, volvieron a su labor, la estrella cercada saltó en añicos a la vez que se producía un movimiento en la tierra que cubría el cadáver de Antón; parecía como si algo quisiera salir de allí a la vez que se oía un gemido agónico que les puso los pelos de punta; sin esperar más tiraron sus herramientas y corrieron hacia la puerta seguidos de los otros dos que no aguardaron para ver en qué acababa aquello.
          Cerró por dentro con llave el buen sacerdote y mientras se persignaba paró su mano en el aire mientras miraba aterrorizado a sus compañeros; un chirrido espantoso se dejó oir a la vez que se sentía como si unas garras de hierro, o algo parecido, arañaran las jambas de la puerta, como intentando echarlas abajo…
          -¡Corre, Andrés, tráeme el hisopo lleno de agua bendita!. ¡Corre!
          Mientras el sacristán iba y venía, los tres hombres que quedaban se santiguaban una y otra vez mientras oían el raspar sobre la piedra de unas uñas poderosas; cuando don Bonifacio tuvo el hisopo en las manos dijo:
          -Ahora, a mi señal, abriréis las dos puertas de golpe y… ¡que sea lo que Dios quiera!
          Sus compañeros, con cuidado de no hacer demasiado ruido quitaron cerrojos y dieron vuelta a la llave, una vez realizado esto, el sacerdote les hizo una seña y abrieron a la vez, rápidamente, las dos hojas de la puerta; don Bonifacio vio un bulto oscuro que ocupaba todo el hueco y cuya silueta se recortaba contra la difusa semipenumbra del exterior, sin pensarlo dos veces y a la vez que recitaba una de las oraciones del libro de exorcismos empapó de agua bendita la masa informe de… lo que fuera; una especie de relámpago estalló ante sus ojos a la vez que un alarido rompía la quietud de la noche; y cayó de espaldas, perdiendo el sentido.
          Cuando se hizo la luz en su cabeza, el sacerdote se vio rodeado por sus tres compañeros que le refrescaban la cara con un paño húmedo.
          -¿Ha acabado todo?
          -Sí, gracias a Dios.
          Aliviado, cerró los ojos de nuevo y se sumergió en un sopor del que despertó a la mañana siguiente, en su lecho.
          Todos podéis ver, aún hoy en día, las huellas que aquellas garras dejaron en la jamba izquierda de dicha puerta, mientras que en la derecha podréis observar una tosca cruz que hizo Andrés con su pico para que nada maligno se acercara a ellas. El cadáver de Antón desapareció de su tumba, misteriosamente, nadie lo echó en falta.

          Aquel mismo mes la puerta se tapió, con gasto al Ayuntamiento, con la excusa de las corrientes de aire y otras historias y el oro ¿qué pasó con el oro?, diréis; aquellos hombres lo consideraron maldito y después de lavarlo bien con agua bendita lo donaron al Obispado de Segovia para socorrer a los pobres de la diócesis; ¿todo? preguntaréis… sí todo, aunque es cierto que Andrés se hizo una casa nueva y compró unas tierras y unas vacas; Marcial buscó una buena moza, se casó y se fue a vivir a Maello; Rufino siguió de alcalde muchos años más, alguien contó que tenía una casita en la capital, donde mantenía a una sobrina rubia y joven, hija de un hermano que nadie recordaba y don Bonifacio consiguió un puesto de canónigo en la catedral; cosas de la vida.


8 de abril de 2016

Leyendas de Aldeavieja: La garra del diablo. 1ª parte

         Hoy voy a publicar la primera parte de una antigua leyenda de nuestro pueblo; muchos de vosotros la habréis oido contar a vuestros mayores, pero tanto si es así, como si es la primera vez que sabéis de ella, aquí os la dejo. Disfrutadla (si podéis).


           Habréis visto, más de una vez, que la iglesia del pueblo, la parroquia de San Sebastián, tiene tres puertas: una orientada al norte, que es por la que se entra, otra en la pared sur, enfrente de la que está abierta y otra a los pies de la nave; estas dos últimas están tapiadas, cerradas a cal y canto y puede que, alguna vez, os habréis preguntado el por qué.
          Podéis haber pensado que se cerraron por comodidad, para evitar corrientes innecesarias dentro de la, ya de por sí, fría iglesia; o, quizás, por seguridad, todos conocemos el refrán que dice: “casa con dos puertas, mala es de guardar”, no digo nada si tiene tres; o, simplemente, por no ser necesarias, ya que el pueblo se extiende hacia el norte y las casas que quedan en las otras direcciones son pocas.
          Os habréis fijado, también, que las dos puertas tapiadas lo han sido en épocas distintas, pues mientras que una, la del lado este, está cerrada con piedras grandes, más o menos regulares; la otra, la del lado sur, fue tapiada con mortero y canto rodado, de una manera más artesanal.
          Efectivamente, la primera, la que está a los pies de la iglesia, se cerró cuando uno de los párrocos, a los pocos años de inaugurarse el templo, se dio cuenta de que cuando se abría aquella puerta se formaba una corriente que apagaba las velas del altar, con lo que se quedaban a oscuras en cualquier momento y más porque esa puerta era utilizada mayormente por los hombres que o llegaban tarde a las ceremonias o se salían antes de que acabasen, como suele suceder en casi todos los pueblos castellanos. La oscuridad de esa zona le impedía ver quién era el causante de las interrupciones y al no poder amonestar a nadie en particular, acabó por condenar aquella puerta, terminando, de una vez por todas, con el problema.
          Pero la otra puerta tiene otra historia que nada tiene que ver con la anterior. Sabréis que hasta mediados del siglo XIX, más o menos, se seguía enterrando a los difuntos en el interior de las iglesias o alrededor de las mismas, que era como decir en el mismo centro de la población; ya a finales del siglo anterior, durante los reinados de Carlos III y Carlos IV se dictaron leyes en el sentido de construir los cementerios a las afueras de las poblaciones por motivos de salubridad, pero la desidia y la falta de dineros alargó casi cien años su ejecución.
          Pues bien, alrededor de la iglesia de San Sebastián se erigía el cementerio de Aldeavieja, señalado por cuatro viejas olmas que muchos de vosotros recordareis, quizás, todavía. Al entrar o salir de los oficios se pasaba por entre las tumbas y los vecinos aprovechaban para limpiar o asear las de sus deudos.
          Pues bien, allá por los años de 1700 y pico vivía en Aldeavieja un hombre famoso por su mezquindad y avaricia, se llamaba Antón; este vecino residía en una de las casas más miserables de la Cabezuela, junto al camino real que llevaba hacia Ávila, solo y amargado, sin hijos, en tiempos estuvo casado con una mujer del pueblo a la que llevó a la tumba a causa de las penalidades que la hizo sufrir y la mala vida que la dio, reprochándole continuamente su culpa por no darle descendencia y pagando con ella sus malos humores y el exceso que hacía del vino.
          En la época de esta historia ya llevaba más de veinte años viudo y nadie le conocía amistades ni querencias con ningún vecino o vecina; se le veía en la taberna todas las noches, sentado frente a un vaso de vino en el rincón más oscuro y apartado; todas las noches igual, fuera invierno o verano; desde allí, con los ojos entornados vigilaba a sus convecinos como si contabilizase los vasos que trasegaban y, de vez en cuando, sus labios, se movían en una especie de maldición o juramento; nada más; al llegar las doce, cuando el nuevo reloj de la iglesia comenzaba a dar las doce campanadas que anunciaban el fin de la jornada, se levantaba, más encorvado y con peor cara que cuando llegaba, y dejando sobre la mesa una moneda de cobre, marchaba para su casa sin mirar a nadie, sin despedirse de nadie… como tampoco nadie le miraba al entrar o salir, y si alguna vez las miradas de alguno se cruzaban con la suya, volvían rápidamente el rostro haciendo, disimuladamente, una señal para alejar el mal de ojo o escupían ruidosamente como queriendo echar, lejos de si, cualquier contacto, aunque sólo fuera visual, con Antón.
          Nuestro hombre salía poco de su vivienda, aparte de sus diarios viajes a la taberna, lo justo para ir a cobrar las rentas que sus aparceros le debían, y que él calculaba maravedí a maravedí, sin darles jamás ni un día de aplazamiento y los días de fiesta para ir a misa; cuando entraba en la iglesia se quitaba el grasiento chambergo, dejando a la vista de todos su calva blancuzca y brillante que le daba más aspecto de calavera que de cabeza humana, después se dirigía a lo más oscuro del templo, junto a la enorme pila bautismal de granito que se había traído de la vieja iglesia de San Cristóbal y allí, en una mísera banqueta de madera que, un buen día, apareció en ese lugar, se sentaba toda la ceremonia sin dar señal de vida o muerte y sin seguir ninguno de los ritos y plegarias que la misa contiene; sólo se le veía animarse, si es que alguien estuviera tan loco como para molestarse en ver qué hacía, cuando sonaba el órgano sobre su cabeza, tocado por el sacristán del lugar, un hombre de unos treinta años que se llamaba Andrés.
          Andrés no era del pueblo; hacía ya unos cinco años que residía allí; se había casado con una muchacha humilde, huérfana de padre y madre, que vivía gracias a trabajar de sirvienta con una tía abuela por parte de madre y a la que cuidaba a cambio de cama y comida; cuando la anciana murió se casó con Andrés, que ejercía de sacristán a cambio de un sueldo mísero y ganaba algún dinero más rapando barbas cuando para ello era solicitado. Tenían tres chiquillos, dos niñas y un niño, que eran las delicias de sus padres pero que crecían flacos y desnutridos por la pobreza de la casa; los domingos, o cuando había función en la iglesia o en la ermita del Cubillo, iban todos con su padre a oírle tocar el órgano, quizás la única cosa que se le daba bien hacer.
          Una noche, mientras Andrés estaba limpiando las naves del templo y la sacristía después de los Oficios del Viernes Santo, oyó un ruido a sus espaldas y, algo asustando, se volvió, frente a él estaba Antón, con su cuerpo contraído, apoyado en una cachaba de nudosa madera.
          -Buenas noches nos de Dios, maese Antón –susurró con una voz que casi no le salía de la garganta-.
          -¡Déjate de saludos!, ¡tengo que hablar contigo de algo que me interesa!.
          -Usted dirá…
          -Mira, creo que tú eres la única persona de este pueblo de la que me puedo fiar un poco; los demás son todos unos mamarrachos holgazanes, buenos para nada excepto para intentar robarme.
          Andrés nunca le había oído soltar tantas palabras juntas a Antón, así que puso cara de interés y se aprestó a escuchar lo que el otro quisiera decirle.
          -¡Mira, vamos al grano! ¡cuanta menos coba, mejor!
          Andrés cada vez estaba más interesado.
          -Soy ya muy viejo, paso con creces de los setenta y sé que voy a morir pronto; quizás en un mes o dos.
          -¡Hombre, maese Antón! Está usted muy bien aún –mintió Andrés-
          -¡Déjate de gaitas y escucha!. No tengo nadie de familia y no creo que ninguno de los desagradecidos de este pueblo se preocupe por mi cuando muera…
          -Siempre habrá… -empezó a decir el sacristán-
          -¡Qué va  a haber!, esos sólo quieren mis tierras y mi dinero; cuando reviente seguro que se alegrarán más de diez o doce…
          -¡Hombre….!
          -¡Calla, te digo, y escucha!, te voy a dar esta bolsa de escudos, pero con una condición…
          -Usted dirá…
          -Cuando muera, quiero que me entierres en la tumba que ya tengo apalabrada con el cura; saliendo por la puerta del monte hay un hueco entre la tumbas de Eliseo y Martín ¿sabes dónde te digo?
          -Sí, sí…
          -Pues allí me enterrarás, en una fosa de ocho pies de profundidad que tú mismo cavarás, sin ayuda de nadie; eso es importante.
          -Entiendo.
          -¡Que vas a entender!, pero escucha… sobre mi cuerpo colocarás una caja que hallarás debajo de mi cama, y pondrás mis brazos sobre ella… luego echarás la tierra y encima pondrás una lápida que encontrarás en la cuadra pequeña de mi casa. ¿Has comprendido?
          -Creo que sí, pero…
          -No hay peros… si estás de acuerdo está bolsa que tiene cien escudos de oro será para ti, si no estás de acuerdo, otro se la llevará.
          -No, no, maese Antón, estoy de acuerdo con todo.
          -Bien, me lo imaginaba, así podrás alimentar y vestir a los sarnosos de tus hijos.
          -Sí, maese Antón…
          -Pero antes, tendrás que firmar este papel –y mientras le decía esto, sacó con una de sus descarnadas manos, un pliego de papel lleno de sellos y cubierto con una elegante escritura-. Como no me fío de ti, ni de nadie, he mandado hacer este escrito a un fiel de Segovia, en él pone todo lo que te he dicho que debes hacer a cambio de la bolsa; si no lo cumples y te quedas con los dineros, la Justicia te vendrá a buscar, te prenderá y te llevará a bogar en las galeras del rey, donde tú penarás mientras tus hijos y tu mujer mueren de hambre. ¿Lo has entendido?
          -Sí, maese Antón, lo he comprendido, pero no pene usted, que yo cumpliré…
          -Calla y firma.
          Andrés firmó al pie del documento y mientras el viejo enrollaba de nuevo el pliego y lo ocultaba entre los faldones de su viejo capote, le dio con la otra la bolsa con los dineros prometidos.
          -No intentes hacerme ninguna jugarreta o yo mismo vendré de entre los muertos a pedirte cuentas –masculló entre sus torcidos dientes el anciano.
          El viejo le volvió la espalda y, renqueando, se fue hacia la puerta que daba a la Cabezuela; un airecillo se coló cuando ésta se abrió y la vela encendida junto al sagrario vaciló tenuemente. Andrés seguía de pie en medio de la nave con la bolsa en su mano derecha; la hizo sonar y el limpio choque del oro contra el oro le hizo sonreir.
          –Qué fácil- pensó; -Juana se va a poner muy contenta cuando se lo cuente-.
          Sin darse cuenta empezó a distribuir aquel dinero en tantas cosas que necesitaban o deseaban que, de pronto, se puso a pensar si tendría suficiente; los seres humanos somos así, nunca tenemos bastante o eso creemos.
          Cuando Andrés llegó a su casa, y una vez acostados los niños, refirió a su esposa cuanto le había sucedido, mostrándole la bolsa llena de ducados de oro; a la luz del candil se quedaron los dos mirando aquel tesoro que brillaba iluminado por la llama danzante que parecía concederle vida propia.
          -¿No habrá gato encerrado en esto Andrés?
          -¿Qué va a haber, mujer?, no tiene a nadie y quiere que se le entierre como a cualquier cristiano; no veo nada malo en ello.
          -Y… esa caja de la que te ha hablado… ¿qué tendrá?
          - No sé… yo también he pensado en ello.
          -¿Más oro?
          -No sé… quizás…
          -¿Y se va a enterrar con él?
          -Capaz es…
          -¡Que desperdicio!, ¡eso no es cristiano!. Y… el papel que firmaste… ¿qué decía?
          -No lo leí, pero ya te he contado lo que me dijo; es para asegurarse de que cumplimos nuestro acuerdo.
          -¿Seguro que sólo eso?
          -Ya te digo que no lo leí…
          -No me gusta…
          -Si quieres le devuelvo el dinero y rompemos en trato…
          -¡No, no, eso no! Para que otro se quede con el oro… buena falta nos hace a nosotros.
          Y en estas pasaron los días y nada ocurría en la aldea; la primavera verdeaba los campos y algunas tímidas flores empezaban a despuntar coloreando las praderas; el tomillo, la mejorana, el cantueso florecían y llenaban las frescas mañanas con su aroma.
          Una noche de principios de mayo Antón no acudió a su cita diaria en la taberna con su vaso de vino; su ausencia extrañó a todos, pero no duró más que un rato de charla hasta que a la noche siguiente sucedió lo mismo; todos fueron de la opinión de que algo debería haberle pasado, mas ninguno se atrevía a llegarse a su casa y comprobar si le había ocurrido algo. La noticia llegó a oídos de Andrés y esa misma tarde, tras consultar con su esposa y con el señor cura, se armó de valor y se llegó a la casa del ausente.
          La puerta estaba cerrada y aunque golpeo con fuerza con la aldaba llamando al propietario, nadie contestó ni se oía ruido alguno en el interior. Varios vecinos observaban de lejos la escena sin atreverse a intervenir, pues la mala fama de Antón alejaba a cualquier curioso y nadie se iba a entristecer si hubiera muerto, todo lo contrario, sería un alivio, sobre todo para sus numerosos aparceros.
          Andrés rodeó la casa y cuando llegó a las tapias del corral saltó por ellas; un corralillo de mala muerte, con un pozo en un rincón y dos puertas, una que daba a una cuadra y otra a la vivienda, como era lo normal en casi todas las casas; abrió la puerta de la cuadra y allí, en un rincón, iluminada por el sol que entraba por un ventanuco, vio una lápida de mármol, se dirigió allí y leyó:
          “Aquí iace Antón Moreno Bargas”
          y, debajo, una figura que era como una estrella de cinco puntas encerrada en un círculo, en el centro, muy pequeña, que sólo una vista penetrante podía adivinar, había una cabeza de cabra.
          -Así que es verdad que tenía preparada su lápida –pensó Andrés- pero ni una cruz, ni el R.I.P., ni nada más…
          Al salir de la pequeña cuadra, donde no había, desde hace mucho, ningún animal, Andrés se dirigió a la puerta que daba a la vivienda y, al empujarla, sintió que cedía y que se abría.
          -También ha previsto esto –musitó-.
          Un pequeño y angosto pasillo de suelo de barro apisonado daba a la sala, pequeña y oscura; dentro de la casa hacía un frío de mil demonios y sólo la luz que entraba por una pequeña ventana junto a la puerta de salida a la calle iluminaba levemente la estancia; Andrés nunca había estado allí, pero todas aquellas casas eran más o menos iguales, se asomó a un hueco a la izquierda y vio un camastro sin más ropas que una desgastada manta negruzca por los años y la porquería junto a un arcón, grande y oscuro que contendría la ropa de la casa, un fuerte olor a orines secos le cortó la respiración y luego se asomó a otro hueco que se abría a la derecha; allí, echado en un viejo sillón frailuno estaba Antón; frente a él estaba la chimenea, ahora apagada, pero llena de cenizas blanquecinas; una mesa, junto al sillón, soportaba un plato de barro donde quedaban restos de sopas y una copa de metal con algo de vino tinto; encima del regazo de Antón un gato rubio miró desconfiado al intruso y maulló quedamente, cuando vio que Andrés se acercaba, saltó con un bufido y fue a perderse en algún rincón de la casa.
          Le tocó en el hombro y le movió por ver si estaba dormido, pero como ya sabía, todo le confirmó que había fallecido, los ojos muy abiertos, sin brillo, fijos en las cenizas, la cabeza ladeada con una mueca que, si fuera sonrisa, sería la que gastaba el diablo y las manos frías y pálidas; en una de ellas había un papel, lo cogió y pudo leer en una letra enrevesada:

          “Que me entierre Andrés el sacristán”

(continuará)