4 de marzo de 2017

Leyendas de Aldeavieja: la era

          Hace muchos años, más de los que podáis pensar, que existía, en Aldeavieja, la costumbre de no barrer las eras una vez se había acabado la trilla y se había ensacado el grano; ¿cuál era la razón de esta costumbre?, pues era, ni más ni menos, que una vieja superstición, heredada del tiempo de los romanos, por la que se dejaba el grano que hubiera quedado en las eras, una vez acabadas las faenas, para los dioses de la fecundidad, como una especie de sacrificio por el que se solicitaba que la próxima cosecha que se fuera a trabajar en aquellos lugares fuera, cuanto menos, igual que la que había terminado.
          Esta costumbre se mantuvo durante más de mil años, hasta que, como os voy a contar a continuación, ocurrió una serie de sucesos que dieron lugar al abandono de esa tradición, unos creen que para mejor y otros que para peor, vosotros juzgaréis.



          Era la última parva del verano; aquel mes de agosto se había dado bien; no habían tenido grandes tormentas y el cereal se había podido trillar sin muchos problemas, y, ahora, ya, era la última parva; toda la familia se ocupaba de extenderla, colocando los haces en una gigantesca rueda dorada en medio de la era; luego, Ignacio, con una hoz, iba cortando las vencejeras con que estaban atados y las espigas, una vez sueltas, formaban un círculo al que el sol daba brillos y sombras semejando un mar de oro.
          Había que dejarlo unas horas al sol, para que se secara bien y luego, el trillo, lo cortara más fácilmente. Y ahí empezaba la faena, se uncían los mulos al trillo y poco a poco, dando vueltas despaciosamente, se deslizaba por la parva cortando y triturando los haces allí colocados, Los chicos se colocaban encima del trillo, pues cuanto más peso, más deprisa se trituraba la paja, claro, eso era sólo al principio, cuando ya las espigas estaban casi machacadas, no se necesitaba; entonces se colgaban de los arcos metálicos que colgaban por detrás, para remover un poco la parva, y se dejaban arrastrar por encima de aquellas aguas amarillas y suaves.
          A mediodía se paró, era mucho el calor y mientras venía la Jacinta con el almuerzo, la gente se tiró a la sombra de una acacia que crecía en la linde de la era y echaron sus buenos tragos de agua en el botijo de barro rojo que se refrescaba a la sombra (¡que buen agua hacía aquel botijo!, se lo habían comprado a un paisano de Ojos Albos que los hacía de aquella tierra roja que había por la sierra); quien más, quien menos, se quitó el sombrero de paja y se secó el sudor que caía por la frente cegándoles la vista o se ahuecaba la camisa para que les entrara un poco de fresco que aliviara las humedades y los agobios producidos por el calor. Mientras, Juanillo había desenganchado a los mulos y los había acercado a otra sombra para que, ellos también, comieran un poco y descansaran.
          Al rato vieron llegar a la moza; de una mano colgaba el capacho en el que traía el almuerzo y con la otra sujetaba sobre la cabeza un cantarillo lleno de vino de la tierra que, seguramente, habían tenido refrescando en un cubo dentro del pozo.
          -¡Vamos, Jacinta!, que a poco nos morimos de hambre.
          -No sea exagerao, tío, que aún no han tocao al ángelus.
          -Pos no lo habrás oído, pero mis tripas han tocao el ángelus y el oremus, y si te descuidas un poco más tocan el miserere.
          -Ande, ande, que tampoco se habrá cansao mucho.
          -Mía la chica, parece que la ha hecho la boca un ángel.
          -Venga, venga, menos parla y trae pacá la hogaza, que la hago cachos.
          Jacinta sacó una cazuela de barro llena de chorizos y morcillas que aún conservaban el calor de la lumbre y una fiambrera con torreznos recién hechos que olían a gloria bendita; el Pascual partía el pan con las manos y lo iba repartiendo entre los presentes y el tío Ignacio pasaba el vino del cantarillo a una bota para que todos pudieran beber.
          Se hizo un silencio enorme cuando cada cual fue cogiendo el chorizo, la tajada de lomo o el trozo de morcilla; parecía que llevaran días sin comer, con ese hambre que da el trabajo físico y la juventud; sólo cuando la grillería del estómago se fue calmando y la bota de vino fue pasando de uno a otro, apareció la sonrisa en los rostros, se fueron relajando, el comer se hizo más pausado y ya alguno se echaba un poco para atrás, apoyándose en un codo para mejor saborear la comida, cuando se rompió aquel silencio que parecía apocalíptico…
          -Luego hay que dar la vuelta a la parva, ¿no te parece, Ignacio?
          -Sí, antes de uncir los mulos al trillo se la damos; con una o dos horas más lo tenemos todo trillado.
          -Que ya era hora…
          -Bueno, tampoco se ha dao tan mal este verano…
          -¡Ójala fueran todos así!
          -La Virgen te oiga.
          -Y hablando de Virgen, pal Cubillo ya habremos acabao, ¿no?.
          -Malo sería que no estuviera…
          -Pos na, yo voy a cerrar los ojos, que no sé que tengo en ellos….
          -Se te habrá metío una paja, ¡Mía éste!
          -Anda Jacinta, llena otra vez la bota que estos torreznos me han dejao la boca seca.
          Y así, entre dimes y diretes, cada cual se fue echando a la sombra y con el sombrero o la boina tapándoles los ojos, fueron cayendo uno tras otro uniéndose a un concierto de suspiros y ronquidos que incitaban, más que molestaban, a dejarse caer en los brazos del sueño; hasta el “Moro”,  después de dos o tres vueltas, se enroscó a los pies de Pascual y se entregó a mil fantasías en las que corría tras las liebres llegando a alcanzar a alguna…


          La tarde fue una continuación de la mañana, se acabó de trillar y luego, se cambió el trillo por la cañiza y ayudados por las horcas y los horcates se fue amontonando la parva hasta formar un pez grande y ancho en el que, a los chicos, si se les hubiera dejado, se habrían echado de cabeza  dándose un baño de paja y grano caliente; se recogieron las herramientas y dejando el trillo boca abajo, arrimado a una de las tapias de piedra, echaron a andar hacia la casa a reponer fuerzas y prepararse para la jornada del día siguiente; Juanillo se fue con la pareja de mulos a darles de abrevar y la era se quedó solitaria, llenándose de las sombras que formaban los rayos del sol ya casi desapareciendo en el horizonte; el cielo, rojo y púrpura anunciaba que tendrían otro día de calor.
          Sólo uno de los hombres; Teodoro, no se sentó alrededor de la mesa; cogió un saquete blanco que le tenía preparado la tía Miguela y con él en una mano, y una manta echada sobre un hombro, volvió a la era; él era el encargado de cuidar la cosecha aquella noche.
          -Teníamos que haber hecho un chozo este año – se decía Teodoro mientras se acercaba con paso cansino a la era.
          No le gustaba dormir en el campo, no se llegaba a acostumbrar al suelo duro en el que cualquier piedrecilla o cualquier ramita acababa clavándose en el cuerpo despertándole; no le gustaba sentir el relente de las mañanas que, aún en pleno verano, era más que fresco en el pueblo; no le gustaba desvelarse por cualquier ruido: un perro que pasase, el ulular de una lechuza, los pasitos rápidos de los ratones o el maullido frenético de los gatos en celo; no lo aguantaba; pero bueno, siempre se decía eso, todos los años, y siempre conseguía que fuera otro el que se quedase vigilando la era, pero este año no le había valido ninguna de sus protestas; bueno estaba; tampoco, si lo pensaba bien, era para tanto; así que “agua y ajo” se dijo.
          No habría luna esa noche, estaba en creciente y sólo asomaba esa rajita que apenas se veía al atardecer; se sentó con la espalda apoyada en la acacia y abrió el saquete que su madre le había preparado con la cena; al tirar de los cordones le vino a la nariz el olor del queso y de la longaniza; se relamió de gusto pensando ya en lo bien que le iba a caer aquello en el estómago, además de la ventaja de que era todo para él, sin tener que discutir con sus hermanos por ese o aquel trozo más apetitoso; a mano tenía la bota mediada de clarete de La Seca que había traído un buhonero y al que su padre había comprado una garrafa.
          Ya serían las diez y las pocas voces que se habían oído ya hacía tiempo que se habían apagado; Teodoro pensó que deberían tener las eras al lado del pueblo, así podría pasar la noche con otros como él, charlando y riendo y no así, solo, aburrido y esperando que no pasase nada, en Valdeherreros, abierta a todos los vientos y con aquella humedad en el suelo que nunca acababa de irse.
          Llevaba ya más de tres horas dormido, arrebujado en su manta cuando algo le desveló, era como un ruido de pasos, pero pasos suaves, como de niño o de mujer; abrió los ojos y miró con cuidado, sin moverse apenas, a su alrededor; nada… o tal vez sí, le pareció una sombra que pasaba por delante del montón de trigo que habían acañizado aquella tarde, algo oscuro contra la claridad del pez…
          Se levantó con cuidado, agachado, casi a gatas, se acercó a aquella parte de la era; ahora lo oía más claro, era como un bisbiseo, como si dos críos hablasen entre ellos; se asomó de donde le parecía que llegaba el sonido y apenas vislumbró dos sombras pequeñas que desaparecían raudas…
          -¡Malditos críos! ¿qué hacéis que no estáis durmiendo?. Si os cojo…
          Ya de pie, dio un rodeo al montón de trigo intentando romper la oscuridad en dirección al pueblo, pero nada vio, nada oyó… tal vez sólo había sido un engaño de su vista, una ilusión. Volvió a su rincón y se echó de nuevo junto al árbol; iba a tentar la bota para matar un poco el gusanillo que había sentido en las tripas, pero por más que palpó y buscó, no la pudo encontrar…
          -La dejé aquí, estoy seguro. Como hayan sido esos críos…. ¡bah, no!, seguro que por la mañana la veo.
          Y con estos pensamientos se durmió nuevamente.
          No bien había cogido el sueño cuando otra vez sintió, cerca de él, ese ruido como de pasos cautelosos.
          -Esta vez os pillo –pensó, y se quedó quieto, quieto, hasta que oyó los pasos justo al lado de su cabeza; entonces, rápido, lanzó una mano y la cerró en algo que le pareció una pierna, delgada y desnuda…
          -¡Te agarré!
          Oyó entonces como un gañido, seguido de múltiples pasos rápidos que se alejaban y sintió como la pierna se escurría saliendo de su mano apretada y quedaba en ella como un pedazo de trapo.
          -¡Malditos…! ¡me las vais a pagar! Ya veremos a quien le falta mañana…. ¡esto! Lo que quiera que sea que tengo en la mano.
          Ya no pudo dormir, aquello le había desvelado por completo, sentado contra el árbol, los ojos como platos, la mano cerrada en aquello que había quitado al mocete, esperó, mirando a todas partes enfadado y tiritando con el relente nocturno, a que llegase la mañana.
          No bien hubo un poco de luz echó los ojos a la prenda que había estado guardando, sin soltarla, en la mano:
          -¿Qué diablos es esto? No es calzado ni prenda de persona…
          Y mientras lo sostenía dándole vueltas para comprender qué era, miró también al suelo en busca de su bota de vino, pero ni ésta ni el saquete de lienzo en el que había traído la cena aparecían por allí.
          -¡Malditos muchachos! ¡Cómo me han embromado! ¡Malo será que no les pille…!
          Y diciendo esto marchó hacia la casa envuelto en la manta, pues el aire corría fino desde el norte.

          Todos se quedaron mirando lo que Teodoro les mostraba después de haber escuchado, en silencio, cuanto le había acontecido aquella noche; Pascual lo tomó en sus grandes manos nudosas y arrugadas, era como un zapatico, pequeño y verde;  confeccionado con un paño suave y a la vez resistente; lo acarició suavemente y, por fin, susurró:
          -Es el zapato de uno de ellos.
          Todos le miraron sin decir palabra.
          -Volverá a por él esta noche.
          -¿Entonces, sabe de quién es eso? –preguntó Teodoro- pues dígamelo, padre, que yo le voy a decir cuatro cosas.
          -Tú no vas a decir nada; cuanto menos se sepa de esto, mejor.
          -Pero… ¿por qué?
          -Siéntate… y vosotros –dijo, dirigiéndose a los demás- ¿no tenéis nada qué hacer?; ¡venga, cada uno a los suyo!, parece que va a hacer algo de airecillo y podéis empezar a aventar el grano.
          Una vez se hubieron marchado, Pascual se sentó a la mesa e hizo un gesto a Teodoro para que se sentara frente a él.
          -Mira, desde hace ya tantos años que ni sé cuándo, antes de mis abuelos y de mis bisabuelos, ha habido la costumbre de no barrer las eras una vez acabado el verano; no es normal, mucho grano queda allí que podríamos barrer y llenar hasta un costal… o más; pero no se hace por una razón –al decir esto tosió, echó mano a la petaca y sacando un papel del librillo lo ahuecó en una mano mientras con la otra echaba una poca cantidad de tabaco de picadura; luego, le dio forma, lo enrolló, lo pegó con saliva y cerró los dos bordes con los dedos-  la razón es que se lo dejamos a los hombrecillos..
          -¿Los hombrecillos?
          -Sí, no sé cómo se llaman, si duendes, o hadas, o gnomos o qué… no sé si son ángeles o diablos; pero lo que sé, y lo sé porque así me lo han contado, es que si algún año no se lo dejas, al siguiente tu cosechas se helará, o la destrozará el pedrisco, o se agostará o te la robarán, sin que puedas hacer nada para impedirlo –se puso el cigarro en la boca y busco en un bolsillo el mechero- anoche fueron a ver si habíamos acabado y se encontraron contigo, vieron que aún tenían que esperar y decidieron embromarte; y no habría pasado nada si tú no les hubieras quitado esto…
          -¿Y yo qué sabía, padre? Si usted me hubiera dicho…
          -No me ha hecho falta decírselo nunca a ninguno de tus hermanos, es cosa sabida en todo el pueblo; pero claro, como tú no te hablas con nadie, eres tan señorito… nadie te lo ha dicho; pero ya te lo estoy contando yo.
          -¿No irá a decirme que cree usted en duendecillos…? –soltó Teodoro con una media sonrisa en la boca-.
          -¿Has visto alguna vez que las eras vacías se llenen de pájaros para comerse el grano abandonado o que crezcan espigas en la primavera en ellas? No, ¿verdad?, y eso es porque ellos se lo llevan como un pago por sus servicios.
          -Pero… también, a pesar de eso, ha habido años que la cosecha ha sido mala… -terció Teodoro-.
          -Imagínate cómo habría sido si no se lo dejamos…. –terminó Pascual- Así que…. A callar y a obedecer… tú esta noche vuelves a vigilar la era, y dejas en lugar bien visible el zapatico; no vas a ver ni a oir nada; y suerte tendrás si no te quitan a ti los tuyos.         
          Del bolsillo del chaleco sacó un pedernal y el eslabón, los golpeo y sopló las chispas sobre la mecha; prendió pronto y la acercó al cigarro dando grandes chupadas para que tirase bien.
          -Si alguna vez esto es tuyo, harás lo que quieras, pero, mientras comas el pan de mi casa, harás lo que yo te mande, ¿entendido?

          A la noche, Teodoro volvió a la era, ya no estaba el gran pez que habían formado el día anterior con la parva trillada, en su lugar dos montones: uno grande, de paja dorada y otro más pequeño de grano limpio.
          -Han hecho un buen trabajo –pensó- pero sigo creyendo que fueron los rapaces los que me embromaron anoche. ¡Duendecillos….! ¿Mira que creer todavía en esas cosas…!
          El cielo se oscureció y la luna, un pelín más grande, brillaba tenuemente en la noche, insuficiente para alumbrar nada; cenó y después de dar una vuelta por la era, se echó bajo la acacia no sin dejar antes el zapatico encima del montón de grano.
          Intentó no dormirse, pero el vino con que había acompañado al tocino pringado en el pan le fue adormeciendo hasta que, sin darse cuenta, cayó en el más profundo sueño que nunca se hubiera imaginado.
          Cuando apareció la primera luz tras la sierra, acompañada por el airecillo del norte que nunca faltaba, Teodoro recordó dónde estaba y su primera mirada, al enderezarse, fue hacia el montón donde había dejado la prenda “mágica”, por supuesto no estaba, pero en su lugar estaba la bota que le había desaparecido, se irguió y cuando intentó dar el primer paso cayó de bruces contra el suelo, alguien le había atado, mientras dormía, con una cuerda las abarcas y notó cómo le resbalaba por la boca un hilillo de sangre, dejándole ese sabor plomizo que tanto odiaba.
          -Así que, esta noche, han tenido fiesta los “señoritos” –gruño para su interior mientras rodaba y desataba los nudos fuertemente apretados-.
          Se puso en pie y se acercó a la bota, la sopesó, ¡estaba llena!, la abrió e iba a echarse un trago cuando… lo pensó mejor; esos diablillos podían haberle echado cualquier cosa; olió el gollete… ¡meados de duende! ¡por poco…!




          Aquel año tampoco se barrió la era, ni el siguiente, ni al otro; pero cuando el señor Pascual murió y Teodoro quedó como cabeza de familia se llenaban todos los años uno o dos sacos con el grano que se barría y que serviría para alimentar a las gallinas y, por supuesto, sus vecinos, al verlo, hicieron lo mismo; ¿se vengaron los duendes? Pues unos años sí y otros no…. ¿Existían? De eso también hay división de opiniones, unos dicen que se fueron del pueblo, pues sacaban muy poco de él, otros dicen que nunca existieron y que una o dos familias se aprovechaban de la creencia popular para redondear el verano y otros, en fin, ni creían ni dejaban de creer y, por si acaso, aunque barrían, se dejaban en un rincón una botella de aguardiente de hierbas que, por la mañana había desaparecido; a veces los muchachos parecían más alegres que de costumbre cuando llegaban los Cubillos y otras andaban como almas en pena por las callejas; pero también es verdad que, con sólo oler el vino, se ponían así; así que… podía ser por cualquier causa; nadie los acusó nunca directamente y ellos eran los primeros que, cuando encontraban una de estas botellas, se la llevaban a sus padres, pero nunca estaban llenas… ¿o es que nunca lo habían estado?. En fin, pensad lo que queráis…. Ya no se trilla, así que da igual.