Todas las tardes, desde
que empezaba la primavera, eran iguales: esperaba que su padre llegara a casa
y, ante la puerta del corral, desuncía los bueyes; él, entonces cogía la
pértiga y, con ella al hombro, guiaba a la yunta en dirección a la plaza, al “pilón
de las vacas” para que allí saciaran su sed después de toda la tarde de labor.
Se sentía mayor, casi
un hombre, con los animales a su espalda siguiéndole dócilmente; de vez en
cuando se volvía, como hacía su padre, les pasaba el palo sobre la testuz,
entre los cuernos y les decía, imitando un poco la cavernosa voz del padre:
-“vamos Morucha, Cariñosa…” - y volvía la vista el frente con una media sonrisa
en los labios (-“sólo me falta en cigarro en la boca”- pensaba) y le venía a la
mente la imagen de Antonio, con su sombrero de paja, la barba de dos días en
las mejillas, la colilla medio apagada colgando del labio inferior y sabe Dios
qué ideas en la cabeza que le hacían sonreir o, a veces, fruncir el ceño.
Hoy tendría que
esperar, ya había otras tres parejas de bueyes abrevando en el pilón, allí
estaban Pablito, Toni y Sebas con sus animales.
-Vienes más tarde, la
ha echado larga hoy tu padre.
Este era Pablo, que
vivía en la casa enfrente de la suya y solían ir juntos a dar de beber a los
animales.
-Que se ha encontrado
con Faustino y han estado de cháchara.
-Ya me parecía a mí.
¿nos veremos luego, después de cenar?
-¡Claro!
Y en aquel “¡claro!”
estaba implícito el deseo, la amistad, las ganas de aventura y una serie más de
sensaciones que ninguno de los dos podría nombrar o, ni siquiera, concebir.
Volvió a casa más
deprisa de lo que había ido; sabía que aún quedaba tiempo para la cena, pero la
promesa de que algo nuevo, y quizás maravilloso, podía suceder le hacían sentir
que no quedaba tiempo para nada, que los minutos iban a pasar rápidos, más
rápidos y ese tiempo no iba a ser suficiente para cenar, para coger un farol,
para calmar los latidos que su corazón desbocado realizaba a más de cien por
minuto.
-¿Qué pasa, hijo? ¿no
tienes hambre hoy?
Y su cabeza decía no
mientras su boca decía sí, y la madre le miraba y le volvía a remirar y aquella
sonrisa le recordaba un tiempo ya lejano en que unos ojos muy parecidos a éstos
se posaban en los suyos y sonrió para sí.
El padre no decía nada,
bastante tenía con pensar en si habría tormenta o no la habría y si podría
montar la parva en las eras antes de que cambiase el tiempo.
-Me voy a ir con Pablo
a dar una vuelta por ahí.
-A ver qué hacéis, no
trasnoches que mañana hay que preparar la parva… si no llueve.
-Pero padre, si mañana
es domingo…
-El trigo no sabe que
día de la semana es.
-¡Venga, Antonio, deja
que el chico se divierta un poco, que ya va toda la semana que no para entre
una cosa u otra.
Y, Antonio, gruñó un
par de blasfemias por lo bajo y dio la callada por respuesta. A veces, Benita
tenía razón, había que dejar al chico que hiciera todas las cosas que eran
normales para su edad, pero no quería dar su brazo a torcer tan fácilmente, así
que farfulló:
-Bueno, pero mañana a
acostarse pronto.
-¡Gracias, padre!
*
Habían quedado al
comienzo de la calleja, junto a la casa del tío Fronio, y allí estaba
esperándole Pablo.
-¿Trajiste el farol?
-Aquí está.
Se adentraron en la
oscuridad, que no era completa pues la luna era casi llena, enseguida, ante
ellos, se erguía la mole de la casona, en lo alto, el escudo nobiliario
brillaba.
-Tenemos que rodear la
casa y entrar por detrás, por los corrales.
Y eso hicieron, el
campo se extendía ante ellos, y sólo el ruido de las chicharras y el ulular de
las lechuzas les acompañaba.
-Por aquí -dijo Pablo-
subir va a ser fácil, faltan muchas piedras.
A cierta edad, no hay
muro ni pared que se resista; cuando llegaron arriba se agacharon, más que por
precaución por esa… “puesta en acción” que se requiere cuando se está haciendo
algo ilegal, o “secreto”; tres metros de tejado en muy mal estado les separaba
del corralón; andando con precaución para no meter el pie en ningún agujero los
salvaron y, después, se dejaron caer al suelo.
Entonces se miraron
triunfales, como diciendo: “lo hemos hecho”.
Se acercaron a la casa,
los negros ojos de las ventanas parecían acusarles o, cuanto menos, vigilarles;
un leve escalofrío les recorrió el cuerpo al ver aquellas ventanas enrejadas y
poderosas, por fortuna, no era por ellas por donde pensaban entrar; no, todo
era más fácil: la puerta.
Una puerta que desde la
casa conducía al corral y aquella puerta nunca estaba cerrada y si lo estaba…
Lo estaba, pero un
fuerte empujón que propinaron en las maderas les hizo comprender que, con otro,
se iba a abrir, y así sucedió; un crujido les indicó que la madera podrida se
había desgajado y ya nada les separaba del interior de la casa.
Dentro estaba oscuro.
-Enciende el farol.
Con los nervios le
costó encontrar las cerillas pero, enseguida, la llama prendió en la mecha y
una luz amarillenta les mostró un estrecho y corto pasillo que terminaba en una
puerta verde, a los lados otras dos puertas, ambas abiertas, daban acceso a una
cocina y a una especie de despensa.
Entraron en la cocina,
amplia, con una chimenea baja que ocupaba la mitad de la estancia, la campana
encalada y dos bancos de piedra a los lados, cubiertos de trapos que quizás fueron,
en algún momento, cómodos y blandos
almohadones.
Nada de aquello
interesaba a los muchachos que, tras echar un rápido vistazo al otro cuarto,
donde sólo vieron telarañas y ratones, abrieron la puerta verde que daba a otro
pasillo, con dos puertas a cada lado y, enfrente se vislumbraba una estancia
más grande, más abierta, que debía de encontrarse tras la puerta de entrada.
El farol les mostraba
una sala ancha, con dos ventanas que debían de dar al frente de la casa, una
escalera de piedra que llevaba al piso superior y otra puerta, abierta, a la
izquierda, que conducía a otra sala. Un techo de vigas de madera, del que
pendía una gran lámpara de hierro forjado en la que aún quedaban algunas bujías
de cera.
-¡Chisstttt, calla!,
¿oíste eso?
-¿El qué?
-Como si alguien
estuviera hablando.
-¿No querrás meterme
miedo?
.No, ¡calla! ¿no lo has
oído otra vez?
-Sigo sin oir nada,
oye, si esto es una broma…
-¡Qué broma ni que
puñetas! ¿no habrás escondido a alguien por aquí?
-Te digo que no,
además, yo no oigo nada.
-Calla y escucha, me
parece que viene del pasillo de atrás…
-Ahora calla tú, déjame
escuchar…
Un sonido como de
susurro de telas se dejaba oir hacia el pasillo por el que habían venido, pero
no se podría discernir si eran pasos de ratones, crujidos de la madera o silbidos
del viento, tan tenue era.
-Vamos a ver…
-Vé tú delante…
-Miedica…
Volvieron a salir del
salón y al entrar, de nuevo, en el pequeño pasillo se pararon.
-¡Calla!, a ver si
oímos algo.
Un murmullo, como si
alguien estuviera tarareando una cancioncilla se dejaba oir, como si saliera de
una de las paredes.
-Mira, aquí hay una
puerta.
-No la había visto
antes…
-Yo sí, pero como
íbamos para allá…
-¿Abrimos?
Un encogimiento de
hombros fue la única respuesta.
Tiró del pomo y la
puerta se fue abriendo; a la luz del farol vieron unas paredes amarillentas de
salitre y unas escaleras que bajaban.
Pablo alzó la luz para
ver si distinguían el final de los peldaños, sí, la escalera era corta, catorce
o quince escalones, era ancha, capaz de que pasaran dos hombres fornidos unos
junto a otro o de dejar paso a una carga apreciable.
-¿Bajamos?
Otra vez se encogió de
hombros pero, esta vez, como si quisiera decir: “a eso hemos venido, ¿no?”
Con ¿miedo? fueron
bajando despacio, apoyando, sin necesidad, las manos en las resbaladizas
paredes, queriendo ver lo que aún no se veía y oir lo que apenas se imaginaban.
Las escaleras
terminaban en una gran estancia, ancha y capaz, de la que salían cuatro oscuros
corredores, en las paredes colgaban varias antorchas apagadas y caídas por el
suelo o colgando en precario equilibrio de clavos enormes distinguieron
espadas, sables, morriones y escudos; con los ojos como platos y sin decirse ni
una palabra, fueron encendiendo todas las luminarias que había en la sala.
Entonces el espectáculo
fue magnífico; a la luz de los fuegos, las armas y las piezas metálicas
reflejaban colores cobrizos debido al orín que las cubría en parte o plateados
en las zonas que se mantenían limpias; también entonces pudieron ver toscos
sillones de madera y una mesa sobre la que descansaban copas y platos, todo
ello de metal, caídos unos sobre otros y cubiertos casi totalmente de polvo y
telarañas.
-¡Calla! ¿no oyes?
Proveniente de uno de
los corredores se oía como un rumor de pasos que se acercaba.
-¡Vámonos!
-¿Por qué?
-¿No oyes?, ¡alguien
viene!
-Yo no oigo nada.
-¡Cómo que no oyes
nada! ¡escucha! ¡escucha!
-¡Ya escucho, abobao, y
no oigo nada!
-¿No oyes o no quieres
oir?
-¡Te voy a dar una
hostia!
-¿Tú y cuántos como
tú?, ¡venga, date prisa! ¡nos van a ver!
-¡Tú lo que eres es un
cagueta! ¡que tienes más miedo que vergüenza!
-¡Venga! ¡vámonos!
-¡Que me dejes, te
digo!
No bien se hubo dicho
esto, por unos de los corredores apareció una muchacha, de catorce o quince
años, vestida de un modo antiguo. Muy bonita, con una gran sonrisa en la cara…
-¡Ya es tarde, nos ha
visto!
-Nos ha visto ¿quién?
-¿No lo ves? ¡Esa
chica!
Y al decirlo señaló con
la mano un rincón desde el que, para su susto, se acercaba aquella muchacha…
-Buen mozo ¿traéis
las provisiones que se han encargado? ¿dónde están?
-No, yo…
-¿Con quién hablas?
¿estás tonto?
-Pues… con quien va a
ser. ¡Con ella!
-¿Qué ella?
-¿Es que no la ves?
Está ahí delante de ti.
-¿No soy digna de que
os dirijáis a mi?
-¡Oh, no, mi señora!
Digo… ¡claro que sí! ¡muy digna!
-¿Otra vez hablando con
los muebles?
-¿De verdad que no la
ves? Mira, si está aquí… ¡cuidado, que la vas a empujar!
Con los ojos abiertos
de par en par y la boca desencajada, vio cómo Pablo traspasaba con su brazo el
cuerpo de la joven, que no se dio por enterada mientras el joven movía sus
manos dentro de lo que, en teoría, era el pecho de la muchacha.
-¿Con quién habláis,
joven?
-Pero… es imposible, es
un fantasma; estás atravesando su cuerpo y no se entera, no se entera de nada…
-¿Fantasma, dices?
-¡Qué decís de
fantasmas?
-¡Pablo, de verdad,
vámonos! ¡me voy a volver loco!
-¡Vale!, pero antes
apaguemos las antorchas…
Los dos muchachos se
dieron prisa en apagar los fuegos, Pablo mirando de vez en cuando a su amigo al
que no se le iba la cara de susto y echando un ojo, en cuanto podía, a aquellas
maravillosas armas que se veían allí tiradas.
La muchacha seguía a
nuestro amigo:
-Por favor, doncel,
a qué vienen esas prisas, quedaos un poco más…
-Vämonos, vámonos
Pablo… o nunca podremos salir de aquí.
Cuando la última
antorcha se apagó, corrieron escaleras arriba hasta salir al pasillo, Pablo con
una espada de grandes dimensiones en una mano y el farol encendido en la otra,
su amigo con el rostro pálido y desencajado.
-¿Por dónde salimos
ahora?
-Sin problema, había
una escalera por donde entramos, caída en el suelo.
-Pues vamos para allá.
Mientras subían por la
escala oyeron al reloj de la iglesia que daba las campanadas…
-¿Las doce? Pues ¿a qué
hora vinimos?
-Daban las doce en…
-¿Cuánto tiempo hemos
estado aquí?
-¿Un día?
- O nada…
*
Se cuentan muchas
historias de esta casona, pero la de la muchacha encerrada en la bodega es una
de las más usuales; es más, yo he conocido a muchachos de mi edad que habían
entrado, a escondidas, en la casa y se les había aparecido; muchos de ellos no
superaron nunca la impresión recibida y cuando, por algún hecho extraño, se
avienen a contar sus experiencias no puedes dejar de observar que la mirada se
les vuelve lejana y distraída y sus manos adquieren un casi imperceptible
temblor y gotas de sudor aparecen sobre sus labios.