Hoy voy a hacer un ejercicio de
memoria y me remontaré a los años sesenta, esa década prodigiosa en la que
aparecieron los Beatles, el hombre puso pie en la Luna, comenzó la guerra en
Vietnam, se levantó el Muro de Berlín y Kennedy fue elegido presidente de los
Estados Unidos de América. Pero… y en Aldeavieja… ¿cómo era Aldeavieja en esa
década feliz?; eso es lo que voy a intentar plasmar en estas líneas; un
recuento de lo que hoy llamamos “servicios” con los que contaba nuestro pueblo.
Había más gente y menos movilidad;
durante años, aparte del Correo y de La Valenciana, que eran los autobuses que
unían el pueblo con Segovia y Ávila el primero, y con Madrid el segundo, en el
pueblo el único vehículo de motor era la camioneta de Tinito, el marido de la Concha
y, algo más tarde, la moto o el coche de algunas de las personas que íbamos a
pasar el verano.
Recuerdo que había cuatro sitios que
podían llamarse bar, cada uno con su estilo peculiar, sus particularidades y
casi con sus funciones únicas; de ellos uno era también estanco, otro parador y
otro molino. También había una mercería, dos panaderías, la escuela, la casa
del cura, la casa del maestro y la de la maestra; la casa del médico; cuando
hicieron el nuevo Ayuntamiento, llevaba aneja la Casa Sindical y un local
ambulatorio; también había una fragua y dos lugares donde herrar los animales;
dos peluqueros, un carpintero, un guarda forestal y, antes de todo eso (yo no
lo conocí), Guardia Civil, boticario (mi abuelo), propietarios con coche de
caballos, hijosdalgos, fábricas de harinas, de curtidos y estameñas, un bosque
inmenso de pinos cubriendo la sierra…
En fin, volvamos a lo nuestro, el bar
más importante era el de Pablo, el padre de la Concha, estaba en la calle
Segovia, casi esquina con la del Mediodía y, como todos, era un antro oscuro
apenas iluminado, aún de día, por dos o tres mortecinas bombillas amarillentas;
en aquellas casas las ventanas eran pequeñas, tanto para evitar que entrase el
frío como para que entrase el calor y, claro, eso dificultaba su ventilación y
su iluminación; era una habitación pequeña presidida por el mostrador, por un
lado de latón y zinc para ejercer sus funciones de taberna y, por otro, de
madera para las funciones de tienda de comestibles. Tenía de todo, de todo lo
que tenía, claro, legumbres, frutas, conservas y, sobre todo, vino, licores y
gaseosa; de lo otro poco, pues semanalmente venían vendedores ambulantes con
mercancía surtida; la carne se encargaba a Villacastín; más adelante, cuando
Tinito se casó con la Concha, traía en su camión las bebidas, carne, pescado y
todo lo que hiciera falta, desde un saco de cemento (que para algo su padre
tenía el único almacén de materiales de construcción entre Avila y Segovia)
hasta sellos de franquear; delante del mostrador los sacos de patatas o de
garbanzos se mezclaban con las cajas de fruta; del techo colgaban tiras
amarillentas llenas de moscas pegadas y, a un lado, cuatro o cinco mesas
amueblaban la parte de la taberna; cuando él murió y se hizo cargo del negocio
su hija, aquello cambió, primero el nombre: “Hijos de Pablo”, más tarde “Casa
Concha”; luego el bar fue poco a poco desapareciendo y la tienda fue ganando
terreno, aumentando en calidad y variedad; hasta que la irrupción masiva de los
coches y la aparición de supermercados en Villacastín y Avila la hicieron
desaparecer.
Había otra tienda de ultramarinos que
también era bar, además de estanco; estaba en la plaza, en esa casa aislada, y
hoy vacía, que está entre la calle Ancha y la calle Segovia; entrabas a un
zaguán y, una vez en él, a la izquierda, en un cuarto aislado con una ventana
sobre la plaza, tenías el mostrador del estanco, con sus labores de tabaco, sus
encendedores de mecha, los fósforos y los sellos de correos; a la derecha, en
otra habitación similar, otro mostrador con su expendedor de aceite instalado,
te servía tanto un sifón o una botella de vino, como una lata de sardinas;
aunque lo recuerdo muy bien, no debió de funcionar más allá de 1960.
Siguiendo desde casa de Concha
llegabas al bar de Faustino el Molinero; le llamaban así porque tenía uno;
primero en el arroyo Cardeña; funcionaba con el agua del arroyo, que entonces
tenía, represado un poco más arriba; bajaba todos los días desde el pueblo, jinete
en su burro, con los costales de grano para volverlos de harina; o esperaba la
llegada de carros para moler el producto de los pueblos vecinos. Más tarde hizo
un molino en el pueblo, en la parte de atrás de su casa, eléctrico, que todavía
funcionó unos cuantos años; el bar era un lugar oscuro, muy dentro en la casa,
que daba al corral, tenía una barra de ladrillo, dos mesas y un futbolín; allí
nos metíamos mis primos y yo, las tardes calurosas de verano, a jugar y tomar
gaseosa con aceitunas; más tarde pasaron el bar donde está ahora, sufriendo (o
gozando) diversas transformaciones; además del bar, y según las épocas, vendía
otros productos, frutas, conservas y cosas así.
Yendo desde esta tienda hacia casa de
El otro bar era el del Parador;
estaba al otro lado de la carretera, y era el lugar de paro y alojamiento de
los escasos viajeros que se quedaban en el pueblo; más que nada era en verano
cuando tenían huéspedes; algún familiar que no cabía en la casa o algún caso
raro; el lugar tenía un encanto que aún conserva; con su arquitectura destinada
a su función, como toda la del pueblo, sus puertas grandes para dar cabida a
los carros y carruajes, sus cocheras, sus habitaciones pequeñas, luminosas y
aireadas, otro mundo diferente del resto del pueblo.
La única fragua que he visto funcionando era la que estaba junto a nuestra casa, pared con pared con el corral; realmente sólo recuerdo que estuviera funcionando un par de veces; seguramente arreglaban herraduras o soldaban alguna herramienta rota, o algo así; herrar si he visto; a un lado del parador, junto a la arboleda, había un potro, cuatro postes de granito, unidos por maderos, en los que ataban a las caballerías para herrarlas. Otro artilugio igual estaba en la plaza, junto (o dentro) de los antiguos toriles.
De los dos que ejercían de
peluqueros (de caballero, claro), uno era el sacristán (del que no recuerdo el
nombre) que vivía en la calle Real y el otro era Emilio, el marido de Aurea,
que tenían su casa y silla en la calle Rodeo.
Y poco más; pero los verdaderos
abastecedores del pueblo eran los vendedores ambulantes: oías tocar la trompeta
del alguacil, más tarde de la alguacila: “se venden melones y sandías, en la
plaza”, “el cacharrero, se venden botijos, cantaros de todas clases, en la plaza”,
“el de Paradinas”; y ropa, muebles, fruta, de todo…y luego venía el colchonero,
el mielero, que también vendía velas, el afilador… todo era en la plaza que, a
veces, se convertía en un bazar con dos o tres puestos, la mercancía extendida
en el suelo, las mujeres mirando, sopesando, preguntando; veías, con el buen
tiempo.
A los colchoneros con sus varas
extendiendo la lana de los colchones al sol, vareándola para espumarla,
volviéndola a meter en la funda, cosiéndolos; comprando la borra con que
algunos estaban rellenos, cambiando colchones de lana por los primeros de
muelles… los afiladores con sus bicicletas, su silbo inconfundible, su acento
gallego o asturiano; los estañadores arreglando aceiteras o cántaros, vendiendo
lámparas artesanales; y tantos otros con todo aquello que se podía necesitar; y
también los anticuarios, a la caza del cuadro, del grabado, del mueble que
compraban por dos pesetas y vendían por diez mil y, finalmente, los gitanos,
prestos a engañar vendiendo sábanas o cambiándolas por cosas antiguas, “trastos”
o intentando llevárselas por las buenas; creo que las únicas ocasiones en que
las casas se cerraban con llave era cuando venían los gitanos, los quinquis,
como también se les llamaba.