Os habréis preguntado, alguna vez, el
por qué del nombre de Silla Jineta, qué dió lugar a que se llamara así ese
monte o el por qué de la caprichosa forma que posee; hoy os voy a relatar uno
de los innumerables cuentos que se relatan en el pueblo sobre cual fue la causa
de ese nombre o qué ocasionó que tenga dicha forma.
Hace ya muchos años, muchos más de
los que podáis imaginar, vivía en el pueblo la moza más bella y agraciada de la
que se tiene noticia, se llamaba, o creemos que se llamaba, Úrsula; todos los
días, al caer la tarde, aparecía en el barrio de la Aceiterilla con el cántaro
apoyado en la cadera, camino del caño para llenarlo; si era verano, los hombres
que trajinaban en las eras se paraban y se volvían a mirarla; era tal su
hermosura y levantaba tal admiración que ninguno se atrevía a dirigirla la
palabra, pero una gran sonrisa aparecía en todos los rostros de tal manera que
si no era así, era como si el día se hubiera dado por perdido.
Úrsula devolvía la sonrisa y era como
si el sol no se hubiera puesto, emanaba de ella tal gracia que parecía que el astro
rey la siguiera iluminando aunque fuera de noche.
Cuando llegaba al caño, esperaba
pacientemente su turno y hasta sus mismas compañeras dejaban de hablar entre
ellas para mirarla y sonreírla; era como una bendición para todo el mundo, que
ni despertaba envidias ni daba lugar a habladurías.
Úrsula era la hija más pequeña de una de
las familias más pobres de la aldea; eran seis hermanos entre chicos y chicas y
esos brazos eran de una gran ayuda para sus padres, que ya se acercaban a la
edad de la vejez pero, como ocurre en los pueblos, no por ello habían dejado de
trabajar ni un solo día, como no fuera el de la fiesta de la Virgen.
A ese día, precisamente, es al que nos vamos a
referir, pues en aquella jornada fue en la que ocurrieron los sucesos que
dieron lugar a esta historia; comencemos, apenas había amanecido cuando ya, en
la casa, todos estaban levantados trajinando en las distintas tareas que cada
uno tenía encomendadas: aquel limpiaba los dos burros para que estuviesen
galanos para la romería y lucieran tirando del carro al que les iban a uncir;
el otro aseaba el dicho carro y daba grasa al cuero de las riendas y miraba que
los cabezales y demás estuvieran en orden; una de las chicas mayores ayudaba a
la madre en terminar las viandas que iban a servirles de refrigerio cuando
acamparan junto al santuario, Otra guardaba en cestas el pan, los cuchillos y
las botas llenas de vino fresco y sacaba de un baúl tres sandías y otros tres
melones que los ayudarían a pasar la sed de la mejor manera posible.
Úrsula y otra de las hermanas sacaban
las ropas que todos iban a ponerse, mirando si faltaba algún botón o si había
que zurcir alguna rasgadura o remendar algún siete.
Y así, todos ocupados entonando
alguna de las canciones que luego iban a bailar en la pradera al son de la
dulzaina y del tamboril o soñando con la mirada de Julián o de Andrés o la
sonrisa de Paula o de Margarita llenaban la casa con sus bromas, sus correteos
y su alegría.
Por fin, llegó el momento en que todo
estuvo preparado y todos luciendo sus mejores galas, los burros uncidos, los
víveres en cestos dentro del carro, entonces el padre se santiguó, echó la
llave al portalón de las traseras de la casa y subiendo al carro invitó, con un
pequeño gesto, a que ayudaran a la madre a subirse al mismo y que los demás
iniciaran la marcha hacia el Egido.
Ya la fila de carros que se dirigían
al santuario era grande, tuvieron que dejar pasar a dos o tres antes de poderse
poner en marcha; delante de ellos una nube de polvo, alta como un monte,
señalaba la situación del camino; romeros a pie o cabalgando sobre yeguas y
mulos les acompañaban cubriendo la totalidad de la marcha, enseguida se
pusieron los pañuelos tapando las bocas y las narices para poder respirar a
través de la gran cantidad de polvillo que se cernía en el aire, pero no
importaba, era el día de la Virgen y todo fuera por ella y por lo bien que se
lo pasarían cuando llegasen.
Estaba toda la explanada frente a la
ermita llena de gentío, carros, puestos de mercaderes y cabalgaduras; en un
rincón se bailaba la jota al son de bandurrias
y guitarras; en otro se vendían botijos de barro rojo o blanco; siempre
se decía que los rojos hacían el agua más fresca; más allá un carro lleno de melones
y sandías anunciaba su mercancía a grandes voces…
Úrsula y su familia llevaron el carro
a uno de los prados que rodeaban el lugar; allí, a la sombra de unos árboles,
desengancharon a los burros, a los que pusieron la manea para que no se fueran
muy lejos y mientras dos de los chicos se quedaban vigilando sus pertenencias,
los demás se acercaron a la romería.
Ya estaba cercano el momento en que
sacarían a la Virgen en las andas y se haría la procesión alrededor del
santuario; dentro de la iglesia un cura decía la misa y no se podía dar un
paso; el olor a las velas encendidas, la cera derritiéndose y el olor al sudor
de tanta gente apretujada no invitaba precisamente a entrar…
Las chicas, riendo y cogidas del
brazo fueron a visitar los puestos de cintas y pañuelos de hierbas mientras
sonreían ante los requiebros de los mozos y saludaban a los vecinos del pueblo
como si hiciera años que no se veían; era como un gozo, una novedad, ver una
cara conocida entre tanto personal que había acudido de todos los pueblos de los
alrededores; hasta gente de la capital, a la que se conocía por el color
blancuzco de su piel y aquellas sombrillas que ni quitaban el sol ni nada, de
finas que eran, pero, a la vez, que elegantes con su ropa limpia y adornada con
mil encajes y perifollos…
Y, entonces, ocurrió, caballero en
una jaca blanca, caracoleaba entre la multitud un joven que no apartaba los
ojos de Úrsula; ella, al principio, no le hizo caso; pero, a la postre, le hizo
gracia aquel seguimiento y a ratos se giraba disimuladamente para comprobar si
la seguía y cuando paraba con su hermana ante algún vendedor, levantaba un poco
la miraba para ver si los ojos del joven mantenían la mirada en ella.
¿Quién sería el galán que tanto
empeño ponía en no perderla de vista?, no le conocía de nada, del pueblo no
era, y tampoco de los alrededores pues, más o menos, todos los mozos y mozas de
los alrededores se conocían, aunque sólo fuera de vista, al acudir a las
fiestas patronales de las vecinas localidades.
Iba bien vestido, de eso no cabía la
menor duda, el sombrero de ala ancha, ladeado, daba sombra a unos ojos azules
como el cielo, el cabello se adivinaba rubio como el color del trigo y sus
dientes daban a su sonrisa una blancura poco vista en los hombres de la zona;
Úrsula se sintió deseada y complacida por ese deseo, pues ella también
encontraba algo que no sabía explicar bien en la figura y los ademanes del
mozo.
En eso, que las campanas comenzaron a
repicar y la multitud que llenaba la pradera se congregó a las puertas del
santuario para ver salir a la Virgen; Úrsula y su hermana corrieron hacia allá;
no podían perderse el que se consideraba el momento más importante de la
romería: la salida de la imagen venerada a hombros de sus devotos y llevada en
procesión alrededor de su ermita.
Salía la Virgen por la puerta grande,
abierta de par en par para la ocasión, los vivas y la gritería entusiasta se
sucedían, Úrsula miró en derredor suyo, no se veía al galán… quizás, había ido
a dejar la montura para así poder ver mejor la imagen santa; pero, por más que
miró y remiró, en todo el tiempo que duró la procesión y hasta que fue metida
la imagen, de nuevo, en su santuario, no pudo vislumbrarle.
Después, ya con sus padres, se
encaminaron al carro para hacer la comida; Úrsula estaba como ida, ¿no le
volvería a ver?, ¿se habría marchado de la romería? ¿podría vivir sin ver, otra
vez, aquellos ojos y aquella sonrisa?, lo cierto es que la moza estaba
enamorada y no veía el momento en que acabase el refrigerio y poder volver a la
explanada y comprobar si su naciente amor seguía allí. Por fin, acabado el
condumio, sus padres se echaron la siesta a la sombra del carro, dos de sus
hermanos fueron a dar agua a los burros al arroyo cercano y ella aprovechó
aquel momento de tranquilidad para sincerarse con su hermana Julia y conseguir
de ella que luego, cuando empezase la rueda del baile, irían las dos para ver
de encontrar de nuevo a su galán.
Mediaba la tarde cuando Úrsula y
Julia acudieron a la explanada atraídas por el sonido de la dulzaina y del
tamboril que llamaban, cual invitadoras sirenas, a la gente joven para empezar
la rueda del baile a base de jotas y otros aires de la tierra; a Úrsula se le
iban los ojos mirando a todas partes, buscando, suplicando, rezando a la Virgen
en su interior, pidiéndole el volver a ver al objeto de sus ensueños.
Allí estaba, sonriéndola, al otro
lado del círculo que formaba la juventud antes de iniciarse el baile; aquella
espiguilla asomándole entre los labios, los ojos alegres, divertidos, se diría
que contentos de volverla a ver o, quizás, seguros de que ella iba a aparecer
en la pradera; le sonrió a su vez y ya, sin rubor alguno, dejando a su hermana,
se dirigió hacia el lugar donde estaba el joven.
¿Qué decir de lo que pasó en la
tarde? ¿de las vueltas y revueltas que dieron uno junto al otro en aquellas
danzas inmemoriales? ¿cómo explicar las miradas, los roces, las pocas palabras
que se cruzaron?. Les bastaba con mirarse, con sentirse cerca, con palpar,
apenas, la textura de una mano o la levedad de una caricia; el día acababa
cuando se separaron con la promesa de verse en la noche, en la velada, en la
plaza del pueblo…
La vuelta a casa representó, para
Úrsula, un sinfín de esperanzas y de temores; su madre le preguntaba que “qué le pasaba” y ella le echaba la culpa
al polvo que levantaban los carros y al calor que habían pasado en la romería;
la madre sospechaba… “ella también había
sido joven”; la hermana cuchicheaba a su lado intentando sacar algo más al
consabido “luego te cuento”… y así,
paso a paso, fueron llegando de regreso a la aldea; aún les quedaban faenas por
hacer antes de poder ir a la velada; y allí, “Dios diría que iba a pasar allí”.
Una gran luna llena se erguía por
encima de la sierra como un gran ojo naranja que todo lo veía.
Allí estaba, esperando junto a otros
mozos, junto a un puesto de bebidas que se había instalado a un lado de la
plaza; en cuanto puse un pie en ella se volvió, fue como si algo le hubiera
dicho que yo acababa de llegar…. se volvió y su cara tenía una sonrisa tan
grande…. sus ojos brillaban de aquella manera tan especial…. que, a poco, no
caigo allí mismo de la emoción que llenó mi alma….
¿Cómo poder contaros lo que sentí esa
noche?, es imposible… sólo tenía ojos y oídos para él; estaba tan pendiente de
sus labios que ni oía la música que se tocaba; mis pies y mis brazos se movían
al ritmo que él señalaba y me daba igual que fuera una jota que una rueda…
-¡Vente conmigo!
-¿Dónde?
-A mi pueblo, allí nos casaremos y tú
serás la reina de mi finca…
-¿De dónde eres?
-¡Que más da….! Soy del lugar donde
estemos juntos…
-¡Me gusta ese lugar… pero…!
-¿Tienes peros?
-Mis padres….
-Tus padres se pondrán la mar de
contentos cuando se enteren que te has casado conmigo… nada te faltará… ni les
faltará a ellos; pero tienes que venirte conmigo, ¡ya!
-¡No, así no puedo! ¡tengo que
decirles…!
-Es ahora…. o es nunca… ¡tú verás! .
Tengo mi montura atada detrás del humilladero, voy para allá…. esperaré dos
bailes más, cuando acaben…. me iré…. ¡para siempre!, contigo o… solo.
El mozo partió, Úrsula quedó quieta
un instante, luego le siguió con la vista… ¿iba a acabar todo así, sin más?;
buscó con la mirada a su hermana, necesitaba consejo, ¡era tanto lo que se
jugaba…!
-No seas tonta, ¡ve con él! ¿Cuándo
vas a encontrar a alguien así en este pueblo? Se nota que tiene dineros… su
ropa, su caballo… padres lo entenderán… al principio a lo mejor se enfadan….
pero luego, cuando te vean hecha toda una señora…. ¡no seas tonta, aprovecha….
ve con él!
No necesitó oir nada más Úrsula, le
dio a su hermana un beso en la mejilla y apresuró el paso, cruzando la plaza,
para acercarse al humilladero, junto al camino real…
Allí estaba, junto a la yegüa blanca,
la estaba esperando, tenía en la cara esa mirada de la seguridad, de la
confianza, de saber que no esperaba en vano, que ella iba a venir, que iba a ir
con él… ¿quién era, realmente?; no sabía ni su nombre, pero… ¿eso importaba?,
no, en ese momento sabía que nada de eso importaba.
Sin perder esa sonrisa se subió a la
jaca y, desde allí, le tendió la mano y la alzó para que se sentase en la
grupa, tras él; el animal giró sobre si mismo, con gracia, y enfilaron en
dirección a Ávila…
-Ya verás, vamos a ser muy felices…
no te arrepentirás nunca de haber elegido venir…
-Eso espero.
-¡Vamos, no te preocupes, ahora te
parecerá difícil pero, ya verás, enseguida te convencerás que es lo mejor que
podías hacer….!
-No, si es por las prisas….
-Hay que ser valiente…
-No me has dicho tu nombre.
-Da igual el nombre, puedes llamarme
como quieras, como más te guste, yo… soy todos los nombres.
-Pero…. tendrás uno; uno por el que
te llaman tus padres….
-Yo no tengo padres.
-Pues…. cuando eras pequeño, cuando
niño, te llamarían de alguna manera….
-Nunca he sido niño.
El trote con el que habían empezado
se estaba convirtiendo en un galope desenfrenado; Úrsula veía pasar los bultos
oscuros de los árboles, de las rocas, iluminados brillantemente por la luna;
cada vez más rápidos, más rápidos….
-Tu madre….
-No he tenido madre.
-¿Quién eres?
-Soy…. el sin nombre, aunque vosotros
me conocéis como…
En ese momento un trueno sonó encima
de ellos ahogando toda respuesta, Úrsula empezó a temblar de miedo, de espanto,
sentía como la piel se le erizaba y esa confianza que hasta entonces había
tenido, había desaparecido; se acordó de su madre, de su padre… de sus hermanos
y la jaca corría más y más, volaba más que corría y parecía que de sus ollares
salía como un fuego que iba devorando la noche…
-¡Para, por favor, para y déjame
volver!
-Nunca.
-¡Virgen santa, Virgen santa….
Ayúdame!
Y después de aquel grito agónico se
tiró de la montura, se sintió rodar, golpearse con las piedras, arañarse con
zarzas y matojos hasta que quedó quieta en el suelo… y perdió el sentido.
……….
Cuando, al día siguiente, despertó el
pueblo, lo primero que vieron los más madrugadores fue aquella montaña extraña
que el día anterior no estaba allí; tenía la forma de una silla de montar; por
supuesto fueron a mirar, a tocar, aquella maravilla y al llegar a sus pies,
encontraron a Úrsula tendida en el suelo, arañada y con las ropas desgarradas
pero viva; su mano derecha reposaba en el pomo de una silla jineta.