Eran más de las doce de la noche
pasadas, la música surgía de la oscuridad como en un sueño; era un vals…. las
notas de los violines desgranaban una melodía suave y sensual y todo era
perfecto, tranquilo, ideal… ni una luz se escapaba del edificio, se diría
deshabitado si no fuera por la música; las ventanas aparecían tapadas por
fuertes contraventanas de madera; de las chimeneas salía una columna de humo
fina y blanca y, en la puerta, dos soldados montaban guardia apoyados en la
pared, un cigarrillo entre los labios y la mirada perdida y soñadora… no era
malo aquel puesto, música, tranquilidad, y el cabo se acercaba de tanto en
tanto con una botella de “Tres Cepas” en la mano para que se calentaran un poco
por dentro; no era un noviembre demasiado frío, y con el grueso capote en los hombros y el calorcillo
que desprendía la hoguera encendida en un rincón, se pasaba más bien que mal la
noche.
1936, la guerra hacía cuatro meses
que había empezado; bueno, aún no se la llamaba así, la guerra, se prefería el
eufemismo de Alzamiento o… Rebelión; realmente, nunca se pensó que aquello
fuera a durar más de quince o veinte días…., pero ya llevaban cuatro meses; en
ese tiempo Aldeavieja había pasado de estar en primera línea de fuego a una tranquila
retaguardia, lugar de paso de tropas y acantonamiento de unidades preparadas
para entrar en combate o descansar de la
acción; era un pueblo pequeño y había pocas oportunidades de pasar un rato
agradable, por eso, los sábados, los oficiales organizaban bailes nocturnos en
una de las casas nobles de la localidad, deshabitadas en aquellas fechas, a los
que asistían las jóvenes que allí residían o que se encontraban refugiadas o de
paso.
Una pequeña orquesta, formada por
integrantes de la banda de música de alguno de los Regimientos que estaban allí
concentrados, amenizaba con los ritmos más de moda, o con los clásicos
pasodobles y valses, una velada en la que las jóvenes de las familias más
sobresalientes o las esposas y novias de los militares alegraban un ambiente en
el que el futuro era algo incierto y lo que de verdad importaba era apurar cada
momento como si fuera el último.
Así, en la casa blasonada que está en
la calle Cuartel o en la mansión, más moderna, perteneciente a don Juan Moreno,
en la calle Segovia, se bailaba al son de violines y trombones o se escuchaba
la afinada voz del gran tenor Miguel Fleta en un intento de huir de la realidad
o de hacer ésta más llevadera.
Muchos de aquellos hombres que
bailaron al son de la música llevando en los brazos a una joven hermosa o a una
dama sonriente, cayeron, poco después, atravesados por una bala o destrozados
por el estallido de una granada o bajo las bombas de la aviación… aquellas
mujeres, que sintieron en su cintura la mano firme de un capitán de Infantería de
fino y cuidado bigote o que giraron al compás que marcaban las botas
relucientes de aquel coronel de Caballería de pelo engominado y sonrisa dorada,
echaron de menos, quizás demasiado pronto, aquellos momentos de alegría y
abandono y, también ellas, cayeron víctimas de un bombardeo inoportuno o de las
privaciones de todo tipo que aquella guerra ocasionó en la población civil.
Pero…. estábamos bailando, en el gran
portal, calentado por la gran chimenea de piedra de una habitación vecina,
iluminado por ocho o diez bombillas amarillentas que colgaban de cables que
atravesaban el techo, seis o siete parejas giraban felices y sonrientes, una
mano en una mano y la otra en la cintura de su acompañante; alrededor, varios
militares y algunos civiles (las fuerzas vivas de la población) junto a algunas
jóvenes bebían en pequeños vasos de vidrio algún aguardiente cuartelero o un
anís fuerte y dulzón que les calentaba el cuerpo y el espíritu.
“Tabaco y cerillas”, “La hija de Juan
Simón”, “El día que me quieras”… esas canciones, oídas una y mil veces en la
radio en las voces de Carlos Gardel, Celia Gámez o Concha Piquer, salían de los
instrumentos de los soldados que, subidos en una tarima en un rincón de la estancia,
hacían soñar y, sobre todo, olvidar la suerte que podría depararles el día
siguiente cuando subieran a aquellas montañas que protegían la aldea y se
enfrentaran a un enemigo que, a pesar de todo lo que dijera la propaganda, no
iba a huir en cuanto les vieran llegar.
Las horas iban pasando y, poco a
poco, el gran salón se había ido vaciando; ya la música había cesado y las
luces se habían ido apagando una tras otra…. Sólo una pareja seguía en el
centro, girando y girando, lentamente, conducidos por una melodía que
únicamente sonaba en el interior de sus corazones…
Aquel teniente de Artillería sabía
que, al día siguiente, tendría que marchar, con sus tropas, hacia el Alto del
León; también sabía que, en aquellos cuatro meses, los ataques de la aviación
gubernamental y los disparos de los obuses de 155, barrían aquel puerto, que
era la llave de Madrid; ni ellos avanzaban, ni el enemigo retrocedía; la
mortalidad era enorme y los heridos y mutilados incontables; sólo tres o cuatro
horas le separaban de la marcha y no podía, y tampoco quería, abandonar a
aquella joven que había conocido en esa noche y de la que no se había separado
ni un instante en toda la velada.
Esperanza, pues ese era el nombre de
la muchacha, sentía en su corazón algo que jamás había sentido antes; amiga de
Juana María, la hija del médico del pueblo, se había acercado desde Ávila
aquella semana para visitarla y pasar con ella unos días antes de que llegaran
las nieves que cortarían la normal comunicación entre los dos sitios; al saber
que el sábado habría baile, rogaron a don Ángel que les permitiese acudir y a
él fueron en su compañía; cuando sonaba la segunda pieza que se tocó, “El día
que nací yo”, de la inmortal Imperio Argentina, la sacó a bailar aquel teniente
de ojos oscuros y sonrisa cautivadora con el que no había dejado de danzar en
toda la noche.
Al fin, pararon exhaustos y felices…
sólo entonces se dieron cuenta de que estaban solos, de que no quedaba ya nadie
en el salón… sus labios se acercaron a la vez que sus cuerpos se abrazaban en
una comunión que hubieran querido eterna…
-¡Volverás…! ¡Prométemelo!
-¡Te lo prometo! Y tú…. ¿me
esperarás?
-¡Siempre!
-¿Aunque tarde?
-¡Aunque tenga que esperarte toda la
eternidad!
Y, así, abrazados, bailaron un último
vals, al compás de una música que solamente sonaba para ellos, dentro de ellos.
……….
Una noche, iba yo con mi hija hacia
casa cuando, al pasar frente a la calle Cuartel, una musiquilla que parecía
venir de la casa de los Arpe, nos llamó la atención.
-¿Oyes?
-Sí, parece que viene de la casona….
-Pero no hay nadie, mira las
ventanas…. cerradas a cal y canto; no asoma ni una lucecilla por las cortinas.
-Vamos a acercarnos.
Y así, sigilosos, después de mirar en
rededor, nos acercamos a la puerta de la casa; una vez allí, nos quedamos
quietos y silenciosos… escuchando…
-Sí, se oye algo…. Parece un vals…
-A ver…. Sí, es verdad, sale una
música…. Espera, me mata la curiosidad, voy a llamar.
Cogí la aldaba y golpeé con ella tres
veces….
Nada.
Volví a repetir, esta vez más
fuerte….
Nada tampoco.
-Pues se sigue oyendo la música….
-No hay duda de que hay alguien
dentro…. A menos que se hayan dejado la radio o la tele puestas….
Empujé la puerta y…. cual fue mi
sorpresa cuando ésta se abrió, dejándonos ver la oscuridad del gran portal de
la entrada….
-¿Hay alguien? –grité-
-¿Hay alguien en casa? –repetí-
Nada otra vez.
Con un sí o un no de miedillo
empujamos la puerta y entramos; aquello no era normal, que la puerta estuviera
abierta y no hubiera nadie en la casa… al pisar el portal oímos más claramente
la música…. No era un vals, no, era una vieja copla:
El
día que nací yo
qué
planeta reinaría….
Por
donde quiera que voy
que
mala estrella me guía…
-Suena debajo de nosotros…
Efectivamente, bajo nuestros pies,
según avanzábamos, subían las notas de la canción, desgarradoras, tristes….
-¿Seguimos?.
-Sí, hay que ver en qué para esto….
Y así, animándonos el uno al otro,
cruzamos el salón y llegamos al pasillo, a la izquierda una puerta entornada
dejaba ver una luz pálida y tenue…
-Es en la bodega…
-Sí, es ahí abajo…
-¿Bajamos?
-¡Venga!
Escalón a escalón fuimos bajando
hasta que, en el último recodo de la escalera, nos paramos para asomar nuestras
cabezas a ver qué había allí…
Iluminada por una luz espectral,
blanca y fría, una pareja danzaba ante nuestros ojos al son de la vieja copla
de Imperio Argentina; él iba de uniforme, un uniforme militar antiguo y
destrozado, como si la metralla lo hubiera agujereado en una explosión… ella,
con un vestido largo azul cielo, raído y polvoriento, alzaba la cabeza
mirándole arrobada…
De pronto, volvieron sus cabezas
hacia nosotros y corrimos escalera arriba sin parar hasta que salimos de la
casa….
-¿Quiénes eran?
-No lo sé.
-Parecían…. fantasmas; no tenían
ojos….
-No puede ser, nos lo habremos
imaginado….
-Vayamos a ver otra vez….
-No me atrevo….
No hizo falta entrar de nuevo,
estábamos junto a la puerta, donde nos había llevado nuestra huida, pero…. la
puerta estaba cerrada, cerrada a cal y canto y, por más que arrimamos el oído a
ella, no volvimos a escuchar música alguna.
Llamamos con la aldaba de nuevo, una
y otra vez…. Pero allí no había nadie…
……….
Al día siguiente, fuimos a hablar con
nuestro amigo Doroteo, que conocía todos los cuentos e historias que corrían
por el pueblo, y le contamos lo que nos había ocurrido la noche anterior…
-¡Ah, sí, el baile! -dijo con una
sonrisa-
-¿Lo sabía?
-Sí, ya es antiguo…. Por lo visto, en la
guerra, los militares hacían bailes en las casas grandes del pueblo para
alegrar un poco la dureza y el espanto de las batallas; mi padre me contaba que
en la casa de los Arpe, y en la de don Juan, los celebraban por las noches….
Y….¡sí! hay ocasiones en que de sus paredes salen músicas como de baile y cuando
te asomas…. apenas puedes entrever a las parejas bailando, son aquellas
personas que murieron violentamente durante el conflicto y que, enamoradas, o
casadas, o prometidas… habían jurado volverse a ver; y sí, se ven, en unas
noches especiales se vuelven a celebrar esos bailes, con aquella música
antigua, en los que danzan los espíritus de aquellos que se amaron y se amarán
durante toda la eternidad.