27 de julio de 2017

Tierras del Cardeña. 12.

          El miedo se apoderó de los hombres que habían quedado fuera y, prestamente, se levantaron aporreando la puerta para que les permitiéramos franquearla; así se hizo, rápidamente, sin preguntarles nada ni afearles su conducta; ¡a ver quién era el valiente que aguantaba una carga de caballería armado sólo con un arco y diez flechas!.
          No bien estuvimos todos dentro de la iglesia, los jinetes llegaron hasta los muros y comenzaron a lanzar flechas hacia las troneras esperando herir o matar a alguno de nosotros, tuvimos suerte, pues todos nos retiramos prontamente con el miedo pintado en los rostros; ninguno éramos hombre de guerra y aunque habíamos batallado en muchas escaramuzas, nunca habíamos sido confrontados por tal cantidad de guerreros, y menos montados en aquellos caballos enormes y fieros que daban casi más miedo que sus jinetes; tardamos un rato en volver a asomarnos, el enemigo se había retirado a una mediana distancia y se les veía hablar entre ellos como discutiendo la mejor manera de acabar con nosotros.


          Pronto vimos claras sus intenciones cuando volvieron grupas y comenzaon a incendiar nuestras casas; los techos de paja o de retamas, resecos por el aire y el sol, ardieron como yesca en cuando lanzaron teas encendidas sobre ellos; el humo comenzó a levantarse hacia el cielo mientras nuestros ojos de llenaban de lágrimas al ver desaparecer aquello que tanto nos había costado levantar.
          Se oyó más de un juramento y alguna maldición al tiempo que, por los ventanucos, se lanzaban flechas que caían inocentemente lejos de aquellos a los que iban dirigidas.
          -¡Callaos! –se oyó de pronto la voz de Martín- ¡Tened vuestras sucias lenguas en el templo del Señor!, ¡dad gracias, más bien, porque son casas las que arden y no vuestros cuerpos!. ¿Así os portáis en la primera dificultad?; ¡tened más confianza en vosotros, hombres, y mucha más en la voluntad de Dios, que no permitirá que nada malo os pase!
          Los murmullos fueron bajando de tono y todos se volvieron hacia Martín que, subido al altar mayor, les miraba con su cara sonrosada y redonda como un pan y en la que asomaba aquella sonrisa que nunca se desprendía de su rostro.
          -Las casas las van a quemar y no podemos hacer nada por evitarlo; pero sí que podemos evitar que nos maten a nosotros y a nuestras familias; hay que organizarse; pronto querrán incendiar, también, la techumbre de esta iglesia y eso no hay que permitirlo, pues sería nuestro fin; hay que hacer más aspilleras en los muros para poder lanzar más flechas; preparad mantas y trapos, además de baldes de agua, para sofocar un posible incendio y, si resistimos hasta la noche… ¡yo os prometo que hemos de vencerlos y echarlos de aquí como perros que son!
          Me quedé mirándole con la misma cara con que le mirábamos todos, con respeto y algo de temor; pero tenía toda la razón y parecía que tenía las cosas claras, cosa que ninguno de nosotros tenía; necesitábamos un líder y allí estaba: Martín, como siempre, era el ángel que velaba por nosotros…
          -¡Ya le habéis oído! –grité como para hacer notar que aún era yo el jefe- preparad todo, las mujeres que tengan listas las cobijas y los trapos, vosotros, arrancad piedras, haced más agujeros en las paredes. Vamos a quitar esta parte del tejado para poder disparar sobre las vigas y poder trabajar mejor si nos intentan prender fuego. ¡Venga, deprisa!
          Martín me miró y me sonrió como dando a entender que estaba de acuerdo; yo era el jefe y yo debía ordenar; él… era simplemente un pobre fraile… le sonreí a mi vez y él entendió aquella sonrisa como mi forma de darle las gracias; desde la distancia me bendijo haciendo una cruz en el aire e, inmediatamente, se bajó del altar para ayudar a todos y a todo.
          ¡Bendito fraile motilón!
          No tardaron en volver al ataque; esta vez, como habíamos previsto, galopaban velozmente hacía nosotros y al pasar arrojaban antorchas encendidas sobre nuestro tejado…. A la vez, en la distancia, sus arqueros lanzaban flechas incendiarias en nuestra dirección; lo distinto fue que, nosotros, les recibimos con una lluvia de flechas que salían por todas las troneras que habíamos abierto y por las jabalinas que les mandábamos por el agujero del tejado que habíamos desmontado para tal fin…. Eso no se lo esperaban, habían ido tan confiados en su fuerza y en nuestra debilidad que su galope se paró en seco mientras caían de sus monturas heridos o muertos sin darles tiempo a ver de dónde habían salido aquellos venablos que los traspasaban.
          Ya no se lanzaron más, alegremente, a un galope desenfrenado para lanzarnos antorchas; no, se habían dado cuenta de que teníamos dientes y los sabíamos utilizar; la ladera del cerro estaba llena de cuerpos tendidos, unos muertos y otros heridos que gritaban lastimeramente pidiendo ayuda a los suyos, pero… ¡ay del que intentaba acercarse! Era inmediatamente atravesado por las certeras saetas de nuestros compañeros.
          A nuestro alrededor todo el poblado ardía, nuestras cosas, pobres muebles y camastros, taburetes, adornos… todo ardía en una gran hoguera; pero, como dijo Martín, lo que unos hombres podían destruir otros lo podrían volver a hacer, sólo había que conservar la vida... y la esperanza.
          También sus flechas nos llegaban y aunque habían logrado hacer que nuestro tejado ardiera, sólo lo fue parcial y tímidamente gracias a nuestros esfuerzos, lo cual no quitaba que también tuviéramos bajas a los que llorábamos en silencio y con rabia.
          Habían incendiado nuestra puerta, también, pero otra de piedra había surgido en su lugar levantada con las que habíamos arrancado para abrir las troneras; no podrían vencernos fácilmente.
          Pasaban las horas y el asedio no cedía; no sé si nos querían rendir por hambre y sed, o todavía pensaban que quemando nuestro tejado nos rendiríamos o, quizás, creían que nuestros proyectiles se acabarían pronto, el caso es que allí permanecían, lanzando de tanto en tanto una lluvia de flechas ardiendo que intentaban doblegarnos.
          Lo cierto es que el número de dardos con que contábamos iba disminuyendo rápidamente, a pesar de que intentábamos reutilizar las que ellos nos mandaban, pero muchas estaban quemadas o se rompían al chocar contra los muros interiores; en fin, poco nos quedaba por hacer sino esperar a que llegara la noche, como nos había dicho el fraile y ver que plan había urdido.

          El sol se iba escondiendo tras el cerrete que formaba La Barrera y teñía de sangre los muros de nuestra iglesia como una premonición; nuestras chozas no eran ya más que humeantes ruinas que llenaban el atardecer de brumas grises y pesadas; a pesar de todo resistíamos ¿cuánto tiempo más? Martín hizo sonar su voz pidiendo silencio y, luego, nos llamó a los hombres para comunicarnos el plan que había pensado.

20 de julio de 2017

Tierras del Cardeña. 11

          Con el verano nuestra situación no cambió demasiado; vimos pasar partidas, pequeñas partidas es la verdad, de moros que se dirigían hacia tierras de Abila o hacia el Duero para realizar sus razzias de verano, pero nosotros no fuimos molestados; no sé si habría sido por nuestra decidida respuesta a aquel primer ataque serio o porque, en realidad, no representábamos ni peligro para ellos ni teníamos nada que codiciaran; ciertamente, nuestras “riquezas” no eran para que nadie tuviera tentación de asaltarnos para conseguirlas.
          Nuestra población había aumentado, las noticias de nuestra victoria sobre las partidas agarenas y la situación ventajosa que teníamos había incitado a muchos antiguos habitantes de San Mikel a unirse a nosotros; también de otras poblaciones allende el Duero y de nuestras tierras de origen, allá en el norte, vinieron nuevos colonos a reunirse con nosotros, éramos casi dos centenares y, además, cerca de nuestra aldea, se fundó otro núcleo por un tal Blas , procedente de San Mikel y cuyas raíces venían de la tierra de los gallegos; aquella otra aldea se llamó Blasconceles; y como provenientes de la misma raíz, pronto tuvimos contactos, buenos y malos, como con todo vecino.
          Para asegurar nuestra situación ante posibles ataques, construimos una especie de torre de vigilancia en un monte que, por su forma, llamamos “silla jineta”, y desde la que podíamos ver si alguien procedente de la zona de Abila se acercaba a nuestras tierras; aquellas seguridades hicieron que el pueblo se expandiera en esa dirección, bajo una pequeña loma que hacía las veces de barrera de los fríos vientos del norte, por lo que la denominamos “la barrera” y donde el terreno era más llano y más adecuado para construir nuestras casas.
          Al año siguiente de lo que acabo de relatar, tuvimos la ocasión de darnos cuenta de la importancia de lo que acabábamos de hacer y también, como no, de la importancia de las previsiones del buen Martín que, una vez más, acabó por salvarnos la vida a todos y asegurar la continuidad de nuestra aldea.


          Sería por el año de 1040 de Nuestro Señor cuando, ya avanzado el mes de mayo, los vigías que siempre estaban destacados en la torre de Silla Jineta, nos avisaron, mediante señales de humo, que una gran hueste se acercaba hacia nosotros desde la ciudad de Abila; tocamos a rebato la campana de la iglesia para que todos abandonaran sus casas y labores y se refugiaran entre sus muros que, ya en otras ocasiones, habían demostrado su fortaleza.
          Mientras los aldeanos cogían apresuradamente sus bienes más valiosos, armas, comida y bebida, alejábamos a los pastores con sus rebaños para que, en medio de la espesura de los bosques, se ocultaran con nuestra única riqueza real: el ganado y nuestros hijos pequeños.
          A poco llegaron los vigías, que habían abandonado la torre ante su imposible defensa y que no querían permanecer alejados ni de sus familias ni de nosotros, sus compañeros. Nos relataron que, en la otra orilla del Voltoya, a la altura del puente antiguo, se habían divisado fuertes y numerosos contingentes de moros, con mucho acompañamiento de banderas y alharacas, quizás quinientos jinetes… o más.
          Ante estas noticias hicimos buen acopio de dardos y flechas, venablos y todo tipo de armas arrojadizas que nos pudieran dar un poco de ventaja en el primer momento del combate que, con toda seguridad, habríamos de libras contra las huestes sarracenas y después… confiar en el buen Dios y en los fuertes muros de la iglesia de san Cristóbal; fray Martín nos alentaba de mil modos, dando palabras de esperanza a las mujeres y de valor y gallardía a los hombres; nunca una persona se movió tanto en tan poco tiempo y espacio para insuflarnos a todos un soplo más de coraje.
          Poco después de una hora, o algo así, pudimos ver, entre las arboledas que bajaban de la sierra, a una avanzadilla de árabes que, al vislumbrar la iglesia en lo alto del cerro y la cerca que rodeaba nuestras pocas casas, hicieron alto para poder valorar nuestras defensas o nuestras posibles fuerzas mientras esperaban al grueso de su ejército.
          Yo había mandado colocar tras la cerca de piedra a unos diez arqueros para que diesen la bienvenida a los posibles atacantes y volver luego rápidamente al refugio de los muros de la iglesia, eso les daría que pensar y les dificultaría conocer nuestro número y disposición; dos o tres de aquellos jinetes se acercaron con gran cuidado a la aldea, prestos a huir o a llamar en su auxilio al resto; tenía yo ordenado que no se les molestase, para que se confiaran o para que pasaran de largo, cosa esta última algo improbable, pues solían arrasar cualquier agrupación de casas que encontraran en su camino; éstos miraron, gritaron insultos en nuestra dirección llamándonos perros y porquerizos para que molestos diéramos la cara, pero al ver nuestro silencio se frenaron antes de llegar a la cerca, intuyendo alguna trampa o algo así.
          Volvieron sobre sus pasos y se pusieron a hablar con el resto de sus tropas, señalaban mucho en dirección a la iglesia e indicaban el poco humo que aun salía de los tejados de algunas de las chozas que habíamos abandonado a toda prisa; sospechaban que estábamos escondidos esperando su ataque, pero no sabían ni cuántos ni dónde estábamos, lo que les hacía dudar sobre la dirección que debían tomar para caer sobre nosotros; todo esto lo espiábamos a través de las arpilleras abiertas en los muros  de piedra, procurando hacer el menor ruido posible para mantenerlos dubitativos el mayor tiempo posible.
          Al fin, confiando en su número y, por supuesto, en su valentía y conocimiento de las tácticas militares, lanzaron a unos cincuenta de ellos hacia la cerca con intención de saltar sobre ella y atraer nuestros tiros si los hacíamos y saber a qué atenerse; vimos cómo se lanzaban al galope  entre los árboles, con la desventaja que tenían al tener que hacerlo cuesta arriba y, cuando parecía que iban a saltar sobre ella, nuestros arqueros armaron sus armas y les lanzaron un chaparrón de flechas que dieron con toda su vanguardia en el suelo; ante aquel ataque imprevisto volvieron grupas y se reagruparon para hablar entre ellos sobre qué hacer.
          Nuestros arqueros aprovecharon su huida para correr sin ser vistos hasta la iglesia, tendiéndose en el suelo, tras unos matorrales, para volver a repeler otro ataque si este se repetía, antes de entrar en la iglesia.

          Y, por supuesto, el ataque se repitió; pero esta vez no fueron cincuenta ni cien los jinetes que se lanzaron hacia nosotros, todo el contingente, los quinientos o seiscientos jinetes, se lanzaron al galope, lanzando terribles alaridos y manejando, también ellos, sus arcos, que disparaban con mortal deseo en nuestra dirección.