Invierno de 1808. El
día prometía ser difícil, ya desde que salió, de madrugada, del cuartel
instalado en una vieja casona de Ávila, o quizás una iglesia (no se había
fijado bien), algo le decía que iba a tener complicaciones; el día amaneció y
no se veía el sol por ninguna parte; un cielo plomizo y gris lo envolvía todo,
las nubes estaban tan bajas que parecía que lo iban a aplastar contra la
tierra; hasta el caballo parecía notar que algo iba a ir mal, pues remoloneaba
ante cualquier obstáculo y su paso, ya de por sí lento, era más despacioso que
nunca.
Iba camino de Segovia,
con un mensaje del Emperador para que las tropas acantonadas en las dos
capitales castellanas, Ávila y Segovia, se le unieran en la localidad de
Villacastín, a fin de participar en la ofensiva que se iba a desarrollar en el
norte contra el ejército anglo- español que se encontraba por la zona de
Galicia y León.
Su misión era de la
máxima importancia, o así se lo habían dicho sus superiores; sólo un hombre
audaz podría pasar inadvertido por aquella zona en la que les acosaban los
grupos de guerrilleros mandados por un tal “Perdiz”; debía hacerse invisible al
pasar por las zonas pobladas y que nada le impidiese llegar a Segovia…
-Invisible seguro que lo voy a ser –pensaba para sí mientras se cubría la cara lo más posible para hacer frente a la ventisca que le atacaba en aquellos momentos- ¿quién me va a ver? ¿quién va a salir con este tiempo infernal?.
Atrás habían quedado
los pueblos de Berrocalejo y Mediana; mientras cruzaba el río Voltoya por aquel
estrecho puente de piedra ¿sería romano? Henrí Lafevre veía las turbias aguas
despeñarse en torrentera por el cauce.
Sabía que aún le
quedaba por pasar un pueblo, Aldeavieja, y después podría parar en
Villascastín, donde había una pequeña guarnición vigilando aquel cruce de
caminos y podría descansar aunque sólo fueran unos minutos… ¡y tomar algo
caliente, por supuesto!
Después del río había
una larga cuesta que cruzaba un pinar espeso y lúgubre, se apretó más la
pelliza y animó a su caballo:
-Venga, bonito, que ya
falta poco… aguanta y te ganarás un buen forraje con cebada incluida…
Cuando llegó arriba se
paró un momento para ver lo que le quedaba de camino: a la derecha la sierra,
blanca y poblada de árboles le pareció un lugar inhóspito que podía esconder
mil peligros; a la izquierda una inmensa llanura salpicada por las típicas
encinas, grandes como casas; de allí soplaba el viento que llevaba la nevada,
un viento del norte que no encontraba, a su paso, nada que lo frenase; frente a
él, a media legua escasa, debía de encontrarse Aldeavieja; tenía que pasar por
el pueblo, ya que el camino le cruzaba por su lado sur, no había opción de
rodearle pues la sierra lo impedía; habría que confiar en que el mal tiempo no
animase a ningún vecino a salir y que su paso fuera inadvertido… ¡ya se vería!
Para evitar, en lo
posible, su identidad había cambiado su bonito uniforme de coracero por uno más
gris de paisano y el sable lo había sustituido por un buen par de pistolas;
¡ójala no tuviera que usarlas!
Según se acercaba a la
aldea agudizó la vista y se agachó lo más posible sobre su montura; podía
vislumbrar el humo saliendo de las chimeneas y un olor, mezcla de leña quemada
y de guiso de patatas, le hizo desear estar dentro de una de aquellas casas,
calentándose al amor del fuego de una buena chimenea… a la derecha la masa de
una venta le hizo frenar el paso del caballo, no se veía a nadie, pero no podía
confiarse… iba a pasar demasiado cerca… a la izquierda una iglesia de piedra,
grande y gris, levantaba su mole como cuidando el caserío, extendido hacia el
norte al cobijo de una pequeña loma que le servía de refugio… miró otra vez a
su derecha, hacia la venta… las puertas de los corrales, cerradas, le
tranquilizaron un tanto, podría pasar sin más peligros que el viento y la
nieve; una legua más y llegaría a Villacastín…
Entonces sucedió
todo: dos hombres salieron de una
pequeña ermita que estaba un poco más allá de la venta, se colocaron en medio
del camino y le apuntaron con sus trabucos; del lado contrario, tras un chozo,
salieron otros dos… intentó girar o espolear a su caballo, pero fue inútil, una
explosión, un fogonazo y sólo sintió que la vista se le nublaba y que caía
lentamente sobre la nieve que cubría el suelo.
……….
-Estas cartas lo dicen
todo –exclamó Juan García Moreno, alcalde del pueblo en esas fechas- una
concentración de tropas en Villacastín.
-Pero en Segovia no lo
saben… todavía –intervino otro de los presentes-.
-Pero lo sabrán, me
imagino que habrán mandado más correos.
-Pero si jugamos con
rapidez, puede que consigamos engañarlos de alguna manera.
-Cambiando el lugar de
encuentro, por ejemplo.
-Sería una buena idea.
Los de Ávila pasarán por aquí para llegar a Villacastín, pero los de Segovia…
-Podríamos cambiar la
carta y decir que la cita será en Las Navas de San Antonio y una vez allí….
-En la cima del Caloco…
-Junto a la ermita del
Cristo…
Se decidió, pues,
escribir otra nota, meterla en las alforjas del caballo que había pertenecido
al francés y dejarlo, sigilosamente, a la entrada de Villacastín; allí lo
cogería algún soldado de la guarnición y la harían llegar a Segovia; se
imaginarían que el correo habría caído en una emboscada y el caballo, en su
huida, había conseguido llegar hasta allí.
Así se hizo y, a la
vez, otro grupo cruzó la sierra para llegar a El Espinar, donde no había
guarnición francesa, y comunicó a las partidas de guerrilleros de la zona el
engaño en que creían haber hecho caer a los franceses de Segovia; las partidas
de la zona junto a otras de la parte de Aldeavieja y Blascoeles podrían esperar
a los franceses escondidos en la cima del Caloco, entre las ruinas de las
ventas que allí había y desbaratarles antes de que las tropas llegadas desde
Ávila se enterasen de lo ocurrido.
Y así ocurrió, gentes
venidas de la parte del Sexmo de Posaderas, de la zona de Zarzuela, de los
pueblos cercanos de la sierra, se dieron cita en al Alto del Caloco; pusieron centinelas
que les avisasen en la cima del cerro y buscaron entre las ruinas de la venta
que estaban frente a la ermita y en las rocas y árboles que cubrían los
alrededores de la misma para esconderse de la vista de las tropas francesas.
..........
El tiempo seguía frío y
todo estaba cubierto por la nieve, poco antes del mediodía los vigías dieron la
voz de alarma: tropas de infantería y caballería se acercaban desde la venta de
San Rafael en dirección al cerro; en esos momentos una niebla espesa comenzó a
bajar desde las cercanas cumbres
amenazando con dificultar la visión en toda la zona.
Media hora más tarde
las avanzadillas francesas, desplegadas en guerrilla, reconocían el terreno;
nada extraño se veía, todo en calma, la niebla se iba adueñando del terreno, la
nieve que seguía cayendo había borrado las huellas de los emboscados, que
dejaron pasar a los exploradores…
-Todo tranquilo, mi
teniente, ni un alma.
-Abrid bien los ojos,
François y Michel, adelantaros hacia el próximo pueblo, nosotros vamos detrás;
¡Pierre, informa al comandante de que todo va bien!
-¡Jean!, ¡acércate a la
puerta de la venta y mira a ver si hay alguien dentro!
La venta estaba
abierta, en el zaguán de entrada, al calor de la chimenea, dos paisanos con
pinta de pastores charlaban con un vaso de vino en la mano; al abrirse la
puerta de golpe volvieron la vista, dos soldados franceses aparecieron en el
hueco, sable en mano…
Recorrieron la pieza
con la vista, nada sospechoso, todo en calma, el mesonero se acercó a ellos con
una jarra de vino…
-Pasad, mesiers, ¿un
vaso de bon vino para el frío?
Uno de los soldados
sonrió, pero el otro le hizo un gesto negativo mientras miraba tras un
mostrador donde se alineaban jarros y tazas…
-¿No vino? ¿no beber?
La venta parecía vacía,
lo cual no era extraño por la hora y por el tiempo; así que los militares, tras
curiosear por alguna de las habitaciones vecinas y no encontrar ni gentes ni
señas de armas volvieron a salir.
-Nada, mi teniente, el
ventero y dos pastores.
-Pues a caballo y hacia
Las Navas, antes de que no veamos ni el camino.
La avanzadilla se
perdió pronto tragada por la niebla, sin saber que la muerte les esperaba en el
próximo pueblo.
Cuando las tropas
comenzaban a pasar a la altura de los edificios un diluvio de balas y de
piedras se abatió sobre ellas, al tiempo que con salvajes alaridos salían de
cualquier refugio, piedras, árboles, matas, ruinas, decenas y decenas de
paisanos vestidos con pieles y con grandes sombreros y armados con una
diversidad de armamento producto de la carestía y de la improvisación: viejos
mosquetes de caza o trabucos, (naranjeros los llamaban) junto a pistolones, horcas,
garios, guadañas, hoces, hasta simples garrotes de nudosa madera, se echaron
sobre las sorprendidas y desapercibidas filas galas.
Repuestos de la
sorpresa inicial, los soldados formaron en filas y comenzaron a hacer uso de
sus fusiles y de sus sables, sobre todo de estos últimos, pues la lucha era más
un cuerpo a cuerpo que una batalla campal formal; el resultado estaba igualado,
pues la furia de unos estaba compensada por la disciplina y mejor armamento de
los otros, pero, a la larga, el cansancio de la subida pesó más y el resultado
fue una carnicería entre los militares, aunque los guerrilleros tuvieron,
también, muchísimas bajas.
Fue una victoria que,
cuando fue conocida por el mando francés, a pesar de no ser importante para la
marcha de la guerra, les obligó a ser más prudentes en los sucesivos
movimientos de tropas por la zona.
Se dice que, los
muertos franceses, fueron sepultados entre las ruinas de la antigua hospedería
que hay a la izquierda de la actual carretera viniendo desde Madrid; en una
fosa grande, de la que se desconoce la posición exacta; si queréis saber más de
esta batalla, conocida como “la “Batalla de El Espinar”, aunque, en mi opinión
debería ser llamada “Batalla del Caloco” mirad en la siguiente dirección de
internet, donde se dan más detalles: https://elguadarramista.com/2012/03/04/la-batalla-de-el-espinar/.
Y recordemos que
vecinos de nuestro pueblo lucharon, unos murieron y otros triunfaron, en
aquella guerra contra los invasores franceses.