29 de junio de 2017

Tierras del Cardeña. 10.

          Llegó el invierno, la nieve empezó a caer a finales de octubre y ya no paró hasta finales de noviembre; había dado tiempo, sin embargo, para levantar seis o siete chozas más, techarlas y darlas de barro exteriormente para que el frío no se colara entre el ramaje que conformaba sus paredes; la vida comunal se hacía dentro de la iglesia, como era lo normal en aquellas épocas y las reuniones comunitarias, las comidas conjuntas y toda suerte de actos participativos se realizaban dentro de sus paredes.
          Allí se preparaban las expediciones de recogida de leñas o las batidas de caza para surtir la despensa de la aldea; como había predicho Martín, la posesión de una buena ermita de piedra, bien techada y protegida les estaba siendo de una enorme utilidad.



          En diciembre las nieves y las heladas arreciaron y la aldea se convirtió en un lugar blanco y cerrado envuelto en nubes de humo que salían por los techados de las cabañas. Aquello les llevó a convencerse de que en la próxima primavera aquellas cabañas deberían convertirse en casas de adobe y piedra que pudieran aguantar aquel clima extremo.
          En otro orden de cosas nacieron tres nuevos vecinos en la localidad, los primeros realmente originarios de Aldea Vieja y aquello dio lugar a una gran alegría que confirmó la confianza de sus habitantes y los envolvió en una bruma de esperanza para el futuro.
          Llegó, como no, la primavera; y fue una época revuelta, peligrosa y que acabó por unir todos los hilos sueltos que pudiera tener la nueva comunidad.
          Hacia marzo se empezaron a ver partidas de moros que, como avanzadillas, tanteaban las fuerzas de los cristianos y las riquezas que hubieran podido acumular; si eran pocos se les despachaba con premura y se añadían nuevas armas y monturas al arsenal comunal; si eran muchos, se refugiaba todo el mundo en la iglesia y desde sus ventanucos se disparaba, con buena puntería, sobre los enemigos que preferían pasar corriendo por la zona que intentar un asedio que les podía costar muy caro, sin ganancia visible, o atrasar sus intenciones para con otros lugares.
          Una mañana de abril nuestros vigías anunciaron que, de la parte de Segovia, venía una gran partida de árabes bien armados y caballeros en aquellos corceles blancos y rápidos que habían conseguido criar a orillas de los grandes ríos de Al Andalus.
          Se mandó noticia de ello a las poblaciones cercanas para que estuvieran sobre aviso y nos guarnecimos, con alimentos y agua suficiente entre las piedras de la iglesia por si teníamos que resistir un asedio.
          Llegaron las avanzadillas y al ver el tamaño de nuestro poblado pensaron que sería fácil arrasarlo y dar, así, una lección, a los que pudieran encontrar en su camino a Abila.
          Galoparon hacia nuestras casas, con aquella algarabía ululante que los hacía tan temibles y fueron recibidos por una lluvia de flechas que salió de los arcos de nuestros hombres que los echó por tierra mucho antes de que se hubieran ni siquiera aproximado; abríamos la puerta para poder salir y disparar rápidamente y así una y otra vez hasta que dieron la vuelta sin haber logrado su objetivo de destruir nuestras posesiones. La altura desde donde les disparábamos era ventaja más que suficiente para no tener que preocuparnos de nuestra seguridad; al verlos huir descendimos y, mientras algunos vigilaban, los demás hicimos rápido acopio de las armas y armaduras que portaban, así como cuanto de valor llevaban en sus alforjas; no nos dio tiempo a hacernos con sus caballos que huyeron  con los pocos supervivientes.
          Aquello se estaba poniendo serio y aunque hasta ahora todo nos había ido bien, dudábamos mucho que pudiéramos resistir un asedio o el ataque de una fuerza mayor que las que habíamos visto hasta entonces.
          Recibimos noticias, por parte de Ojos Albos, de que grandes fuerzas, mandadas por un tal Almudafar, habían asaltado otra vez Abila, destrozando los pocos lienzos de muralla que se habían podido levantar y llevándose, como cautivos, a gran parte de los artesanos que allí trabajaban.
          Pasaba la primavera y vimos cómo había tenido razón nuestro buen fraile: los muros pétreos de nuestra iglesia nos habían ayudado a soportar los ocasionales ataques de los moros y habíamos podido salvaguardar nuestras pocas posesiones, aumentándolas gracias a lo cogido a nuestros atacantes. Pero no siempre iba a ser así, o tal vez sí, nunca se sabía; pero aquellos ataques nos indujeron a fortalecer más nuestras viviendas y  a levantar una cerca alrededor de las mismas; a la vez intentábamos vivir nuestra vida normal, llevando nuestros rebaños a pastar a lo más profundo del bosque y cultivando pequeñas parcelas junto al río, al resguardo de los fuertes vientos del norte.

………………..

          Una de esas tardes en que me ocupaba del ganado que teníamos suelto por el monte, se vino conmigo Martín, y así empezamos una de esas conversaciones nuestras que tanto nos agradaban.
          -¿Hoy toca hacer ejercicio? Os vendrá bien, hermano, parece que vais echando barriga y si vuelven otra vez los moros no vais a caber por la puerta de la iglesia.
          -¿Cuándo habéis conocido un fraile delgado, Íñigo?. No está en nuestra naturaleza  enseñar los huesos y poco más; debemos mostraros el camino hacia la perfección, y esa tal no es otra que el redondeamiento del cuerpo a mayor gloria del Altísimo.
          -Hablando de la iglesia y ya que sois tan versado en todo que nos habéis quitado hasta la gracia de ponerle nombre a las cosas. ¿por qué San Cristóbal? ¿tenéis alguna deuda con ese santo o sólo es capricho?
          -Mirad, Íñigo, ahora que lo decís; sí, tengo una especial devoción hacia ese santo que, como sabréis, era un gigante que se dedicaba a transportar viajeros de una orilla a otra de un anchísimo río, siendo ese su medio de vida.
          -¡Ah, no lo sabía!
          -Pues sí, como os contaba, vivía allá por donde dicen que estaba antes el jardín del Edén, cerca de esos ríos famosos llamados Tígris y Éufrates y en eso que un día, se le presentó un niño y le pidió de pasar a la otra orilla; el gigante sonrió y le dijo “en un meñique te llevo” y así hizo, lo sentó en el dedo pequeño de su mano izquierda y se metió en el agua; a los dos pasos le pareció que se le iba a doblar el dedo y pasó al niño al dedo corazón; pero tres pasos más allá lo tuvo que poner sobre la mano entera y así la cosa, no estaba ni a la mitad del río cuando lo aguantaba sobre los hombros e iba todo agachado por el tremendo peso que tenía que soportar, así es que se paró a descansar un rato y le dijo al crío: “tu figura engaña, ¿cual es la brujería que usas para que a cada paso que doy tú peses más y más?”. Es claro que el muchacho era el Divino Niño que quería demostrar al gigante que las cosas no eran como parecían, sino que hay que ahondar en ellas para comprenderlas bien; y por eso le puse ese nombre a la iglesia, San Cristóbal, porque parece una ermita chiquita, pobre, sin adornos ni torres y en  cambio, en realidad es fuerte y suficiente y sirve de cobijo y defensa a nuestra gente, como has podido comprobar estos meses atrás.
          -Y pienso –añadió el fraile-, que así como es la iglesia va a ser también nuestro pueblo, que se llama Aldea Vieja y, casualmente, es la más nueva de la zona y, con el tiempo, ya veremos si no se hace famosa por alguna causa.

          Dejóme el buen Martín pensativo, pues tenía razón en todas y cada una de las cosas que decía o hacía y no pude menos que alegrarme en mi corazón al pensar que estaba con nosotros.

23 de junio de 2017

Tierras del Cardeña. 9.

          La bienvenida, como siempre, fue jubilosa y estruendosa; los esquilones de la ermita se pusieron a repicar mientras los habitantes aparecieron con los niños en brazos y los viejos apoyados  en sus cayados, al frente de los cuales se destacaba la maciza figura de fray Martín que, a voz en grito, les saludó con los brazos abiertos mientras exclamaba:
          -“Bienvenidos a Aldea Vieja!, capital de las tierras del Cardeña””¡Sed todos bienvenidos!”.
          Al oir aquellas palabras Íñigo dio un respingo, ¿qué era aquello’ ¿pues no se habían atrevido a poner nombre al lugar en su ausencia?
          Mientras abrazaba a su mujer y a sus hijos echó una mala mirada a Martín, ¡seguro que había sido ocurrencia suya! Y en los ojos pícaros y alegres del fraile vio las respuestas a sus preguntas.
          Una vez colocados los nuevos habitantes de “Aldea Vieja” en lo que serían sus futuros hogares, Íñigo se acercó a Martín, éste estaba tomando el último sol crepuscular del día apoyado en una de las paredes de aquella ermita que había aparecido, como por arte de magia, en lo alto del cerro.


          -Lo has conseguido de nuevo, ¡viejo zorro!, sin contar con nada ni con nadie, como siempre… ¿lo has hecho tú solo o te han ayudado en tu duro trabajo esos amigos tuyos que te acompañan cuando vais con la Señora?
          Se le notaba tenso y molesto; había tenido que disimular toda la tarde entre sus compañeros pues eran muchas las cosas de las que había que ocuparse, pero aquello había colmado el vaso de su paciencia y su tolerancia…
          -¿Cómo has podido dar nombre a este lugar sin contar conmigo?; ¿Acaso tú te has arriesgado como yo en buscar este lugar, ver sus posibilidades, encontrar un sitio ni muy ventoso ni demasiado abrigado, junto al agua, al reparo de una altura, con una vista privilegiada de los alrededores, fácil de defender…
          -¡Vale, vale, amigo Íñigo!
          -¡No!, ¡No vale!, ¡Basta ya de hacer y deshacer sin mi consentimiento, yo soy el jefe de toda esta gente y soy  responsable de su seguridad y de su bienestar; por lo tanto, a mi, o si no, a todos nosotros, nos habría correspondido poner nombre al lugar, no sólo a ti, maldito fraile, bueno para nada, que más pareces un grano en el culo que un servidor de Dios…
          -¿Y quién te ha dicho que lo sea?
          -Pues si no lo eres ya puedes marchar con viento fresco, ¡vuelve con tus hermanos que aquí… nadie te ha llamado! Y, además, qué es esto que has mandado construir tú… o tus rezos mágicos, este engendro de piedra a mayor gloria de ti y tus encantamientos…
          -Por ahí no paso, Íñigo, esta iglesia se ha levantado a mayor gloria de Dios, ¡no lo dudes! Y nos servirá tanto de lugar de culto como de defensa en las más que posibles incursiones moras, ¡mira sus muros, sus aspilleras, su altura, aquí estará el pueblo más seguro que en cualquier otro sitio que hubieras podido imaginar… o construir….
          -¿Y cómo lo has levantado?
          -A fuerza de rezos y…con la ayuda de mis amigos…
          -¿En una noche?
          -¡Hemos trabajado muy duro!.
          -¿Trabajado?
          -¡Sí! ¿La has visto por dentro?
          -Aún no…
          -¡Ven, vamos ahora!
          Se levantaron y se acercaron a la puerta que miraba hacia la sierra; una penumbra sólo rota por la frágil luz de tres velones en el altar mayor les acogió.
          La mirada de Íñigo subió hacia el techo, todo él de grandes vigas de madera, labradas, apoyadas en los fuertes muros de piedra; en el ábside, sobre el altar, una complicada red de madera trabajada y coloreada, lucía uno de los artesonados más bellos de los que había visto en su vida.
          En la cabecera, una imagen de San Cristóbal, cargado con el Niño Dios, presidía la iglesia; bajo ella un sencillo altar de piedra con un crucificado de madera servía de base a un sencillo sagrario de madera pintada. A la izquierda del altar mayor se abría una pequeña puerta que daría, seguramente, a la sacristía.
          A los pies, unas escaleras de trabajado granito subían a un coro con balaustrada de madera desde el que se podían tocar las campanas por medio de unas cuerdas que colgaban al fondo, entre dos estrechas arpilleras; otros ventanucos, igualmente estrechos, asomaban a los lados del ábside y en las paredes norte y sur de la iglesia.
          -¿Qué te parece?
          -Más simula una fortaleza que un templo….
          -Sabía que te gustaría. Como ves, unos poyetes bajo los ventanucos sirven para que un buen flechero se encarame en cada uno de ellos y pueda disparar sus saetas sin peligro.
          -Bien pensado; me gusta esta disposición de la arquería, dando más fuerza y consistencia a la iglesia. ¿Qué es ese escudo que se vislumbra entre la arcada?
          -Representa un sol; es la imagen de Nuestro Señor iluminando su casa y cegando al enemigo o al que intente penetrar con malas intenciones en ella,
          -Me gusta…. No sé, ni quiero saber cómo lo has hecho, pero me gusta.
          -Lo sabía, Íñigo, son muchos años juntos… aunque no te lo parezca.
          -Pero podías consultarme estas cosas, a fin de cuentas, se supone que yo mando aquí.
          -¿Se supone? Bien deberías de saber que tú sólo eres un instrumento del Señor…. Al igual que yo.
          -No vamos a discutir sobre ello, ahora, Martín; sino de otra cosa que me importa más: el nombre del pueblo, ¿cómo se te ha ocurrido darle ese nombre tan… tan… inadecuado.
          Martín le condujo, escaleras arriba, a la tribuna de la iglesia; en la oscuridad se distinguía una banca de madera adosada a la pared, justo debajo de una aspillera central por la que entraba un débil rayo de luna iluminando espectralmente el interior del edificio; hacía ella se dirigió Martin y, tomando asiento, invitó a Íñigo a hacer lo mismo.
          -Teníamos que decirles a nuestros nuevos convecinos cómo se llamaba el lugar a donde les has traído.
          -Ya, eso sí, pero…
          -No se puede llevar a las personas a ningún sitio; hay que darles un nombre, aunque resulte ridículo, para que ellas se sientan acogidas por él y puedan decir a quien quiera oírles que son de allí; no de aquel lugar al pie de la sierra junto al bosque de robles, o de ese lugar junto al río que baja de la sierra y hay una ermita… ¡no! Hay que decirles un nombre para que puedan decir, con orgullo: ¿vivo en Aldea Vieja!, ¡Soy de Aldea Vieja!, ¡ven a verme a Aldea Vieja! Tienen que sentirse partícipes de algo, de un sitio, de un sitio con nombre, por supuesto y amar ese sitio, amar ese nombre, aunque pueda resultar ridículo; ya verás cómo, enseguida, deja de parecerlo y lo oirás, tú también, con orgullo, con pasión, con un débil o fuerte sentimiento de pertenencia y satisfacción…. ¡soy de Aldea Vieja! ¡yo he ayudado a fundar este pueblo! ¡Aldea Vieja y yo somos uno!. ¡Piénsalo!
          Íñigo calló, sopesó todas y cada una de las palabras de su amigo y tuvo, aunque en silencio, que asentir y dar por buenas las razones que le había dado.
          -No puedo decirte más que: ¡tienes razón!. Pero, de todas maneras, ¡el nombre…! se las trae! Aldea… Vieja. Aldea…. bueno, pero vieja…. ¡si la acabamos de fundar!
          -Tú, ¿de qué te fiarías más, de algo nuevo o de algo viejo y probado?
          -Te entiendo.
          -Pues eso.

          Los dos amigos se miraron y creo yo que se sonrieron debajo de aquella oscuridad que se había ido adueñando del interior del edificio; había muchas dudas, muchas cosas que discutir, muchos asuntos que tratar, pero mañana sería otro día.

12 de junio de 2017

Tierras del Cardeña. 8

          Un pálido sol, del que apenas se veía un círculo blanco a través de las nubes, se mantenía en el cielo mientras Iñigo, seguido de veinte o veinticinco personas más, desandaba el camino entre San Mikel y el cercano lugar de donde procedía; se sentía alegre y casi despreocupado; parecía que el tiempo se había aliado con ellos por una vez, y el frío no se había manifestado aún en todo su poderío; estaban a tiempo de alojar a los nuevos colonos en su nuevo asentamiento; ahora ya sí que iba a parecer una aldea y sí, ahora ya habría que darle un nombre; tenía que dejar de ser “ese lugar, allá en el sur, en la falda de la sierra”.


          Según se acercaban vio, ya desde lejos, que algo se alzaba en aquel cerrete bajo el que construyeron sus casas; se paró un momento, haciendo visera con una mano miró más detenidamente; sí, se veía una pared de piedra labrada y cortada, alta como de tres hombres, rematada con un tejado rojizo y una espadaña en la parte derecha, apuntando al cielo.
          Íñigo recordó entonces las palabras de Martín:
          “…si me miras bien, recordarás a alguien que conociste allá, en el norte, cuando aún eras sólo un mozuelo que corrías detrás de las cabras…”
          Y su cabeza voló allá, a aquellos años mozos en su tierra; ese valle entre montañas regado por un río mágico y misterioso, el Delagua; esa tierra peleada por los vascones y los burgaleses y que cada cual se arrogaba de su posesión y ellos en medio, sintiéndose unas veces vascón y otras burgalés; su padre, Aitor, era más vasco que las piedras que sobresalían de las montañas, y su madre, Aurora, más castellana que las ovejas que cuidaban.
          Y recordó los días en que iba de pastor, guardando el rebaño comunal, cabras y ovejas que engordaban con aquellos pastos siempre verdes; y los mediodías junto al frescor del río, viendo mecerse los juncos sobre el agua y bambolearse las cabezas de las espadañas mientras las cañas secas y rotas ejecutaban unas melodías imposibles de reproducir y de olvidar; y entonces ocurría… un chapoteo en el agua, como si fuera una gran rana saltando o como el brinco del pez que sale al aire para ver que hay fuera del agua… aquel sonido y luego le inundaba aquel sopor, o adormecimiento, y veía salir del agua a la Señora, con sus ropajes traslúcidos de un tejido de un color entre azul y verde a través del que se insinuaba un cuerpo de mujer que prometía todos los goces del paraíso…
          La Señora se sentaba sobre la hierba, cerca de él, rodeada de una pequeña corte de seres tan mágicos como ella y entre ellos, sí, entre ellos estaba Martín, ahora lo recordaba; aquel pequeño ser, regordete, rubicundo, siempre alegre, con una chispa de malicia en los ojos y vestido como los frailes motilones, un oscuro sayal y la capucha que, a veces, le cubría la cara dejando ver, solamente, una sonrisa que uno no sabía muy bien si era diabólica o angelical.
          Siempre le quedó la duda de si lo que veía era real o era un producto de sus sueños; la realidad es que, muchas veces, encontraba pequeños regalos a la orilla del río o aparecía el cordero que había desaparecido o el lobo que había visto a lo lejos no se había acercado a su rebaño; ¿casualidades o era a causa de la presencia de aquellos seres en los que él creía?
           Cuando lo contaba en casa, su padre le miraba de una manera especial y con una sonrisa comprensiva le pasaba la mano por el pelo alborotándoselo, pero sin decir palabra; su madre, en cambio, le hacía mil preguntas sobre la señora y sus acompañantes.
           Si lo comentaba con sus amigos, o con otros pastores, pasaba de todo, unos le contaban esos mismos sueños, o realidades, en cambio, otros, se burlaban de él y lo achacaban a su imaginación.
          Cuando marchó de aquellas tierras, ya casi un mozo, los siguió viendo, como si cuidasen de él o como si estuvieran en todas partes y también allí comprobó que no sólo era él quien los veía, sino que eran visibles para casi todos los habitantes de la zona; fueron aquellos años que pasó cerca del mar, en casa de unos tíos paternos que tenían una ferrería y que le enseñaron todos los secretos para dominar el hierro y fabricar azadas, arados, espadas…
          Después se fue con las mesnadas del rey leonés y fue bajando cada vez más al sur, a aquellas tierras rojizas o amarillentas que prometían mares de espigas al final del verano, pero, cuando llegaba o acampaba junto a un riachuelo o un río mayor, o una laguna… raro era el sitio en que, en un momento u otro, no apareciera la Señora o alguno de sus acompañantes para reconfortarle o ayudarle en alguna de las faenas en que estuviera ocupado en ese momento.
          Así es como se forjó una relación entre aquellos seres que le acompañaban desde sus tierras de nacimiento y que habían formado parte de su vida y de la de muchos de sus compañeros.
          La Señora…. ¿cómo definirla?, ¿cómo decir cómo era?, resultaba tan complicado como explicar las estrellas o los rayos; había fuerza en ella, y a la vez dulzura; aquella sonrisa enigmática que luego fue viendo en las imágenes que, en las iglesias, veía de la Virgen… ¿serían la misma persona, el mismo ser?, ¿o una era adaptación de la otra?
          No sabía, pero aquella mirada llena de sabiduría, de amor, de firme confianza hacía que en él los proyectos no parecieran tan inalcanzables y todo se convirtiera en “posible”, ¿Cómo explicar, si no, todos aquellos casos en que se salvó por un pelo de una muerte segura o de aquellos otros en las que parecía que todo iba a ir mal y, en el último momento, aparecía un brazo salvador o una mesnada oportuna ahuyentaba a los infieles o…?
          En fin, mientras iba pensado en estas cosas se acercaba hacia su meta y volvió a mirar el cerrillo donde se encontraba la ahora nueva construcción; bueno sería que Martín hubiese levantada su ansiada iglesia, no le extrañaba lo más mínimo, pero…. ¿en tan poco tiempo? ¿de dónde había traído los canteros, los albañiles, los carpinteros? y, sobre todo ¿de dónde había conseguido los dineros?
          No sabía si preocuparse, enfadarse, admirarse o reir… que aquello había sido obra del bueno de Martín no le cabía ninguna duda, pero qué consecuencias podría traer en el futuro de la nueva población era algo de lo que no se podía hacer ni la más pequeña idea…
          Y, además, ¿cómo iban a llamar a la nueva población? ¿Altos del Cardeña? ¿Tierras Rojas? ¿San Cristóbal del Cerro? ¿o algo más simple como Muñoíñigo de la Sierra o San Martín del Buenhacer?

          Sonrió para sus adentros con el sólo pensamiento de esos nombres y se dejó llevar por sus ensoñaciones mientras acababan de llegar al emplazamiento.