Desperté, no podía abrir
los ojos pero noté una presencia humana cerca… hacía frío, no sentía el calor
de las hogueras y, mis manos, palparon la ropa que llevaba puesta, húmeda y
áspera; intenté moverme, pesadamente y una mano agarró mi hombro…
-¿Cómo estáis, mi señor,
creíamos que no despertaríais?
-Juan… ¿eres tú?.
Y mis ojos trataron de
enfocar la imagen medio borrosa de mi criado Juanillo; por encima de él
vislumbré el cañizo del techo de un chozo de pastores…
-¿Dónde estoy, Juanillo?
-Calmaos, señor, el ama
nos mandó en vuestra busca al ver que la tormenta se desataba y que no
llegabais… hace un par de horas os encontramos aquí, en el Verraco Gordo, y nos
hemos refugiado en el chozo mientras volvíais en sí…
-El chozo junto a las
piedras… -pensé- no recuerdo cómo llegué aquí…
-En cuanto escampe
volvemos al pueblo, encontramos a vuestra mula no lejos de aquí, diantre de
animal… os debió tirar.
Intenté incorporarme y
Juan me ayudó; miré mis manos… estaban rojas, tintas en sangre…
-¡Mis manos…! ¿qué tengo
en las manos?, ¡es sangre!
-Sí, mi señor, os
debisteis herir con las zarzas, pero no hay nada que no quite el agua. Sólo
unas pocas desolladuras.
-¿Habéis estado en la
Peña Forcada? Hay alguien muerto allí, yo lo he visto… y gente, mucha gente,
desnudos, gritando y me obligaron, me obligaron a…
-¡Calma, señor, calma!
Cuando cese la tormenta iremos a verlo, pero vos no estabais allí, os hemos
encontrado junto al arroyo…
Mi cabeza era una noria
de imágenes y voces: la tormenta, la sangre, la mula tirándome al suelo, los
cánticos, el fuego, las rocas… ¿Habría soñado todo o había sido realidad?, mis
manos tenían sangre, sí, pero… tenía mis ropas puestas, empapadas… y no estaba
en Peña Forcada; me vi, de nuevo, en lo alto de las piedras, desnudo, cuchillo
en mano, clavándolo en el pecho blanco de una doncella… ¡no podía ser! ¡yo no
podía haber hecho eso! ¡todo debía de haber sido un sueño, una pesadilla…! Y
caí… caí, otra vez, en un desmayo, febril, sudando, sin saber, muy bien, quien
era y dónde estaba.
¿Cuánto duró aquello?, no
lo sé; me dijeron, cuando desperté, que había estado así dos días, sudando, con
fiebre muy alta, sin parar quieto, revolviéndome en la cama; Luisa, mi mujer,
me dijo que pronuncié palabras inconexas, alaridos, un idioma que ni el físico
ni el cura pudieron entender; me creyeron al borde de la muerte… o de la
locura, hasta que me envolvió un sueño pesado, tranquilo, del que he ido
saliendo poco a poco.
Cuando me tuve en pie y
pude reflexionar tranquilamente sobre lo que había vivido (o quizás soñado) no
llegué a ninguna conclusión; todo me decía que debió de ser un desvarío de mi
mente, una fantasía producida por el miedo, la tormenta… ¡Dios sabe qué
causas!, pero, cuando tanteé en la ropa que llevaba aquel día, y encontré entre
sus pliegues aquel cuchillo de piedra… aquel cuchillo con manchas de un rojo
oscuro, casi negro… os juro que casi me desvanecí de nuevo; tenía que encontrar
una explicación a todo aquello, tenía que volver allí… algo habría que me mostrase
la realidad de lo acaecido aquella noche.
Una mañana, poco después
de lo narrado antes, mandé a Juanillo que ensillase mi mula y que me
acompañase, tenía que ir a las rocas, tenía que volver a ver aquel sitio, verlo
y comprobar si había pasado algo o no… intentar recordar o dilucidar si todo
aquello sólo estaba en mi mente o si había sido real… ¡pronto sabría a qué
atenerme!
El día estaba claro, ni
una nube en el horizonte, hacía ese sol claro, que iluminaba las cumbres casi
blancas de la sierra como en una pintura; uno de esos días que se dan en
nuestra tierra en invierno; un frío pelón bajo un cielo azul claro.
Los árboles del Valle,
desnudos de hojas, enmarcaban el camino, esos robles grandiosos, de troncos
retorcidos o de troncos fuertes y esbeltos, mostrando en sus ramas las
redondeces de las agallas; una alfombra de hojas doradas, apelmazadas por la
lluvia, amortigüaban el paso de nuestras caballerías.
Juanillo me seguía en una
mula torda, iba callado, respetando el silencio que yo imponía; iba meditando
sobre el… llamémosle “sueño”, yo viví aquello; pero, es cierto que, a veces,
tenemos pesadillas que nos parecen reales, que nos hacen sufrir y gozar como si
las viviéramos; ensoñaciones de las que tenemos que despertar si, realmente,
queremos seguir vivos o cuerdos; ¿cuál fue mi experiencia?, no lo sabía y,
quizás, nunca lo sabría, pero tenía que intentarlo.
oOo
Cuando llegamos al
Verraco Gordo, todo estaba igual a como lo había visto decenas de veces, las
rocas, grandiosas, como animales antiguos tumbados al sol, con la redonda panza
mirando al cielo; el arroyo, henchido de agua, corría en torno suyo,
proveniente de la sierra; los árboles, como enormes soldados, rodeaban toda la
zona con sus troncos macizos y sus ramas amenazadoras; nada parecía cambiado,
aquí y allá los restos de fogatas que encendían los pastores cuando apretaba el
frío o cuando querían hacerse su puchero; los excrementos de las vacas y de los
caballos que abonaban la tierra y, sobre nuestras cabezas, el vuelo ágil de los
milanos.
Me apeé de la mula y me
encaramé a la más alta de las piedras; desde allí, mirando hacia el este, se
veía la Peña Forcada, señorial, aislada de todo, erguida en su soberana soledad
que la daba un carácter más de monumento, de torre de iglesia, de… no sé cómo
explicar lo que sentía ante su vista… era como cuando uno entra en una iglesia
y las sombras de los altares y de las efigies de los santos te rodean y hacen
que crezca en tu interior ese respeto, muy cercano al miedo, que representa
todo aquello que desconoces y que escenifica el poder sin límites, el poder de
la creación, el poder sobre vivos y muertos…
Miré hacia abajo, a los
pies de la roca, Juanillo esperaba, pie a tierra, junto a las mulas, haciendo
visera con la mano dirigió la vista hacia donde yo estaba… ¿qué pensaría?, ¿qué
ideas o sentimientos rondarían dentro de su cabeza acerca de mí, acerca del que
era su amo, del que tenía en las manos su fortuna o su desgracia?; ¿pensaría en
que estaba loco, o enfermo… o creería que algún mal del espíritu me había
atacado y que pronto saldría de aquella fosa de locura y sueños en la que
parecía que me había sumergido?
No sabía, tampoco me
importaba mucho, a fin de cuentas… ¿quién era él para pensar sobre mí? … nadie,
no era nadie, sólo un instrumento más de mis negocios, una manos más de las que
trabajaban en mis campos y que se alimentaba de lo que yo creía que se merecía,
poco más.
Allí no tenía nada que
hacer, bajé y me dirigí a la mula…
-¡Bueno, Juanillo! Tú…
¿qué piensas de todo esto?
-Yo… no pienso, amo.
-Algo discurrirás en tu
cabeza… ¿te parece que estoy loco?
-No, eso no, amo.
-¿Entonces…?
-¡Na!, son cosas que
cuentan los viejos…
-¿Los viejos?, ¿qué
viejos?, ¿qué cuentan esos viejos?
-Pues eso… que en estas
piedras vive el diablo… o ha vivido.
-¿El diablo, dices…?
-¡Sí, el diablo!
-Y eso… ¿por qué?
-Por las cosas que pasan…
gente que muere… o desaparece… o se vuelve tonta, con perdón.
-Y…eso… ¿lo hace el
diablo?
-¿Quién, si no?
-Pero… ¿le ha visto
alguien, alguna vez?
-¡Hombre… verle, lo que
se dice verle….!
-¡Vamos, que no le ha
visto nadie!
-Tampoco es eso… hay
quien dice que lo ha sentido… y otros lo han olido… o han visto su sombra…
-¡Paparruchas!
-No, amo, no son tonterías…. ¡usted lo vio también!
-¡Tú qué sabrás!
Juanillo bajó la vista y
no dijo nada más: ¿qué pensaría de mí?; estaba claro que él creía en lo que yo
había contado, pero… ¿yo? ¿yo creía?; ¿no sería todo consecuencia de la caída,
del frío, de la noche…? Si yo mismo dudaba de todo aquello… ¿qué no pensarían
los demás?, pero estaba claro que, en el pueblo, sí creían en que algo pasaba
allí, en que lo que yo había visto… ya lo habían visto otros.
-¡Vamos, Juan, vamos a la
Peña!
Me icé en la mula y
seguido de Juanillo salimos del robledal en dirección a la Peña Forcada.
Ante nosotros se abría la
vista de los prados, grises por el frío invernal, aquí y allá corrían
riachuelos que nos traían la nieve deshelada de la sierra; habría mucho pasto
esta primavera y buenas cosechas si todo seguía así; enseguida llegamos hasta
la peña; se alzaba sobre la linde con Villacastín y parecía como si nos
estuviera esperando: maciza, solemne, siempre me había parecido como algo
sagrado o, quizás, mágico; pero ahora, hoy, la estaba mirando con ojos nuevos.
Me apeé de la mula y me
acerqué a las pìedras; grises, frías, con un musgo gris en su superficie; las
miré fijamente hasta que los ojos me dolieron, pero nada extraño o distinto
veía en ellas.
Pasé las manos por
encima, como en una caricia y, entonces, sí; algo me corrió por dentro, como un
cosquilleo que subía por mis dedos hasta perderse en mi pecho; las retiré
rápido y eché un vistazo hacia Juan, por si él había visto algo de ese gesto,
tenía la cabeza baja, mirando al suelo, pero, estoy seguro, estoy seguro de que
había vislumbrado lo que yo había hecho; y seguro que también había notado la
crispación de mi cara, la mueca de sorpresa que me había dominado en ese
momento.
Miré hacia arriba, al
remate de la pirámide de rocas, dos cuernos de piedra, sí, eso eran, dos
cuernos… ¿del demonio o, simplemente, de un buey?...
-¡Ayúdame, Juan! ¡Quiero
subir a lo alto!
-¿Está seguro, señor?
-¡Sí!, ¡venga, vamos!
Agarrándome a pequeñas
rugosidades y grietas me fui alzando, con algo de ayuda de Juan, hasta que me
encontré en pie, junto a la piedra horcada; pasé mi mano por su superficie;
estaba lisa y suave, como si miles de manos, antes que la mía, la hubieran
acariciado, tocado… también me fijé en unas grandes manchas oscuras, muy
lavadas por la lluvia y los vientos, pero bien marcadas, que descendían por
entre los cuernos hasta la base, llegando casi hasta el suelo; después… miré a
mi alrededor, desde allí se veía todo el bosque de robles, que subía suavemente
en dirección al pueblo; el riachuelo que corría unos cuantos metros más
adelante… los prados… y al fondo, a mi izquierda, las suaves ondulaciones de
los montes: la Atalaya, la Cruz de Hierro… y los cerros de la Avena, del
Asperón, del Monte… y abajo, a mis pies, una gran explanada rodeándome…
Cerré los ojos, quise
llevar dentro de mi cabeza, otra vez, las imágenes de aquella noche en que creí
vivir, o viví realmente, aquella pesadilla de sangre y de fuego, aquellos
demonios (¿qué, si no?) llenos de maldad
que me empujaban, me guiaban, me forzaban a participar en aquel sacrificio
impuro y abominable.
Y… sí, allí estaban otra
vez, gritando detrás de aquellas máscaras horribles, desnudos como animales y
con las manos tintas de sangre; en lo alto de las rocas, entre los cuernos de
piedra… y me señalaban, me señalaban con las manos extendidas, vociferaban mi
nombre y, entonces, decenas de brazos me aupaban y me subían junto a ellos;
sentía en mi piel sus manos, agarrándome, tirando de mí mientras acercaban su
cara a la mía y reían… reían… y luego, uno de ellos colocó en mis manos aquel
puñal, aquella piedra afilada que goteaba aquel líquido inmundo y miré a la
víctima… era una joven, creí reconocer su cara, sí, la conocía, era una de las
muchachas a las que rondaba en los bailes de la aldea… y estaba allí, tumbada
entre los cuernos, desnuda, sangrando por una gran herida que tenía en el
cuello… y yo… yo… clavé el cuchillo en su pecho y entonces…
No pude soportarlo más,
me obligué a abrir los ojos, grité… ¡sí, grité!, y entonces… lo vi: sí, allí
estaba, desnudo sobre la roca, con un cuchillo de piedra goteando sangre, rodeado
por una multitud vociferante, con sus voces llenando mis oídos… y comencé a
reir, a reir… las llamas de las hogueras iluminaban todo y, al volver la
cabeza, mis ojos tropezaron con la figura de Juan, de Juanillo, que me
observaba con la cara desencajada, los ojos abiertos como platos, mudo de
terror y yo, al verlo, me reí como si me fuera la vida en ello… le señalé con
la mano y reí, reí…
La oscuridad, una
oscuridad absoluta, negra y espesa, cayó sobre mí… y noté como mi cuerpo se
relajaba, se hundía, y sentí cómo golpeaba contra el suelo al caer…
Continuará...