27 de noviembre de 2017

En memoria

          El pasado 25 de noviembre  falleció un gran amigo, a la vez que excelente convecino; se trata, como sabréis, de Lorenzo Magdaleno, eterno Juez de Paz y testigo vivo de la historia y curiosidades de Aldeavieja.

         
         Echaré mucho de menos nuestras conversaciones junto a la tapia de su huerto, al final de la calle Segovia y no podré seguir gozando de su charla amena e inteligente sobre mil y una cosas.
          Solamente quiero evocar aquí la primera vez que fui consciente de su presencia (hace ya más de cincuenta años), iba yo con mi familia (mis padres y hermanos) con las bolsas de la comida dispuestos a pasar un buen día de campo junto al caño del Valle; caminábamos por el camino que, cruzando la carretera, salía a la izquierda del cementerio y que bajaba hacia el lugar llamado “prado de las charcas” a la vera del arroyo Tijera; antes de cruzar su pequeño cauce, a la derecha, había un prado y un buen trozo de huerta que trabajaba Doroteo (padre de Lorenzo), junto con éste; Doroteo y mi padre siempre habían congeniado y lo normal es que, al cruzarse, se pararan los dos, cigarrillo colgando de los labios, para charlar de todo lo humano y de lo divino a la vez que le comprábamos una lechuga para la ensalada que acompañaría nuestra comida en las praderas; y, sí, aquella mañana estaban los dos allí, junto al arroyo fabricando adobes con los que levantarían más adelante la caseta que aún se encuentra junto a lo que fue el huerto; es una imagen que se me quedó grabada en la mente y que me ha venido a la memoria repetidas veces, contándosela una vez al propio Lorenzo, cuando él me recordaba correteando de crío junto a su tío Emilio; Lorenzo me llevaba veinte años, y él ya era un hombre hecho y derecho, serio y formal, que rememoró aquellos días y que se sorprendió de que yo me acordara de aquellos adobes, mezcla de barro, agua y paja que, una vez moldeados en unos cajetines hechos de tablas ponían a secar en la ladera que subía hacia el Valle.
          Cómo no recordar, también, aquel año en que, por las fiestas del Cubillo, la primera o la segunda vez que se programó el concurso de disfraces, se presentó él, único concursante de la categoría de adultos individuales, con una farola y una botella, representando la imagen de un borracho magistral; por supuesto, el primer premio fue para él.
          Y me van viviendo a la memoria muchas otras cosas, sus dos Mercedes con los que paseaba a sus nietos por las calles, su maestría en cuanta obra de carpintería caía en sus manos, esa memoria para recordar hechos y personas pasadas; su interés por todo lo que ocurría o había ocurrido en el pueblo; su pequeño y variopinto museo de objetos antiguos que había ido rescatando de obras, mudanzas y derribos; en fin, esa bonhomía que le caracterizaba y de la que ya no podremos gozar.

          Se podrían seguir contando numerosos hechos y momentos de su vida y de los buenos ratos que muchos de nosotros, que tuvimos la suerte de tratar con él, hemos pasado; simplemente desear que su memoria no se borre de nuestras cabezas que es la mejor forma para que pueda seguir viviendo en nuestros corazones.