En el mes de febrero fue
noticia que la Junta de Castilla y León
había ayudado en la restauración de cuatro sagrarios de los siglos XVI y XVII
en la provincia de Ávila; hoy voy a hablaros de otro, en nuestra parroquia de
San Sebastián, más valioso e importante que esos cuatro (o, por lo menos, tanto
como ellos) y que debería llamar la atención para ser, a su vez, restaurado; se
trata del sagrario que se encuentra en la Capilla de San José, y del cual os
voy a hacer la descripción para ponerlo en valor tanto a los ojos de los
habitantes del pueblo como de las
autoridades a las que corresponda su restauración.
En 1660 Luis García Cerecedo hizo un contrato
con el afamado constructor de retablos Sebastián de Benavente para que hiciese
el de la capilla que estaba levantando en la iglesia parroquial de Aldeavieja,
a su vez Benavente contrató al pintor Alonso González para dorar el retablo
mediante contrato firmado en 1662; se estima que la obra costaría unos 15.000
reales, de los que 5.500 serían para el dorador.
Sebastián de
Benavente no era un artista cualquiera, de sus manos salieron el retablo de la
capilla de San Diego en el convento franciscano de Santa María de Jesús de
Alcalá de Henares; el retablo mayor del convento madrileño del
Carmen calzado; siguió a éste otro retablo de gran trascendencia, el de la
capilla de Santo Domingo en Soriano en el colegio de Santo Tomás; el de la ermita
y hospital de Nuestra Señora del Castillo de Arganda; el retablo mayor del convento de San Antonio de
Escalona, seguido unos meses después por los dos colaterales así como adornos
de talla en la emita de San Pablo del palacio del Buen Retiro que Felipe IV
estaba construyendo en Madrid, y esto sólo por citar algunas de sus más
importantes obras.
Pero vamos a fijarnos en
el sagrario, llamado también custodia: está compuesto por un gran banco
decorado con cartelas y racimos de dos frutos en cajeados, situados debajo de
las columnas del segundo cuerpo. Junto a ellos hay dos vaciados policromados y
en el centro está el sagrario, decorado con una pintura de Cristo Varón de
dolores en la iconografía del Cristo de la Victoria de Serradilla, famosa
escultura hecha por Domingo de Rioja. La resguarda un marco de plaquitas
recortadas y orejetas con tarjeta en la parte superior. El cuerpo principal
tiene columnas compuestas del orden inventado por el jesuita Francisco
Bautista, cuyas ovas se prolongan en los segmentos de entablamento. El arquitrabe
tiene cuentas y el friso cartelas empezadas en gallones sobre piedras y ovas, y
la cornisa hojas. Encima sale un arco de medio punto, a modo de pórtico, con la
pintura de la Última Cena, con cuentas sin separación entre ellas en la
rosca y sobre la clave tarjeta. Ésta está inscrita en otro pseudo-entablamento,
simplemente moldurado y con cuentas bajo la cornisa. Sobre las columnas hay
festones de dos frutos y arbotantes con puntas. Tras la cornisa del templete se
muestra a la vista una barandilla horadada con balaustres y jarrones de remate.
El tambor tiene los recuadros con codillos y tarjetas, y se ve separado de la
cúpula por plaquitas recortadas y un anillo. La media naranja tiene fajas
exteriores y remata con una figurilla de la Fe, hoy colocada sin sentido
a la altura de la balaustrada. Toda la pieza repite el esquema de la
fachada central en las laterales.
La estatuilla de la Fe de
la custodia quedaría, como es normal, a cargo del propio Benavente, que debió
de dar el modelo, materializado luego por algún escultor o tallista experto que
formara parte de su obrador, porque era de hechuras sencillas.
Esto con respecto a la
obra de escultura y carpintería; pero ahora vamos a fijarnos en las pinturas.
La pequeña pintura de la Última Cena dispuesta sobre la puerta
del templete-custodia es obra de Herrera el Mozo (pintor del que nos ocuparemos en otras fechas por tener varias obras más en el pueblo), en ella el pintor se
manifiesta por primera vez más allá de los fastos gloriosos y se evidencia como
un maestro de la iluminación también entre tinieblas.
La iconografía no puede
ser más acorde al marco en que se desarrolla. Antes bien, lejos de disponer a
los discípulos en una apoteósica alegoría sacramental, concentra todo
el simbolismo en la intimidad del momento de la transustanciación. La escena se
adapta al marco con naturalidad, tanta que la obra no se comprende en plenitud
si no es contemplada dentro de la microarquitectura que la contiene. El fiel
que contempla la pieza irrumpe tras la arcada dorada a un cubículo oscuro cuya
escala y fin se intuye en una puerta trasera. Casi en su totalidad la pintura es oscuridad. La
escena apenas se concentra en la franja central, alrededor de la mesa presidida
por el Mesías, del que irradia la luz que ilumina el mantel y rebota en los
apóstoles. En este fotograma de una plausible realidad queda implícito tanto la
institucionalización de la eucaristía como la traición de Judas Iscariote, que
surge como una sombra en el primer plano mostrando la bolsa. El maestro no se
obliga a disponer todas y cada una de las doce cabezas de manera
individualizada sino que, como es propio de su labor, gestiona la acción de
manera espontánea.
Esta pieza es resultado
del amplio bagaje visual. En ella se vuelven a contemplar elementos propios del
caravaggismo, como el juego de perspectiva de la mesa y su iluminación.
En otra entrega haremos
una descripción más pormenorizada del retablo en su conjunto y de la capilla en
sí.