29 de mayo de 2017

Tierras del Cardeña. 7

          Íñigo y Mikel desandaban el camino que habían hecho hacía poco más de un mes; tanto tiempo ya… pero ahora era diferente, ya no iban vigilando cada paso que daban, ni ponían cuidado en no ser vistos u oídos; sabían que, por ahora, estaban en terreno seguro y así, lo que hacía unos días les había llevado casi dos jornadas, se completó en dos o tres horas de tranquilo caminar.
          Pronto les llegaron los familiares olores del ganado y del humo que salía por los agujeros de las techumbres de las cabañas, desde lejos se oía el gruñir y el balar de los animales y las risas de los críos; se notaba que confiaban en ellos, que se habían convertido en un puesto avanzado de vigilancia para el poblado; pronto la nueva espadaña de la iglesia se les hizo visible.


          -Mira padre, ya tienen un esquilón en la espadaña.
          -Sí, se nota que los freires se dan buena prisa para lo suyo, también aquí.
           -¿No tienen vigilancia?
          -Creo que confían demasiado en nosotros; pero si nos pasasen por encima los moros no iba a quedar de ellos ni los rabos; tendré que hablar con ellos de eso.
          -¿Crees que porque te has ido tú, ya no sabemos hacer nuestro trabajo?
          Íñigo, al oir aquella voz a sus espaldas se volvió rápido, dándose de bruces contra Rodrigo, que le miraba con una gran sonrisa en la cara.
          -Hace más de una hora que os estamos oyendo haciendo más ruido que toda una piara de cerdos…. ¡bonitos cazadores estáis hechos!
          Y riéndose a carcajadas estrechó entre sus brazos a su antiguo jefe mientras le palmeaba fuertemente.
          -¡Sois bienvenidos!
          -Perdona todos los tontos pensamientos que he tenido sobre vuestra vigilancia; merezco que me neguéis la cerveza y la sombra hasta que no os pida perdón, ¡soy un borrego creído y vanidoso!
          -Ya lo creo que lo eres, pero ¡venga, vamos a la aldea! Ya saben que veníais, les hemos avisado hace más de media hora.
          -Con que paz os habréis quedado sin el fraile Martín ¿eh?
          -¿Sin Martín?
          -Claro… ¿no recuerdas que se vino con nosotros…?
          -¡Ya!
          -¿Cómo que ya?
          -¿Dónde está Martín?
          -Allá arriba, donde lo hemos dejado….
          -Y… ¿quién crees que es ese que viene al frente de los demás a darte la bienvenida?
          Íñigo miró como le decía Rodrigo y se quedó de piedra, sin habla…
          -Padre ¿qué le pasa? Ni que hubiera visto fantasmas… no ve que es… el fraile…. ¡Martín!
          -¿Tú también lo ves, hijo?
          -Con que se había quedado arriba, eh?, no se ha movido de aquí; hasta que no consiguió el esquilón no ha parado.
          Los habitantes de San Mikel acogieron a Íñigo y a su hijo con grandes muestras de alegría, las sonrisas, los palmeados de espalda, los apretones de manos… Pero Íñigo no apartaba los ojos del fraile….
          -¿Era Martín o sólo se le parecía? –se preguntaba a sí mismo- a fin de cuentas todos los frailes parecen iguales: gordos, rubicundos, con el sayal marrón sucio y gastado, los pies calzados con aquellas sandalias asquerosas en unos pies peludos y sarnosos… no sabía qué decir.
          -¡Hombre, Martín!, ¡buena prisa os habéis dado para llegar antes que nosotros!
          -¿Llegar antes?, ¿de dónde?
          -Siempre con ganas de chufla… ¿acaso conocéis algún atajo que no sepamos nosotros? ¡Tenéis que decírnoslo…!
          -¿Atajo?
          -Siempre se hace el sorprendido –le dijo por lo bajo Rodrigo a Íñigo- como si no nos conociera de nada.
          -Y… ¿por qué hace eso?
          -Si lo supiera sería el hombre más sabio de la tierra…
          -Decidme, Íñigo –terció el fraile- ¿cómo decís que me conocéis si… estoy seguro, no nos hemos visto nunca antes?.
          -¡Negáis conocerme?
          -¡Por mis sagrados hábitos….!
          -¿No es acaso pecado hacer lo que estáis haciendo?
          -¿Pecado el qué…?
          -¡Jurar por vuestros hábitos!
          -¿Sois de esos santurrones que no pueden ni oir un juramento?
          -¡Dios me libre!, pero un fraile jurando…
          -Es que, además, soy un hombre…
          -Bueno, dejémoslo; ¿cuándo habéis llegado?
          -Me dijeron que el mismo día que marchasteis de aquí.
          -Sí, así fue –confirmó Rodrigo-.
          -Ya hablaremos hermano; ahora tengo que tratar otros asuntos con Rodrigo.
          Ambos amigos se alejaron un poco para hablar, con tranquilidad, sobre el asunto que les había reunido; Íñigo le explicó que la tierra donde se habían instalado era mejor que esta de San Mikel; tenían más recursos en madera y había posibilidad de más pastos; estaban, además, cerca de otras poblaciones con las que podrían intercambiar productos y ayudarse en caso de peligro grave; por otro lado, era un sitio más estratégico, mejor situado y dominaba un gran espacio, con lo que la defensa y las alertas podrían ser más fáciles; Íñigo le animó a que convenciese a más familias a instalarse más al sur, con ellos y así agrandar la aldea, hacerla más fuerte y tener más posibilidades de futuro; pero debía darse prisa, lo ideal es que marchasen ya, en una semana o dos como máximo, a fin de poder construirse refugios en los que pasar el invierno; luego, en primavera afianzarían todo. A Rodrigo le pareció bien, y le dijo a Íñigo que si se esperaba un par de días, podrían marchar con él cinco o seis familias que ya le habían hablado anteriormente de sus deseos de trasladarse con ellos; y en eso quedaron; Íñigo se quedaría para guiar a los nuevos colonos y su hijo marcharía al sur para avisar a los ya instalados que les prepararían parcelas en las que construir sus nuevas viviendas.
          Cuando Mikel se fue, orgulloso de ir solo en su primera “gran aventura”, Íñigo hizo por encontrarse con el fraile Martín; estaba lleno de curiosidad por saber el secreto de tanto fraile que se llamaba igual, vestía igual, se parecían como arenques en un tonel y hasta parecía que decían las mismas palabras.
          Ya se había dado cuenta de que no eran una misma persona; no era posible que estuviera en dos sitios a la vez; además pequeños rasgos físicos, como una verruga allí, una cicatriz allá, un palmo más o menos de altura, les diferenciaban.
          -O te saco tu secreto o te saco las tripas –se dijo en un arrebato de rabia- ¡veremos quién puede más!.
          Y dicho y hecho, esa noche, cuando ya la gente se iba retirando de la hoguera comunal a sus cabañas para dormir, Íñigo se hizo el remolón y esperó hasta que sólo quedaron el fraile y él, sentados alrededor del fuego.
          -¿Aún no os vais a dormir, hermano?
          -Todavía no tengo sueño.
          -Eso mismo me pasa a mi, encontrarme otra vez en estos campos me da para pensar y no  puedo descansar tumbado.
          -Sé lo que estás pensando, Íñigo….
          -¿Cómo es ello?
          -No hay más que mirarte a la cara.
          -¿Y, qué pienso?
          -Piensas en los malditos frailes martinicos que están donde quiera que vas…
          -¿Eso crees que pienso? –farfulló asombrado-.
          -Sí. Y no tienes por qué preocuparte. Además, tú sabes perfectamente quiénes somos y por qué estamos aquí, pero no quieres reconocerlo.
          -¡No sé de qué me hablas!
          -No sabes… ¿o no quieres saber?. Vamos, Íñigo, llevamos muchos años juntos y nos conocemos, aunque no siempre nos hemos visto así: tú, ya tan mayor y tan sabio y yo… dentro de estos hábitos y esta figura….pero, si me miras bien, recordarás a alguien que conociste allá, en el norte, cuando aún eras sólo un mozuelo que corrías detrás de las cabras y te adormecía, y soñabas tendido en la hierba, a la orilla de aquel río que tú conociste muy bien…
          -El Delagua…
          -Ese mismo; bien, piensa en lo que te he dicho y acepta las cosas tal y como vienen, que más pronto de lo que piensas tendrás que enfrentarte a enemigos de los que ni yo, ni el hermano Martín, te podrán defender… o tal vez sí, pero yo que tú no confiaría demasiado.
          Y, habiendo dicho este, el fraile se levantó y, paso a paso, se encaminó a la choza adosada a la iglesuela de piedra que estaba en el centro del poblado.

          Íñigo, quedó allí solo, mirando fijamente a las llamas con la mente muy lejos de allí, a un paisaje verde y salvaje, encerrado entre altas montañas sobre las que, siempre, se veía el alto vuelo de las águilas.

23 de mayo de 2017

Tierras del Cardeña. 6

          Al amanecer Íñigo y Mikel se despidieron de sus nuevos amigos, estaban a sólo dos o tres horas de su aldea; León les acompañó al principio, enseñándoles un nuevo camino que cruzaba aquel monte con dos jorobas que conocían por haberlo visto de lejos.
          Desde su cima vieron la elevación bajo la que habían construido sus casas; algo raro se veía sobre ella; más bien, lo que no se veía; algo no estaba en su sitio, parecía como si hubieran limado la punta, despojándola de toda vegetación y de las rocas que la enseñoreaban; con un raro presentimiento en el estómago, Íñigo metió prisa a su hijo y, lo más rápido que pudieron bajaron hacia el bosque que cubría todo el terreno.
          Les habían visto llegar, antes de que llegaran al pie del cerro vislumbraron a las mujeres y a los chicos hacerles señas agitando los brazos; seguro que no les esperaban tan pronto…


          -¿Qué ha pasado aquí?, ¿quién ha nivelado la cima?.
          -¿Cómo habéis llegado tan pronto?, ¿llegasteis a Abila? ¿Ha habido algún problema?
          Se amontonaban tanto las preguntas que ninguna de ellas tuvo su respuesta correspondiente; nada se aclaró hasta que, saliendo de detrás de las mujeres, apareció Martín, con su sonrisa bonachona y su prominente barriga, se acercó a Íñigo y sin darle tiempo  a decir nada, le abrazó como si se hubiera ausentado durante meses.
          -¡Íñigo, compañero, que bien que has vuelto! ¡He rezado a todos los santos para que volvieras lo más pronto posible para que vieras lo que ha pasado!.
          -¡Eso digo yo! ¿Qué ha pasado aquí?
          -¡Fíjate, Íñigo! ¡se ha explanado el cerrete, está listo para empezar a construir la nueva iglesia!.
          -¿Quién lo ha explanado?
          -Ahí está lo curioso…. No hemos sido nosotros.
          -Entonces… ¿quién ha sido?
          -No lo sabemos….
          -¿Cómo que no lo sabéis? ¡Esto no se ha podido hacer a escondidas! ¿Vais a decirme que no habéis oído nada? ¿Qué no habéis visto a nadie? ¿Qué no….?
          -¡Nada, Íñigo!, pregunta a cualquiera; ya que a mi no me crees…
          Íñigo paseó la mirada sobre sus compañeros y la cara de ignorancia de cada uno de ellos, hasta de Maria, le convencieron que no sabían nada, que no se habían enterado de nada, que todo aquello era obra de…. ¿nadie?
          -Cosa de magia ¿pues?
          -¿Magia?, ¡cómo dice eso, Íñigo! –le amonestó el fraile- la magia es obra del Demonio y estando yo aquí, mal puede venir el Maligno…
          -A menos que vos….
          -No digas lo que estás a punto de decir, Íñigo, un servidor de Dios, como yo, no puede tener pactos con fuerzas….”mágicas”
          Íñigo se calló, no tenía ganas de seguir discutiendo, sabiendo, como sabía, que nunca podría sacar nada en claro hablando con Martín.
          Paseó la vista por el suelo, liso como la palma de la mano, ni una piedra, y todo el escombro amontonado en la ladera formando una rampa para hacer más fácil la subida. ¿qué decir de aquello?; estaba claro que era obra de algún duende o de alguna fuerza mágica, no necesariamente diabólica, o sí; ¿Quizás la señora del agua?. Bueno, aquello estaba hecho, y bien hecho; les habría costado muchos días y mucho esfuerzo hacerlo a ellos, así que… punto en boca; pero antes de que el hermano hiciera nada más… habría que levantar allí el puesto de vigilancia, no esa iglesia que, por ahora, no les era necesaria.
          Aquella noche durmió mal, daba vueltas en el catre hasta que no pudo más y se sentó en el borde del lecho, estaba desnudo y la noche era fresca, pero no le importó, salió fuera, las estrellas brillaban en el cielo con ese fulgor que da la cercanía del invierno; miró hacia la colina, no se acostumbraba a verla lisa, llana, sin aquellas rocas puntiagudas que la coronaban, sólo habían quedado dos o tres losas de granito, pulidas y llenas de letras que el hermano Martín dijo que eran romanas y habían formado parte de tumbas de los antiguos; ¿o serían símbolos mágicos?.
          Sintió una mano cálida que se posaba en su hombro y se volvió; María le miraba a los ojos, intentando leer a través de ellos lo que se fraguaba en su mente.
          -¿No puedes dormir?
          -La verdad es que no.
          -¿Qué te preocupa ahora?, parece que todo va bien.
          -Sí, la verdad es que va mejor de lo que pensé.
          -El sitio es bonito y parece buena tierra…
          -No es eso, ya sabía antes que éste sería un buen sitio.
          -¿Entonces?
          -No sé, realmente, quizás estas cosas curiosas de la colina…
          -¿Te preocupa el hermano Martín?
          -Sí y no…
          -Deberías estar acostumbrado ya; allá en Cardeña también hacía lo que quería y nunca nos ha ido mal con sus consejos o sus rarezas.
          -Eso es verdad…
           -¿Pero?
          -Pero… ¡no sé cual es el pero, pero seguro que lo hay! ¿Sabes que en Ojos Albos hay otro fraile que, también, se llama Martín? ¿Y que es gordo, rubicundo, algo borrachín y misterioso?
          -¿Lo viste?
          -No, no llegué a verlo, estaba de cacería, pero cuando me explicaron cómo era, estaba viendo a nuestro Martín como si lo tuviera delante de los ojos.
          -Vas a coger frío…. ¡anda, vamos adentro, estoy helada y necesito que me abraces fuerte; se está levantando algo de viento…!
          Cuando Íñigo se levantó aún las estrellas brillaban en el cielo, aunque por el este asomaba ya una claridad que anunciaba la mañana; había nubes que había traído el viento nocturno y pensó que si había que llamar a más colonos tendría que ser ahora o esperar ya a la primavera; quizás aún fuese tiempo para que pudieran levantar sus moradas para pasar la época fría; lo consultaría con sus compañeros.
          Al mirar hacia la loma vio la silueta de Martín recortada contra el cielo; ahora sería un buen momento para hablar con él, si el fraile quería, claro.
          -Buen día hermano, mucho madrugas…
          -Tú también, Íñigo, ¿Cuál es tu plan para hoy?
          -No sé, quizás acercarme a San Mikel para invitar a más compañeros a venir para acá, antes de que lleguen las nieves; pienso que aun sería tiempo para que pudieran levantar sus casas.
          -Si vas a hacerlo hazlo ya, si esperas mucho se nos morirían de frío…
          -Eso mismo pienso yo… otra cosa, hermano; como sabes estuve en Ojos Albos, al otro lado de aquel monte.
          -Sí, por supuesto.
          -¿Sabes lo que me contaron allí?
          -¿Qué fue ello?
          -Pues que tienen, también, un fraile.
          -Normal.
          -Que se llama Martín…
          -Un muy bonito nombre.
          -Que es motilón, como tú….
          -Sí, somos bastantes.
          -Gordo, rubio, sonrosado…
          -Vamos, encantador.
          -Sí, eso creo, encanta…. mucho.
          -¡Y?
          -¿No os parece una coincidencia tener a alguien tan parecido en una aldea tan próxima?
          -Ya sabéis que lo bueno siempre abunda.
          -Había entendido que era lo malo…. lo que abundaba.
          -¡Vaya, Íñigo, siempre con tus chanzas…!
          -¿No tenéis nada que decir?
          -Y… ¿qué queréis que diga?
          -Pues… no sé, explicarme lo del aplanamiento de donde estamos, por ejemplo.
          -¿No creéis en los milagros?
          -A decir verdad…¡no!
          -¡Hombre de poca fe!
          -Soy casi como santo Tomás…. no creía sino en lo que veía… y es santo.
          -¿Os comparáis con un apóstol?
          -¡Dios me libre, no!
          -Pues dejad vuestras dudas, hermano… ¿lo queríamos alisar, no?
          -Sí, pero…
          -Está liso, ¿no?
          -Ya, pero…
          -No te calientes la cabeza, Íñigo, y si tienes que ir a San Mikel… vete ya, los que vengan no deben tardar o morirán de frío este invierno.
          -En eso tienes razón, fraile liante, pero no te creas que esta conversación se va a quedar así; cuando vuelva continuaremos…

          -Te estaré esperando.

16 de mayo de 2017

Tierras del Cardeña. 5

          Distaban cuatro leguas de su destino, la que fue una importante ciudad visigoda, arrasada dos o tres veces por los moros y vuelta a levantar; interesaba mucho saber en manos de quien estaba en ese momento y así valorar cuánto peligro podía haber para el nuevo asentamiento, si sus medidas de seguridad y de vigilancia debían extremarse o si podían confiar en una temporada más o menos tranquila.
          A poco de caminar entre los espesos encinares llegaron a aquella elevación con dos jorobas desde donde pudieron ver el camino que les faltaba…. Una gran llanura cubierta totalmente por encinas y robles, dejando unos pequeños cerros, continuación de la sierra que acababan de abandonar y, a la derecha, una planicie de la que no se distinguía fin y que llevaba a las tierras de donde procedían, allí estaba el reino de León, el de Asturias, el de Galicia… y el gran río Duero, frontera, entonces, entre ellos y nosotros.
          A poca distancia, se distinguía la cortadura por la que pasaba un gran río que algunos llamaban Vueltolla, por las vueltas y revueltas con las que se abría camino hacia el norte; habría que cruzarle.
          Al bajar hacia el cauce encontraron una senda que, a trozos, estaba enlosada con grandes piedras de granito y que conducía a un pequeño puente, todo de piedra, medio escondido entre zarzas y matorrales, iban a cruzarle cuando oyeron una voz a sus espaldas:
          -¿Quiénes sois? ¿A dónde vais?


          Se volvieron temerosos por la sorpresa y se encontraron con cuatro hombres, grandes y fuertes, dos de ellos les apuntaban con sus arcos mientras los otros dos portaban unas lanzas cortas terminadas en afilados hierros.
          -Gente de paz –respondió Íñigo- somos gente de paz.
          -¿De dónde venís?
          -Somos gentes de Cardeña y vamos a Abila.
          -¿Sólo sois dos?
          -Sí, ya te digo que somos gente de paz; Estamos instalándonos a legua y media de aquí, hacia oriente y queríamos comprobar en manos de quién está esta zona hasta Abila.
          -¿No serás Íñigo, el burgalés?
          -Así me conocen.
          La tensión se relajó casi inmediatamente, se destensaron los arcos y los cuatro hombres se les acercaron con una media sonrisa en los rostros.
          -Custodiamos el puente, es el único paso del río en varias leguas a la redonda; si algo va o viene de la ciudad, nosotros lo controlamos.
          -¿Vivís aquí?
          -No, allá arriba, en la sierra, lo llamamos Ojos Albos, pues tenemos dos fuentes del agua más pura que se puede imaginar; es buena tierra para el ganado.
           A la entrada del puente había una pequeña explanada y allí se sentaron a conversar mientras uno de ellos se alejaba un tanto para seguir vigilando.
          Aquella gente había hecho lo mismo que ellos, se habían desgajado de un asentamiento cercano a Cauca, una villa más al norte y habían llegado a aquella zona para repoblar y crear un punto más de apoyo para la segura conquista de las huestes cristianas.
          -¿Sabéis la situación de Abila?
          - Sí, ahora está en nuestras manos, es más pequeña que el más pequeño de los poblachos que puedas conocer, pero allí, caídas y desperdigadas están las piedras que formaron parte de la muralla más formidable que puedas imaginar….
          -He oído hablar de ella.
          -Pues lo que hayas podido oir no es nada con lo que fueron en realidad. Media legua medían con más de treinta torreones, altas como diez hombres subidos uno encima de otro.
          -Y… ¿a qué esperan para levantarlas de nuevo?
          -A que lleguen canteros que sepan cómo se levantan; no es nada fácil hacerlo sin que se te caigan encima.
          -¿Están, pues, seguros?
           -Ya sabes que seguros…. No estamos ninguno; cada primavera, desde hace ya más de veinte años, los moros organizan alguna de sus algaradas y asolan todo el terreno que encuentran, llevándose todo lo que haya de valor. Esas murallas, desde que estamos aquí, se han levantado tres veces y otras tantas han caído.
          -Eso es a lo que íbamos a Abila, a enterarnos en qué manos estaba y cómo era de fuerte.
          -Ahora mismo, no puedes esperar nada de sus habitantes, si acaso, lo esperarían ellos de vosotros.
          -Pues nos habéis ahorrado el camino. Ya no nos hace falta llegarnos allá. Con vuestra información nos podemos volver tranquilamente a nuestro poblado.
          -¿Cómo lo habéis llamado?
          -Aún no tiene nombre; vamos a esperar a ser más y entre todos decidiremos.
          -No os volváis todavía; venid con nosotros a ver nuestro lugar, allá arriba; hace mucho que no vemos forasteros y a todos nos agradará conocer noticias de lo que pasa en otros lugares; a fin de cuentas todos tenemos problemas parecidos y nos podemos aconsejar.
          -De acuerdo, tenéis razón; siempre es bueno ver cómo se desenvuelven los vecinos; a fin de cuentas, vosotros conoceréis mejor que nosotros estas sierras y nos podéis enseñar muchas cosas.
          -Pues no se hable más; yo os guiaré y esta noche dormiréis bajo nuestros techos; mañana podréis volver a vuestro pueblo.
          Fueron siguiendo el cauce del río, que se retorcía entre peñascos monte arriba; pequeños prados rodeados de árboles centenarios sombreaban una tierra verde y generosa; al volver un recodo se encontraban con una caída del agua que saltaba entre las rocas con un ruido ensordecedor; en grandes pozas, de las que casi no se veía el fondo, veían saltar peces a los que el sol arrancaba destellos de plata; media legua más arriba el río se amansaba; discurría por una explanada sembrada de encinas, serpenteando como una culebra; su guía les señaló una vereda que trepaba a la izquierda hacia un monte que, en esos momentos recibía los últimos rayos del sol poniente coloreando una tierra dura y roja.
          Escondidas bajo los árboles distinguieron unas cabañas de madera cubiertas de barro las paredes y techadas con retamas y ramajes; alguna tenía la parte baja de piedra y adosado un corralillo donde gruñía algún cerdo o balaba alguna oveja.
          La gente les miraba pasar entre curiosa y sorprendida; se notaba que transitaban por allí pocos forasteros.
          La noche cubrió enseguida de sombras la ladera donde se aposentaba la aldea; alguien prendió una gran hoguera y se fueron sentando a su alrededor para comer y agasajar a sus invitados.
          La cerveza pasó de unos a otros en grandes cuernos vaciados y artísticamente labrados; carne de venado asada allí mismo les sirvió de cena y mientras se contaban sus progresos, sus aventuras y sus historias, fue pasando el tiempo y los ojos de los más pequeños y de los más mayores se fueron cerrando progresivamente.
          Cuando ya el único sonido que se oía fue el ulular de los búhos y el aullido de los lobos y el guarrido de los zorros, Íñigo se levantó acompañado por León, el jefe de aquella gente, le gustaba respirar el aire de la noche antes de ponerse a dormir; miró hacia el este, hacia su gente, muy cercana pero a los que no podía ver con aquellas alturas por medio; pensó en María, acostando seguramente a los chicos y de pronto algo le hizo aguzar la vista y el oido…
          -Ha sido como un resplandor por encima de la sierra….
          -Sí, también yo lo he visto.
          -Como si hubiera sido un relámpago, pero…. el cielo está sereno y ni una nube pasajera tapa las estrellas.
          -A veces, aquí en las montañas, se producen cosas extrañas como ésta.
          -¿Lo has visto más veces?
          -Sí, a veces, la gente dice que son los duendes… que trabajan en sus fraguas….
          -Eso dice también, a veces, mi gente.
          -Pero a nuestro cura, el hermano Martín, no le gusta que se diga eso… prefiere decir que son los ángeles…
          -¡Tenéis también un fraile Martín?, no lo he visto en la hoguera esta noche…
          -No está ahora, salió de cacería con algunos compañeros; tras la sierra hay una gran llanura, Azálvaro la llamaban los moros, donde abundan los jabalíes y los gamos. Aún tardará uno o dos día en volver; aprovechan para vigilar por si pasan tropas por esa zona.
          -¿Cómo es el monje?

          -Como todos, regordete, risueño, vascuence…

9 de mayo de 2017

Tierras del Cardeña. 4

          -Aquí arriba voy a montar la capilla…
          -¿Cómo que aquí arriba?, no, aquí se hará un puesto de vigilancia, como ya dije.
          -Una buena capilla de piedra, no como la otra; ésta la quiero duradera.
          -Martín…. ¿no me estás oyendo?
          -Habrá que buscar un buen cantero, no quiero cualquier cosa.
          -¡Fraile!
          -Dicen que en Segovia hay unos muy buenos, tendré que ir a hablar con ellos.
          -¡Maldito fraile Martinico! ¿Es que no me oís?
          -Creo, Íñigo, que tendrás que buscar algo con lo que pagar a los canteros cuando vengan.
          -¿No me oís o no me queréis oir? Ni una blanca voy a poner, ni mío ni de mi gente.
          -Claro que… si va a haber dificultades…. Creo que en mi mochila tengo algunos ahorros.
          -Vais a conseguir que os eche de aquí, ¡No necesitamos frailes cabezones y a los que no les importe nuestra seguridad!
          -De buena piedra y con aspilleras, por si necesitamos defendernos de algún ataque musulmán y, por supuesto, con la cabecera hacia oriente, hacia la cuna de nuestro Salvador.
          -Os dejo, Martín, si no acabaría por echaros a puntapiés; mañana hablaremos, cuando se os haya pasado esta locura que os ha entrado.


          Y el buen fraile se quedó allí, de pie, paseando la mirada por la cima del promontorio…
          -Habrá que nivelar esto…. (susurró para sus adentros).
          Íñigo bajo del cerro dejando al fraile midiendo a grandes zancadas el terreno y parándose de vez en cuando como si contemplara una pared ya levantada o una puerta recién puesta; sentado en una de las piedras que por allí había, Mikel, el primogénito de Íñigo, le veía ir y venir mientras lanzaba la mirada a lo lejos, a lo alto de la sierra, como queriendo ver lo que pudiera haber detrás.
          -Martin… ¿Habéis visto esta piedra? Tiene como signos.
          Martín alzó la vista ante las palabras del muchacho, se acercó a él y miró hacia una gran losa de granito que señalaba el chico con la mano.
          -A ver… sí, son letras.
          -¿Letras?, ¿hay algo escrito? ¿qué es, árabe?
          -No…. Parece latín.
          -¿Latín?, ¿lo que se dice en la misa?
          -Sí, eso…
          -Y… ¿qué dice?
          -No sé…. Está muy borroso; parece una lápida de una tumba.
          -¿Una tumba?
          -Exacto, aquí abajo debe de estar enterrado algún romano.
          -Romano…. ¿Quiénes son esos? ¿Romanos como el Papa?
          -Casi… ¿ves estas letras? Son una S, una T, otra T y una L….; son iniciales que significan “que la tierra te sea leve”; una fórmula mágica que usaban los paganos en sus enterramientos.
          -¿Cosas de brujas?
          -Casi.
          Y levantándose volvió a sus quehaceres de medir y mirar, sonreir para sus adentros y levantar la vista meneando la cabeza o asintiendo vigorosamente como si se diera a sí mismo la razón.
          Mikel también sonreía mirando al fraile ir y venir; todos decían que el hermano estaba un poco loco, pero era simpático y ayudaba a unos y a otros en sus trabajos sin darles la lata (demasiado) con sus deberes religiosos; era extraño aquel fraile, a veces parecía recién salido de una taberna o de una pelea entre borrachos y otras parecía brillar con un halo de santidad como si fuera un ángel o… un duende.
          Sí, muchas veces, los chicos hablaban entre sí de Martín y siempre había alguno que decía que les recordaba uno de aquellos seres fantásticos que formaban parte de las consejas que sus madres o abuelos les contaban, de pequeños, cuando llegaba la noche y aún no les venía el sueño.
          -¿Qué, sigue Martín con su gaita de la iglesia?
          -Con esa murga le he dejado.
          -¿Por qué se habrá empeñado en venir?; no te digo yo que más tarde… cuando nos hubiéramos instalado…
          -Tiene la cabeza como una de estas piedras.
          -¡O más dura todavía…!
          -Sí, ¡seguro que más dura!
          -Mañana cortaremos esos árboles de por allí, así dejaremos limpios los alrededores y tendremos más visión; no dejaremos que ninguna bestia se pueda refugiar y luego atacarnos.
          -Son buenos árboles, nos servirán para hacer las paredes de las cabañas…
          -Luego habrá que darlas de barro por dentro para tapar las rendijas….
          -Sí, ya sabemos cómo son los inviernos por estos lugares… y en dos meses o menos, lo tenemos aquí.
          Al rato vieron bajar al buen fraile, sonriente como siempre, y comenzó a echarles una mano en todo lo que necesitaban; ya fuera levantar algún refugio provisional para pasar la noche o limpiar las orillas del río a fin de poder utilizar el agua más cómodamente.
          La noche llegó y en el campamento se encendió una buena hoguera para cocinar y calentarse, pronto llegaron las risas y el jarro con la cerveza pasó de mano en mano, hasta los chicos más mayores probaron del mismo; mañana sería otro día y, aunque ya no tuvieran que desplazarse, les esperaban tareas más duras: cortar los árboles, acarrear piedras, levantar las cabañas… y todo ello sin dejar de vigilar y realizando los trabajos cotidianos para atender a sus necesidades más básicas.
          La luna se elevaba entre los recortados picos de las sierras mientras una fina columna de humo se elevaba hacia un cielo sin nubes, tachonado con miles de estrellas y, a lo lejos, el aullido del lobo y el ulular del búho, componían una melodía que, lejos de asustarles, les indujo a un profundo y reparador sueño.
          Ya estaban las cabañas levantadas y, digamos, la vida había tomado un ritmo que podríamos llamar monótono… cazar, recolectar, cortar leña, mover las piedras, pescar, coser, alimentarse…. Se estaban acostumbrando rápidamente al nuevo lugar, más expuesto por abierto pero, a la vez, más interesante, más libre; Íñigo decidió que era tiempo de recorrer los alrededores y comprobar que otros asentamientos había por las cercanías; su propósito era llegar hasta la antigua ciudad de Abila, ver en qué estado se encontraba, quienes eran sus moradores y tomar contacto con las comunidades cristianas que encontrara, si las había, en su camino; iría solamente con su hijo mayor, Mikel, pues no se podía dejar el nuevo poblado sin el mínimo de gente necesaria; a la vuelta sabrían cual podría ser su futuro, si es que lo tenían, y llamar a otros colonos para que aquel futuro pudiera ser real.

          La mañana apenas había nacido cuando Íñigo y Mikel se despidieron de sus compañeros y marcharon en dirección poniente.

3 de mayo de 2017

Tierras del Cardeña. 3


          Para que os hagáis una idea de lo dificultoso de la marcha de nuestros amigos, sólo os diré que, de vez en cuando, alguno de los chicos se tenía que subir a un árbol de los más altos, desde donde se divisasen las cercanas montañas, para ver si iban en la dirección correcta;  su idea era acercarse a otro pequeño río, la cercanía del agua era una condición indispensable, que bajando de la sierra se alejaba en dirección norte hacia la llanura.
          No es que la distancia fuera mucha, pero la lentitud debida al acarreo del ganado y las sucesivas paradas a causa de la poca edad de alguno de los niños; lo abrupto del terreno, donde muchas veces había que “construir” el camino, pues las viejas trochas se cubrían rápidamente y la conveniencia de hacer todo aquello con el menor ruido posible por si había patrullas o vigías mahometanos, hizo obligatorio que, llegando la noche, tuvieran que parar para reponer fuerzas y por la imposibilidad de seguir al no poder ver puntos de referencia para la dirección que querían tomar.
          Al abrigo de unas altas peñas, en la ladera de unos de aquellos barrancos ocasionados por pequeños arroyos que venían de las montañas, encendieron un pequeño fuego para calentarse, una vez que comprobaron que los reflejos de las llamas no delatarían su presencia a algún improbable merodeador nocturno.


          -¿Queda mucho? –inquirió Andrés a Íñigo-.
          -Mañana, al mediodía, estaremos en nuestro destino.
          -Estoy deseando salir de esta selva, me agota el no poder ver con claridad hacia dónde vamos.
          -Ya sabes cómo es esta tierra; de todas maneras, cuando esta pendiente acabe hay una especie de otero, desprovisto de vegetación, a cuya sombra podremos construir nuestras cabañas; sigue habiendo muchos árboles, pero aquella altura da un poco de respiro y deja ver mucho terreno; a los pies, al sur, corre un riachuelo y cerca, pasado éste, hay otra selva, grande, de robles y quejíos.
          -¿No estaremos muy expuestos?
          -Algo más que en San Mikel, pero también tiene mejor defensa; se ve enseguida quien se acerca y la altura te da ventaja.
          -¿Ya has pensado en cómo lo llamarás?
          -Cuando lleguemos allí, lo decidiremos entre todos; no estaría bien que lo decidiese uno solo.
          -No os preocupéis –terció Martín- en cualquier lugar en que se levante algo en nombre del Señor, Él estará allí y os protegerá. Por eso vengo con vosotros, soy su representante y yo haré que nada malo ocurra.
          -Muy optimista os veo, freire; tal vez los moros no lo vean como vos… y su Mahoma también les proteja a ellos.
          -¡Bah! ¡Paparruchas!, ese Alá y su Mahoma poco pueden hacer en tierras de cristianos, y menos a nosotros que de tan buena tierra venimos.
          -¿De dónde sois, Martín?
          -Como vosotros vengo del norte; más allá de Cardeña, donde tenemos una abadía; más allá…hay un río, le llaman Delagua, que corre entre montañas y valles moviendo las piedras de los molinos y regando los verdes pastos donde se cría el mejor ganado del mundo.
          -¿Delagua?, ¿no será eso en tierra de vascones?
          -De allí mismo… o muy cerca.
          Los chiquillos dormían cerca, intentando calentar sus cuerpos apretujándose unos con otros y tapados por gruesas pieles que sus madres le habían echado por encima; las mujeres hablaban entre sí, en voz baja a la vez que intentaban escuchar lo que hablaban los hombres; sus próximos pasos estaban en sus manos y aunque su opinión no iba a ser tenida en cuenta en público, en privado sus “peros” o sus “tal vez”, sí tenían importancia.
          -¿Hay algún puesto moro por los alrededores?
          -No lo sabemos con seguridad, no hemos visto rastro de ello, pero sí que se han visto patrullas con una cierta regularidad.
          -¿En el sitio donde vamos?
          -No precisamente allí, pero sí bastante cerca.
          -¿Será peligroso?
          -Sí; para que os lo voy a negar; todos los que estamos a este lado del Duero peligramos. Pero tenemos la ventaja de que ahora están los moros muy ocupados en sus asuntos internos y nos hacen poco caso; esta tierra no es muy rica y quitando las ciudades y los pueblos grandes nada atrae a sus reyes, no tenemos riquezas ni grandes rebaños que les interese conseguir; en nuestra pobreza tenemos una de nuestras mejores defensas.
          -Y si no…. ¡Dios proveerá! –terció Martín-.
          A la mañana siguiente, no bien apareció la primera luz por el este, la comitiva se puso en marcha como había hecho el día anterior; pero ya veían las montañas al alcance de la mano y empezaron a darse cuenta de que el bosque comenzaba a ralear…
          Era el momento de tomar más precauciones, aquel grupo de gentes, numeroso para lo que era el lugar y el momento, acarreando múltiples enseres y algo de ganado, podría ser fácilmente avistado si había alguien de guardia; así que, Íñigo mandó por delante a sus hijos mayores para que, sigilosamente, actuaran de avanzada y dieran la voz de alarma si se veía algo sospechoso.
          En un momento determinado, Íñigo se paró y señaló un pequeño cerrete, delante y a la izquierda, que se recortaba contra el gris azulado de la sierra.
          -Aquel es nuestro objetivo –dijo señalando el sitio-. Lo más difícil, hasta ahora, está hecho; como veis, los árboles ya no nos protegen, pero los chicos no han avisado, por lo que no debemos temer nada.
          Un suspiro de alivio y, ¿por qué no?, de alegría, salió de casi todas las gargantas; estaban en medio de una gran dehesa, con cientos de encinas diseminadas por todo el terreno que se veía rojizo bajo la hierba rala.
          Siguieron subiendo, como habían hecho desde que salieron de Cardeña, pero la distancia con aquel promontorio prometido menguaba a ojos vista; no se atrevían, pero si lo hubieran hecho, habrían alzado sus voces en algún canto de alegría y esperanza.
          A poco vieron como los muchachos que se les habían adelantado, movían los brazos en frenético vaivén y saltaban dándoles ánimos para que llegaran a donde les esperaban; aquello significaba que no había peligro cercano y que podían dar rienda suelta a su alegría.
          Y sí, los vítores, los ultreia, los aleluyas, brotaron de sus gargantas en un coro agradecido; ahora sí. ¡Ya habían llegado!.
          -¿Veis?, es como os dije; desde aquí se puede ver a una gran distancia, bien es verdad que hay mucho bosque y no todas las partes se ven igual de bien…
          -¿Y el río, dónde está?
          -Ahí abajo, a nuestros pies, ¿notáis esa línea más verde que baja de la sierra, entre aquellos dos cerros? Va a perderse allá, hacia la izquierda, desemboca en nuestro Cardeña…
          -Levantaremos las casas cerca del río y aquí haremos un puesto de vigilancia amontonando piedras para que parezca algo natural.
          -¿Lleva mucho agua?
          -Menos que el Cardeña, pero suficiente para nuestras necesidades, no pierde caudal en todo el año.
          -¿Y aquella montaña con jorobas?
          -Allí haremos, con el tiempo, otro puesto de vigilancia, en esa dirección está Abila, fue una gran ciudad, pero ahora está casi abandonada; aunque creo que hay algunas tropas asturianas de retén; tuvo hermosas murallas y quieren volverlas a levantar.
          -Bueno, nosotros a lo nuestro; bajemos a la cañada a ver dónde instalamos nuestras chozas; madera y barro no nos va a faltar por lo que veo.
          -Bajemos; podéis elegir el lugar que mejor os convenga.
          Íñigo se quedó arriba, sentado sobre una piedra, en lo alto del cerro; miraba hacia el sur, hacia las montañas que se elevaban frente a él; estaban alfombradas de un  espeso bosque de robles que llegaban casi hasta sus cimas, en las que raleaban dejando ver rocas puntiagudas; bajó la vista hacia sus compañeros que se acercaban al río que corría allá abajo, podía oir como sus aguas saltaban en algún desnivel del terreno formando pequeñas cascadas y, al mirar, se encontró con los ojos de María que esperaba un poco por debajo de él; sus grandes ojos azules le sonreían… ya no era la chiquilla con la que había corrido por valles y praderas allá en el norte; pero su mirada sí era la misma, esa mezcla de confianza y de interrogación.
          -¿No bajas?
          -Ahora iré, vete eligiendo un buen sitio, ya sabes, un lugar que no se nos inunde cuando llueva.

          -Claro…