14 de octubre de 2019

Aldeavieja: lugares: Peña Horcada y Verraco Gordo.


Hoy quiero mostraros dos lugares, quizás no demasiado conocidos, pero que tienen un “encanto especial”, están ya cerca de la frontera con Villacastín, es más, uno de ellos forma parte de la serie de hitos que se señalaron como indicadores de la división entre los dos municipios (Aldeavieja y Villacastín) cuando los dos formaban parte de la tierra segoviana.
Conocéis Peña Horcada o, como se llamaba en la antigüedad, Peña Forcada; y habréis pensado, también, que su nombre se debe a su forma, como dice el diccionario de la RAE, horcada significa “con forma de horca”, ese utensilio de madera, o de metal, utilizado por todos los labradores, desde que el mundo es mundo hasta hace poco más de cuarenta años; un utensilio que ha pasado de ser casi imprescindible para la cosecha de los cereales a convertirse en pieza de museo.


Pero, ¿habéis tenido en consideración que su nombre puede provenir de otra cosa, de un animal, por ejemplo? ¿no son un par de cuernos, quizás?, ¿no representa a ese animal totémico tan presente en todo el centro de la península, el toro, el verraco, el animal por excelencia de los vettones y, a través de ellos, de toda la gente hispana?.

Los verracos, representación en piedra de los animales que constituían la riqueza de los pueblos celtas de la zona, se consideraban como protectores de los ganados y en general de las comunidades indígenas que los realizaron, ya como demarcadores de los pastos de mejor calidad, o como hitos que señalaban los límites de un determinado territorio.

Tenemos un ejemplo de lo mismo en el lejano palacio del legendario rey Minos en Cnosos, en la isla de Creta, donde se encontró, durante las excavaciones realizadas por Evans, una escultura que representaba dos cuernos de toro.

Contemplad la roca: hincada sobre otras grandes moles de granito, se eleva, orgullosa y señorial, la Peña Horcada, pero si os acercáis y la veis desde más cerca, observaréis que, entre las astas, corre un canal, la piedra alisada nos recuerda que por ella han pasado no sólo las aguas de la lluvia sino, también, otros fluidos sacrificales, como sangre de animales, o de enemigos vencidos. Asimismo, bajo el cuerno de la izquierda, tras una protuberancia que, en algún momento de la historia, se ha roto, hay una cazoleta, típica de los vettones, que utilizaban para recoger agua de lluvia o colocar las ofrendas para el sacrificio.



Antes señalaba que estas señales se colocaban en lugares que indicaban buenos pastos y, como todos sabemos, a su lado, termina (hoy día) el bosque de El Valle, uno de los parajes que, en nuestra tierra, ha sido utilizado desde tiempos inmemoriales, como lugar de pasto y cuidado de los rebaños de los que tan rica ha sido nuestra localidad.

Pero, hay más; dentro de El Valle, y a unos escasos cien o doscientos metros, se encuentra el paraje denominado Verraco Gordo; me imagino que todos o casi todos lo conoceréis, si no es así, os voy a indicar cómo llegar a él, pues merece la pena echarle un vistazo.


Saliendo del pueblo, se coge el Camino de Abajo del Cubillo, ya sabéis, el que cruza El Valle; cuando se va a salir de él, a cincuenta metros de la portera de salida, se toma una vereda que sale perpendicular al camino que traemos, a la izquierda; unos pocos minutos nos llevan a una pradera entre los árboles en medio de la cual se levantan unos grandes peñascos, que son nuestra meta.
Se pasa un primer cerco y, ante nosotros, se alzan las piedras, como si fueran un gran animal tumbado; subiremos a las peñas y mirando a nuestro alrededor nos daremos cuenta de que estamos en un lugar excepcional, rodeados de robles y, al fondo, la sierra; más cerca una espléndida pradera que en verano y primavera da alimento a las reses que allí se cobijan y, cruzándola, las huellas de dos arroyos que, los más mayores, recordaremos llenos de agua durante la primavera, regando los pastos y alimentando una gran variedad de fauna.


Ahora, mirad a vuestros pies; aquí y allá veréis cazoletas excavadas en la piedra, de todos los tamaños, circulares o de otra forma, si ha llovido estarán llenas de agua: esa es su función, recoger la lluvia para poder utilizarla; estas cazoletas son típicas de la cultura celta y las podéis haber visto en otros castros de la provincia: Ulaca, las Cogotas o Chamartín.


En la parte más cercana a los árboles, adivinaréis una especie de subida en rampa y, en el lado contrario, paredes lisas que podrían haber servido como parte de habitaciones o refugios; en una de ellas hasta se encuentran rastros de fuego que ha manchado las piedras.
Mirando acá y allá es fácil imaginarse suelos de cabañas, hogares, escabeles y asientos; la roca ha sido cortada, y no precisamente ayer, y pulida o alisada en innumerables sitios.


¿No es el sitio ideal de un pequeño castro de ganaderos o un refugio en los días y noches de relente mientras se vigila el ganado? Y, a poca distancia, ya sabemos, la roca Horcada que visibiliza y señala el lugar como el más adecuado, de los alrededores, para que el ganado pazca.
¿Por qué ese nombre de Verraco Gordo?, ¿quizás se localizó aquí una de esas esculturas en granito, representando toros o cerdos, que hoy se custodian en museos o lugares públicos?, hay tantos encontrados hace cientos de años de los que no se tienen noticias del lugar donde se hallaron…



No quiero aburriros con más indicaciones o suposiciones, id allí, vedlo y, luego, comentad sobre ello; me gustaría saber cuál es vuestra opinión.



4 de octubre de 2019

Aldeavieja: rutas y excursiones. IX.


9. Visita al pueblo.

      Esta es la última excursión, o quizás debiera haber sido la primera, tanto da el orden. Sólo se trata de un pequeño paseo por el núcleo urbano, callejear un poco, ver las cosas curiosas que aun se conservan, contemplar los edificios o monumentos que legaron tiempos pasados, en fin, conocer un poco más Aldeavieja.
      A la puerta de nuestro alojamiento (vamos a suponer que nos alojamos en la casa rural “Sexmo de Posaderas”), situado en la calle Angosta, cogeremos el lado izquierdo para salir, en unos pocos pasos, a la calle Rodeo; torceremos a la izquierda y después a la derecha por la calle Domingo Castro Camarena, ésta es la única calle del pueblo con nombre de persona, Domingo fue uno de “los últimos de Filipinas”, de los que seguramente habréis oído hablar; se trataba de uno de aquellos soldados que, sitiados en el pueblo de Baler, aguantaron la presión y las armas de los insurrectos tagalos durante más de un año una vez firmada la paz que acabó con la guerra hispano-yanqui que liquidó el imperio colonial español, allá por el año 1898; Domingo Castro, soldado de segunda, era cantero, y nacido en este pueblo, lo que hizo que su nombre sonara al otro lado del mundo.
      Al acabar la calle, flanqueada por hotelitos de diferente factura, se llega a la verja que encierra la ermita de San Cristóbal. Tomaremos una senda que discurre a la izquierda de la puerta, veremos las cruces que forman la última parte de un Vía Crucis que, años atrás, recorría todo el pueblo; sencillas cruces de granito en cuya base está grabada la explicación del “paso” que representa: caída de Jesús, la Verónica, el Cireneo… y que acaban junto a la puerta de la ermita en un crucero de diferente factura que se recorta contra el cielo; la ermita fue reconstruida en el año 2000, por su propietario de entonces, el músico Manuel Seco de Arpe, hijo del pintor Rafael Seco Humbrías, que había heredado la ermita y una de las casas nobles, que luego veremos, de Manuel de Arpe, restaurador del Museo del Prado y uno de los responsables de la salvación de muchas obras de dicho museo durante la guerra civil.


      La restauración respetó la forma antigua de la ermita, aunque muchos de sus elementos habían sido robados o destruidos, añadiéndole una torre y una casa en su lado norte. La construcción primitiva data del siglo XI ó XII, era la parroquia de uno de los caseríos que dieron lugar, en la Alta Edad Media, a los pueblos de Aldeavieja y Blascoeles, al unirse entre ellos; de la construcción original sólo resta la cabecera: un ábside poligonal de buena piedra berroqueña, reforzada con contrafuertes de granito y coronada por ménsulas u canecillos de piedra caliza: las demás paredes son fruto de reconstrucciones efectuadas en diferentes épocas, sobre todo en los siglos XVI y XVIII y tanto la techumbre, como la torre y la casa adosada son obra de nuestros días, en su última, por ahora, reconstrucción.
      El edificio, actualmente, es propiedad particular, por lo que se nos privará de conocer su interior y gozar con la magnífica vista que, desde su puerta, nos muestra la llanura castellana que se extiende a los pies de la sierra. Durante unos breves años ha servido de museo de la obra pictórica de Rafael Seco y como sala de conciertos; su venta, por motivos económicos, nos ha privado de un magnífico proyecto cultural y de su utilización como lugar público.
      Después de esta visita volveremos sobre nuestros pasos y entraremos de nuevo en el pueblo por la calle Ancha. A poco de entrar en ella, veremos a nuestra izquierda una casona de piedra, antigua, de dos pisos (que se dice fue el hogar de Luis García de Cerecedo, el mecenas que mandó construir la capilla de San José, adosada a la iglesia parroquial y otras obras religiosas en dicha iglesia o en la ermita del Cubillo) y, frente a ella, una calleja (calle del Cuartel) que acaba en una casa señorial, de dos plantas, piedra labrada y coronada por un escudo de armas; es una de las dos casas blasonadas que subsisten en el pueblo; ahora es residencia de los descendientes del pintor Rafael Seco, del que hemos hablado al referirnos a la ermita de San Cristóbal, el nombre de la calle donde se encuentra viene dado a que el edificio sirvió de cuartel de la Guardia Civil en los años de la guerra de 1936-1939.


      Si continuamos la calle que sigue a la izquierda de la casa,  llegaremos al Alto de la Barrera, allí se ha levantado una gran nave que sirve de secadero de jamones (hoy abandonado por la crisis que nos castigó hace unos años) y las antenas de la telefonía móvil; desde allá arriba hay una muy buena vista del pueblo, sus casas, los campos que le rodean, la sierra y al atardecer es un sitio inmejorable para contemplar la puesta sol.
      Bajaremos con la calle del Monte, que desemboca de nuevo en la calle Ancha, justo a nuestra derecha está la otra casa señorial de Aldeavieja; pocos rasgos conserva de su pasado esplendor, excepción hecha del escudo que preside la fachada y de una de las rejas, a la izquierda de la puerta principal; esta fue la casa solariega de don Juan Becerril, hijodalgo, caballero de la Orden de Calatrava y que fue capitán de las Milicias Provinciales de Ávila allá por el año de 1760; el escudo, muy bien labrado, rodeado de armas y banderas, y con la venera de la Orden a la que perteneció, está dividido en cuatro cuarteles: arriba, a la izquierda las armas de los Becerril: un becerro rodeado de ocho estrellas; abajo, en el mismo lado, las de los Alonso: una faja en la boca de dos dragantes, arriba tres estrellas y abajo un león; a la derecha, arriba, las armas de los Esteban: un león y cuatro fajas y abajo las de los González: un castillo con tres torres.


      La calle baja, a la izquierda desemboca en la plaza mayor, en vez de eso torceremos a la derecha, allí se ensancha en una plazoleta en las que hay unas magníficas muestras de arquitectura popular, gozad de esas puertas de madera, partidas, y de los arcos que las cobijan; de esa plazuela sale una calle (la de la Amargura) que acaba en el campo y, a su izquierda la calle de la Randa, calleja más bien, que nos encamina a la calle Real; como es lógico, todas son calles cortas, que nos muestran casas abandonadas, o casas restauradas, muchas de nueva fábrica y unas pocas, muy pocas, que guardan el sabor tradicional. Al acabar la calle, en el centro, está el edificio de las antiguas escuelas, hoy abandonado, junto a una de sus paredes, cerrada con una tapa metálica, hay una antigua fuente de fresca agua; giraremos a la izquierda, rodeando las casas, tomaremos la calle del Barranco, a la derecha vemos una carretera que lleva a Blascoeles.
      Esta calle nos encamina a la plaza mayor, a la izquierda están las puertas traseras de las casas que hemos visto en la calle Real; a la derecha, pasada una huerta a la que está adosada una placita que sirve de tentadero en las fiestas, junto a un transformador de electricidad y la casa de los antiguos lavaderos (hoy convertido en sede de una de las Peñas de las Fiestas) está el Ayuntamiento nuevo (actualmente en desuso para esas funciones y que acoge la consulta médica), un poco más adelante la iglesia parroquial de San Sebastián, del siglo XVI, que sólo podremos visitar si es día festivo. Su torre y sus tejados están llenos de nidos de cigüeñas.
      Subiremos por la calle en la que está el Ayuntamiento y que lleva recta hacia la carretera nacional, poco antes de llegar a ella está el barrio de La Cabezuela, formado por casas nuevas que sólo están habitadas en verano o los fines de semana. Cruzando la carretera veremos, junto a construcciones nuevas, otras de gran sabor tradicional; junto a una fuente, de la que en verano sale un hilillo de agua, parte una calleja en cuyo fondo observamos una construcción original: se trata de una antigua fuente, tipo pozo, construida en el siglo XVII ó XVIII con las piedras de un antiguo campanario; en el centro, una columna divide el ancho hueco por el que antiguamente se sacaba el agua en cubos; hoy una rejilla metálica impide que pueda haber un accidente; esta fuente ha sido restaurada recientemente y es un ejemplar único que, además de estar muy bien conservado, sigue cumpliendo sus funciones, pues el agua de la fuentecilla que vimos antes viene de ella.


      Cruzamos la carretera de nuevo y poco más adelante, en el otro lado vemos un edificio solitario: se trata del antiguo parador; es la posada de tiempos pretéritos; vemos su arquitectura sencilla pero adecuada, con grandes puertas para guardar carruajes en sus amplios patios y una vivienda grande, de dos alturas, con pocas pero sencillas y cómodas habitaciones; funcionó como tal hasta mediados de los años sesenta; a continuación se alza la ermita del Cristo de la Luz, en la que se guardaban imágenes de la Semana Santa y que hoy, restaurada y remozada, está dedicada a San Cristóbal; es de los siglos XVII y XVIII, lo más curioso es la cruz que remata la ermita; si os fijáis bien, en los brazos de la cruz, encontrareis los símbolos de la Pasión; la lanza de Longinos, la corona de espinas, la escalera…


      Enfrente, a nuestra izquierda, el edificio de las escuelas, levantado en los años cuarenta, y las antiguas casas de los maestros. Seguimos por este paseo que bordea la carretera; a ambos lados están las antiguas eras en las que se trillaba, se aventaba, se limpiaba y se ensacaba el cereal; en verano el pueblo vivía aquí; aquí comían, almorzaban y hasta dormían, cuidando y vigilando el fruto de un año de trabajo. A la derecha vemos una cruz de piedra que formaba parte del Vía Crucis que recorría el pueblo; llegamos al final, a la derecha se ve un restaurante: La Aldea, os lo recomendaríamos si estuviera abierto, pero…, pero ahora continuemos: a la izquierda bajan unas escaleras hasta una placita: la Aceiterilla; a la derecha, en la fachada de una de las casas se ven, incrustadas, dos piedras de molino, son muelas pequeñas, de granito que debieron servir en tiempos, para fabricar aceite, de ahí el nombre de la plaza.
      Desde aquí, torceremos a nuestra izquierda, en dirección a la plaza, dejaremos a nuestra izquierda las antiguas eras, reconvertidas la mayoría en aparcamientos de camiones de gran tonelaje o en fincas con su chalet; a la derecha casas más o menos grandes, muy pocas guardan la estructura original, fijaos en la última, ya haciendo esquina con la plaza, tiene una gran puerta de madera y en tiempos un tejadillo emparrado la cubría dando sombra a sus moradores cuando salían a tomar el sol de la tarde, en las jambas tiene grabadas dos cruces, esquemáticas, puestas allí para santificar y salvaguardar la casa.
      Ante nosotros se abre la plaza de la Constitución, su nombre viene de la de 1812 (la Constitución por antonomasia) y ese nombre ha conservado durante toda su historia, bajo todos los regímenes políticos existentes en doscientos años.


      A la izquierda, veremos la fuente de piedra, con sus cuatro caños, donde durante siglos la gente del pueblo iba a llenar sus cántaros y botijos y llevaba a abrevar a las caballerías, hoy tiene instaladas unas mesas y unos asientos de piedra delante para que, durante las fiestas, los vecinos puedan degustar las parrilladas que se hacen a la sombra de los árboles; al fondo las escuelas con su porche abierto y su reloj pintado, ponen una nota de alegría.
      A continuación la iglesia. Grande, de piedra labrada, resaltan en ella el campanario y el pináculo de la capilla de san José, que enmarcan su entrada. Ante la puerta una cruz de piedra, en seguida se nota la discordancia entre la cruz y su peana, la primera nueva, colocada en el 2004 al romperse la anterior y la peana, antigua, del siglo XVI, a poco de construirse la iglesia, con una inscripción que dice:

JUAN BASTONES
ESCRIBANO Y CA
TALINA SANCHEZ
SU MUJER AÑO 1571

y en la cara opuesta un escudete con tres clavos, símbolo de la crucifixión.
      A los lados de la cruz observaremos unos asientos de piedra, corridos, de una gran antigüedad y otras piedras; una de ellas es la peana de otra cruz que aún conserva parte de su inscripción: es del año 1666 y fue erigida en memoria de Juan Bastones, cuyo nombre vimos en la otra cruz. Una curiosa piedra acanalada nos hace recordar que este pueblo perteneció a la Tierra de Segovia, formaba parte de la antigua conducción del acueducto segoviano y cuando fue restaurado se regalaron estas piezas a las poblaciones que habían estado bajo su jurisdicción.
      El interior de la iglesia contiene algunas piezas y elementos dignos de verse. El altar mayor se adorna con un retablo barroco en el que resalta la figura de San Sebastián, patrón del pueblo y titular de la parroquia; está sucio y poco cuidado, pero su factura no es mala. La cúpula, gótica, enseña los nervios apuntados adornados con medallones en los cruces; a la izquierda del altar mayor está la capilla de San José, erigida por Luís García Cerecedo, rico hombre que, en el siglo XVI, se encargaba de proveer de caballerías a la Corte; la capilla, lujosamente adornada, tiene pinturas de Herrera el Mozo y de francisco Camilo y su retablo fue construído por uno de los maestros más conocidos de la época: Sebastián de Benavente.


      El templo, de tres naves, tiene otros dos pequeños retablos en la cabecera de cada una de las dos laterales, también barrocos y de buena factura.; en la pared sur hay dos objetos curiosos: uno es un cuadro, grande, barroco, de la Virgen del Cubillo, ante el que se hace la novena que se la dedica en el mes de septiembre; el otro es un cristo crucificado, de los siglos XV ó XVI, al que se tiene gran devoción y cuya festividad, a mediados del mes de septiembre, se celebra con gran afluencia de público; es el “Cristo de los Mozos”, ya que forman (o formaban) su cofradía los jóvenes de la localidad al alcanzar su mayoría de edad, en una suerte de iniciación de paso a la madurez y en la que es típico el lanzamiento de cohetes acompañado por el repique de campanas  mientras se le lleva en procesión por las calles del pueblo, acompañado por la dulzaina y el tamboril a cuyo son se bailan, incesantemente, las jotas segovianas.
      Antes de abandonar la iglesia, echad una mirada a la pila bautismal, colocada al fondo, a la derecha, en un oscuro rincón, y que procede de la iglesia de San Cristóbal, es de talla románica; mirad también la tribuna, realizada en madera, y desde la que tendréis una buena vista de toda la iglesia.
      Volvemos a la plaza; se ha renovado recientemente, haciéndola más amplia y más abierta; antes, por el lado que da a la iglesia, estaba cerrada por unos toriles, ya que en esta plaza se celebraban las corridas de toros en las festividades, y una arboleda. A su alrededor se levantan algunas de las mejores casas del pueblo; frente a la iglesia está el Ayuntamiento antiguo, recientemente restaurado, y a sus lados las casas de los Gordos y de los Morenos que hasta mediados del siglo pasado constituían la “aristocracia” del lugar.
      Retornando sobre nuestros pasos cogemos la calle Segovia, arteria principal del pueblo; a nuestra derecha, haciendo esquina con la primera bocacalle, se ve una casa, grande, pintada de amarillo, casi enfrente, pero al otro lado de la calle, se ve una mansión, enorme, de una sola planta; que fue propiedad de la gente más poderosa de la aldea; en sus salas, muy espaciosas, se jugaba al billar y se organizaban bailes en los meses de verano; después, vacía ya, han servido sus paredes de recuerdo de las quintas habidas en el pueblo, con curiosas pintadas que los actuales propietarios han tapado.
      Poco más adelante, la calle se ensancha y se divide en dos; en la encrucijada hay una cruz de hierro, fechada en 1620, que hoy día es la parada obligada, durante la Fiesta del Cristo, de la procesión que recorre el pueblo, y a su vera se procede al rito de besar los pies de la imagen del crucificado; la calle Segovia sigue por la derecha; allí mismo vemos la casa que alberga el bar “El Molinero”, único que queda de los cinco que hubo en el casco urbano hasta los años sesenta del siglo pasado.


      Acaba la calle, a la derecha vemos el cementerio; torcemos a la izquierda y estamos de nuevo en la calle Angosta, de dónde hemos salido.