Año tras año levantaba su chozo en
las eras, un entramado de jaras y retamas trenzadas y colocadas como paredes y
techo sobre un armazón de palos; tres meses duraba; cuando acababa la temporada
de recolección y una vez barrida la era del grano que hubiera quedado,
terminaba su vida alimentando el fuego de la cocina baja.
Y era allí, a la sombra de ese chozo,
cuando el sol de agosto apretaba y había que parar la trilla para echar un
trago del botijo de barro blanco, cuando Emilio nos contaba aquellas historias
tremendas, y a la vez estupendas, que nos hacía recordarlas por las noches en
la cama con un poco de miedo o, por lo menos, de inquietud.
Tío Emilio, o Emilio simplemente,
como le llamábamos nosotros, era un hombre ya mayor, con un rostro surcado por
mil arrugas fruto del sol, del aire y del trabajo en aquellas tierras
castellanas duras y poco amigas del labrador. Tenía dos yeguas, una blanca y
otra roja, para ayudarle en las faenas del campo y una perra, la Mira, negra y marrón,
hija de una perra blanca, medio galga, que respondía al nombre de Chipi; y
cuando llegábamos, por las vacaciones de verano, al pueblo, una de nuestras
primeras visitas era para este hombre sencillo, guasón y sabio que nos enseñó
tantas y tantas cosas y nos trataba no como a niños, sino casi como iguales.
Tenía las eras en el Prao Roble, en
aquella franja de hierba siempre verde que iba desde el camino de San Cristóbal
al camino viejo de Villacastín.
Como decía, fue en una de esas
paradas de la trilla, a la hora de la merienda, cuando nos metidos bajo el
chozo para tomar una rebanada de pan blanco con un trozo de chorizo, cuando
Emilio empezó a contarnos:
-¿Veis ese árbol grande que está ahí,
frente a nosotros? Pues ahí donde le veis no ha estado siempre ahí; un buen día
apareció y ahí se quedó…
Aquellas palabras que si hubieran
salido de otros labios nos habrían hecho reir por lo poco sensatas que eran, al
salir de su boca supimos, enseguida, que eran el preludio de algo estupendo y
misterioso, así que nos juntamos más a él y, dejando de comer, elevamos los
ojos en una muda petición de que continuase.
……………..
Este árbol, hace ya muchos años,
estaba junto a la ermita de San Cristóbal, allá arriba, en lo alto, cuando la
ermita aún estaba en pie y se guardaban dentro las imágenes de Semana Santa;
había días, pocos, en los que todavía se decía misa allí, cuando era alguna
fiesta o algo así, por lo que, normalmente era un sitio solitario donde, por la
tarde, iban los viejos a tomar el sol y, por la noche, las parejas a decirse
cosas (y aquí, el tío Emilio, nos guiñaba un ojo y nosotros nos reíamos, un
poco sin saber por qué; pero si a él le parecía gracioso o pícaro pues… debía
de serlo).
Como os contaba, las parejas subían
hasta la ermita por la noche y se recostaban contra este árbol mientras se
decían requiebros y se les escapaba algún beso… y alguna mano.
El caso fue que, una de esas noches,
una de las parejas que subió… no bajó. Se buscó por los alrededores, en el pozo
de la nieve, por el arroyo Tijera… pero nada, ni rastro de ellos; lo único que
descubrieron, algunos, es que les parecía como si aquel árbol, y sólo aquel,
pareciese más grueso y, además, como si se hubiera movido; daba la impresión de
que se hubiera trasladado dos o tres metros más abajo, hacia el pueblo.
Aquello causó una conmoción entre las
gentes, pues no era de recibo que las personas desaparecieran así, por las
buenas; pero como el tiempo pasaba y no tuvieron noticias, ni buenas ni malas,
se pensó que se habían escapado para vivir su vida y que ya volverían, cuando
pensaran que se habría pasado el enfado que pudieran tener sus padres.
Pasó el tiempo y, por lo que fuera,
cada vez desaparecían más parejas y el árbol cada vez estaba más grande y… más
abajo.
El pueblo estaba alarmado, día a día
crecía el número de personas que pensaban que había una relación entre la
desaparición de los jóvenes y el movimiento del árbol, pero… ¿qué hacer? Se llamó
al señor cura y éste propuso hacer una misa en la ermita y luego bendecir el
árbol, con lo que, si éste estaba endemoniado, con el agua bendita quedaría
libre de toda maldad.
Y así se hizo; al domingo siguiente,
el párroco, vestido de pontifical, dijo una misa solemne en la ermita de San
Cristóbal, ante el Cristo crucificado que pendía ante el altar mayor y, una vez
acabada la ceremonia, encabezó una procesión que desde la puerta del templo
bajó, cantando salmos, hasta el árbol
que, en ese momento, ya estaba a la altura de la cruz del Vía Crucis que estaba
junto al comienzo de las eras.
El buen sacerdote comenzó con sus
latines y, de tanto en tanto, mojaba con el hisopo la corteza del árbol; iba
rodeando el tronco y cada dos o tres pasos se detenía, leía otra oración de su
breviario y volvía a rociarlo con el agua bendita.
Acabada la ceremonia, la procesión
volvió a la ermita; y… ¿ahora? ¿qué hacían ahora? ¿cómo sabrían que las
oraciones habían surtido efecto? Porque una cosa era lo que decía el cura y
otra lo que pudiera pasar… ¿y si no estaba endemoniado? ¿y si se trataba de alguien
que utilizaba el árbol para a saber qué fines y no tenía nada que ver con
demonios ni demonias? ¿qué hacían? ¿había alguien que quisiera pasar la noche
junto al árbol para ver qué pasaba?
En estas estaban cuando uno de los
mozos alzó la voz y dijo:
-Yo. Yo mesmo me quedaré a dormir
esta noche bajo sus ramas… y a ver qué pasa.
Los que estaban más cercanos le
palmearon los hombros, animándole, jubilosos y orgullosos de que uno de ellos
se hubiera atrevido. Quedó, pues, todo el pueblo de acuerdo, Bernabé se
quedaría de guardia junto al árbol aquella noche y ya les contaría, si podía,
que pasaba o dejaba de pasar.
La noche no podía ser más oscura, era
verano sí, pero era una de esas noches en que la Luna estaba al otro lado del
mundo y la única luz que había era la de las estrellas y la de las luciérnagas;
Bernabé, o Nabé como le llamaban los amigos, no tenía miedo, iba armado con un
hacha y un buen garrote… y una buena bota de tinto de Cebreros… ¿qué más podía
necesitar?; así que, después de cenar en casa de sus padres, se acercó hacia las
eras de San Cristóbal, buscó el árbol y
se tumbó, la espalda apoyada en su tronco.
A la mañana siguiente, no bien
aparecieron las primeras luces que anunciaban el amanecer, ya iban hacia el
Prao Roble un buen número de personas, viejos, mujeres, niños y, por supuesto
el alcalde y el cura; según se iban acercando se les iba poniendo el corazón en
un puño, pues no había rastro del Bernabé; apretaron el paso, mudos, llenos de
aprensión hasta que, al llegar a unos diez pasos de distancia, vieron aparecer
a los lados del tronco, los fornidos brazos del mozo que se estiraba al
despertar de un profundo sueño; al verlo, gritaron de júbilo y echando mano del
zagal lo llevaron en hombros hasta la taberna del tío Pablo, donde celebraron
lo acontecido entre copas de aguardiente y bollos de manteca, como en las
fiestas grandes.
-Pos ná… ¿qué iba a pasar?, cuando me
dio sueño, me dormí… y ni diablos ni diablas, ¡ná! Ni un ruido, sólo las
chicharras y los ratones. Y el árbol… quietecito… no sa movío ni una miaja…
Se apaciguó la gente, y todos estaban
conformes en que habían sido las oraciones de don Fulgencio las que habían
quitado la magia, o la maldición, o lo que fuera, al árbol; pero no volvieron
las parejas a subir a la ermita, por las noches, a contarse su amor.
Y así pasaron pues… veinte o treinta
años; se había olvidado ya el misterio del árbol y no se había conocido ninguna
otra desaparición misteriosa, y pasó, lo que tenía que pasar; que los mozos y
mozas, al principio con un poco de miedillo, luego ya como si nada, volvieron a
tejer sus quereres al amparo de la arboleda que rodeaba a la vieja ermita.
Y pasó, claro, lo que también tenía
que pasar, un día de finales del verano, durante los cubillos, la Ana y el
Marcelino desaparecieron; y otra vez las búsquedas, los lloros, la Guardia
Civil… hasta que un vecino, Maximiano, comentó con los demás que el árbol gordo
estaba una miaja más abajo… y más gordo; ya casi estaba en las lindes de las
eras, a la vera del camino del Soto.
El señor cura comentó que había que
volver a las plegarias; el boticario recomendó que se le echase alrededor unos
polvos que tenía que le secarían las raíces; otro dijo que… pero, entonces sonó
la voz del Donato, el padre del Marcelino, que, a voz en cuello dijo:
-¡Ni polvos ni leches!, ¡ahora mesmo
voy a por el hacha y, si alguien tiene narices de ayudarme, quitamos esta
mierda de en medio!
Y no se habló más; Donato y dos o
tres hombres más fueron en busca de sus hachas; cuando volvieron y ante la
expectación de todo el pueblo, que se había congregado en Prao Roble, a ver el
final de aquella historia, se remangaron, se escupieron las manos y tomando el
hacha se lo clavó con fuerza a medio tronco…
Un aullido inhumano rasgó los aires,
la gente se quedó aterrorizada mientras todos retrocedían… ¡el árbol sangraba!,
por la hendidura donde se había clavado el hacha surgía un hilillo rojo, cada
vez más y más grande… el aullido, o lo que fuera aquel grito sobrenatural se
repitió mientras las ramas del árbol se movían, sin hacer viento alguno, como
zarandeadas por el más fuerte de los vendavales, el sol se fue oscureciendo y,
antes de que pasase ninguna cosa más, el pueblo al completo huyó despavorido
hacia sus casas sin echar la vista atrás, tropezando unos con otros en su loca
carrera y llamando a gritos a los críos mientras los sujetaban fuertemente en
medio de un griterío ensordecedor que no desmerecía nada con los horripilantes
sonidos que salían del tronco herido…
La noche continuó como un aquelarre
desgarrador; una fuerte tormenta se desató sobre la localidad, el estruendo
causado por los rayos que caían, por el viento y la lluvia que azotaban los
árboles y las casas… por cualquier rendija del tejado o de las puertas y
ventanas se colaba el silbido estremecedor y frío del huracán… nadie se atrevió
a salir de sus casas por temor a ser llevado por los fantasmas que recorrían
las calles y las mentes de los habitantes de Aldeavieja.
A la mañana siguiente el sol
calentaba las calles desiertas y el cielo era más azul que lo había sido en
todo el verano; se oía a los pájaros cantar como en primavera y la gente empezó
a asomarse a las ventanas y a mirar por las puertas entreabiertas… parecía como
si el día anterior hubiera sido sólo un mal sueño.
Donato abrió la puerta de su casa y
salió a la calle, otros vecinos estaban haciendo lo mismo que él y, como si se
hubieran puesto de acuerdo, encaminaron sus pasos hacia el Prao Roble…
Un rayo había caído sobre el árbol
maldito y lo había vaciado por dentro, la madera aparecía quemada en lo alto
del tronco, pero no había ni rastro de la herida causada por el hacha ni de la
sangre que todos habían visto brotar… sus ramas seguían manteniendo sus hojas
verdes y… ¡no se había movido de su sitio!.
………………..
-Y, ahí lo tenéis…. –concluyó Emilio,
mientras se limpiaba la boca del agua que le resbalaba por los labios y dejaba
el botijo en un rincón del chozo- Venga, vamos, que las yeguas ya han
descansado y hay que seguir con la trilla…
Nos levantamos lentamente, mirando
con ojos entreabiertos aquel árbol al que nos habíamos subido infinidad de
veces; ¿sería verdad lo que nos había contado Emilio o era sólo un cuento para
dejarnos con el corazón en un puño?.
Nunca lo sabríamos, pero, desde
entonces, cuando nos acercábamos a él, lo hacíamos con un temor casi
reverencial, como si quisiéramos pedirle permiso y hacernos gratos a su
presencia.