11 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada II.


-¡Qué gusto!- pensé.
Un calorcito agradable me rodeaba y aquella sensación de bienestar, de estar seco, arropado y lejos del frío, la lluvia y el viento se adueñó de mí.
Abrí los ojos, una hermosa fogata ardía cerca, sus llamas se elevaban y, a la vez, notaba como otro, u otros fuegos, estaban encendidos a mi alrededor, haciendo que me sintiera confortable; me llegaba a los oídos un runrún suave, melódico y, a la vez, repetitivo; se acercaba y volví la cabeza hacia el lugar de donde procedía.


Un grupo de personas, o eso me parecieron, venía como en procesión  hacia una pequeña explanada que había frente a mí; las llamas de las hogueras se reflejaban en sus cuerpos brillantes, untados de algún aceite o materia grasa, unos cuerpos perfectos, esbeltos… y desnudos.
Sus músculos se marcaban como en un juego de claro-oscuros hipnótico; parecían esas estatuas que representan a nuestro señor San Sebastián, sólo que, el unte que llevaban sobre el cuerpo, les daba una tonalidad cobriza, casi roja; aquellos, brazos, aquellas piernas, el sexo al aire… mi boca se había abierto y así seguía; asombro, vergüenza, curiosidad…
Entonces me di cuenta de que no estaba solo, a mi alrededor, en torno a aquellas hogueras que caldeaban el ambiente, había más gente; de hecho, mucha gente, de los dos sexos; y eso se comprobaba enseguida, pues… estaban todos desnudos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y adultos… caí en la cuenta, en ese momento, de que yo ¡también estaba desnudo! Instintivamente me cubrí la entrepierna con las manos, acto inútil pues, al estar sentado, nada se veía, pero… ya se sabe… la educación, el decoro…
Miré alrededor, nadie me miraba ni se extrañaba de lo que estábamos viendo. Aquellas figuras entonaban una especie de cántico, gutural, extraño y, tras ellos, llevaban a una joven envuelta en unas vestiduras blancas que, con la vista baja, parecía poseída o ajena a todo cuanto le rodeaba.
Empezó un griterío general que, poco a poco, se fue convirtiendo en un cántico, primitivo, salvaje… que enardecía a aquellas gentes, a las que me uní en un estado febril que me empujaba a corear sus gritos y mover el cuerpo y los brazos en un vaivén rítmico y cadencioso.
Todos se pusieron en pie, y yo con ellos, avanzamos hasta llegar a un grupo de piedras berroqueñas que se alzaba en el borde de la explanada; entonces me di cuenta de que estábamos al pie de la Peña Forcada; una gran lumbre iluminaba las rocas y, arriba, junto a la piedra que da nombre al conjunto, la que tiene como dos cuernos señalando al cielo, dos hombres, cubiertos por horrendas máscaras hechas con pieles de animales alzaban, enseñándolos, unos terribles cuchillos hechos de piedra que goteaban… sangre. Me fijé más y descubrí, entre los dos cuernos de piedra, un cuerpo humano tendido, que sangraba copiosamente por una gran herida en el cuello…
A mi alrededor, aquellas gentes, como poseídas de un fervor satánico, empezaron a aullar y a hacer gestos de alegría mientras danzaban, saltando y agachándose, en un baile que me pareció diabólico y pagano.
No podía cerrar los ojos ante aquella escena; no podía creer que hubiera, todavía, personas (si se las podía llamar así) que ofrecieran sacrificios humanos a algún ídolo extraño, a menos que estuvieran poseídos por el diablo; y, además, cerca de mi pueblo, al lado del santuario donde venerábamos a la santa Virgen María…
Aquello tenía que ser una pesadilla, un mal sueño…
Pero, parecía real, pues, en un determinado momento, los que me rodeaban me empujaron al pie de las rocas y me izaron hasta ponerme junto a aquellos siniestros sacerdotes; uno de ellos, sonriendo, cogió mi mano y puso en ella uno de aquellos cuchillos que blandían; después, acercó mi brazo hasta el cuerpo yacente de la víctima que chorreaba sangre y me obligó a herirla en el corazón… ya no sé si me obligó o si fui yo mismo el que, sin presión alguna, hice lo que hice: abrí la carne blanca con el arma y saqué el corazón palpitante con la otra mano y gritando, dando un salvaje alarido, lo mostré a aquella muchedumbre que nos rodeaba…
Y, entonces, sucedió; vi los rostros allá abajo, con las bocas abiertas, las caras deformadas en feroces muecas, gritando al unísono y… perdí el sentido y caí…

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