-¡Qué gusto!- pensé.
Un calorcito agradable me
rodeaba y aquella sensación de bienestar, de estar seco, arropado y lejos del
frío, la lluvia y el viento se adueñó de mí.
Abrí los ojos, una hermosa
fogata ardía cerca, sus llamas se elevaban y, a la vez, notaba como otro, u
otros fuegos, estaban encendidos a mi alrededor, haciendo que me sintiera
confortable; me llegaba a los oídos un runrún suave, melódico y, a la vez,
repetitivo; se acercaba y volví la cabeza hacia el lugar de donde procedía.
Un grupo de personas, o
eso me parecieron, venía como en procesión
hacia una pequeña explanada que había frente a mí; las llamas de las
hogueras se reflejaban en sus cuerpos brillantes, untados de algún aceite o
materia grasa, unos cuerpos perfectos, esbeltos… y desnudos.
Sus músculos se marcaban
como en un juego de claro-oscuros hipnótico; parecían esas estatuas que
representan a nuestro señor San Sebastián, sólo que, el unte que llevaban sobre
el cuerpo, les daba una tonalidad cobriza, casi roja; aquellos, brazos,
aquellas piernas, el sexo al aire… mi boca se había abierto y así seguía;
asombro, vergüenza, curiosidad…
Entonces me di cuenta de
que no estaba solo, a mi alrededor, en torno a aquellas hogueras que caldeaban
el ambiente, había más gente; de hecho, mucha gente, de los dos sexos; y eso se
comprobaba enseguida, pues… estaban todos desnudos, hombres y mujeres, jóvenes
y viejos, niños y adultos… caí en la cuenta, en ese momento, de que yo ¡también
estaba desnudo! Instintivamente me cubrí la entrepierna con las manos, acto
inútil pues, al estar sentado, nada se veía, pero… ya se sabe… la educación, el
decoro…
Miré alrededor, nadie me
miraba ni se extrañaba de lo que estábamos viendo. Aquellas figuras entonaban
una especie de cántico, gutural, extraño y, tras ellos, llevaban a una joven
envuelta en unas vestiduras blancas que, con la vista baja, parecía poseída o
ajena a todo cuanto le rodeaba.
Empezó un griterío
general que, poco a poco, se fue convirtiendo en un cántico, primitivo,
salvaje… que enardecía a aquellas gentes, a las que me uní en un estado febril
que me empujaba a corear sus gritos y mover el cuerpo y los brazos en un vaivén
rítmico y cadencioso.
Todos se pusieron en pie,
y yo con ellos, avanzamos hasta llegar a un grupo de piedras berroqueñas que se
alzaba en el borde de la explanada; entonces me di cuenta de que estábamos al
pie de la Peña Forcada; una gran lumbre iluminaba las rocas y, arriba, junto a
la piedra que da nombre al conjunto, la que tiene como dos cuernos señalando al
cielo, dos hombres, cubiertos por horrendas máscaras hechas con pieles de
animales alzaban, enseñándolos, unos terribles cuchillos hechos de piedra que
goteaban… sangre. Me fijé más y descubrí, entre los dos cuernos de piedra, un
cuerpo humano tendido, que sangraba copiosamente por una gran herida en el
cuello…
A mi alrededor, aquellas
gentes, como poseídas de un fervor satánico, empezaron a aullar y a hacer
gestos de alegría mientras danzaban, saltando y agachándose, en un baile que me
pareció diabólico y pagano.
No podía cerrar los ojos
ante aquella escena; no podía creer que hubiera, todavía, personas (si se las
podía llamar así) que ofrecieran sacrificios humanos a algún ídolo extraño, a
menos que estuvieran poseídos por el diablo; y, además, cerca de mi pueblo, al
lado del santuario donde venerábamos a la santa Virgen María…
Aquello tenía que ser una
pesadilla, un mal sueño…
Pero, parecía real, pues,
en un determinado momento, los que me rodeaban me empujaron al pie de las rocas
y me izaron hasta ponerme junto a aquellos siniestros sacerdotes; uno de ellos,
sonriendo, cogió mi mano y puso en ella uno de aquellos cuchillos que blandían;
después, acercó mi brazo hasta el cuerpo yacente de la víctima que chorreaba
sangre y me obligó a herirla en el corazón… ya no sé si me obligó o si fui yo
mismo el que, sin presión alguna, hice lo que hice: abrí la carne blanca con el
arma y saqué el corazón palpitante con la otra mano y gritando, dando un
salvaje alarido, lo mostré a aquella muchedumbre que nos rodeaba…
Y, entonces, sucedió; vi
los rostros allá abajo, con las bocas abiertas, las caras deformadas en feroces
muecas, gritando al unísono y… perdí el sentido y caí…
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