El pasado 25 de noviembre falleció un gran amigo, a la vez que
excelente convecino; se trata, como sabréis, de Lorenzo Magdaleno, eterno Juez
de Paz y testigo vivo de la historia y curiosidades de Aldeavieja.
Echaré mucho de menos nuestras
conversaciones junto a la tapia de su huerto, al final de la calle Segovia y no
podré seguir gozando de su charla amena e inteligente sobre mil y una cosas.
Solamente quiero evocar aquí la
primera vez que fui consciente de su presencia (hace ya más de cincuenta años),
iba yo con mi familia (mis padres y hermanos) con las bolsas de la comida
dispuestos a pasar un buen día de campo junto al caño del Valle; caminábamos
por el camino que, cruzando la carretera, salía a la izquierda del cementerio y
que bajaba hacia el lugar llamado “prado de las charcas” a la vera del arroyo
Tijera; antes de cruzar su pequeño cauce, a la derecha, había un prado y un
buen trozo de huerta que trabajaba Doroteo (padre de Lorenzo), junto con éste;
Doroteo y mi padre siempre habían congeniado y lo normal es que, al cruzarse,
se pararan los dos, cigarrillo colgando de los labios, para charlar de todo lo
humano y de lo divino a la vez que le comprábamos una lechuga para la ensalada
que acompañaría nuestra comida en las praderas; y, sí, aquella mañana estaban
los dos allí, junto al arroyo fabricando adobes con los que levantarían más
adelante la caseta que aún se encuentra junto a lo que fue el huerto; es una
imagen que se me quedó grabada en la mente y que me ha venido a la memoria
repetidas veces, contándosela una vez al propio Lorenzo, cuando él me recordaba
correteando de crío junto a su tío Emilio; Lorenzo me llevaba veinte años, y él
ya era un hombre hecho y derecho, serio y formal, que rememoró aquellos días y
que se sorprendió de que yo me acordara de aquellos adobes, mezcla de barro,
agua y paja que, una vez moldeados en unos cajetines hechos de tablas ponían a
secar en la ladera que subía hacia el Valle.
Cómo no recordar, también, aquel año
en que, por las fiestas del Cubillo, la primera o la segunda vez que se
programó el concurso de disfraces, se presentó él, único concursante de la
categoría de adultos individuales, con una farola y una botella, representando
la imagen de un borracho magistral; por supuesto, el primer premio fue para él.
Y me van viviendo a la memoria muchas
otras cosas, sus dos Mercedes con los que paseaba a sus nietos por las calles,
su maestría en cuanta obra de carpintería caía en sus manos, esa memoria para
recordar hechos y personas pasadas; su interés por todo lo que ocurría o había
ocurrido en el pueblo; su pequeño y variopinto museo de objetos antiguos que
había ido rescatando de obras, mudanzas y derribos; en fin, esa bonhomía que le
caracterizaba y de la que ya no podremos gozar.
Se podrían seguir contando numerosos
hechos y momentos de su vida y de los buenos ratos que muchos de nosotros, que
tuvimos la suerte de tratar con él, hemos pasado; simplemente desear que su
memoria no se borre de nuestras cabezas que es la mejor forma para que pueda
seguir viviendo en nuestros corazones.