24 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada, IV


Continuación...

     Dejé el papel sobre la mesa, era el último; no sabía qué pensar… os explicaré, esto que habéis acabado de leer estaba escrito en unas hojas amarillentas de pergamino, unas hojas que encontré en el desván de mi casa cuando hacía una limpieza rutinaria; estaban guardadas en una caja de cartón vieja y apolillada, no sé cómo se habían podido conservar en buen estado… en la caja, atada con una cuerda de esparto, se leía, en números romanos, una fecha: MDX, 1510; al abrirla contemplé aquel legajo de hojas rellenas con una letra clara y grande; en la cabecera del escrito ponía un nombre: Julián Moreno.


     Me intrigó aquello, soy muy aficionado a hurgar en las cosas antiguas, en ver qué fueron mis ancestros, dónde vivieron, cómo, quiénes fueron, y al encontrarme con aquello, no pude reprimir una sensación de alegría y de emoción; tenía entre las manos el testimonio de uno que, casi con seguridad, era antepasado mío y nadie, antes que yo (o eso suponía) le había echado un vistazo.
     No podéis imaginar las ansias que tenía de leerlo, pero me contuve, lo primero sería limpiar de polvo aquello y luego, con tranquilidad, sentado en un confortable sillón, cerca del fuego y con una buena luz, iría pasando una a una aquellas hojas y me deleitaría adentrándome en otra era, en otra persona, y ya fueran cosas banales o algo interesante, sabía que me encantaría  leerlas.
     Pero, al ir leyéndolas, mi interés pasó de lo anecdótico a lo misterioso; ¿qué era aquello? lo que comenzaba como una historia de viajes, costumbrista, pasó a ser un cuento de miedo, o quizás sólo era un desatino, una forma de llenar el tiempo de algún pariente aburrido y con ganas de embromar; al ir avanzando en la historia, notaba cómo su autor vivía lo que escribía, que aquello no era una invención, sino algo sentido, o padecido… no sé si me entendéis.
     Daba la sensación de ser auténtico, pero… ¿cómo podían ser auténticas aquellas historias, esos sacrificios humanos en pleno siglo XVI? ¿cuentos de aparecidos? ¿recuerdos de relatos oídos al calor de la lumbre a un abuelo embromador, en pleno invierno, para asustar a los más pequeños?. No sabía a qué carta quedarme.
     Me quedé pensativo, arrellanado en el sillón; tenía aún la última hoja en la mano; se veía que el autor de aquellas líneas no había terminado la historia, ¿no le había dado tiempo o acaso no había querido acabarla? o, simplemente, no sabía cómo continuar… todo era posible.
     Al volver a mirar la hoja, a contraluz del fuego, me di cuenta de que, por detrás, había algo escrito; ¡hombre, a lo mejor sí que había un final!, le di la vuelta a la hoja de pergamino y sí, allí había unas cuantas palabras, garabateadas más que escritas y con una caligrafía más insegura, más temblona; me calcé de nuevo las gafas y me dispuse a leer lo que mi antepasado había escrito.
     Decía así:
     “Es 6 de diciembre, sé que me queda poco tiempo…, puede que no tenga fuerzas ni para explicar todo esto que me ha pasado, a pesar de todo, debo contarlo, o intentarlo al menos; mis manos ya no me responden como debieran y mi cabeza es una olla llena de recuerdos, imágenes y miedo… os relataré la verdad, aunque mi alma inmortal se pierda para siempre… cuando yo sostenía aquel cuchillo de piedra en la mano… “
     ¡No!, ¡no puedo leeros lo que ponía a continuación…! ¡es demasiado… como os diría… espantoso, no, espantoso no; es mucho más que eso; es tan … tan… ¡me faltan las palabras!… sólo os puedo decir, para descargo de mi conciencia y para no turbar la paz de vuestros espíritus, que todo lo que mi antepasado había escrito, en el revés de la última página, me llevó a arrojarla directamente a las llamas que crepitaban frente a mí.
     No os merecéis tener ese peso sobre vuestros hombros… ¡dejad que lo lleve yo por vosotros!.

FIN

17 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada III.


     Desperté, no podía abrir los ojos pero noté una presencia humana cerca… hacía frío, no sentía el calor de las hogueras y, mis manos, palparon la ropa que llevaba puesta, húmeda y áspera; intenté moverme, pesadamente y una mano agarró mi hombro…


     -¿Cómo estáis, mi señor, creíamos que no despertaríais?
     -Juan… ¿eres tú?.
     Y mis ojos trataron de enfocar la imagen medio borrosa de mi criado Juanillo; por encima de él vislumbré el cañizo del techo de un chozo de pastores…
     -¿Dónde estoy, Juanillo?
     -Calmaos, señor, el ama nos mandó en vuestra busca al ver que la tormenta se desataba y que no llegabais… hace un par de horas os encontramos aquí, en el Verraco Gordo, y nos hemos refugiado en el chozo mientras volvíais en sí…
     -El chozo junto a las piedras… -pensé- no recuerdo cómo llegué aquí…
     -En cuanto escampe volvemos al pueblo, encontramos a vuestra mula no lejos de aquí, diantre de animal… os debió tirar.
     Intenté incorporarme y Juan me ayudó; miré mis manos… estaban rojas, tintas en sangre…
     -¡Mis manos…! ¿qué tengo en las manos?, ¡es sangre!
     -Sí, mi señor, os debisteis herir con las zarzas, pero no hay nada que no quite el agua. Sólo unas pocas desolladuras.
     -¿Habéis estado en la Peña Forcada? Hay alguien muerto allí, yo lo he visto… y gente, mucha gente, desnudos, gritando y me obligaron, me obligaron a…
     -¡Calma, señor, calma! Cuando cese la tormenta iremos a verlo, pero vos no estabais allí, os hemos encontrado junto al arroyo…
     Mi cabeza era una noria de imágenes y voces: la tormenta, la sangre, la mula tirándome al suelo, los cánticos, el fuego, las rocas… ¿Habría soñado todo o había sido realidad?, mis manos tenían sangre, sí, pero… tenía mis ropas puestas, empapadas… y no estaba en Peña Forcada; me vi, de nuevo, en lo alto de las piedras, desnudo, cuchillo en mano, clavándolo en el pecho blanco de una doncella… ¡no podía ser! ¡yo no podía haber hecho eso! ¡todo debía de haber sido un sueño, una pesadilla…! Y caí… caí, otra vez, en un desmayo, febril, sudando, sin saber, muy bien, quien era y dónde estaba.
     ¿Cuánto duró aquello?, no lo sé; me dijeron, cuando desperté, que había estado así dos días, sudando, con fiebre muy alta, sin parar quieto, revolviéndome en la cama; Luisa, mi mujer, me dijo que pronuncié palabras inconexas, alaridos, un idioma que ni el físico ni el cura pudieron entender; me creyeron al borde de la muerte… o de la locura, hasta que me envolvió un sueño pesado, tranquilo, del que he ido saliendo poco a poco.
     Cuando me tuve en pie y pude reflexionar tranquilamente sobre lo que había vivido (o quizás soñado) no llegué a ninguna conclusión; todo me decía que debió de ser un desvarío de mi mente, una fantasía producida por el miedo, la tormenta… ¡Dios sabe qué causas!, pero, cuando tanteé en la ropa que llevaba aquel día, y encontré entre sus pliegues aquel cuchillo de piedra… aquel cuchillo con manchas de un rojo oscuro, casi negro… os juro que casi me desvanecí de nuevo; tenía que encontrar una explicación a todo aquello, tenía que volver allí… algo habría que me mostrase la realidad de lo acaecido aquella noche.
     Una mañana, poco después de lo narrado antes, mandé a Juanillo que ensillase mi mula y que me acompañase, tenía que ir a las rocas, tenía que volver a ver aquel sitio, verlo y comprobar si había pasado algo o no… intentar recordar o dilucidar si todo aquello sólo estaba en mi mente o si había sido real… ¡pronto sabría a qué atenerme!
     El día estaba claro, ni una nube en el horizonte, hacía ese sol claro, que iluminaba las cumbres casi blancas de la sierra como en una pintura; uno de esos días que se dan en nuestra tierra en invierno; un frío pelón bajo un cielo azul claro.
     Los árboles del Valle, desnudos de hojas, enmarcaban el camino, esos robles grandiosos, de troncos retorcidos o de troncos fuertes y esbeltos, mostrando en sus ramas las redondeces de las agallas; una alfombra de hojas doradas, apelmazadas por la lluvia, amortigüaban el paso de nuestras caballerías.
     Juanillo me seguía en una mula torda, iba callado, respetando el silencio que yo imponía; iba meditando sobre el… llamémosle “sueño”, yo viví aquello; pero, es cierto que, a veces, tenemos pesadillas que nos parecen reales, que nos hacen sufrir y gozar como si las viviéramos; ensoñaciones de las que tenemos que despertar si, realmente, queremos seguir vivos o cuerdos; ¿cuál fue mi experiencia?, no lo sabía y, quizás, nunca lo sabría, pero tenía que intentarlo.

oOo

     Cuando llegamos al Verraco Gordo, todo estaba igual a como lo había visto decenas de veces, las rocas, grandiosas, como animales antiguos tumbados al sol, con la redonda panza mirando al cielo; el arroyo, henchido de agua, corría en torno suyo, proveniente de la sierra; los árboles, como enormes soldados, rodeaban toda la zona con sus troncos macizos y sus ramas amenazadoras; nada parecía cambiado, aquí y allá los restos de fogatas que encendían los pastores cuando apretaba el frío o cuando querían hacerse su puchero; los excrementos de las vacas y de los caballos que abonaban la tierra y, sobre nuestras cabezas, el vuelo ágil de los milanos.
     Me apeé de la mula y me encaramé a la más alta de las piedras; desde allí, mirando hacia el este, se veía la Peña Forcada, señorial, aislada de todo, erguida en su soberana soledad que la daba un carácter más de monumento, de torre de iglesia, de… no sé cómo explicar lo que sentía ante su vista… era como cuando uno entra en una iglesia y las sombras de los altares y de las efigies de los santos te rodean y hacen que crezca en tu interior ese respeto, muy cercano al miedo, que representa todo aquello que desconoces y que escenifica el poder sin límites, el poder de la creación, el poder sobre vivos y muertos…
     Miré hacia abajo, a los pies de la roca, Juanillo esperaba, pie a tierra, junto a las mulas, haciendo visera con la mano dirigió la vista hacia donde yo estaba… ¿qué pensaría?, ¿qué ideas o sentimientos rondarían dentro de su cabeza acerca de mí, acerca del que era su amo, del que tenía en las manos su fortuna o su desgracia?; ¿pensaría en que estaba loco, o enfermo… o creería que algún mal del espíritu me había atacado y que pronto saldría de aquella fosa de locura y sueños en la que parecía que me había sumergido?
     No sabía, tampoco me importaba mucho, a fin de cuentas… ¿quién era él para pensar sobre mí? … nadie, no era nadie, sólo un instrumento más de mis negocios, una manos más de las que trabajaban en mis campos y que se alimentaba de lo que yo creía que se merecía, poco más.
     Allí no tenía nada que hacer, bajé y me dirigí a la mula…
     -¡Bueno, Juanillo! Tú… ¿qué piensas de todo esto?
     -Yo… no pienso, amo.
     -Algo discurrirás en tu cabeza… ¿te parece que estoy loco?
     -No, eso no, amo.
     -¿Entonces…?
     -¡Na!, son cosas que cuentan los viejos…
     -¿Los viejos?, ¿qué viejos?, ¿qué cuentan esos viejos?
     -Pues eso… que en estas piedras vive el diablo… o ha vivido.
     -¿El diablo, dices…?
     -¡Sí, el diablo!
     -Y eso… ¿por qué?
     -Por las cosas que pasan… gente que muere… o desaparece… o se vuelve tonta, con perdón.
     -Y…eso… ¿lo hace el diablo?
     -¿Quién, si no?
     -Pero… ¿le ha visto alguien, alguna vez?
     -¡Hombre… verle, lo que se dice verle….!
     -¡Vamos, que no le ha visto nadie!
     -Tampoco es eso… hay quien dice que lo ha sentido… y otros lo han olido… o han visto su sombra…
     -¡Paparruchas!
     -No, amo, no son  tonterías…. ¡usted lo vio también!
     -¡Tú qué sabrás!
     Juanillo bajó la vista y no dijo nada más: ¿qué pensaría de mí?; estaba claro que él creía en lo que yo había contado, pero… ¿yo? ¿yo creía?; ¿no sería todo consecuencia de la caída, del frío, de la noche…? Si yo mismo dudaba de todo aquello… ¿qué no pensarían los demás?, pero estaba claro que, en el pueblo, sí creían en que algo pasaba allí, en que lo que yo había visto… ya lo habían visto otros.
     -¡Vamos, Juan, vamos a la Peña!
     Me icé en la mula y seguido de Juanillo salimos del robledal en dirección a la Peña Forcada.
     Ante nosotros se abría la vista de los prados, grises por el frío invernal, aquí y allá corrían riachuelos que nos traían la nieve deshelada de la sierra; habría mucho pasto esta primavera y buenas cosechas si todo seguía así; enseguida llegamos hasta la peña; se alzaba sobre la linde con Villacastín y parecía como si nos estuviera esperando: maciza, solemne, siempre me había parecido como algo sagrado o, quizás, mágico; pero ahora, hoy, la estaba mirando con ojos nuevos.
     Me apeé de la mula y me acerqué a las pìedras; grises, frías, con un musgo gris en su superficie; las miré fijamente hasta que los ojos me dolieron, pero nada extraño o distinto veía en ellas.
     Pasé las manos por encima, como en una caricia y, entonces, sí; algo me corrió por dentro, como un cosquilleo que subía por mis dedos hasta perderse en mi pecho; las retiré rápido y eché un vistazo hacia Juan, por si él había visto algo de ese gesto, tenía la cabeza baja, mirando al suelo, pero, estoy seguro, estoy seguro de que había vislumbrado lo que yo había hecho; y seguro que también había notado la crispación de mi cara, la mueca de sorpresa que me había dominado en ese momento.
     Miré hacia arriba, al remate de la pirámide de rocas, dos cuernos de piedra, sí, eso eran, dos cuernos… ¿del demonio o, simplemente, de un buey?...
     -¡Ayúdame, Juan! ¡Quiero subir a lo alto!
     -¿Está seguro, señor?
     -¡Sí!, ¡venga, vamos!
     Agarrándome a pequeñas rugosidades y grietas me fui alzando, con algo de ayuda de Juan, hasta que me encontré en pie, junto a la piedra horcada; pasé mi mano por su superficie; estaba lisa y suave, como si miles de manos, antes que la mía, la hubieran acariciado, tocado… también me fijé en unas grandes manchas oscuras, muy lavadas por la lluvia y los vientos, pero bien marcadas, que descendían por entre los cuernos hasta la base, llegando casi hasta el suelo; después… miré a mi alrededor, desde allí se veía todo el bosque de robles, que subía suavemente en dirección al pueblo; el riachuelo que corría unos cuantos metros más adelante… los prados… y al fondo, a mi izquierda, las suaves ondulaciones de los montes: la Atalaya, la Cruz de Hierro… y los cerros de la Avena, del Asperón, del Monte… y abajo, a mis pies, una gran explanada rodeándome…
     Cerré los ojos, quise llevar dentro de mi cabeza, otra vez, las imágenes de aquella noche en que creí vivir, o viví realmente, aquella pesadilla de sangre y de fuego, aquellos demonios (¿qué, si no?)  llenos de maldad que me empujaban, me guiaban, me forzaban a participar en aquel sacrificio impuro y abominable.
     Y… sí, allí estaban otra vez, gritando detrás de aquellas máscaras horribles, desnudos como animales y con las manos tintas de sangre; en lo alto de las rocas, entre los cuernos de piedra… y me señalaban, me señalaban con las manos extendidas, vociferaban mi nombre y, entonces, decenas de brazos me aupaban y me subían junto a ellos; sentía en mi piel sus manos, agarrándome, tirando de mí mientras acercaban su cara a la mía y reían… reían… y luego, uno de ellos colocó en mis manos aquel puñal, aquella piedra afilada que goteaba aquel líquido inmundo y miré a la víctima… era una joven, creí reconocer su cara, sí, la conocía, era una de las muchachas a las que rondaba en los bailes de la aldea… y estaba allí, tumbada entre los cuernos, desnuda, sangrando por una gran herida que tenía en el cuello… y yo… yo… clavé el cuchillo en su pecho y entonces…
     No pude soportarlo más, me obligué a abrir los ojos, grité… ¡sí, grité!, y entonces… lo vi: sí, allí estaba, desnudo sobre la roca, con un cuchillo de piedra goteando sangre, rodeado por una multitud vociferante, con sus voces llenando mis oídos… y comencé a reir, a reir… las llamas de las hogueras iluminaban todo y, al volver la cabeza, mis ojos tropezaron con la figura de Juan, de Juanillo, que me observaba con la cara desencajada, los ojos abiertos como platos, mudo de terror y yo, al verlo, me reí como si me fuera la vida en ello… le señalé con la mano y reí, reí…
     La oscuridad, una oscuridad absoluta, negra y espesa, cayó sobre mí… y noté como mi cuerpo se relajaba, se hundía, y sentí cómo golpeaba contra el suelo al caer…


Continuará...

11 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada II.


-¡Qué gusto!- pensé.
Un calorcito agradable me rodeaba y aquella sensación de bienestar, de estar seco, arropado y lejos del frío, la lluvia y el viento se adueñó de mí.
Abrí los ojos, una hermosa fogata ardía cerca, sus llamas se elevaban y, a la vez, notaba como otro, u otros fuegos, estaban encendidos a mi alrededor, haciendo que me sintiera confortable; me llegaba a los oídos un runrún suave, melódico y, a la vez, repetitivo; se acercaba y volví la cabeza hacia el lugar de donde procedía.


Un grupo de personas, o eso me parecieron, venía como en procesión  hacia una pequeña explanada que había frente a mí; las llamas de las hogueras se reflejaban en sus cuerpos brillantes, untados de algún aceite o materia grasa, unos cuerpos perfectos, esbeltos… y desnudos.
Sus músculos se marcaban como en un juego de claro-oscuros hipnótico; parecían esas estatuas que representan a nuestro señor San Sebastián, sólo que, el unte que llevaban sobre el cuerpo, les daba una tonalidad cobriza, casi roja; aquellos, brazos, aquellas piernas, el sexo al aire… mi boca se había abierto y así seguía; asombro, vergüenza, curiosidad…
Entonces me di cuenta de que no estaba solo, a mi alrededor, en torno a aquellas hogueras que caldeaban el ambiente, había más gente; de hecho, mucha gente, de los dos sexos; y eso se comprobaba enseguida, pues… estaban todos desnudos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y adultos… caí en la cuenta, en ese momento, de que yo ¡también estaba desnudo! Instintivamente me cubrí la entrepierna con las manos, acto inútil pues, al estar sentado, nada se veía, pero… ya se sabe… la educación, el decoro…
Miré alrededor, nadie me miraba ni se extrañaba de lo que estábamos viendo. Aquellas figuras entonaban una especie de cántico, gutural, extraño y, tras ellos, llevaban a una joven envuelta en unas vestiduras blancas que, con la vista baja, parecía poseída o ajena a todo cuanto le rodeaba.
Empezó un griterío general que, poco a poco, se fue convirtiendo en un cántico, primitivo, salvaje… que enardecía a aquellas gentes, a las que me uní en un estado febril que me empujaba a corear sus gritos y mover el cuerpo y los brazos en un vaivén rítmico y cadencioso.
Todos se pusieron en pie, y yo con ellos, avanzamos hasta llegar a un grupo de piedras berroqueñas que se alzaba en el borde de la explanada; entonces me di cuenta de que estábamos al pie de la Peña Forcada; una gran lumbre iluminaba las rocas y, arriba, junto a la piedra que da nombre al conjunto, la que tiene como dos cuernos señalando al cielo, dos hombres, cubiertos por horrendas máscaras hechas con pieles de animales alzaban, enseñándolos, unos terribles cuchillos hechos de piedra que goteaban… sangre. Me fijé más y descubrí, entre los dos cuernos de piedra, un cuerpo humano tendido, que sangraba copiosamente por una gran herida en el cuello…
A mi alrededor, aquellas gentes, como poseídas de un fervor satánico, empezaron a aullar y a hacer gestos de alegría mientras danzaban, saltando y agachándose, en un baile que me pareció diabólico y pagano.
No podía cerrar los ojos ante aquella escena; no podía creer que hubiera, todavía, personas (si se las podía llamar así) que ofrecieran sacrificios humanos a algún ídolo extraño, a menos que estuvieran poseídos por el diablo; y, además, cerca de mi pueblo, al lado del santuario donde venerábamos a la santa Virgen María…
Aquello tenía que ser una pesadilla, un mal sueño…
Pero, parecía real, pues, en un determinado momento, los que me rodeaban me empujaron al pie de las rocas y me izaron hasta ponerme junto a aquellos siniestros sacerdotes; uno de ellos, sonriendo, cogió mi mano y puso en ella uno de aquellos cuchillos que blandían; después, acercó mi brazo hasta el cuerpo yacente de la víctima que chorreaba sangre y me obligó a herirla en el corazón… ya no sé si me obligó o si fui yo mismo el que, sin presión alguna, hice lo que hice: abrí la carne blanca con el arma y saqué el corazón palpitante con la otra mano y gritando, dando un salvaje alarido, lo mostré a aquella muchedumbre que nos rodeaba…
Y, entonces, sucedió; vi los rostros allá abajo, con las bocas abiertas, las caras deformadas en feroces muecas, gritando al unísono y… perdí el sentido y caí…

3 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada. I.


     Era noche cerrada cuando llegué a lo que yo suponía eran las cercanías de la ermita de la Virgen del Cubillo; el cielo, cubierto de nubes que amenazaban tormenta, hacía más difícil guiarse y saber, con exactitud, dónde me encontraba en ese momento. Venía de Villacastín, caballero en mi mula parda, de  cerrar tratos con uno de los molineros del Cardeña, para que moliera una buena cantidad de trigo de la última cosecha.
     Si no llega a ser por mi montura que, inopinadamente, se paró, me habría dado de bruces contra las paredes de la ermita; la masa oscura de piedra se elevaba frente a mi, me apeé y llevando al animal del ronzal, fui rodeando el edificio, tanteando a ratos con la mano que tenía libre hasta que llegué hasta la puerta de la casa del santero; golpeé la madera con el puño mientras llamaba:
     -¡Santero, abre, que aquí ha llegado un viajero!.
     Esperé un poco y repetí la llamada:
     -¡Despierta, hombre, por el amor de Dios y de la Virgen!
     No salía ningún ruido del interior y por más que empujé, clamé y vociferé no conseguí que nadie abriera la puerta.
     Tenía la opción de forzar la entrada a la caseta que servía de cuadra en la parte sur de la ermita, pero, pensándolo bien… sólo estaba a poco más de media legua del pueblo; en algo más de media hora podría estar en casa,  tomando un buen caldo, un vaso de buen vino y al amor de una lumbre cálida y reconfortante.
     Aquella visión de una chimenea ardiendo frente a mí y el sabor de una grandiosa sopa de ajo atravesando por mi garganta bastó para decidirme, palmeando a la mula en el lomo la acerqué a un poyete de piedra que había junto al portal de la ermita y, una vez montado en ella, la dirigí a lo que yo creía era el camino hacia el pueblo.


     El aire olía a lluvia y, a lo lejos, para la parte de Ávila, el cielo se iluminaba levemente, mostrando las formas de las nubes, cuando un fogonazo señalaba al rayo que caía, aunque debía de estar aún muy lejos, pues ni el más pequeño sonido de truenos llegaba hasta donde me encontraba.
     Aquella luz intermitente me permitía, aunque con algún pequeño desvío, permanecer en la ruta que me había señalado, cruzamos uno o dos regatos cuando, en un soplo, comenzó a descargar una tormenta tremenda, como si, desde allá arriba, se dedicaran a vaciar una charca con cubos, el agua caía en goterones gordos, casi sólidos, o así lo parecía; me arrebujé como pude con la manta en la que me había envuelto para evitar el frío y bajando la cabeza me encasqueté, hasta donde pude, el sombrero de ala ancha con el que me cubría.
     El agua corría entre las patas de la mula como si estuviéramos vadeando un río, sólo que peor, pues se estaba formando un barro que dificultaba el paso del animal y yo ya no sabía qué iba a ser de nosotros: si el agua nos desleería como a un azucarillo o nos acabaríamos convirtiendo en ranas.
     En esas estaba cuando empezó a tronar, al agua se unió una batalla de truenos y relámpagos que acabó con la poca paciencia que la mula tenía; asustada, se levantó de patas haciéndome caer al suelo mientras huía, como alma que lleva el diablo, hacia cualquier lugar… pero lejos de mí.
     -¡Maldito animal! –gruñí en mi interior-.
     Me incorporé como pude, sucio, calado hasta los huesos, aterido de frío, en fin, hecho una pena; instintivamente miré en torno mío, no sabía dónde me encontraba, aunque debía ya estar cerca del robledal, casi a mitad de camino hasta casa, pero… ¡dónde exactamente?, ¿en qué punto concreto?; ¡claro, no vi nada!, sólo sombras, bultos, que, a ratos, se iluminaban sin darme tiempo a distinguir qué eran o dónde me hallaba.
     Caminando casi a tientas me enredaba con zarzas y matojos, caía y me volvía a levantar; las botas resbalaban en el barro y la lluvia me cegaba; intuí, más que vi, algo oscuro frente a mí, supuse que sería alguna de las moles rocosas que se levantan cerca del camino, procuré dirigirme hacia ella, quizás, con un poco de suerte, me podría deslizar entre los huecos que quedaban entre piedra y piedra y aguantar allí mientras la tormenta pasaba.
     Estaba casi a punto de tocar las piedras cuando un relámpago iluminó la noche y lo vi… allí, arriba, entre los cuernos de la Peña Forcada, un cuerpo desnudo chorreando sangre que se deslizaba, mezclado con el agua de la lluvia, hacia el suelo; un trueno tremendo me ensordeció… otro fogonazo estalló y su luz me cegó… caí de rodillas y me abracé a las rocas que se alzaban ante mí, después… perdí el sentido, todo se volvió negro y soñé cosas que nunca creí que podría soñar.