28 de agosto de 2017

Leyendas de Aldeavieja: la vara.

          A mediados del siglo XIX, cuando ya, en Aldeavieja, sólo quedaba una tenería, en el paraje de El Batán, ocurrió una historia curiosa que me contó un tío de mi madre al que, según aseguraba, a su vez, se lo había contado su padre.
          El dueño de esta tenería, que tenía su batán, sus telares y todo aquello que era menester tener para fabricar estameñas con las lanas de sus ovejas, se llamaba Lorenzo G. y, además, poseía una tiendecilla, que llevaba su mujer, en la que vendía, por varas, el producto de su industria; le iba muy bien el negocio, quizás algo mejor de lo que pudiera ser lo normal.


          La vara castellana, que era con la que desde hacía cientos de años, se medían los tejidos, él la había heredado de su padre, y este del suyo y así… hasta remontarse al siglo XV, por lo menos, que era ya una reliquia en sí misma, pulida y brillante de tanto pasar de unas manos a otras y que era considerada como el patrón de medida en todo el municipio: todas las varas que se hacían en él se cortaban a la medida de la de Lorenzo.
          Ahora bien, todos sabéis que la vara no es una medida que esté, ahora, en uso; pues cada región (y a veces cada provincia o municipio) tenía la suya propia y con la normalización de pesos y medidas que se produjo en España en 1852, desaparecieron  todas las medidas locales y se introdujo el metro, el kilo, el litro, etc… como medidas normalizadas en toda la nación, como ya lo era en toda Europa. La vara castellana (también llamada de Burgos) medía 0,835 metros, o sea, un poco más de centímetro y medio menos que la nueva medida y… ¿qué hacía nuestro industrial? pues vendía sus tejidos por varas, como siempre, pero a precio de metros con lo que, poco a poco, iba aumentando su ganancia legal.
          ¿Qué decían las gentes del pueblo?, pues… nada; no lo sabían; siempre se había comprado por varas y así se seguía haciendo, pero creían que aquella vara, tan suave, tan pulida, tan torneada, se ajustaba a la nueva medida que se había impuesto desde el Gobierno; ¡vamos, que medía un metro! Y Lorenzo no les quitaba de su engaño; ¿para qué? total… si sólo era un centímetro y medio… ¡poco más que la uña del dedo gordo de la mano! ¿a quién le iba a importar tan poca diferencia?; ¡a él no, por supuesto!.
          Pero su mujer, Genara, que estaba en el ajo, no veía con muy buenos ojos aquello que le parecía un robo.
          -Yo creo que, por lo menos, debías confesárselo al cura, Lorenzo –le decía un jueves sí y el otro también- yo creo que lo que hacemos está mal y debe de ser pecado.
          -Pecado, pecado… ¡en todo veis pecado las mujeres!, ¿de qué os llenará la cabeza el cura cuando vais a la iglesia? ¿me meto yo en sus misas? ¡no!, ¡pues que no se meta él en mis varas!.
          Pero tanto le insistió la Genara que, por no oírla más, se acercó una tarde, antes del rosario, a la iglesia, y al ver a don Facundo en el confesionario, sin nadie por las cercanías, se arrodilló delante de la portezuela y dijo el consabido:
          -Ave María Purísima…
          Don Facundo levantó los ojos del breviario, aunque los tenía cerrados pues aquel silencio, la hora, el fresquito delicioso del templo en aquellos días de ardor del verano… le habían amodorrado un tanto…
          -¡Sin pecado concebida! -dijo sobresaltado y sorprendido al ver en aquella hora intempestiva a Lorenzo-.
          -Don Facundo….yo… venía a confesarme.
          -Pues díme hijo….
          -No sé por dónde empezar… si usted me preguntara por los pecados… me sería más fácil.
          -Bien… vamos a ver, ¿Has blasfemado?
          -Lo normal, padre, ya sabe cómo se habla en el pueblo… pero en la iglesia no ¿eh? aquí no.
          -Vale… ¿vienes a misa los domingos?
          -¡Claro! ¡a menos que haya que trabajar…ya sabe, don Facundo que hay días…
          -Ya, ya… ¿has mentido o engañado?
          -No ¡qué va! que cosas se le ocurren; sólo alguna picardía…. como todos.
          -¿Engañas a tu mujer con otra?
          -¡No, por favor, eso no! mi Genara es mi vida… ya sabe usted que no tengo ojos para nadie más.
          -¡Bien, bien! ¿Has robado?
          -¿Robar? No, nunca he robado nada, lo único es que uso la vara de medir en la tienda en vez del metro ese que dice el Gobierno; la vara es un poco más pequeña, uno o dos centímetros… pero no tiene importancia…
          -¿Cómo que no? ¡Eso…. eso es robar, hijo!, si quieres que te absuelva tendrás que devolver todo lo que has ido dando de menos a tus vecinos…
          -Pero… ¿cómo voy a hacer eso? Si no sé ni a quién ni cuánto… es imposible.
          -No hay nada imposible; a ver… ¿Cuánto tiempo has estado utilizando la vara en vez del metro?
          -Poco más de un año…
          -Pues mira, te haces otra vara con un centímetro y medio más de larga que el metro y vas a ir devolviendo, poco a poco, a tus vecinos lo que les has ido robando durante este tiempo; en un año, vuelves y si has cumplido yo te absolveré de todos tus pecados. ¡Anda, vete y haz lo que te he dicho!
          Lorenzo se fue pensativo y meditabundo de la iglesia, dar más cantidad por el mismo precio no era de su agrado, pero si quería el perdón de sus pecados no le quedaba otra que hacer caso al cura; -está bien-, se dijo –seguiré sus indicaciones, fabricaré una vara nueva que mida un metro y un centímetro y medio, ¡qué remedio!-.
          Con que…. Pasó el año y Lorenzo volvió a la iglesia para confesarse como había quedado con el párroco.
          -Ave María, padre…
          -Sin pecado concebida, hijo…
          -Mire, don Facundo, hice como me aconsejó y fabriqué una vara con ciento un centímetros y medio y, desde entonces, he medido siempre con ella los géneros que compraba a mis vecinos…
          -Dirás que vendías….
          -No, no padre, que compraba; es que, mire usted…. en este año he cambiado de oficio; ya no fabrico más tejidos, ahora sólo me dedico a comprar la lana en bruto, ya hilada y luego se la vendo al Eufronio que me compró la tenería… y ya tengo buen cuidado en que me la mida bien, para que no caiga él en la tentación del pecado.
          -¡Lorenzo! – dijo don Facundo muy enfadado- ¿has pensado en lo que me estás contando?, sigues siendo un ladrón….¡no te puedo absolver!

          Desde entonces, y por consejo del señor cura párroco del pueblo, el Ayuntamiento encargó unas varas de medir (por supuesto, de un metro) a la capital, y obligó a los mercaderes, industriales y tenderos a que las usasen en todas sus transacciones, para que nunca más hubiera equívocos o “errores”.

22 de agosto de 2017

El Batán.

          Creo que todos conoceréis el sitio llamado El Batán, en el camino que va hacia El Soto, a la derecha, antes de pasar el arroyo Tijera; el nombre, igual al del populoso barrio de Madrid, se debe a una de las pocas industrias que se instalaron, en siglos pasados, en Aldeavieja: las de manufacturas de estameñas o tenerías.


          Las tenerías eran un taller, construido poco más o menos como una gran cuadra (y con el mismo aspecto exterior) en el que se curtían y trabajaban las pieles; dentro de ellas o a su lado, se encontraban los batanes que consistían en unos artefactos (construidos enteramente de madera) que servían para golpear, desengrasar y tupir tejidos de lana que salían muy sueltos de los telares; trabajaban con agua, que se utilizaba para mover el mecanismo con el mismo procedimiento que una noria en la que, a través de un eje, movía unos grandes mazos de madera que golpeaban los tejidos hasta conseguir la textura deseada.
          Por lo tanto, los batanes se montaban cerca de corrientes de agua, en este caso el citado arroyo Tijera.
          Según el Catastro nacional elaborado por el marqués de la Ensenada en 1752, en Aldeavieja existían tres tenerías:
          17. Si hay algunas Minas, Salinas, Molinos Harineros, u de Papel, Batanes, u otros Artefactos en el Término, distinguiendo de que Metales, y de que uso, explicando sus Dueños, y lo que se regula produce cada uno de utilidad al año.
17ª. A la decimoséptima que hay tres Tenerías, una propia de Juan Fernández Zazo, que le produce respecto de lo que curte ochocientos reales, una y media de Isabel Gordo a la que produce cuatrocientos noventa y nueve reales, otra media de Jerónimo Gordo a quien le corresponden por la misma razón noventa reales.
          Como vemos por sus ganancias las tres tenerías eran bastante diferentes, como lo serían tanto de tamaño como de empleados utilizados; debían de estar instaladas todas en el mismo paraje, por ser el más cercano al pueblo con una corriente de agua capaz de mover los instrumentos necesarios para la fabricación de las estameñas.
          La estameña era una tela de lana sencilla y ordinaria que se utilizaba tanto para los vestidos y trajes de diario como para mantas, sacos, cortinas y otras utilidades.
          En lo relativo a los trabajadores que se empleaban en los trabajos de las tenerías, el Catastro citado señala en el siguiente punto:
          33. Qué ocupaciones de Artes mecánicos hay en el Pueblo, con distinción, como Albañiles, Canteros, Albéitares, Herreros, Sogueros, Zapateros, Sastres, Perayres, Tejedores, Sombrereros, Manguiteros, y Guanteros, etc. Explicando en cada Oficio de los que huviere el número que haya de Maestros, Oficiales, y Aprendices; y qué utilidad le puede resultar, trabajando meramente de su Oficio, al día a cada uno.
33ª. A la treinta y tres, que hay dos herreros, tres curtidores, tres zurradores, a quienes tocaban de jornal diario cuatro reales cada uno; treinta tejedores de estameñas y sesenta y tres peinadores a dos, con un oficial de aquellos a dos; un tejedor de lienzos a dos y medio; asimismo diez zapateros a cinco; dos herradores y tres sastres a cuatro y medio; dos albañiles a cinco y medio y un oficial de estos a tres y medio.
          Comprobamos que, de los oficios que se indican, 102 corresponden a trabajadores ocupados en labores realizadas en las tenerías y teniendo en cuenta que la población que se da en el Catastro es de 338 vecinos (que equivalen a unos 1087 habitantes), nos encontramos con que casi una tercera parte de los habitantes del pueblo dependen de lo que se gana y se trabaja en ellas.
          De estos 102 trabajadores 3 son curtidores, otros 3 zurradores (que son los que se ocupan de los batanes) 30 tejedores de estameña, 63 peinadores (de la lana) 2 oficiales que se ocupan de enseñar y controlar al resto y un tejedor (que es el que más cobra al ser, el suyo, un trabajo más especializado).
          Para 1848, casi cien años más tarde, Pascual Madoz, en su “Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones en Ultramar”, nos señala que sólo queda “una tenería de curtidos y algunos telares de estameñas ordinarias”; pequeña muestra de una industria que encontró en nuestro pueblo un lugar donde desarrollarse durante toda la Edad Media y hasta el siglo XVIII; según un estudio de José Damián González Arce (de la Universidad de Murcia) durante los siglos XV y XVI, Aldeavieja (formando parte entonces de la provincia de Segovia) era uno de los pocos lugares, junto a la capital, Villacastín, Navas de Zarzuela (Navas de San Antonio) Real de Manzanares, Manzanares, La Cercedilla, Los Molinos, Guadarrama, Galapagar, Valdemorillo y Robledo de Chavela) en donde se tejían paños secenos y veinticuatrenos (aquellos cuya urdimbre tenía 16 ó 24 centenares de hilos) y añade el autor: “Las localidades donde se practicaron las labores iniciales de la pañería segoviana (las referidas anteriormente) reunieron buena parte de las condiciones para convertirse en zonas protoindustriales. En su mayoría estaban situadas en tierras montañosas, donde la pobre agricultura hubo de combinarse con actividades pastoriles, de ganadería estante, e industriales complementarias. Además, abundaba la materia prima, pues la lana no provenía solamente de los rebaños locales, sino en mayor medida de los trashumantes, que transitaban por tres de las principales cañadas reales de la Mesta, a ambos lados del Sistema Central, las cuales servían de conexión entre los núcleos productores. Y, por último, contaban con un mercado urbano cercano, la ciudad de Segovia, donde los paños de menor calidad o semielaborados eran llevados a vender o a terminar”.

          Nada queda de aquella riqueza que hubo en nuestro pueblo, quedando sólo su recuerdo en el nombre del sitio donde, hace ya demasiados años, comenzó una interesante aventura dentro de una incipiente industria: la de los paños.

7 de agosto de 2017

Tierras del Cardeña... y 14..

          La historia, probable, de esos primeros años fundacionales de Aldeavieja, se me ocurrió para dar un marco a uno de los seres integrantes del folklore castellano-leonés; siempre nos ha parecido que las historias de duendes, hadas, señoras, elfos, brujas, etc… forman parte del paisaje del norte de España; nos los encontramos, sobre todo, en los cuentos y leyendas de Galicia, Asturias y el País Vasco; pero no hemos de olvidar que, cuando la Reconquista, los habitantes de esas zonas repoblaron las tierras desiertas de Castilla y León, trayendo consigo sus tradiciones y leyendas; este es el caso de Martín, cuya “biografía” mostramos a continuación:



El Duende Martinico

          El duende castellano por excelencia. Ácrata, agitador profesional, que lleva el desorden y la subversión en las viviendas donde desarrolla sus actividades caseras, El más popular y extendido es este “Martinico”, “Martinillo” o “Martín” al que se le ha descrito generalmente como rechoncho, rabón, algo diablejo, de estatura tirando a chaparro (casi aspecto simiesco). Bastante inestable emocionalmente (pues son legendarios sus cabreos cuando es importunado); generoso, solidario con los hombres y mujeres, a los que no duda en dar mano en caso de necesidad, como de gastarle las peores jugarretas. Tiene peligrosos y secretos poderes que utiliza para transmutarse en animal (motivo por el cual algunos autores los emparentan, en forma lejana, con las hadas). Su color preferido es el rojo.

          Posee extrema debilidad por aparecer con hábitos de fraile. En un relato donde se presenta una familia de hidalgos preparándose para mudarse a Valladolid (debido a las “bromas” del Martinico) descubren como éste (descrito como “frailecillo pequeño”), se les aparece con el “equipaje” al hombro, uniéndose así a la comitiva. Por lo que se le puede relacionar con el duende “Motilón” o “Mochilón”. Ser fantástico de la familia de los duendes vestido de frailón o frailuco, con grandes hábitos y cubierta la cabeza y parte del rostro con la capucha del hábito, donde en el fondo brillaban unos ojos terroríficos que despedían llamas y dejaban mudos de espanto.

2 de agosto de 2017

Tierras del Cardeña. 13.

          Con gran cuidado retiramos tres de las grandes piedras que habíamos colocado en el hueco que había dejado la puerta incendiada; después, en silencio y arrastrándonos nos dirigimos hacia la ladera que daba al río; habíamos observado que, por esa parte, había menos enemigos, el contingente era menor, por lo que podríamos pasar entre ellos con más posibilidades de no ser vistos; éramos cazadores, y un buen cazador no causa ni un solo ruido, si quiere, cuando está al acecho o tras las huellas de su presa; nos fue fácil pasar entre la débil vigilancia que los moros habían colocado; pronto estuvimos al otro lado del río, en pleno bosque de robles.
          -Ahora nos dividiremos en dos grupos, marchando por fuera de la vigilancia enemiga; tenemos que encontrar el lugar donde guardan sus caballos; el primer grupo que lo consiga lanzará, por tres veces, el ulular de la lechuza; ese grupo, después de eliminar a los posibles centinelas, se llevará los caballos en dirección a San Mikel, con seis que vayan bastará; luego, silenciosamente, el resto se unirá con el otro grupo… y ya sabéis lo que se tiene que hacer.
          Todos escuchamos en silencio las indicaciones de Martín; nadie preguntó nada y nadie dudó ni un solo instante; estaba claro quién mandaba; los demás éramos sus subordinados.


          Partí, al frente de uno de los grupos en dirección norte; rodeamos, amparados por la oscuridad, el cerro donde se aposentaba la iglesia y llegamos al borde donde antes se alzaban algunas de nuestras cabañas; allí en una especie de plazoleta formada por las ruinas humeantes habían alzado su campamento los moros; había hogueras encendidas a cuya luz vislumbramos a los guerreros, unos descansaban echados sobre las sillas de sus monturas, otros preparaban sus armas para el día siguiente; algunos comían y otros charlaban entre ellos seguros por la vigilancia que habían puesto…. por el lado de los sitiados. Algunas tiendas, de forma cónica y de colores brillantes, se alzaban de tanto en tanto, aguardando la hora en que los guerreros se alojasen en ellas para bien dormir; nunca pensarían que el peligro pudiera llegar desde sus espaldas.
          Cerca, en un corralón que habíamos levantado para guardar las ovejas en invierno, tenían a los caballos; nunca habíamos visto una manada tan grande y con tan buena presencia; eran caballos de pura raza árabe, blancos, negros… de un tamaño y una presencia imponente; no había centinelas guardándolos, así que, lentamente y después de haber realizado la señal correspondiente al otro grupo para que supieran que habíamos cumplido el primer objetivo, abrimos con cuidado el portón y fuimos conduciendo fuera a los animales; cuando los tuvimos a una distancia suficiente, los compañeros elegidos marcharon, lo más silenciosamente posible, en dirección a nuestro antiguo asentamiento; ya se vería, si todo salía bien, qué hacíamos con ellos, nos quedamos con los justos para que cada uno de nosotros tuviera su montura, pues eso era parte del plan.
          A poco llegaron Martín y los suyos, con gesto alegre al ver que, por ahora, todo había salido a pedir de boca. Esperamos un rato para que, los que se habían llevado los caballos, estuvieran a una distancia prudencial y, después, montamos cada uno en uno de aquellos animales tan bellos y fuertes.
          Nos reagrupamos a poca distancia del campamento enemigo; procurando no hacer demasiado ruido, fuimos encendiendo ramas de árbol que nos pasamos de mano en mano; a una señal, galopamos en nuestras nuevas monturas irrumpiendo por medio del campamento; arrojábamos las ramas ardientes a las tiendas mientras, pegando gritos, volcábamos las ollas donde preparaban su comida o destrozábamos cualquier cosa que hubiese por medio; para los moros fue como si una muchedumbre de demonios se hubiera arrojado sobre ellos, estaban tan sorprendidos y espantados que no les dio tiempo de echar mano a las armas; arrasamos cuanto pudimos y luego, reagrupados de nuevo en un extremo de aquella explanada disparamos sobre ellos una lluvia de flechas que terminó por desmoralizarles completamente; corrieron hacia la cerca donde suponían que estarían sus caballos y, al encontrarla vacía, se volvieron en medio de gran confusión intentando huir, lo más deprisa que podían, en dirección a Abila, abandonando armas y bagajes, entonces galopamos de nuevo sobre ellos, esta vez con nuestras espadas y lanzas y atropellamos y matamos a cuantos enemigos se nos pusieron delante.
          Después, Martín dio una señal y nos agrupamos y marchamos en dirección a la iglesia; dejamos a algunos compañeros de vigías por si los moros se atrevían a volver y dando vítores y llamando a nuestros familiares descabalgamos al pie de los muros mientras nos abrazábamos riendo y llorando, no sabíamos si de felicidad, de victoria, de puro nerviosismo o… ¡yo qué se…!
          La noche pasó, tensa y alegre a la vez y, al amanecer, volvimos hacia la explanada donde estuvo el campamento sarraceno; los vigías que dejamos nos dijeron que no se había oído ni visto movimiento alguno; con la luz de la mañana, mandamos una patrulla para que, a caballo, inspeccionase la ruta hacia Abila y nos informase, después, de lo que hubiera visto.
          Contamos más de cien cadáveres tendidos sobre la tierra, a los que había que añadir los que habían caído cuando ellos nos atacaron el día anterior; más de la mitad de nuestros enemigos habían muerto o estaban desangrándose ante nosotros; casi no nos podíamos creer que hubiéramos salido con bien de aquel peligro; cuando regresaron los compañeros que habían marchado de reconocimiento nos contaron que toda la ruta hacia la ciudad se encontraba sembrada de cadáveres; por lo visto, los de Ojos Albos y Blasconceles habían visto las llamas y alertados, salieron hacia la zona de Sillas Jineta y del río Voltoya donde dieron buena cuenta de aquella tropa que tanto nos había aterrorizado.
          Busqué con la mirada al bueno de Martín, pero por más que miré no le vi por lado alguno; pregunté por él, nadie lo había visto desde que regresamos a la iglesia, por la noche, después de haber saqueado el campamento moro; no me gustaba aquello y, al galope, volví hacia la iglesia, allí tampoco estaba, nadie lo había visto; miré en la sacristía,  le llamé a voces, corrí de un lado para otro… pero nada; ni rastro de fraile…
          Había desaparecido… como había venido, se había ido, ¿dónde?
          No encontramos nunca señales de él, ni oímos noticias referentes a su persona; lo cierto es que no tuvimos, nunca más, que hacer frente a ningún otro ataque de los moros; poco años después, hacia el año de Nuestro Señor de 1085, nuestro rey, Alfonso VI conquistaba Toledo, alejando el peligro moro de nosotros, para siempre; a partir de ahora otros peligros nos acecharían, pero nunca más nos tendríamos que enfrentar al Islam.

          Recordaréis que había otro fray Martín en San Mikel y otro en Ojos Albos, como lo hubo también en Blasconceles; les pasó como a nosotros; en un momento dado, cuando el pueblo se asentó definitivamente y dejó de peligrar su existencia… desaparecieron; fue un gran misterio para nosotros del que nunca pudimos hallar la causa; pero jamás lo olvidamos y siempre, en nuestros rezos, nos acordamos de él y agradecemos al Señor su presencia entre nosotros, aunque fuese corta.