24 de febrero de 2019

La Ventana. VI


 (continuación)        

          Por fin, superando el temor, Germán alzó la mano, cogió la aldaba y llamó una vez y, luego de un breve intervalo, dio un golpe más.
          El sonido se extendió como una onda sobre un charco; parecía que sonaba en una casa vacía; así de profundo sonó.
            A poco, se oyeron pasos que se acercaban…
          -¡Ya va, ya va!


          La puerta se abrió, pero Germán no escuchó el esperado chirrido de la puerta al girar sobre sus goznes; no, aquella puerta estaba bien engrasada y, ante sus ojos, apareció la cara simpática y noble de un hombre de unos cuarenta años.
          -¡Buenos días! ¿qué se le ofrece?
      -Buenas… vengo de parte del señor alcalde, que me ha dicho que tiene que ir usted al Ayuntamiento por un asunto de habilita… habitalibi… bueno, algo así.
          El “Negro” gimió mientras se movía inquieto, como si olfatease en el aire algo que no le gustaba.
             El hombre miró al perro, luego a Germán y dijo:
          -Vale, dile al señor alcalde que luego me acercaré por allí, en cuanto acabe con lo que tengo que hacer en la casa; es que mi madre no se encuentra demasiado bien, ¿sabe?.
          -¡Ah! ¿su madre vive con usted?
          -Pues sí, ya ve, está ya muy mayor…
          -¿Cómo se llama?
          -¿Quién?
          -Pues… ¡usted!
          -¿Yo? Julián.
          -¿Y su madre?
          -¿Ella? pues Eulalia.
          Y Germán, se quedó allí plantado, delante de la puerta, mirando sin ver, con los ojos fijos en un punto detrás de Julián y pensando:
          -Julián, Julián… ¿dónde he oído yo ese nombre? Julián…
          -¿Quiere algo más?
          -¡Eh! ¡Ah!, ¡no!, no, no… no deje de pasar por el Ayuntamiento.
          Y se dio la vuelta sin dejar de murmurar para si:
          -Julián, Julián… ese nombre…
          Echó a andar hacia el Ayuntamiento mientras el “Negro” gemía lastimero a su lado.
          -¿Qué pasa, “Negro”?; ¿qué habrás olido tú en esa casa?; cómo me gustaría que pudieras hablar para que me lo dijeras… ¡claro! Julián era el hombre aquel que desapareció en tiempos de mi abuela; que desapareció en esa casa… ¿será este Julián aquel Julián?, ¡no, claro que no! ¡tendría que ser viejísimo y éste… no llega a la cincuentena… ¡también es casualidad que se llamen igual!, porque… tiene que ser una casualidad… porque lo otro… no, lo otro no puede ser…
          Y en estas cavilaciones llegó Germán a la puerta del Ayuntamiento, en la plaza, y se quedó un rato en los soportales mientras se liaba un cigarrillo en la palma de la mano; el “Negro” se sentó a su lado y, levantando la cabeza, ladró bajito, como si le preguntase alguna cosa.
          -Eso mismo digo yo, “Negro”, todo esto es muy raro y, ya se sabe, cuando hay algo raro allá va el Germán a ver qué es, no, ¡que va!, el señorito Edmundo no puede ir, tiene que quedarse aquí por si el señor alcalde le necesita y…¿quién se mete en todos los fregaos? ¡el Germán!, ¡el Germán y el “Negro”! y es que, amigo, a los dos nos tratan como a perros y ¡hombre! ¡ya se cansa uno de tanto ir y venir!.
          -¡Germán, Germán, sube ya, que te estoy oyendo murmurar desde aquí arriba!
          -¡Ya voy, señor alcalde, ya voy! (¡joer, ni que fuera tísico, qué oído!)
          Las viejas escaleras de madera crujieron bajo el peso de Germán; allí, repantingado en un sillón, de cara al balcón abierto, se encontraba el alcalde con un grueso “farias” en la mano…
          -¿Y bien?, ¿cómo ha ido todo?
          -Bien, señor alcalde, bien; me ha dicho que en cuanto pueda se acercará.
          -¿Cómo es?
          -Pues… normal, medio bajo, poco pelo, unos cuarenta años, vive con su madre y… se llama Julián…
            -¿Cómo has dicho?
            -Julián, con su permiso.
            -Julián eh…
            -Eso es, señor alcalde.
          Pasó la mañana, y la tarde… el nuevo vecino no asomó por el edificio; desde el balcón, Germán comprobó que seguía saliendo humo por la chimenea de la casa, que se vislumbraba allí, tras los árboles de las huertas.
          -¿Se le habrá olvidado?
         -Se le habrá olvidado –oyó como respondiendo a su pregunta- mañana por la mañana, a primera hora, bajarás otra vez y le conminarás a que venga si no quiere que le pongamos una multa por desobediencia a la autoridad… ¿comprendido?
           -Comprendido, señor alcalde.

(continuará...)

16 de febrero de 2019

La Ventana. V


      (continuación)    

          Nunca más se supo de Julián; su cuerpo no apareció por ningún lado; se habló de que Cipriano y Matías se habían tomado unas copas de más antes de salir a buscarle y que el alcohol, mal digerido, les hizo ver cosas que no existían.
          Se contó que Julián no se llevaba bien con la Remedios y que se inventó la excusa de las vacas para irse del pueblo a empezar una nueva vida en la ciudad; hasta se dijo que alguien le había visto en Barcelona; otros decían que había marchado para las Américas.
          Cipriano y Matías juraron y perjuraron que ellos no habían ni olido el vino aquella mañana, quizás sólo una copa de aguardiente para que el “helazo” no les mordiera; pero que eso lo hacían todos los días de su vida y nunca habían visto “cosas”.


          Lo que nadie pudo explicar, nunca, fue lo sucedido en la casa de la tía Peñalejas; estaba todo el pueblo convencido de que allí, en la casa, vivía la anciana; pero cuándo se preguntaban cuándo era la última vez que la habían visto, todos se miraban y no sabían a ciencia cierta qué contestar: que si un año, que si dos, que si tres meses, que si esa no era ella, que si sí…, en fin, que fue imposible ponerse de acuerdo; y todo siguió así, en un tira y afloja que no explicó nada, excepto la extraña desaparición del Julián y la comprobación de que la casa de la tía Peñalejas estaba vacía, ¿desde cuándo? eso ya era otro misterio y del mismo se siguió hablando durante mucho tiempo; a nadie se le ocurrió volver a poner los pies en ella; parecía que su destino era arruinarse y caerse a fuerza de tormentas y nevadas.
          Pasaron los años y cuando la casa ya no era más que un montón de piedras que se sostenían de puro milagro y el tejado estaba a punto de hundirse y de sus ventanas y de su puerta no quedaban más que maderas podridas y a punto de desaparecer… ¡sucedió!
          Una buena mañana los vecinos que madrugaron para hacer su labor de cada día vieron, con estupefacción, que de la chimenea salía un hilo de humo que pronto se volvió una auténtica columna, que las ventanas y la puerta eran nuevas y estaban cerradas y que el tejado daba la impresión de que acababa de retejarse al completo.
          Aquello causó sorpresa y algo de temor en los habitantes del pueblo; pocos se acordaban ya de las historias de la tía Peñalejas y del pobre Julián, pero alguno, ya más mayor, empezó a recordar aquellos tiempos, quizás por alguna conseja relatada por alguna abuela o abuelo con buena memoria y la historia, un tanto transfigurada, corrió de boca en boca y aunque todos la miraban con recelo, ninguno se atrevía a llamar a la puerta y descifrar aquel misterio que a todos intrigaba.
          Y así estaban: la gente pasaba cerca de la casa, siempre cerrada, siempre humeando y sólo aquella ventana, en la que de vez en cuando se veía un gato negro asomado, con las contraventanas abiertas, como un gran ojo, velado por una cortinilla, que te observaba y te vigilaba.
           ¿Quién vivía en ella? ¿la tía Peñalejas?, sólo de pensarlo a más de uno se le erizaban los cabellos y al que no…es que no pensaba. Hubo, al fin, una reunión en el Ayuntamiento en la que se decidió que un alguacilillo se acercase a la casa, llamara y se interesara por quién vivía allí, con el pretexto de alguna cédula o cualquier impuesto; y así se hizo.
          Germán se acercó, con más miedo que vergüenza, a la casa misteriosa; esa mañana había amanecido clara y limpia, ni una nube en el cielo, un aire de primavera recorría las calles del pueblo y los vecinos parecía que sonreían al notar que el buen tiempo se acercaba; sonreían hasta que veían a Germán, y más de uno se persignó y se volvió a casa, la cabeza gacha y murmurando algún latiguillo contra el mal de ojo.
          Ya estaba frente a la puerta, a pesar del fresquito a Germán le sudaban las manos; pero no había remedio, el alcalde era el alcalde y se lo había ordenado:
          -Germán, te acercas allí, a la casa de la tía… bueno, ya sabes a que casa; llamas y dices que ha dicho el alcalde… no, el alcalde no, mejor dices: que ha dicho el Ayuntamiento que se tiene que presentar aquí para tomar su filiación para que se le cobre el impuesto de habitabilidad; sí eso, de habitabilidad… y le preguntas el nombre y la edad… y que cuántos son en la casa. ¿Enterado?
          -Sí señor alcalde… pero… ¿no iré solo, no?
          -¿Con quién vas a ir, si no?
          -No sé, el Edmundo podría venir conmigo.
          -No, ni pensarlo, el Edmundo tiene que quedarse aquí, por si le necesito; llévate al perro, si quieres…
          Y allí estaban, Germán y el “Negro”, mirando la puerta.


(continuará...)

11 de febrero de 2019

La Ventana. IV


         (continuación)


         A su espalda se oyó una voz que les dejó helados:
          -¿Qué deseáis?
          El primer impulso fue el de huir pero… la curiosidad pudo más que el miedo; nunca había visto a la tía Peñalejas, nunca; y Cipriano  pensó que, contar a los demás cómo era, valía la pena aunque se encontrara, frente a frente, con la cara del mismísimo Satanás; así que, lentamente, fue volviéndose y miró hacia el hueco de la puerta.


          No se lo esperaba, ante él estaba una mujer anciana; más que anciana, vieja; más que vieja, eterna; de edad indefinible, lo mismo podía tener cincuenta años de doscientos ¿cómo sería una mujer de doscientos años?, se preguntó.
          Le sonreía, si de sonrisa se podía llamar a aquella mueca en la cara, en la que una boca entreabierta dejaba ver unas encías desnudas; la nariz aguileña, los ojos pequeños…. Pero vivos, muy vivos, como si en ellos ardiera un fuego que desmentía la decrepitud del cuerpo.
          La voz era suave, le recordó a su abuela cuando le llamaba, desde la puerta de la casa para que entrara para cenar…
          -¿Qué deseáis?
          -Veniamos… nosotros, buscamos al Julián…. ¿ha estado aquí?
          -Julián… Julián… ¡ah, sí, Julián! está aquí, pasad… está al fuego…
          Cipriano y Matías entraron en aquella casa que, antes que ellos, muy pocos habían pisado.
          -Mirad, ahí, en la cocina, está al fuego, calentándose…
          Y… sí, allí estaba, sentado en un poyete, de cara a la lumbre que ardía alegremente en el hogar…
          -Juraría que no salía humo por la chimenea… -pensó Cipriano-
          -Mira Julián, mira quién ha venido a verte…
          -Julián… ¿qué haces aquí? Te estamos buscando toda la mañana… ¿dónde has estado?; la Remedios está como loca sin saber dónde andabas…
          Julián les miró como si no los reconociera, con la mirada ida, como si viera a través de ellos; sonrió con una sonrisa que más que dar tranquilidad… daba miedo…
          -Remedios… -balbuceó- Remedios…
          -Sí, Remedios, tu mujer….pero, ¿qué te pasa, Julián?
          -Lo encontré caído en la puerta anoche…. ¡pobrecito! Se habría congelado si no le llego a meter dentro…, estaba medio muerto, sin poder hablar…
          -Gracias… señora… gracias… pero será mejor que lo llevemos a su casa, con su mujer, allí se recuperará mejor…
          -Sí, bueno, pero id a buscar unas mantas para arroparle, si no, en el camino, le puede dar algo; mientras le daré un poco de caldo, para que se entone por dentro.
          Los dos hombres salieron de la casa, no sabían si contentos por encontrar a Julián o asustados por lo que habían visto… no entendían cómo Julián había caído en la puerta de la Peñalejas, tan cerca ya del pueblo, cómo el “Moro” no les había llevado allí directamente, cómo… en fin, con paso rápido se dirigieron en busca de Remedios, a por algo de abrigo para Julián y para darle la noticia y que se tranquilizara…
          -¡Remedios, Remedios…!
          -¿Qué pasa, lo habéis encontrado? –preguntó la mujer, en cuya cara se reflejaba el miedo a conocer una respuesta que barruntaba.
          -¡Sí!, pero no te lo vas a creer… ¡estaba en la casa de la Peñalejas!.
          -¡Dios!... ¿y qué hacía allí?
          -La vieja dice que se lo encontró tirado en la nieve y que lo metió en su casa, que si no… se habría muerto helado y…
          Entonces Cipriano se quedó meditando, eso no podía haber sido así… ellos habían visto las huellas en la nieve, huellas que se encontraban a mitad de camino… Julián había entrado por su propio pie en la casa de la “Peñalejas”, ¡no le había metido ella!; entonces… y una nube negra pasó por su mente.
          -¡Vamos, daos prisa! ¡Dame una manta, Remedios!, ¡Vamos, Matias, hay que darse prisa, aquí hay algo raro…!
          -Pero…
          -¡No hay peros, vamos, te digo!
          A buen paso, casi corriendo, los dos hombres se dirigieron, de nuevo, a casa de la vieja; cuando ya estaban cerca, Cipriano alzó la vista al tejado…
          -La chimenea no echa humo… -musitó apenas- ¡Corre, Matías, me huelo algo feo, corre hombre!.
          Al llegar a la casa llamó con dos fuertes golpes en la puerta.
          -¡Abre mujer, abre, que aquí traemos las mantas…!
          Nadie contestó, la puerta cedió al empujarla levemente y del interior les llegó un frío como el que nunca habían sentido antes, ni en lo más crudo del más crudo invierno.
          Pausadamente penetraron en la vivienda, el silencio les envolvió como un mal presagio… ¡allí no había nadie!, la cocina estaba vacía, las telarañas indicaba un abandono de años… ¡Julián no estaba allí!, buscaron por toda la casa… era pequeña y no tardaron mucho, sólo unos pocos muebles viejos y rotos, polvo y telarañas y en el alfeizar de la ventana, la ventana que daba al camino, un gato negro les miró mientras maullaba lastimeramente.


(continuará...)

3 de febrero de 2019

La Ventana. III


 (continuación)       

          Las huellas estaban claras sobre la nieve: iban por el camino de Blascoeles en dirección al cobertizo donde Julián guardaba sus vacas; llegaban hasta la misma puerta…
        


          -Pues aquí no está –dijo el Cipriano después de echar una mirada por el interior- y las vacas tienen comida, eso es que el Julián se lo puso.
          -Entonces… quiere decir que estuvo aquí.
          -Eso es lo que digo.
          -Entonces… habrá que volver por donde hemos venido a ver si luego estuvo en algún otro sitio.
          -Eso es lo que iba a decir.
          -Entonces….  vamos pa fuera, a ver dónde se dirigen las huellas.
          Y Cipriano y Matías salieron del encerradero, cerraron la puerta dando vueltas a la cuerda que servía de pestillo y dieron media vuelta, en dirección del pueblo.
          -Menos mal que no hace tanto frío como ayer…
          -Sí, menos mal.
          -Y el diablo de Julián… ¿dónde se habrá metido?
          -Algo le tiene que haber pasado, si no… estaría en su casa con la Remedios y nosotros no estaríamos aquí, dando vueltas como un tonto y mojándonos los pies con esta nieve.
          -En eso tienes razón.
          Y, con estas, fueron adivinando las huellas de las abarcas del Julián, que se dirigían de vuelta al pueblo, a su lado trotaba el “Moro”, que olfateaba en el suelo el olor de su amo y gañía, de vez en cuando, indicando, nervioso, que iban en buena pista.
          -El perro le huele.
          -Eso parece.
          -Pues en el camino tendremos que encontrarle.
          -No creo, le habríamos visto al venir…
          -Eso es verdad.
          Más adelante, vieron como unas huellas se juntaban con las de Julián, huellas pequeñas, muy juntas, como de alguien que va andando a pasitos y, junto a ellas, la marca redonda de un bastón o una cachaba.
          -Parece que aquí se encontró con alguien…
          -Sí, eso parece… esos pies tan pequeños…. ¿una mujer?
          -Una mujer… y… ¡un bastón!
          -¡Una mujer vieja!.
          -¿Qué hacía aquí con este tiempo?
          -¿Tomar el fresco?
          La mirada de Cipriano lo dijo todo y Matías optó por encogerse de hombros y mirar otra vez al suelo.
          -Pero, mira, aquí las huellas van juntas en dirección del pueblo.
          -Vamos tras ellas.
          Las siguieron por espacio de un kilómetro, más o menos, de pronto se quedaron quietos, miraron a su alrededor y sus caras parecían la máscara del temor más profundo; estaban frente a la casa de la tía Peñalejas; las huellas que venían siguiendo acababan allí, en la puerta de entrada; instintivamente dieron un paso atrás mientras el “Moro”, apoyando sus cuartos traseros en el suelo levantaba la cabeza y soltaba un aullido lastimero y profundo como muestra de un dolor y de un miedo ancestral.
          -¡Vámonos de aquí! –murmuró en voz baja Martín- ¡Vámonos, Cipriano, vámonos, por lo que más quieras!.
          Su compañero no se lo hizo repetir y ya estaba dándose la vuelta para marchar de allí cuando un ruido les clavó donde estaban, paralizando cualquier movimiento de su cuerpo.
         ¡La puerta de la casa se estaba abriendo!.

(continuará...)