12 de diciembre de 2016

Aldeavieja: 1719

          En el santuario de la Virgen del Cubillo, a la izquierda de la nave central, hay un retablo con unas muy buenas pinturas de Herrera el Mozo que, en su banco, tiene dos pequeños cuadros exvotos que, evidentemente, no estaban allí originalmente, a los lados de una “huida a Egipto” muy bella del citado artista.
          Uno de ellos, el de la derecha, tiene una historia singular: si nos fijamos en él con cuidado, nos damos cuenta de que no es un auténtico exvoto, pues carece de la leyenda que suele acompañar a este tipo de cuadros y en la que se señala el milagro o la gracia por la que el donante agradece a la Virgen; además, si miramos la efigie de la Virgen, en el ángulo superior derecho del cuadro, veremos que es sólo un esbozo, una simple mancha en la que poco, o muy poco, se puede distinguir; realmente es un cuadro moderno  realizado por Rafael Seco, conocido pintor que residió largas temporadas en el pueblo y que lo ejecutó a partir de una fotografía que, del original, podemos contemplar en el libro “Aldeavieja y su santuario de la Virgen del Cubillo” de Amalia Descalzo Lorenzo; este cuadro, el exvoto original, como el otro que está a la izquierda, se colocaron en el retablo a fin de tapar los huecos que dejaron los ladrones de los originales de Herrera el Mozo que fueron expoliados no se sabe bien cuando; antes de situarlos allí habían estado colgados en las paredes de la ermita junto a los otros exvotos que todavía se conservan.

 


                                                                   Cuadro "exvoto" que se puede contemplar hoy.

          Pues bien, el exvoto original, ya muy dañado, conservaba parte de la leyenda que el donante hizo incluir en el cuadro, para dar gracias a la Virgen de un favor recibido; esa leyenda decía así:
          “En octubre del año de 1719 viniendo de las Indias Antonio Zamarriego hijo less mo de Antoni/...oro…”
          Si miramos la imagen de este cuadro, veremos que en el mismo se ha retratado un navío, toscamente pintado, con sus gallardetes y sus blancas velas al viento, a popa una gran bandera con el escudo de España, rodeado por el toisón de oro y a proa una gran bandera blanca con la cruz de borgoña; mientras otro le persigue, ondeando a proa la Unión Jack y a popa la bandera de la Royal Navy; se trata de dos fragatas, una española y otra inglesa; aquellos barcos temibles que recorrían el océano Atlántico yendo y viniendo desde España a las Indias acompañando a los navíos con el oro y la plata de las minas americanas y con animales, colonos, frailes y pertrechos; se trata de una batalla, se ven las bocas negras de los cañones en las portillas abiertas; sin duda alguna se trata de un buque inglés atacando a un navío de la Flota del Tesoro que vuelve a España cargada de oro; nuestro donante debía de ir en uno de esos barcos y todo resultó bien, ya que él agradece la intervención de la Virgen en su salvación; ésta está representada en el ángulo superior derecho, con un manto rojo y con el niño en brazos, vestido con un trajecito blanco.


                                                                                                  Cuadro "exvoto" original.

             Y aquí es donde hemos buscado la historia que me propongo contaros.
          Antonio Zamarriego, hijo de Antonio Zamarriego y Ana Tabanera, natural de Valverde del Majano, provincia de Segovia, se trasladó muy niño, con sus padres, a la localidad de Villacastín, a fin de hallar allí el trabajo y el pan que en su pueblo natal no encontraban; esto sucedió a finales del siglo XVII, hacia 1690 aproximadamente; allí encontraron empleo y tuvieron más hijos; Antonio no se sentía llamado a trabajar en el campo; sus sueños, y éstos eran muchos, le dirigían más bien a intentar empresas novedosas e intentar vivir aventuras, por lo que a los veinte años marchó de su casa y se dirigió a Andalucía, más concretamente a Cádiz, a fin de embarcar y marchar a las Américas, en busca de honor y fortuna.
          Y como lo pensó, lo hizo; despidiose de sus padres y camino adelante, paso a paso, un mes después de su salida se encontraba en la playa de La Caleta, en Cádiz, mirando el mar y viendo zarpar los grandes navíos que hacían la carrera de las Indias.
          Muchacho de recursos, subió y bajó, habló con unos y con otros, rogó y suplicó, se inventó un pasado y dijo saber más de lo que sabía y, a la postre, consiguió lo que quería: un 13 de junio de 1711 embarcó en el navío “San Fernando” rumbo a Guayaquil, en calidad de grumete.
          No hace falta contar las aventuras y desventuras de Antonio en los viajes que realizó en los años siguientes; cruzó cuatro veces el Atlántico y hasta hizo el viaje de ida y vuelta desde Nueva España a Filipinas en el llamado “galeón de Filipinas”, que era el equivalente, en el Pacífico, de la “Flota de Indias”, y que saliendo del puerto de Acapulco llegaba hasta Manila.
           Pocos años después, en 1718, sirve en la fragata “Fidela” en calidad de gaviero.
          En 1719, fecha que aparece en el cuadro que nos ocupa, España, ya bajo el reinado del primer Borbón, Felipe V, se encuentra en guerra con la Cuádruple Alianza, formada por el Sacro Imperio Romano Germánico, Gran Bretaña, Francia y las Provincias Holandesas.
          El “Fidela” forma parte de los navíos que constituyen la protección de la “Flota de Indias” que, a primeros de diciembre, parte hacia la península cargada de riquezas; en mitad del Atlántico les sorprende una tormenta que desperdiga los barcos; cada capitán se preocupa más de su propia seguridad (la de su barco y sus tripulantes) que de la suerte del convoy; cuando la mar se serena no hay a la vista ninguna vela; los vientos les han desplazado muchas millas de su itinerario, por lo que, tras un breve consejo de guerra con sus oficiales, el capitán manda poner rumbo a las costas gallegas y después, costeando Portugal, llegar a su destino en Cádiz.


                                                                                              Fragata española de la época.

          El 18 de diciembre encuentran en su derrota a los navíos de línea “Tolosa” y “Hermione”, de 50 cañones y al “Guadalupe”, de 60, al mando de Rodrigo de Torres y Morales que, habiendo salido de Santander, se dirigían a Cádiz para evitar ser capturados por las fuerzas anglo-francesas que patrullaban la bahía de Vizcaya.
          Se unen a ellos para hacer su viaje más seguro acompañando a tan poderosos navíos; a la altura de Lisboa capturan, sin lucha, una fragata y una balandra británicas,
          El 21 se encontraron con los navíos ingleses HMS “Advice” y HMS “Norwich”, de 50 cañones, y la fragata HMS “Dover”, de 40, al mando del comodoro Cavendish, que pretendían retomar los buques capturados por los españoles.



                                                                          Combate entre una fragata española y otra inglesa.

          Se entabla el combate; Antonio se porta valientemente; además de gaviero tiene entre sus obligaciones atender, como artillero, uno de los cañones de la banda de babor; llevan cinco horas de fuego entrecruzado y la victoria o la derrota cambian constantemente de bando; Antonio se encomienda a la Virgen de su devoción, cuyo recuerdo ha llevado siempre consigo en sus múltiples viajes, la Virgen del Cubillo, a la que tanto ha celebrado en las romerías a las que acudía desde Villacastín; murmura otra plegaria mientras enciende la mecha del cañón; finalmente, el comodoro inglés decide retirarse, a causa de los graves daños sufridos, a Gibraltar, con 154 muertos y heridos; los españoles sólo tuvieron 20 muertos y 27 heridos; entrando en Cádiz el 2 de enero de 1720 con sus presas.

          Ya sabemos lo que pasó después, pues el resultado de todo ello se mostró en un cuadro que Antonio Zamarriego mandó pintar y que él, personalmente, se encargó de llevar a la ermita de la Virgen, en Aldeavieja, en agradecimiento tras su buena fortuna en aquel hecho de armas que la historia conoce como la batalla del cabo de San Vicente.

4 de diciembre de 2016

Aldeavieja: Domingo Castro Camarena

          Ahora que se ha puesto de actualidad (gracias al estreno de una película) la gesta de unos españoles, allá por 1898, en aquella guerra absurda y sangrienta que se desarrolló entre España y Estados Unidos, en el lejano enclave filipino de Baler, puede ser un buen momento para publicar esta breve semblanza, cuasi-histórica, de uno de esos héroes, natural de nuestro pueblo: Domingo Castro Camarena; es una historia novelada en la que se rellenan algunos momentos desconocidos de su biografía, pero todos los datos históricos son correctos; para ahondar más en los hechos militares se puede consultar el estudio que sobre nuestro personaje publicó Juan Antonio Martín Ruiz en el nº 42 de Cuadernos Abulenses, del año 2013; también, en la entrada de 4 de enero de 2016 de este blog, se puede encontrar información suplementaria.

          Recuerdo mi niñez como en un sueño: aquella casa baja en Aldeavieja, en la calle Ancha, en la que nací; mi padre, José Castro, era gallego y no sé cómo fue, pero vino a casarse con una mujer de Castilla; creo que, de joven, vino a Villacastín para aprender el arte de la piedra; era cantero, allá en Lugo y había oído hablar del granito de Castilla, menos duro, más moldeable que el de su tierra, era verano y cuando en el pueblo de al lado fueron las fiestas, allá fue; ¡la Virgen del Cubillo!, era famosa en toda la región, y estuvo en la romería y allí... bueno, creo que desde que el mundo es mundo, o así me lo han contado, los mozos y las mozas se han apalabrado a la sombra de la ermita...  ¡esos son sus milagros!, ¡y vaya si lo son... que de ellos nacen muchachos!; mi madre, Blasa,  tenía los ojos azules, los mismos que he heredado yo, y ese pelo rubio que a saber que sangres de qué tierras lo habrán traído a este rincón de Castilla... se casaron en la ermita, allá en El Egido y a los ocho meses nací yo; dicen que en este pueblo casi todos los críos nacen en junio, entonces nos miramos con una media sonrisa, nos guiñamos un ojo y decimos: ¡Bendita sea la Virgen del Cubillo!
          Pero contaba yo... a poco de la boda mi padre dijo de volver a su tierra, allí tenía su trabajo, pero mi madre le convenció: ¡mira que lo que venga no va a venir sólo, así, sin ayuda... y aquí está mi madre, y mis hermanas, y quiero que ellas me ayuden y tú, mientras, puedes echar una mano a mi padre con las tierras y trabajar en lo tuyo, que aquí no hay nadie con tu arte y trabajo no te ha de faltar...!
          Y se quedaron, y aquí nací, en Aldeavieja; y aquí pasé los primeros diez años de mi vida, ayudando a mi padre, aprendiendo su oficio, quizás no lo sepa ya nadie, pero fue él, con mi poca ayuda, quien labró la fuente de cuatro caños que hay junto a la iglesia, ¡que bien quedó!, no hay otra igual en los pueblos de alrededor, ni siquiera en Villacastín; y también ayudaba a mi abuelo, con su ganado, al que yo llevaba a pastar; aprendiendo las primeras letras, y las cuentas, con don Mamerto, el maestro; y haciendo mil pillerías con los chicos de mi edad: con Ciriaco, Pablito, Julián, Goyito... y tantos otros de los que he olvidado el nombre, pero no sus caras.
          Aquellas mañanas de invierno, casi sin luz, salíamos de casa con las abarcas, los mitones y el pasamontañas, las rodillas rojas de frío, el cabás en la mano, corriendo sobre el empedrado, calle Ancha abajo, haciendo resonar nuestros pasos en la calleja de la Ranza para escuchar el eco que se hacía contra las paredes de las casas y enfilando al galope la calle Real hasta llegar a la escuela. Allí, con las manos ateridas, doloridas por los sabañones que el frío formaba en los nudillos, que teníamos pelados de tanto rascarnos...intentábamos cerrar una o, hacíamos filas de palotes y nos temblaba el plumín goteando tinta sobre el cuaderno ¡que frío, madre, hacía en aquel pueblo en invierno!; cuando rememoro mi infancia, el hielo que se metía hasta los huesos es uno de mis recuerdos principales; y el gusto que daba cuando volvías a casa y madre tenía la cocina encendida y nos acercábamos, las manos por delante, a calentarnos mientras tomábamos nuestra rebanada de pan con vino y azúcar.
          Ya más mocito iba con mi madre al Arca Madre, al riachuelo donde ella lavaba la ropa y yo me bañaba; en verano, claro; la recuerdo con el cesto de la ropa en la cabeza, apenas equilibrado con una mano, mientras con la otra sostenía la tabla y el rodillero; yo iba detrás, descalzo, pantalón de pana corto y camisa mil veces remendada; allí, alrededor de las pozas formadas al efecto, se reunían las mujeres del pueblo a lavar, mientras, los chiquillos jugábamos, alborotábamos y acabábamos dentro del agua, en otras pozas río abajo, desnudos como animalillos, y secándonos al sol tumbados en una lancha o sobre la hierba de algún prado vecino.
          Cuando crecimos un poco más íbamos a escondidas el día en que eran las muchachas las que acompañaban a las madres al arroyo; agazapados entre los árboles espiábamos sus cuerpos desnudos, señalando a esta o aquella, riendo como si fuéramos ya hombres e ignorando, pobres tontos, que ellas hacían lo mismo cuando éramos nosotros los bañistas.
          A mi padre le veía poco, trabajaba de sol a sol en las canteras de Villacastín y cuando llegaba a casa nosotros ya estábamos en la cama, y digo nosotros porque había nacido mi hermana y ya éramos cuatro en la familia; sólo los domingos estábamos con él; al levantarnos le veíamos sentado a la mesa delante de su tazón de leche con sopas de pan y la copita de aguardiente junto a su mano; nos subía a las rodillas y con aquel acento gallego, que nunca perdió, nos preguntaba por la escuela, por los amigos y después, vestidos de domingo, nos llevaba a la iglesia, mi madre cogida a su brazo, sonriente y mi hermana y yo de sus manos.
          Con mi abuelo Pablo me llevaba muy bien; me contaba historias de cuando los carlistas entraron en el pueblo, robando cuanto veían y cómo les engañaban ocultando las cosas; de cómo pasaban las partidas de los “facciosos”, así llamaban entonces a esta gente, perseguidos por la caballería del Gobierno; recordaba a un general muy joven, un tal Fernández de Córdova, de los lanceros de la Princesa, con su uniforme impecable, de pie sobre los estribos de su caballo y dando órdenes, en medio de la plaza del pueblo, cuando perseguían a un tal “Perdiz”, jefe de una de esas cuadrillas de carlistas.
          -¡Qué hombre!- decía mi abuelo –con sólo dar una orden, los jinetes obedecían como uno solo,  haciendo volverse a los caballos o lanzándose al galope con una rapidez y una maestría... ¡qué hombre!. Y yo me imaginaba montado en un caballo corriendo tras enemigos imaginarios y volviendo vencedor de mil batallas y a mi abuelo esperándome en la plaza para abrazarme y decir -¡Que hombre!, ¡pero qué hombre es mi nieto Domingo!.
          Cuando cumplí los diez años nos fuimos a Galicia; ya éramos cuatro hermanos, tres chicas y yo, que era el mayor; fuimos a Monforte, de donde era mi padre, a una casa para nosotros solos, de piedra con musgo en las paredes; volví muchas veces a mi pueblo, a Aldeavieja, cuando murió mi abuelo, a la boda de una prima, con mi madre, que echaba mucho de menos el sol de Castilla; y así seguimos, yo ayudando a mi padre como cantero, oficio al que estaba destinado y que no me gustaba; echando también de menos los campos abiertos de mi niñez; pero viviendo, quedándome colgado de unos ojos verdes con los que me cruzaba todos los días, cuando iba a la cantera... y cumplí veintiún años, y, no sé muy bien el por qué, antes de que me llamasen para las quintas, me presenté voluntario para el servicio militar; no lo hice por ganas de irme o por ínfulas militaristas, sino porque las 200 pesetas que entonces se daban a los voluntarios me iban a venir muy bien si, cuando acabase, aquella chiquilla y yo llegábamos a un acuerdo, ya me entendéis...
          Había guerra, lejos, en las colonias, en Cuba y Filipinas; ¡mira que también sería mala suerte que me tocara ir allá…!; y sí, me toco ir a Filipinas, al otro lado del mundo; no quiero ni contaros las lágrimas que derramó mi madre y las que soltaron mis hermanas; mi padre no dijo nada, me puso una mano en el hombro y me miró a los ojos, los tenía húmedos, pero tan serenos como siempre:
          -Cumple como lo que eres, hijo –me dijo- y vuelve.
          Después me abrazó como sólo lo había hecho antes cuando era niño y era él el que se iba a algún lugar lejano a trabajar.
          Poco tiempo estuve en mi pueblo; un tres de marzo estaba en La Coruña montando en un tren que nos iba a llevar a Madrid, y desde allí a Barcelona, donde nos esperaba un barco que nos llevaría a nuestro destino; mis padres y mis hermanas se agolpaban en el andén desplegando sus pañuelos para despedirme; tres años largos pasarían hasta que los volviera a ver.
          El 20 de mayo de 1897 zarpábamos en el vapor correo Covadonga; el viaje en barco fue largo, muy largo; los primeros quince días estuve enfermo constantemente, vómitos, mareos, perdí seis kilos; luego hacíamos la instrucción en la cubierta, y las prácticas de tiro; con nuestro traje de ralladillo y nuestros amplios sombreros de lona; y, a ratos, disfrutábamos del mar; a nosotros, gente de tierra adentro, nos llenaba los ojos de eternidad y, aunque a veces echábamos de menos las montañas y los verdes bosques, aquella inmensidad azul o gris, llenaba nuestros corazones de un no sé qué que nos hacía permanecer quietos, asombrados, fumando un cigarro tras otro apoyados en las barandillas.


                                                                                            Domingo Castro Camarena

          Tercera Compañía del Batallón de Cazadores Expedicionario nº 2, esa es mi unidad. Ni mejor ni peor que otras, pero teníamos buen ambiente y, al estar tan solos y tan lejos de los nuestros, era muy fácil sentirnos casi como hermanos, como una gran familia.
          Por fin llegamos al puerto de Manila, el 18 de junio, casi un mes de viaje, hasta el otro lado del mundo, ¿qué se nos habría perdido a nosotros allí?, ¿qué defendíamos, aparte de nuestra bandera?, ¿los intereses de los tabaqueros?, porque eso sí, tabaco nunca nos faltaba, y, además, bueno. Enseguida nos enteramos que nuestra estancia no va a ser tranquila, los compañeros “veteranos” nos informan que estamos en guerra de nuevo, los ataques de los insurgentes a los puestos y a las patrullas son continuos; no es eso lo que esperábamos.
          Mi bautismo de fuego ocurrió en septiembre, en la localidad de Aliaga, donde tuvimos que hacer frente a los indígenas sublevados; ver la muerte tan cerca me hizo comprender la tontería que había cometido por 200 pesetas.
          Parece que hemos tenido suerte, a la semana de estar aquí se ha firmado un armisticio, o algo así, nos van a enviar a Baler, sustituiremos a un regimiento que ha estado más de dos meses defendiendo la posición de los ataques de los tagalos; Baler es la capital de la provincia de El Príncipe, y dicen que, normalmente, es un sitio tranquilo, con buena gente, ya veremos.
          Hemos llegado, desde Manila nos han traído en barco, un vapor llamado Compañía de Filipinas; estamos en febrero de 1898; esto es más pequeño y miserable que el peor poblacho de España; aparte de que las casas sean de paja y madera, cuando llueve es un barrizal y la selva rodea el poblado por todas partes menos por donde da al mar; durante cinco meses hacemos una vida normal: nuestras guardias, servicios, hay mucho tiempo libre, y aunque en España está acabando el invierno y empezando la primavera, aquí siempre es igual el clima; llega un momento en que llega a aburrir, y hasta echo de menos la nieve y el hielo; sólo el mar me consuela, cuando libro me acerco a la playa, a veces nos bañamos, en pelota viva como cuando éramos chiquillos en el pueblo, las más de las veces me siento en la arena, mirando lejos, de donde vienen las olas y me imagino que mi madre, y alguien más, están allá, en Galicia, mirando también el mar, y que nuestras miradas se pueden encontrar en alguna de esas crestas de espuma blanca.
          Estamos con la mosca tras la oreja, no hay nadie, los nativos se han largado y el capitán nos ha mandado llevar todos los víveres que encontremos a una vieja iglesia, nos vamos a atrincherar allí, pues es el único edificio de piedra y ladrillos que hay; parece que se espera un ataque. Hace cinco meses que vinimos y ya sabemos de qué pie cojean los filipinos: no nos quieren, es lógico, yo tampoco querría que un francés o un portugués mandara en mi tierra, nos llaman castelas o castellas, por Castilla; y es mejor no darles la espalda.
          Esto es un infierno, es Navidad y nada de lo que nos rodea y vivimos nos lo recuerda; excepto alguna salida para hostigar a los rebeldes, llevamos desde julio encerrados entre las paredes de la iglesia; nuestro capitán ha muerto, ha habido compañeros que han desertado, muchos están enfermos; los tagalos nos tirotean día y noche, la comida racionada, la ropa… ni un mendigo la querría; luego las habladurías… que si la guerra ha terminado, que la hemos perdido, que nuestro teniente está loco, que moriremos todos… se habla de que nos han ofrecido la rendición y que no se ha aceptado; que los americanos han hundido nuestra escuadra de Cuba y la de aquí; en fin, lo único que no nos falta es munición, pero de lo demás… poco queda.




          Ha pasado la Navidad, estamos en 1899 y nuestra situación se va volviendo insostenible; por mucho que queramos, o quieran nuestros jefes, poco vamos a resistir; menudean los intentos del enemigo de parlamentar, ofrecen el oro y el moro y, a pesar de los intentos de los oficiales de que no nos enteremos de nada, se habla, y hablamos, de que ya hemos sufrido demasiado… pero también está el miedo a lo que nos pueda ocurrir si nos rendimos… hemos matado a muchos de ellos.
          He cumplido 23 años, no me ha felicitado nadie; como tabaco no falta, estoy arrimado a una pared, descansando y fumando un cigarro…  acabo de terminar una guardia en las aspilleras que miran al mar, no se veía, pero como el viento sopla de allá, se le oye perfectamente, como en Galicia… ¿Cuándo volveré a ver a mis padres y a mis hermanas? ¿Cuándo volveré a ver los campos de mi pueblo, la ermita de San Cristóbal, las eras, la escuela…? Hay momentos en que se me borran de la memoria, que no puedo concretar aquel rasgo de mi padre, o el color de los ojos de mi madre, o si había un árbol o no lo había junto a la puerta de casa.
          Por fin, salimos de aquí; esto se ha acabado. No sé cuales habrán sido los motivos o las razones, pero nuestros jefes nos han reunido y el teniente Martín nos ha explicado que la guerra ha terminado y que la hemos perdido; que nos vamos para Manila y desde allí nos van a repatriar para España… ¡al fin!, ¡volver a casa!. Tengo emociones encontradas, de un lado: tanto sufrimiento para nada, tanta muerte, tanta hambre… del otro… ¡qué alegría! Volver a casa….
          El teniente nos ha formado, hemos salido de la iglesia desfilando con las armas al hombro; después, formados en la que fue plaza del pueblo, hemos entregado nuestros fusiles a los tagalos, dicen que por nuestra seguridad y, “protegidos” por ellos, comenzamos a marchar hacia Manila.
          Más de un mes nos ha llevado llegar a la capital, para ser exactos: un mes y cuatro días.
          Nos ha pasado de todo; fuimos insultados, robados (a mí, personalmente, me ataron a un árbol después de llevarse el animal que cargaba con los equipajes de los oficiales), y, también, vitoreados y agasajados; el nuevo presidente de este país nos ha regalado una placa de plata con el texto de nuestro “sitio” grabado, ¡a cada uno…! Y al llegar a Manila ¡y cómo llegamos!, ¡parecíamos espectros!, rotos, sucios, hambrientos… nos alojaron bien, nos invitaron a comer, nos dieron ropa nueva… vinieron a hacernos fotos en el Palacio de la Capitanía… en fin, ¡que somos héroes y nuestro teniente nos ha dicho que han solicitado la Laureada para cada uno de nosotros!... si fuera verdad, tendríamos la vida arreglada…


          Otra vez en el mar, de vuelta a la patria; ya hablamos así, como si hubiéramos hecho algo importante; todo el mundo quiere conocernos, hablarnos, tocarnos; cuando el barco zarpó un gentío fue a despedirnos a los muelles… y nosotros agitamos nuestros sombreros felices, volvemos a casa… ¡que distinto este viaje al otro que hicimos desde España!, ahora somos pasajeros, sin armas, sin guardias, sin revistas… solo mirar el mar, pensar en las caras de nuestros seres queridos y hablar entre nosotros… ¿qué va a ser de nosotros cuando lleguemos?

……………….

          Un mes y dos días, eso hemos tardado en llegar a Barcelona. La acogida ha sido emocionante, al entrar en el puerto han empezado a sonar todas las sirenas de los barcos; una lancha se ha acercado y el Capitán General ha subido a recibirnos; después hemos desembarcado entre los gritos de una multitud que nos esperaba en el puerto; algunos han tenido la suerte de ver a sus familias, los que vivían por aquí; después un banquete en uno de los cuarteles, con vino y todo; han venido periodistas, políticos, curiosos, y mujeres… muchas mujeres…
          Nos han pasado a la reserva, voy para mi pueblo, para Aldeavieja, están allí mi madre y mis hermanas; han ido para las fiestas y me esperan; yo también quiero ir y darle gracias a la Virgen porque he vuelto; antes pasaré por Madrid.
          Aquí, en la capital he tenido que quedarme unos días… fuimos a un periódico a contar nuestra aventura y alguien avisó a Palacio; la Reina Gobernadora quiere vernos, un mes en España y todavía no he visto a mi madre…
          ¡Qué grande es el Palacio!, fuimos de uniforme, con nuestras dos cruces colgadas en la pechera y la placa que nos dieron en Manila; radiantes y temerosos… ¡que señora tan amable!, nosotros, la cabeza baja, apenas respondíamos con monosílabos a las preguntas de la señora; todo lo quería saber… antes de que le pudiéramos contar todo, mucho antes, nos ofreció la mano con una sonrisa y, a un gesto de nuestro teniente, que nos acompañaba, la tocamos mientras doblábamos el espinazo; salimos y, en la puerta, un ujier nos dio una pitillera de plata con el escudo real grabado y la fecha del año: 1899.
          Don Saturnino, nuestro teniente, nos dio un papel a cada uno, era una carta de recomendación por si queríamos permanecer en el Ejército o ingresar en el Cuerpo de Carabineros o en la Guardia Civil; se lo agradecimos mucho.
          De allí, en la diligencia, me fui para Aldeavieja; cuando bajé, en la plaza, estaban mis padres esperándome, ¡lo que lloró mi madre!, misas habían dicho por mi alma en la iglesia, creyéndome muerto; yo aguanté como pude mientras mi padre, los ojos vidriosos, me abrazaba y no me soltaba; estaban casi todos los vecinos, a algunos les recordaba, a la mayoría no, daba igual, fui abrazado, apretado, palmeado, besado, admirado, hasta que me dolió todo el cuerpo… fuimos para casa, la recordaba más grande, y allí, sentados alrededor de la mesa baja, hablamos y hablamos mientras mi madre y mis hermanas traían bollos y copitas de anís, como si fueran fiestas…
          Cuando todos los vecinos y los amigos se fueron, y nos quedamos solos, mis padres, mis hermanas y yo, nos miramos largamente y yo, con lágrimas en los ojos les relaté no las cosas que habían oído, o las hazañas y los viajes y las medallas, sino todo aquello que no se cuenta a nadie más que a la familia: la soledad, el hambre, el miedo, las lágrimas al pensar en ellos, el miedo a la muerte, la desesperación de no poder salir de aquella iglesia cercada y tiroteada, en fin, el día a día de aquella tragedia…

          Cuando me eché en la cama, no podía dormir, ese día había rememorado todo el sufrimiento y toda la gloria de aquel sitio, de aquellos dos años lejos de todo lo que era mío, de mi vida, de mis gentes, de mis lugares; del sabor de mi vino, de mi tortilla de patatas, del cordero asado; sentir los besos de mi madre, el calor de los amigos, la luz de mi tierra… y aquella chica que me esperaba en Monforte; ya tenía prisa por ir allá; ingresaría en los Carabineros y nos casaríamos… y, pensando en sus ojos verdes, me dormí.

28 de noviembre de 2016

Aldeavieja: 1907

          Todos conocéis la cruz de piedra que hay en el camino del Cubillo, nada más pasar el arroyo Tijera que viene desde la cantera, al subir ese pequeño repecho, donde antes nacía el camino que iba hasta la Cruz de Hierro, se alza fuerte y esbelta; su nombre oficial es “Cruz del Tarnedo”, pero, a lo mejor, alguno la ha oído llamar “Cruz del Comandante”, por lo menos yo se la he oído nombrar así a mi madre desde que era pequeño; este nombre se debe a lo que os voy a relatar a continuación.   


     
          Se trata de un suceso que acaeció en nuestro pueblo allá, hace un poco más de cien años, en 1907, y aunque no fuese un acontecimiento extraordinario, sino un accidente fortuito, no deja de sorprender el eco que tuvo en la prensa y viene a retratar, un poco, el día a día en un pequeño pueblo castellano.
       
          El 24 de agosto de 1907, el diario “La Correspondencia de España”, en su edición de Ávila, publicaba la siguiente reseña:

Muerto por un rayo. Ávila 23. Durante la horrible tormenta de esta tarde cayó una exhalación en las inmediaciones de Aldeavieja, pueblo cercano a esta capital, y mató al comandante de la Guardia Civil de esta Comandancia D. Guillermo Ortega, que se hallaba de caza con varios amigos.
          Su muerte ha sido sentidísima, pues contaba aquí con grandes simpatías.

          Este hecho, que puede parecer banal, interesó mucho a todo el país, ocupando su atención a una muy variada serie de publicaciones periódicas, apareciendo la noticia, con variadas interpretaciones en el diario “El Día” y “La Correspondencia Militar”, de Madrid y llegando al “Nuevo Diario de Badajoz”.

          Los dos primeros relataban el suceso de la siguiente manera:

El Día. Comandante muerto.
          Ávila, 23. En las primeras horas de la tarde hallábanse reunidos en las cercanías de Aldeavieja, vecino pueblo, varios amigos, conocidísimos en esta capital, que pasaban el día de caza.
          Como se iniciara una fuerte tormenta, el Comandante de la Guardia Civil don Guillermo Ortega Vargas, manifestó a sus compañeros que no estaban bien todos juntos y él se separó del grupo.
          Momentos después una exhalación cayó sobre D. Guillermo Ortega que quedó carbonizado completamente.
          Los amigos, que presenciaron la desgracia ocurrida cerca de ellos, dieron parte de lo ocurrido a esta capital.
          El Juzgado instructor y el jefe de la Guardia Civil han marchado al sitio de la desgracia.
          La impresión producida aquí por el suceso ha sido grande, pues el finado era muy querido en la población.
          Como el término en que ha ocurrido el suceso está enclavado en la jurisdicción eclesiástica de Segovia, a esta población se ha pedido que se autorice el traslado del cadáver a Ávila.

La Correspondencia Militar MUERTO POR UN RAYO
           Ávila, 23.Varios amigos, entre los que se hallaba el comandante de la Guardia Civil D. Guillermo Ortega Vargas, hallábanse de caza en las cercanías del vecino pueblo de Aldeavieja.
          Como comenzara a descargar una gran tormenta, el Sr. Ortega manifestó a sus amigos que no era prudente el que estuviesen todos reunidos y se separó del grupo.
          Transcurridos breves instantes, una exhalación dejó enteramente carbonizado a D. Guillermo Ortega, dejando aterrorizados a los espectadores de la desgracia.

          No deja de ser chusca la interpretación del periódico de Badajoz que, quizás por la lejanía geográfica del suceso, informaba de una manera muy distinta a las otras publicaciones:

(Nuevo diario de Badajoz)
Fenómenos meteorológicos
          En Aldeavieja (Ávila) se ha desencadenado una horrible y furiosa tormenta de agua y piedra, con acompañamiento de rayos y centellas.
          Uno de aquellos cayó en el cuartel de la Guardia civil, hiriendo al comandante de aquel puesto y a varios guardias.
          En este momento comunican que el comandante ha fallecido.
          La población está aterrada ante la magnitud de la tormenta, que ha causado innumerables daños en aquel término.



          Para saber qué es lo que ocurrió realmente en aquella fecha aciaga, tenemos el relato completo que el 26 de agosto, hacía el corresponsal del “Diario de Avisos de Segovia”, el farmacéutico de Aldeavieja don Gregorio Perlado, en las páginas del mismo; habiendo sido, personalmente, testigo de los hechos:

De Aldeavieja
Muerte de un jefe de la guardia civil por una chispa eléctrica
          En las primeras horas de la mañana del día 23 último, se presentaron en Aldeavieja D. Santiago Magdalena, D. Antonio Martínez y D. Guillermo Ortega, y acompañados por el maestro de este pueblo D. Ciriaco Méndez, dirigiéndose a cazar por las inmediaciones del Santuario de Nuestra señora del Cubillo.
          Serían las once y media de la mañana cuando se formó en estas sierras imponente tempestad seguida de torrencial lluvia, que obligó a los citados señores a buscar refugio en el arbolado que rodea un huerto situado en el lugar llamado “Los Toriles”.
          Apenas llegaron al arbolado, que serían las doce, el D. Guillermo, buscando mejor cobijo que el de sus compañeros, se separó de ellos unos cuantos pasos, colocándose bajo un frondoso árbol; y hallándose aún de pie, sin tiempo para informar a aquellos de la bondad de su nuevo refugio, cayó sobre su cabeza una chispa eléctrica que le dejó muerto instantáneamente.
          Los compañeros, al reponerse de la impresión primera que les produjo la caída de la chispa y ver al don Guillermo en tierra corrieron presurosos hacia él, y anegados de dolor, dos de ellos quedaron a su lado, y el señor maestro corrió pidiendo auxilio al pueblo. Saltando arroyos que la impetuosidad del nublado convirtió en caudalosos ríos, venciendo obstáculos y dificultades que se oponían a su paso llegó a las eras, y enterados los labradores abandonaron sus chozos y sin temor a la lluvia corrieron velozmente en sus caballos al sitio de la ocurrencia, pero desgraciadamente el Sr. Ortega había muerto instantáneamente como antes dijimos y sus compañeros, embargados por la emoción y ateridos de frío por el agua que empapaba sus ropas, se les prestó los auxilios que reclamaba su estado, transportándolos a caballo al pueblo, y quedando otros vecinos del mismo velando su cadáver.
          Avisado el juzgado y guardia civil del inmediato cantón de Blascoeles, se personaron en los “Toriles”, y con sujeción a las prescripciones legales se levantó el cadáver que fue conducido en un carro a la ermita de San Cristóbal, de este pueblo, siendo escoltado por todos los guardias del citado cantón, y gran parte del vecindario de este pueblo. Depositado el cadáver en la citada ermita allí le dieron guardia de honor todos los guardias y velaron voluntariamente muchos vecinos, desfilando todo el vecindario con el mayor orden delante del difunto aplicando pequeña oración en sufragio de su alma.
          Practicada la autopsia en las primeras horas del día 24, a las seis de la tarde recibió el cadáver cristiana sepultura en el cementerio de Aldeavieja, siendo conducido en hombros de los guardias y asistiendo al sepelio todos los jefes y oficiales de la guardia civil de la provincia y el vecindario del pueblo, en masa, sin distinción de sexos ni edades.
          La desconsolada viuda del Sr. Ortega, acompañada de la señora del teniente coronel, primer jefe de la provincia y alguna otra, acudió a despedirse de su desventurado esposo y al verlo en la capilla ardiente, tal fue su emoción, que la acometió un síncope, y después del sepelio regresó a la capital con las señoras que la acompañaban, el coronel señor Abreu y capitán Sr. Garduña; siguiéndola después en otros coches, los demás jefes y oficiales de la guardia civil y otros señores que habían rendido este último tributo de la amistad, siendo despedidos todos por autoridades y vecindario con gran pena, por la causa que motivaba su venida.
          D. Guillermo Ortega había sido primer jefe de la guardia civil de la provincia de Ávila, donde se había ya granjeado las simpatías de todo el elemento civil y militar, por su caballerosidad y fino trato. Poseía la placa de San Hermenegildo y otras varias cruces por méritos de guerra, contando 53 años de edad.
          En el pueblo de Aldeavieja ha producido hondísima impresión semejante desgracia, y el nombre del Sr. Ortega será de imperecedera memoria para estos honrados habitantes, y yo en su nombre desde las columnas de este DIARIO envío a su atribulada esposa, demás familia y todo el cuerpo de la guardia civil el testimonio de nuestra condolencia.
El Corresponsal.

Aldeavieja, 24 agosto 1907.

20 de noviembre de 2016

Leyendas de Aldeavieja: Cabeza Gonzalo

          Existe un lugar, entre el límite de Blascoeles y Aldeavieja, junto a la carretera nacional, que lleva por nombre Cabeza Gonzalo; todos lo conocemos y desde allí hay una bonita vista del pueblo, tendido a los pies de la sierra y asomando entre sus casas la alta torre de la iglesia; tal vez no se sepa de dónde viene el nombre, por lo que voy a intentar explicarlo.
          La historia se remonta a los primeros años del siglo XII, hacia 1109 poco más o menos; los diversos reinos en que se encontraban divididos los cristianos se encontraban inmersos en la tarea de expulsar a los invasores árabes que, tres siglos antes, se habían hecho dueños de la península ibérica; ello no obstaba para que las guerras entre ellos estuvieran a la orden del día y en una de ellas sucedieron los hechos que vamos a contar a continuación y que sirvieron de marco a nuestra relación.
          En Castilla reinaba Alfonso VI que, a fin de asegurar a su descendencia el señorío sobre todas las tierras conquistadas a los infieles, casó a su hija, la famosa doña Urraca, con el rey de Aragón Alfonso I, con lo que el hijo que tuvieran heredaría los reinos de Castilla, León, Aragón y Navarra, quedando como señor absoluto de la Hispania cristiana; doña Urraca ya tenía un hijo de un anterior matrimonio, el infante Alfonso Ramiro (o Raimúndez, según algunas fuentes), con lo que a causa del nuevo matrimonio, perdería sus derechos a reinar.
          En medio de todos estos hechos ocurrieron dos cosas que cambiaron toda la historia y que convirtieron aquel momento en uno de los mejores y más enrevesados capítulos de un culebrón televisivo: por un lado moría el padre de doña Urraca, dejando a ésta al mando del reino castellano; por otro lado las relaciones matrimoniales entre el rey aragonés y la reina castellana no eran nada cordiales, dicho en tonos suaves, infidelidades varias, caracteres incompatibles, etc…; si a esto añadimos los intereses de la nobleza, divididos entre la obediencia a doña Urraca, sus intereses políticos y/o económicos y algún rasgo de patriotismo, nos encontramos con que el bueno de Alfonso I el Batallador, señor de Aragón, invade las tierras de su mujer a la cabeza de un potente y aguerrido ejército, derrotando a castellanos y gallegos en sendas batallas ocurridas en 1110 y 1111.
          Al año siguiente el ejército aragonés se presenta ante las murallas de Ávila, exigiendo su rendición o el juramento de fidelidad a su rey; los abulenses piden tiempo para reflexionar y sus sitiadores instalan el campamento al noreste de la ciudad, en una gran llanura regada por frescos y cristalinos arroyuelos.
          Ocurría que el hijo de doña Urraca, el infante Alfonso, había sido llevado a la ciudad al considerarla como el sitio más seguro de toda Castilla a causa de sus sólidas murallas y del valor de sus habitantes; el Consejo de la ciudad previendo, como había previsto, el sitio del ejército aragonés, había pedido a la nobleza campesina que acudiera con sus huestes a fin de defender la ciudad y al infante. Enterado de ello el rey aragonés, reclama al Consejo que le sea permitido entrar en la ciudad, acompañado sólo de su séquito, para comprobar que el infante, en ese momento teórico sucesor suyo en el trono, se encuentra en buen estado y por su propia voluntad, sin estar retenido ni obligado.
          Al Consejo le parece oportuna la petición y accede a ella; entonces don Alfonso exige, como garantía de su seguridad, la entrega de sesenta rehenes, de entre la nobleza abulense, que serán devueltos una vez él haya visto al niño infante.
          Y es aquí donde entra en juego nuestro pueblo, ya por entonces uno de los más importantes entre Ávila y Segovia y en una zona desde la que se dominaba la llanura castellana y el paso de la sierra que los separaba de los reinos musulmanes; en él tenía su casa solariega un hidalgo, don Gonzalo Zerecedo, maestre de armas y guardián de los pasos del Campo Azálvaro; junto a él una hueste de diez hombres a caballo y veinte arqueros vigilaban los caminos que atravesaban los altos de la sierra, siempre dispuestos a avisar de cualquier incursión agarena y a repelerla si ésta no fuese muy numerosa; don Gonzalo, junto con sus hombres, había sido uno de los ricos homes llamados a la defensa de la capital y del infante en aquellos momentos de inseguridad ante los avances de las tropas aragonesas.
          Don Gonzalo fue, voluntariamente, uno de los sesenta rehenes que pasaron al campo aragonés mientras el rey iba a comprobar la situación del infante.
          Y retomamos la historia, don Alfonso se acercó a las murallas mientras los rehenes marchaban hacia su campamento; al llegar ante las puertas decide no entrar, conformándose con que le enseñaran, desde las almenas, al infante; se cumple su voluntad y éste le es mostrado desde lo alto de los muros; el rey lo ve y se da media vuelta hacia sus reales; al llegar a ellos, furioso quizás por no haber podido doblegar a los abulenses o enajenado por algún disgusto desconocido, manda matar a los rehenes y descuartizarlos, ordenando a continuación que sus cabezas fueran hervidas en unas grandes ollas llenas de aceite; después de aquella sangrienta y sádica jornada don Alfonso manda levantar las tiendas e inicia la marcha en dirección a tierras gallegas a fin de reducir algunos centros enemigos que resistían.
          Cuando el Consejo de la ciudad vio que los aragoneses abandonaban el campo y marchaban hacia el norte y que los rehenes no habían regresado, temiéndose lo peor mandaron a unos caballeros para que reconociesen el terreno, encontrándose éstos con la salvaje acción del aragonés que había abandonado los cadáveres de los sesenta caballeros como pasto de los perros y de las aves; aterrados volvieron a la ciudad para dar cuenta de lo que habían visto.
          El Consejo, enfurecido mandó a dos voluntarios para que alcanzasen al rey felón y le exigieran cuentas de sus actos. Pero esa es otra historia; lo que nos interesa es que las cabezas de los infortunados fueron entregadas a sus familiares, ya que los cuerpos estaban totalmente irreconocibles por su fragmentación y por estar casi devorados, para que fuesen enterradas cristianamente en sus lugares de origen.
          Desde entonces, aquellas praderas al noreste de la ciudad fueron llamadas Las Hervencias, por haber servido para hervir a los nobles abulenses.



          La cabeza de don Gonzalo fue llevada a Aldeavieja y su viuda ordenó fuera enterrada en aquel punto, viniendo de Ávila, desde el que primero se divisase el pueblo; aquel lugar, desde entonces, pasó a llamarse Cabeza Gonzalo en honor del hidalgo y aunque allí se plantó una cruz de piedra con una leyenda en la que se contaba el infortunio y la grandeza de nuestro caballero, ésta, con el paso de los años, desapareció, así como toda memoria de infortunado que allí descansa.

11 de noviembre de 2016

Aldeavieja: un cuento de José Zahonero

     Hoy voy a enseñaros un cuento de un escritor abulense de hace ya más de cien años, José Zahonero, (como veis, el apellido no puede ser más de la tierra) que dedicó muchos de sus escritos a Aldeavieja, sobre todo a la Virgen del Cubillo, haciendo protagonistas de sus múltiples obras a nuestras costumbres y lugares. Se trata de un relato aparecido en la revista “La lectura dominical” en 1907, y que llevaba por título “El santero de la Virgen del Cubillo”.
     Sólo voy a transcribir la segunda parte del mismo, que es en la que trata, específicamente, de nuestro pueblo; el relato comienza mostrándonos un día en la vida cotidiana de una familia en la ciudad de Segovia; después de presentarnos a sus componentes y sus ocupaciones, llega el momento en que se sientan a la mesa para la comida….

     Los niños comían como lobitos. Estábamos contentos, bendecidos por la más dulce y amable sonrisa del ser que más nos amaba y nos ama… dicha de nuestra vida, la bendición de la madre de mis hijos, mi amada compañera. Ella gozaba de vernos contentos. En esto resonaron dos golpes en la puerta de la calle.
     -Diantre, ¿quién, sería? ¡El comendador!
     Bajó la moza a abrir, y luego oímos una voz cascajosa y temblona que murmuró una lamentación o un rezo.
     -¡Vaya, un mendigo!
     Sí, será un hermano, algún vagabundo echado a rodar de puerta en puerta… que vendrá tiritando de frío, mojado… hecho una sopa, con el vestido, si lo tiene, y la capa, si la trae… raídos, y las albarcas, si es que no viene descalzo, destrozadas.
     -Señor ¡es un santero! Trae la estampa de un santo, de una santa… o de la Virgen. Ya es viejo el pobre hombre.
     -Anda con cuidado, chica, no sea algún tunante –exclamé yo, cegado sin duda por el grosero egoísmo de comilón y bebedor…
     Entonces mi mujer exclamó:
     -¡Juan, por Dios!
     Y Maruja, con su voz suplicante, dulce y grave, dábame un oportuno y salvador aviso, como se hace con aquel que por andar ciego o precipitadamente puede tropezar y caer, y con el que por discurrir de ligero está en peligro de pensar o de hacer algún disparate.
     Aquella réplica concisa y oportuna me avergonzó; sin duda hubo de darme en tan breves palabras más que darme hubieran podido los discursos de todos los sabios juntos.
     -Sí, es verdad; ¡yo qué sé! ¿Cómo me atrevo yo a suponer que ese infeliz sea un tunante?... Pero qué quieres, Maruja, así soy; los hombres nos acostumbramos a seguir los juicios necios del mundo… y así nos va. Vaya, vaya, que suba el ancianito. Tendrá frío… veremos ese santo que él traiga, alguna estampeja… con orla de repicoteada bayeta colorada, bordada de hilillo de plata ya ennegrecido… y mucho pintarrajeo.
     Subió el mendigo.
     -Dios los bendiga… y alabado su santo nombre –dijo al entrar.
     -Por siempre sea alabado –contestamos a coro.
     Era un viejo, muy viejo, con la cabeza y las barbas blancas como la nieve.
     -Siéntese, hermano, siéntese- dijo mi mujer.
     Los niños cercaron al abuelo para mirarle y remirarle y mirar sus rosarios añosos y el altarcillo o urna portátil hecha de hoja de lata… dentro de la que, y bajo un cristal, veíase, aunque ya borrosa, la imagen de Nuestra Señora del Cubillo, la Virgen de los pastores.
     -Salí esta mañana mesma de la losa – dijo el anciano- y poney que sólo hace dos días que salí del Cubillo… y de Aldivieja. He andao, como aquel que dice, al retortero por toda esa parte del Espinar… y me he cansado un poco de andar; como que ati cuenta que llevo encima sobre mis ochenta años y cuarenta riales, y drentro de na pus haré, Dios mediante, ochentitrés… Para la Virgen de Agosto los haré.
     Ya no tengo las piernas como en denantes… porque hasta cuasi hogaño he segao en toas las siegas… y he venio trabejando lo mesmo en la criadera que en los esquileos, y eso desde que vine de servir al rey… -¡ya ha llovio!- hasta hoy… día de la fecha. He sio pastor, corriendo pa arriba y pa abajo la tierra toa, y como nenguno la conozgo. Ahora ya está uno algo sordo y no puedo dir a la guarda del apacento del ganao, que no oigo la esquila en cuanto que se desaparta un poco de mi la res…¡Cuánto pasé allá en la guerra!... ¿Y de qué me valió?... Antes si salí con vida, a la santa Virgen se lo debo, que siempre me encomendé a Ella… ¡Cuánto he pasao después en esas tierras!... Tantos años al cuido de las ovejas, hasta que no he podío más… Mi mujer tie ya setenta y ocho años, está la probe hecha una carraca… y nos creíamos ella y yo mesmo cuasi a perecer… y si no hubiera sido por la santa Virgen no lo contábamos; pero el señor Capellán reunió la asamblea de pastores hogaño, y como había muerto el probe tío Cirilo, que había quedao de santero, me dieron a mí el empleo… que esto siempre se hace, ¡quien sabe cuántos años! a los pastores viejos cuando están ya inutilizaos pa el trabajo y no encuentran amo que les dé a guardar ni una mala oveja. 


      A esto de pedir pa la Virgen le decimos aquí quedarse pa la ofrenda. La tuvo tío Melito, bien me acuerdo de él, que yo era chico entonces; después pasó a tío Martín; aluego a Santiago, el de Tejadilla, y a Canuto, y al fin a tío Cirilo, y de este a mis manos. Dios les haya perdonao a toos… como yo les rezo. Soy el pastor más viejo y quié decirse que el más probe de toa la sierra. ¿Qué si saco? Muy dinamente alguna coseja de toas partes… Aldivieja, Brascoelo, Villacastín, Espinar, Balsaín, La Granja y en la mesma ciudá… ¡ahí viene el santero de la ofrenda de la Virgen del Cubillo!... dicen; rezan una salve a Nuestra Señora, echan en el cepillo pa alumbrarle, me dan limosna, me llenan de cuscurros y me regalan con alguna tajadilla y un trago, y Dios nos bendiga a todos…
      Dimos ración y traguejos al santero, estuvo con nosotros hasta el toque de oraciones, y al sonar el Ave María, rezamos ante la santa imagen… y luego el valeroso anciano, recio y lleno de ánimo por la mucha fe que animaba su alma, emprendió de nuevo su camino…
      Los niños despidieron al viejo mandándole besos con sus manos; nosotros, agitando los pañuelos.

      Dejándome profundamente conmovido y preocupado… ¡cuánto aprendí!... Aprendí que nos es muy necesario estudiar las costumbres populares que aún subsisten y que son recuerdos de tiempos mejores… de los tiempos en que la santa Virgen del Cubillo tenía en torno suyo a todos los pastores de la sierra, y en la Virgen ponían su fe, sus amores, sus esperanzas, y de ella esperaban el amparo para la vejez… y la gloria eterna en la vida verdadera.

13 de octubre de 2016

Aldeavieja 1928

          En la “Guía Geográfico-Histórica de la Provincia de Ávila” de Abelardo Rivera, editada en  1927, se hace el siguiente retrato de Aldeavieja:
          Tiene 581 habitantes y 1.190 metros de altura sobre el nivel del mar. Sus límites son: Maello al N.; Villacastín (Segovia) al E.; Navalperal de Pinares y Ojos Albos al S.; Urraca Miguel, Ojos Albos y Blascoeles al W.
          Pasan por este término los ríos Voltoya y Cárdena. Tiene un monte de roble denominado El Valle. Por las inmediaciones del pueblo pasa la carretera de Villacastín a Vigo. A los pueblos limítrofes van caminos.
          Sus producciones son cereales y pastos.
          Dos escuelas tiene, una para niños y otra para niñas.
          La principal fiesta tiene lugar en el santuario de Nuestra Señora del Cubillo, el día 8 de septiembre. La del Patrón del pueblo el 20 de enero y el día de la Asunción.

          En 1928 se construyen las nuevas escuelas, junto a la carretera nacional; estas se crean con un legado que hizo José López Gordo, uno de los últimos patronos que administraron los legados que dejó para el pueblo Luis García Cerecedo, aquel que en el siglo XVII mandó construir la capilla de san José; las mandó edificar el obispado de Segovia, entregándolas al Estado con una sola condición: que sea de su propiedad en tanto que el Estado mantenga la enseñanza de la religión católica, apostólica, romana en la Escuela; por lo que si en algún momento por el mismo Estado se declarase la neutralidad de la Escuela en materia religiosa o se estableciese la enseñanza de otra religión distinta a la católica, revertirá al Obispado.

          Es, en este marco, cuando sucedió una curiosa historia que se publicó en el “Diario de Ávila”,  el domingo 27 de abril de 2003, con la firma de Juan Ruiz-Ayúcars e ilustraciones de Susana Saura, bajo el título de “Trilogía de la bronca tabernera”; tuve conocimiento de este suceso a través de mi buen amigo Lorenzo Magdaleno, juez de paz de Aldeavieja y memoria viva de cuanto bueno y malo ha pasado en el lugar; gracias a él por rescatar esta anécdota.

          “Si algún lugar ostentaba en otros tiempos el récord de trifulcas, enfrentamientos, reyertas y agresiones, con el resultado de daños materiales y personales de mayor o menor gravedad, ese lugar era la taberna. Plagados estaban los juzgados de la provincia de Ávila de expedientes en los que el lugar de los hechos punibles era alguna de las tabernas de los pueblos o ventas de las afueras en las que el vino y el habitual mal carácter de los protagonistas hacían de detonantes de situaciones delictivas que entran de lleno en la crónica negra provincial. El filtro de los años convierte en cómicas algunas de estas tensas situaciones, sufridas sobre todo por el dueño del negocio donde se producía el altercado, que casi nunca lograba poner orden, como o fuera a estacazo limpio. Que también ocurría.
          En la taberna que Nicomedes Torres tenía en Aldeavieja se encontraban diez mozos haciendo los honores a un pellejo de vino entre los acordes jaraneros de una guitarra. Ese día de septiembre de 1928 celebraban vísperas de la festividad de la Virgen del Cubillo, patrona del pueblo, y no iban a divertirse solos Baldomero Muñoz, Mariano Burguillo, Manuel Gómez, Siro Moreno y Demetrio Moreno, José Gordo y Lorenzo Gordo, Teófilo Martín, Faustino Martín y Vicente Martín.
          A los alegres compases de un acordeón, entró en la taberna el grupo de obreros portugueses compuesto por Gabriel Alber, José Martín, otro José Martín, Juan Martín, Antonio Martín y Luís Martín, que llegaron al pueblo contratados para trabajar en el trazado de la nueva carretera de Villacastín a Vigo.


          Tanto Martín y su acordeón se mezclaron con tanto lugareño y su guitarra de tal modo que en la taberna se preparó un batiburrillo de gentes, instrumentos y melodías que no había quien se entendiera. Comenzaron a exaltarse los ánimos, y los guitarreros pidieron a los organilleros que dejasen de tocar, y estos a aquellos, que de eso nada, empezando todos a desafinar de palabra y de obra. Cuando el desconcierto estaba molto vivace, tuvo la ocurrencia de entrar en la taberna otro mozo tocando a su aire una pandereta, lo que terminó de consumir la paciencia de los presentes.
          Guitarra, acordeón y pandereta dejaron de ser instrumentos musicales para convertirse en armas contundentes, pero frágiles, por lo que los mozos comenzaron a zurrarse tela marinera con las manos, con las sillas de la taberna y con todo lo que fuera susceptible de impactar en el rival más próximo.
          Ante la superioridad de los mozos de Aldeavieja, los portugueses fueron perdiendo interés en la refriega y salieron huyendo en dirección a sus albergues, donde se alojaban otros sesenta obreros dispuestos a tomar parte en el asunto, pero la rápida mediación de la Guardia Civil evitó lo que pudo ser un grave incidente, y todo quedó en prestar declaración de los músicos rivales al ritmo presto que marcó el Juzgado local a las diligencias.


          Como curiosidad, he podido comprobar que, según el Censo Electoral de 1914, Nicomedes Torres López, dueño de la taberna, tenía, 29  años y vivía, junto a su hermano Nicomedes, cuatro años menor, en la calle del Mediodía, número 26; muchos números para una calle tan corta, pero así aparece en la documentación; tenía, pues, en la fecha del suceso, 43 años. A los demás los conocéis todos, más o menos, pues son vuestros antepasados.

3 de octubre de 2016

Leyendas de Aldeavieja: la Cruz de Hierro

          Todos conocemos el puerto de la Cruz de Hierro, hemos estado allá arriba y hemos gozado de las maravillosas vistas que desde allí se contemplan; al norte la extensa planicie de Castilla, los pueblos diseminados, los bosquecillos más o menos grandes, las cárcavas que nos anuncian la existencia de un río… al sur la depresión del Campo Azálvaro, el puerto de La Lancha y, a lo lejos, las cumbres de Gredos y del Guadarrama.
          Nos habremos preguntado la razón de su nombre y, mirando a nuestro alrededor, no habremos visto ninguna cruz, ni de hierro, ni de piedra, ni de ningún otro material, sólo las rocas desnudas y los tomillares; pero sí, aquí hubo, en tiempos, una cruz de hierro, que desapareció en una de las incursiones que las partidas carlistas, mandadas por El Perdiz, realizaron por la zona en torno al año 1838, desvalijando cuanto encontraban a su paso y llevándose todo metal que encontraban para fundirlo y fabricar lanzas y sables, pareciendo más una partida de forajidos que una facción de un ejército regular.
          El puerto ha servido de paso obligado entre la meseta norte y la sur durante muchos años, los ganados trashumantes lo han cruzado cuando los pastores llevaban las reses a los espléndidos  pastos junto al río Voltoya; el Campo Azálvaro, por el que han luchado, allá en la Edad Media, los pobladores de Villacastín, Aldeavieja y Ávila, hasta que los reyes lo dividieron entre ellos; por aquí pasaba el camino que llevaba a Las Navas del Marqués, Cebreros, Peguerinos… el viejo camino, que se desliza un poco más abajo de la actual carretera, bordeando los cerros, ha traído paz y guerra, muerte y vida, riqueza y desesperación…


          Al llegar arriba, al paso entre los dos valles, el viajero se santiguaba frente a la cruz erguida a la izquierda del camino, si hacía buen tiempo, paraba, se sentaba a los pies de la misma y se refrescaba con un buen trago de la bota y un pedazo de paz o queso que llevaba en el zurrón, si había llegado montado, su cabalgadura ramoneaba cerca de él, las riendas sueltas, descansando de la subida, a sus pies quedaba Aldeavieja y al otro lado le esperaba la llanura de Azálvaro… si era invierno, se arrebujaba en su capa, apretada la boca para no dejar que la ventisca le ahogara y, los ojos bajos, tiraba del animal en el que venía o tiraba de sí mismo para bajar, lo más rápido posible en busca del refugio de las chozas de los pastores o de alguna roca que le protegiese del viento, la nieve o la lluvia; qué tiempos aquellos… pensad si se os hacía de noche en la cima, con la única luz de las estrellas por guía, o la oscuridad más completa si estaba nublado… ¡que suerte si era la luna la que te iluminaba el camino!... fue una de esas noches, en que ni la luna ni las estrellas se asomaban a las tinieblas de la sierra, cuando sucedió esto que me contó mi tío Federico, una noche de invierno, al calor y la luz de la lumbre, en nuestra casa de Aldeavieja…
          “Tu bisabuelo Enrique, mi padre, ya sabes que fue médico en estos pueblos de los alrededores: Ojos Albos, Urraca, Aldeavieja, Tornadizos, Zarzuela… y había oído cantidad de consejas e historias que le contaban sus pacientes y sus amigos, en las largas tardes de invierno en la taberna o en casa de alguno de sus más íntimos, alrededor de una partida de cartas y un buen vaso de vino; pues en una de esas reuniones, un tal Salvador, que fue secretario del Ayuntamiento en Ojos Albos, les contó un peregrino suceso ocurrido a su abuelo, conocido como el tío Marcial, cuando en un frío día de noviembre iba desde El Espinar a su pueblo, para lo que tomó el camino más seguro, que era el que pasaba por la Cruz de Hierro.
          Estaba mediada la tarde cuando empezó la ascensión que, desde el antiguo camino real que llevaba a Ávila, iba hasta Aldeavieja, cruzando la sierra por su parte más accesible; así se ahorraba unas cuantas leguas que sólo harían que tardase más tiempo si elegía el camino que iba por Villacastín; iba caballero en una mula parda, ya mayor, pero que conocía aquellas trochas y veredas como los cascos de sus patas, no en vano había llevado a su dueño en los lomos durante muchos años en todos sus viajes por la zona.
          A la izquierda vislumbraba las casas de la finca de El Alamillo, donde tantos amigos tenía, pero no quiso distraerse en verlos, la tarde se ponía oscura y el viento soplaba como si no tuviera nada más que hacer que intentar quitarle la bufanda que llevaba tapándole la boca o arrebatarle el sombrero que, como precaución, se había sujetado con un barboquejo.
          A la derecha, la finca de las Erijuelas se iba oscureciendo paulatinamente, el tío Marcial dio unos taconazos en los flancos de la mula, incitándola a apresurar el paso; no le hacía gracia que se le hiciera de noche subiendo el puerto; la bajada hacia Aldeavieja ya era otra cosa, pero… la subida…
          La tarde se iba cerrando y el cielo amenazaba lluvia, o quizás nieve, el viento ya iba tomando carácter de ventisca y si hubiera tenido un termómetro habría observado que la temperatura bajaba y bajaba mientras él iba subiendo.
          Cada paso que daba su mula era a costa de un titánico esfuerzo, parecía que no se movían del sitio; a la derecha los altos de La Magradera casi no se veían, una especie de niebla, o simplemente la densidad del aguanieve lo impedían; por fortuna, las piedras del camino impedían la formación de barro y que su animal resbalase.
          Sólo el ruido de la ventisca y el agua del arroyo de los Navazos, cayendo de piedra en piedra, rompían el esfuerzo de la subida; la cima ya no quedaba lejos y una vez allí, la bajada sería más fácil, protegido por las propias montañas del viento que llegaba por su espalda.
          Ya debía de estar llegando a la zona de la Pesquera y la subida se hacía casi imposible; repentinamente un ruido a su derecha hizo que la mula se asustara, el tío Marcial no estaba preparado para ello y resbaló de su cabalgadura que, al verse libre de su peso, corrió hacia lo alto, perdiéndose enseguida de vista; por más que Marcial gritó y llamó, la bestia no regresaba; no quedaba más remedio que seguir, paso a paso, hasta llegar a la cima del puerto.
          Marcial creía que nunca lo conseguiría, casi arrastrándose, ganando a fuerza de voluntad cada metro que ascendía; a sus oídos llegaba una especie de voz, o eso le parecía, que le decía: -por aquí, por aquí-, aquello le dio ánimos, y otra vez, la voz le decía: -ya falta poco, un esfuerzo más, ya llegas-; notó que unas manos tiraban de su cuerpo abandonado y le arrastraban hasta un lugar donde no se sentía el viento; unas manos acariciaron su cara, suavemente… y volvió a escuchar aquella voz, cálida y amigable: -no te preocupes, ya estás a salvo-, intentó abrir los ojos y contemplar el rostro del que salía tan divina voz, pero sólo una niebla espesa le llegaba a través de sus párpados casi cerrados… de pronto sus manos se asieron a algo duro y frío, era la cruz de hierro que coronaba la sierra, ¡estaba a salvo!, ¡lo había conseguido!.


          Como si el contacto con la cruz hubiera sido una señal, de pronto, dejó de llover; hasta pareció que el frío menguaba y que la ventisca se convertía en un mero soplo; Marcial abrió los ojos y se encontró en la parte alta del puerto, subido a los escalones que sostenían la cruz de hierro y abrazado a la misma, a diez pasos su mula pastaba tranquilamente como si nada hubiera pasado; miró en derredor, nadie, nada, estaba solo; entonces, aquella voz… más tarde juraría que había oído una voz,  -pues como no fuera la de la mula…-, le decían entre bromas y veras sus amigos.
          Sin poder creérselo se acercó a su fiel cabalgadura, la tomó por el ronzal y poniendo el pie en el estribo se izó sobre la silla; estaba en la Taza de Plata, aquel anfiteatro abierto bajo las rocas del puerto y desde el que se divisaba la llanura castellana, a esas horas con más sombras que luces; guió a la mula hasta el camino y se dejó conducir, seguro del buen instinto del animal.

          Cuando llegó a Aldeavieja no quiso seguir, el cansancio y el miedo pasado habían podido más que las ganas de llegar a su pueblo; se alojó en casa de unos familiares a los que, a la luz de la lumbre les relató esto mismo que yo te estoy contando ahora; y les decía lo que siempre volvió a repetir cada vez que relataba su pequeña odisea: -yo oí una voz, una voz que me guió y que me salvó de morir de frío y de desesperación-“.