Era noche cerrada cuando
llegué a lo que yo suponía eran las cercanías de la ermita de la Virgen del
Cubillo; el cielo, cubierto de nubes que amenazaban tormenta, hacía más difícil
guiarse y saber, con exactitud, dónde me encontraba en ese momento. Venía de
Villacastín, caballero en mi mula parda, de
cerrar tratos con uno de los molineros del Cardeña, para que moliera una
buena cantidad de trigo de la última cosecha.
Si no llega a ser por mi
montura que, inopinadamente, se paró, me habría dado de bruces contra las
paredes de la ermita; la masa oscura de piedra se elevaba frente a mi, me apeé
y llevando al animal del ronzal, fui rodeando el edificio, tanteando a ratos
con la mano que tenía libre hasta que llegué hasta la puerta de la casa del
santero; golpeé la madera con el puño mientras llamaba:
-¡Santero, abre, que aquí
ha llegado un viajero!.
Esperé un poco y repetí
la llamada:
-¡Despierta, hombre, por
el amor de Dios y de la Virgen!
No salía ningún ruido del
interior y por más que empujé, clamé y vociferé no conseguí que nadie abriera
la puerta.
Tenía la opción de forzar
la entrada a la caseta que servía de cuadra en la parte sur de la ermita, pero,
pensándolo bien… sólo estaba a poco más de media legua del pueblo; en algo más
de media hora podría estar en casa,
tomando un buen caldo, un vaso de buen vino y al amor de una lumbre
cálida y reconfortante.
Aquella visión de una
chimenea ardiendo frente a mí y el sabor de una grandiosa sopa de ajo
atravesando por mi garganta bastó para decidirme, palmeando a la mula en el
lomo la acerqué a un poyete de piedra que había junto al portal de la ermita y,
una vez montado en ella, la dirigí a lo que yo creía era el camino hacia el
pueblo.
El aire olía a lluvia y,
a lo lejos, para la parte de Ávila, el cielo se iluminaba levemente, mostrando
las formas de las nubes, cuando un fogonazo señalaba al rayo que caía, aunque
debía de estar aún muy lejos, pues ni el más pequeño sonido de truenos llegaba
hasta donde me encontraba.
Aquella luz intermitente
me permitía, aunque con algún pequeño desvío, permanecer en la ruta que me
había señalado, cruzamos uno o dos regatos cuando, en un soplo, comenzó a
descargar una tormenta tremenda, como si, desde allá arriba, se dedicaran a
vaciar una charca con cubos, el agua caía en goterones gordos, casi sólidos, o
así lo parecía; me arrebujé como pude con la manta en la que me había envuelto
para evitar el frío y bajando la cabeza me encasqueté, hasta donde pude, el
sombrero de ala ancha con el que me cubría.
El agua corría entre las
patas de la mula como si estuviéramos vadeando un río, sólo que peor, pues se
estaba formando un barro que dificultaba el paso del animal y yo ya no sabía
qué iba a ser de nosotros: si el agua nos desleería como a un azucarillo o nos
acabaríamos convirtiendo en ranas.
En esas estaba cuando
empezó a tronar, al agua se unió una batalla de truenos y relámpagos que acabó
con la poca paciencia que la mula tenía; asustada, se levantó de patas
haciéndome caer al suelo mientras huía, como alma que lleva el diablo, hacia cualquier
lugar… pero lejos de mí.
-¡Maldito animal! –gruñí
en mi interior-.
Me incorporé como pude,
sucio, calado hasta los huesos, aterido de frío, en fin, hecho una pena;
instintivamente miré en torno mío, no sabía dónde me encontraba, aunque debía
ya estar cerca del robledal, casi a mitad de camino hasta casa, pero… ¡dónde
exactamente?, ¿en qué punto concreto?; ¡claro, no vi nada!, sólo sombras,
bultos, que, a ratos, se iluminaban sin darme tiempo a distinguir qué eran o
dónde me hallaba.
Caminando casi a tientas
me enredaba con zarzas y matojos, caía y me volvía a levantar; las botas
resbalaban en el barro y la lluvia me cegaba; intuí, más que vi, algo oscuro
frente a mí, supuse que sería alguna de las moles rocosas que se levantan cerca
del camino, procuré dirigirme hacia ella, quizás, con un poco de suerte, me
podría deslizar entre los huecos que quedaban entre piedra y piedra y aguantar
allí mientras la tormenta pasaba.
Estaba casi a punto de
tocar las piedras cuando un relámpago iluminó la noche y lo vi… allí, arriba,
entre los cuernos de la Peña Forcada, un cuerpo desnudo chorreando sangre que
se deslizaba, mezclado con el agua de la lluvia, hacia el suelo; un trueno
tremendo me ensordeció… otro fogonazo estalló y su luz me cegó… caí de rodillas
y me abracé a las rocas que se alzaban ante mí, después… perdí el sentido, todo
se volvió negro y soñé cosas que nunca creí que podría soñar.
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