24 de mayo de 2016

Leyendas de Aldeavieja: El árbol.

          Año tras año levantaba su chozo en las eras, un entramado de jaras y retamas trenzadas y colocadas como paredes y techo sobre un armazón de palos; tres meses duraba; cuando acababa la temporada de recolección y una vez barrida la era del grano que hubiera quedado, terminaba su vida alimentando el fuego de la cocina baja.
          Y era allí, a la sombra de ese chozo, cuando el sol de agosto apretaba y había que parar la trilla para echar un trago del botijo de barro blanco, cuando Emilio nos contaba aquellas historias tremendas, y a la vez estupendas, que nos hacía recordarlas por las noches en la cama con un poco de miedo o, por lo menos, de inquietud.


           Tío Emilio, o Emilio simplemente, como le llamábamos nosotros, era un hombre ya mayor, con un rostro surcado por mil arrugas fruto del sol, del aire y del trabajo en aquellas tierras castellanas duras y poco amigas del labrador. Tenía dos yeguas, una blanca y otra roja, para ayudarle en las faenas del campo y una perra, la Mira, negra y marrón, hija de una perra blanca, medio galga, que respondía al nombre de Chipi; y cuando llegábamos, por las vacaciones de verano, al pueblo, una de nuestras primeras visitas era para este hombre sencillo, guasón y sabio que nos enseñó tantas y tantas cosas y nos trataba no como a niños, sino casi como iguales.
          Tenía las eras en el Prao Roble, en aquella franja de hierba siempre verde que iba desde el camino de San Cristóbal al camino viejo de Villacastín.
          Como decía, fue en una de esas paradas de la trilla, a la hora de la merienda, cuando nos metidos bajo el chozo para tomar una rebanada de pan blanco con un trozo de chorizo, cuando Emilio empezó a contarnos:
            -¿Veis ese árbol grande que está ahí, frente a nosotros? Pues ahí donde le veis no ha estado siempre ahí; un buen día apareció y ahí se quedó…
           Aquellas palabras que si hubieran salido de otros labios nos habrían hecho reir por lo poco sensatas que eran, al salir de su boca supimos, enseguida, que eran el preludio de algo estupendo y misterioso, así que nos juntamos más a él y, dejando de comer, elevamos los ojos en una muda petición de que continuase.
……………..

          Este árbol, hace ya muchos años, estaba junto a la ermita de San Cristóbal, allá arriba, en lo alto, cuando la ermita aún estaba en pie y se guardaban dentro las imágenes de Semana Santa; había días, pocos, en los que todavía se decía misa allí, cuando era alguna fiesta o algo así, por lo que, normalmente era un sitio solitario donde, por la tarde, iban los viejos a tomar el sol y, por la noche, las parejas a decirse cosas (y aquí, el tío Emilio, nos guiñaba un ojo y nosotros nos reíamos, un poco sin saber por qué; pero si a él le parecía gracioso o pícaro pues… debía de serlo).
          Como os contaba, las parejas subían hasta la ermita por la noche y se recostaban contra este árbol mientras se decían requiebros y se les escapaba algún beso… y alguna mano.
            El caso fue que, una de esas noches, una de las parejas que subió… no bajó. Se buscó por los alrededores, en el pozo de la nieve, por el arroyo Tijera… pero nada, ni rastro de ellos; lo único que descubrieron, algunos, es que les parecía como si aquel árbol, y sólo aquel, pareciese más grueso y, además, como si se hubiera movido; daba la impresión de que se hubiera trasladado dos o tres metros más abajo, hacia el pueblo.
          Aquello causó una conmoción entre las gentes, pues no era de recibo que las personas desaparecieran así, por las buenas; pero como el tiempo pasaba y no tuvieron noticias, ni buenas ni malas, se pensó que se habían escapado para vivir su vida y que ya volverían, cuando pensaran que se habría pasado el enfado que pudieran tener sus padres.
           Pasó el tiempo y, por lo que fuera, cada vez desaparecían más parejas y el árbol cada vez estaba más grande y… más abajo.

             El pueblo estaba alarmado, día a día crecía el número de personas que pensaban que había una relación entre la desaparición de los jóvenes y el movimiento del árbol, pero… ¿qué hacer? Se llamó al señor cura y éste propuso hacer una misa en la ermita y luego bendecir el árbol, con lo que, si éste estaba endemoniado, con el agua bendita quedaría libre de toda maldad.
            Y así se hizo; al domingo siguiente, el párroco, vestido de pontifical, dijo una misa solemne en la ermita de San Cristóbal, ante el Cristo crucificado que pendía ante el altar mayor y, una vez acabada la ceremonia, encabezó una procesión que desde la puerta del templo bajó,  cantando salmos, hasta el árbol que, en ese momento, ya estaba a la altura de la cruz del Vía Crucis que estaba junto al comienzo de las eras.
            El buen sacerdote comenzó con sus latines y, de tanto en tanto, mojaba con el hisopo la corteza del árbol; iba rodeando el tronco y cada dos o tres pasos se detenía, leía otra oración de su breviario y volvía a rociarlo con el agua bendita.
             Acabada la ceremonia, la procesión volvió a la ermita; y… ¿ahora? ¿qué hacían ahora? ¿cómo sabrían que las oraciones habían surtido efecto? Porque una cosa era lo que decía el cura y otra lo que pudiera pasar… ¿y si no estaba endemoniado? ¿y si se trataba de alguien que utilizaba el árbol para a saber qué fines y no tenía nada que ver con demonios ni demonias? ¿qué hacían? ¿había alguien que quisiera pasar la noche junto al árbol para ver qué pasaba?
                   En estas estaban cuando uno de los mozos alzó la voz y dijo:
                  -Yo. Yo mesmo me quedaré a dormir esta noche bajo sus ramas… y a ver qué pasa.
              Los que estaban más cercanos le palmearon los hombros, animándole, jubilosos y orgullosos de que uno de ellos se hubiera atrevido. Quedó, pues, todo el pueblo de acuerdo, Bernabé se quedaría de guardia junto al árbol aquella noche y ya les contaría, si podía, que pasaba o dejaba de pasar.
              La noche no podía ser más oscura, era verano sí, pero era una de esas noches en que la Luna estaba al otro lado del mundo y la única luz que había era la de las estrellas y la de las luciérnagas; Bernabé, o Nabé como le llamaban los amigos, no tenía miedo, iba armado con un hacha y un buen garrote… y una buena bota de tinto de Cebreros… ¿qué más podía necesitar?; así que, después de cenar en casa de sus padres, se acercó hacia las eras de San Cristóbal, buscó el árbol  y se tumbó, la espalda apoyada en su tronco.
             A la mañana siguiente, no bien aparecieron las primeras luces que anunciaban el amanecer, ya iban hacia el Prao Roble un buen número de personas, viejos, mujeres, niños y, por supuesto el alcalde y el cura; según se iban acercando se les iba poniendo el corazón en un puño, pues no había rastro del Bernabé; apretaron el paso, mudos, llenos de aprensión hasta que, al llegar a unos diez pasos de distancia, vieron aparecer a los lados del tronco, los fornidos brazos del mozo que se estiraba al despertar de un profundo sueño; al verlo, gritaron de júbilo y echando mano del zagal lo llevaron en hombros hasta la taberna del tío Pablo, donde celebraron lo acontecido entre copas de aguardiente y bollos de manteca, como en las fiestas grandes.
             -Pos ná… ¿qué iba a pasar?, cuando me dio sueño, me dormí… y ni diablos ni diablas, ¡ná! Ni un ruido, sólo las chicharras y los ratones. Y el árbol… quietecito… no sa movío ni una miaja…
          Se apaciguó la gente, y todos estaban conformes en que habían sido las oraciones de don Fulgencio las que habían quitado la magia, o la maldición, o lo que fuera, al árbol; pero no volvieron las parejas a subir a la ermita, por las noches, a contarse su amor.
               Y así pasaron pues… veinte o treinta años; se había olvidado ya el misterio del árbol y no se había conocido ninguna otra desaparición misteriosa, y pasó, lo que tenía que pasar; que los mozos y mozas, al principio con un poco de miedillo, luego ya como si nada, volvieron a tejer sus quereres al amparo de la arboleda que rodeaba a la vieja ermita.
            Y pasó, claro, lo que también tenía que pasar, un día de finales del verano, durante los cubillos, la Ana y el Marcelino desaparecieron; y otra vez las búsquedas, los lloros, la Guardia Civil… hasta que un vecino, Maximiano, comentó con los demás que el árbol gordo estaba una miaja más abajo… y más gordo; ya casi estaba en las lindes de las eras, a la vera del camino del Soto.
                El señor cura comentó que había que volver a las plegarias; el boticario recomendó que se le echase alrededor unos polvos que tenía que le secarían las raíces; otro dijo que… pero, entonces sonó la voz del Donato, el padre del Marcelino, que, a voz en cuello dijo:
          -¡Ni polvos ni leches!, ¡ahora mesmo voy a por el hacha y, si alguien tiene narices de ayudarme, quitamos esta mierda de en medio!
                Y no se habló más; Donato y dos o tres hombres más fueron en busca de sus hachas; cuando volvieron y ante la expectación de todo el pueblo, que se había congregado en Prao Roble, a ver el final de aquella historia, se remangaron, se escupieron las manos y tomando el hacha se lo clavó con fuerza a medio tronco…
          Un aullido inhumano rasgó los aires, la gente se quedó aterrorizada mientras todos retrocedían… ¡el árbol sangraba!, por la hendidura donde se había clavado el hacha surgía un hilillo rojo, cada vez más y más grande… el aullido, o lo que fuera aquel grito sobrenatural se repitió mientras las ramas del árbol se movían, sin hacer viento alguno, como zarandeadas por el más fuerte de los vendavales, el sol se fue oscureciendo y, antes de que pasase ninguna cosa más, el pueblo al completo huyó despavorido hacia sus casas sin echar la vista atrás, tropezando unos con otros en su loca carrera y llamando a gritos a los críos mientras los sujetaban fuertemente en medio de un griterío ensordecedor que no desmerecía nada con los horripilantes sonidos que salían del tronco herido…
                    La noche continuó como un aquelarre desgarrador; una fuerte tormenta se desató sobre la localidad, el estruendo causado por los rayos que caían, por el viento y la lluvia que azotaban los árboles y las casas… por cualquier rendija del tejado o de las puertas y ventanas se colaba el silbido estremecedor y frío del huracán… nadie se atrevió a salir de sus casas por temor a ser llevado por los fantasmas que recorrían las calles y las mentes de los habitantes de Aldeavieja.
               A la mañana siguiente el sol calentaba las calles desiertas y el cielo era más azul que lo había sido en todo el verano; se oía a los pájaros cantar como en primavera y la gente empezó a asomarse a las ventanas y a mirar por las puertas entreabiertas… parecía como si el día anterior hubiera sido sólo un mal sueño.
                Donato abrió la puerta de su casa y salió a la calle, otros vecinos estaban haciendo lo mismo que él y, como si se hubieran puesto de acuerdo, encaminaron sus pasos hacia el Prao Roble…
                Un rayo había caído sobre el árbol maldito y lo había vaciado por dentro, la madera aparecía quemada en lo alto del tronco, pero no había ni rastro de la herida causada por el hacha ni de la sangre que todos habían visto brotar… sus ramas seguían manteniendo sus hojas verdes y… ¡no se había movido de su sitio!.
………………..

               -Y, ahí lo tenéis…. –concluyó Emilio, mientras se limpiaba la boca del agua que le resbalaba por los labios y dejaba el botijo en un rincón del chozo- Venga, vamos, que las yeguas ya han descansado y hay que seguir con la trilla…
                Nos levantamos lentamente, mirando con ojos entreabiertos aquel árbol al que nos habíamos subido infinidad de veces; ¿sería verdad lo que nos había contado Emilio o era sólo un cuento para dejarnos con el corazón en un puño?.

                Nunca lo sabríamos, pero, desde entonces, cuando nos acercábamos a él, lo hacíamos con un temor casi reverencial, como si quisiéramos pedirle permiso y hacernos gratos a su presencia.


17 de mayo de 2016

Leyendas de Aldeavieja: La bodega

          -Gregorio, chico, ves a avisar a tu padre que esta noche le invitamos a cenar en casa; que venga con tu madre. ¿Entendiste?
          -Sí señor, ahora mismo voy.
          Y Gregorio se dio vuelta y cruzando la plazoleta de la cruz entro en una casa de dos alturas, encalada por fuera y que encima de la puerta mostraba este cartel: “Farmacia Perlado”.
          -¡Padre, padre!, ¡que don Juan me ha dicho que le invita a usted y a madre esta noche a cenar en su casa!.
          -Vale, vale, Gregorio; ¿dónde está tu madre?
          -No sé, estará en casa del tío Julián; me ha parecido oírla hablar con la tía Vitorina…
          -Pues anda, ve y dile que venga, que tendremos que prepararnos para ir a esa cena y no vamos a ir así, de estar por casa.
          La casa de don Juan era la más grande del pueblo; de una sola planta, se abría en una esquina de la calle Segovia con la calle del Mediodía, dos grandes ventanales enrejados se abrían a cada calle y una gran puerta, con un tirador en forma de cabeza de león daba acceso a su interior; un distribuidor, fresco y alto, conducía a distintas puertas que daban a diferentes habitaciones, a izquierda y derecha, con ventanas al exterior, se encontraban la sala de billar y el despacho del dueño de la casa, al fondo una escalera conducía a un sobrado, todo el compartimentado por paredes de madera.



          Juan Moreno y Esteban era de Urraca-Miguel y su mujer, Juana Gordo Moreno, pertenecía a una de las más ricas familias de Aldeavieja; don Juan era notario en la ciudad de Toledo y había elegido el pueblo de su mujer para pasar las vacaciones de verano, para lo cual había comprado aquella vieja casona y la había adecentado para poder estar en ella largas temporadas.
          En una de las habitaciones interiores, de cuyas paredes colgaban cabezas de jabalí y de venado, intercaladas con pequeños cuadros ovalados también de piezas de caza, estaba instalado el comedor de gala, en el centro la gran mesa de nogal rodeada de sillas ricamente labradas y pegado a la pared un gran aparador, también de madera tallada que exponía en sus vitrinas lujosas piezas de cerámica de Talavera y de Puente del Arzobispo; allí, a la luz de dos grandes lámparas que colgaban del techo, con decenas de bujías, se desarrolló la cena; se conocían de toda la vida, pues eran medio familia, y la velada se desarrollaba entre la natural alegría de los que comparten sangre y amistad.
          Cuando acabó la cena, y como era costumbre en aquella época, los hombres se retiraron al jardín a fumarse unos habanos, acompañados de alguna copilla de coñac o de anís mientras charlaban de mil y un asuntos y rememoraban los tiempos pasados, sus días de cacería o sus paseos por los campos.
          Del interior de la casa llegaban las notas de una cancioncilla de moda que sonaba en el gramófono de los anfitriones; un precioso aparato de caoba rojizo.
          Las estrellas brillaban en lo alto y la noche era una de las típicas de agosto, cálida y a la vez fresca, en ese punto exacto que en pocos sitios como Aldeavieja se pueden disfrutar. Los cigarros elevaban sus volutas de humo en el aire y, entonces, Juan empezó a contar:
          -Sabrás, querido Ciriaco, que esta casa en la que estamos fue, desde siempre, propiedad de mi familia.
          -Sí, por supuesto, mi cuñado Julián me ha hablado de ello.
          -Claro, su madre, que es tía mía, era una de las herederas.
          -Sí, fue una herencia envenenada..
          -Por supuesto, con tantas particiones y herederos, fue muy difícil ponerse de acuerdo. Uno tenía dos habitaciones, el otro otras dos, y así… sólo el zaguán, las escaleras y los pasillos eran propiedad común; hasta el desván, la cueva y el patio estaban divididos en lotes…
          -¿La cueva?
          -Sí, también la cueva…
          -No sabía que la casa tuviera una cueva. Es extraño que Julián nunca me lo mencionara.
          -No podía mencionártelo. No lo sabía…
          -¿No lo sabía?, pero si Julián es una enciclopedia andante en lo referente a la historia de su familia…
          -Lo sé, pero él era muy pequeño cuando la cueva, o la bodega si se prefiere, se condenó para siempre y desapareció su entrada.
          -¿Y cómo fue eso?
          -Es una larga historia pero, como tenemos tiempo, te la voy a contar. ¿Quieres otra copita?
          -No, gracias… a ver, cuéntame…
          Y comenzó a decir así:

……………………


          Fue en los tiempos de mi bisabuelo Valentín que, al casarse, mando levantar esta casa y como era hombre de gustos exquisitos y de vivir regalado quiso tener, también, una bodega; así que, después de mandar estudiar el terreno, ordenó excavar una, profunda, y grande, del tamaño de la vivienda, más o menos; el terreno es duro, de caliza, pero se puede trabajar bastante bien, por lo que no fue demasiado costosa su realización.
          Cuando se inauguró su nueva mansión que, como puedes imaginar, fue la admiración y la comidilla de todo el pueblo, mandó traer botellas y barricas de vino de casi toda la geografía española; riojas, moriles, valdepeñas, de Toro, de Jerez, incluso compró varias partidas de vino francés, algunas botellas de champagne y algunas barricas de Oporto; en fin, que era una bodega bien surtida; tenía la entrada bajo la escalera que conduce al desván y después de bajar unos once o doce peldaños, labrados en la piedra, llegabas a una especie de distribuidor del que partían seis túneles en los que estaban colocados los distintos caldos según su procedencia y antigüedad.
          Estaba tan orgulloso de su bodega que cuando alguien venía a su casa por vez primera, no le dejaba marchar sin habérsela enseñado, explicándole minuciosamente el por qué de su profundidad, su falta de humedad, la temperatura siempre igual en verano y en invierno, en fin, todas aquellas cosas que permitían que sus vinos se mantuvieran en el máximo grado de perfección, sin perder nunca sus cualidades de color, sabor y aroma.
          -Mira el color de este borgoña… este tono de rubí… inigualable.
          -Huele, huele… se nota el roble americano de la barrica en la que ha envejecido… eso es algo único. ¡Ya verás su sabor…!
          -Ni más frío, ni más caliente; esta es la temperatura exacta para tomar estos caldos…
          Lo peor es que esta afición se estaba convirtiendo en una monomanía y no todo el mundo se lo tomaba bien; cansaba un poco tanto hablar del vino y de la bodega.
          Por lo demás, la vida le sonreía; casado con Claudia Moya tenía en su hijo Lorenzo el más fiel seguidor de sus gustos y placeres; sólo se diferenciaban en la pasión que el vástago tenía por la caza (él hizo pintar esos cuadritos venatorios que has visto en las paredes y disecar las cabezas de las piezas de las que estaba más orgulloso de haber cazado); si te preguntas en qué época estamos, sólo te diré que Lorenzo había nacido en 1795, por lo que cuando estalló la guerra contra los invasores franceses, el chico ya tenía trece años.
          Y, precisamente, es en esa época en la que sucedieron los hechos que ocasionaron que yo no te haya podido enseñar la bodega que mandó construir mi bisabuelo Valentín.
          En el invierno de 1808 una gran fuerza militar francesa, la Grande Armée, mandada por el propio Napoleón penetra en la península para derrotar, de una vez por todas, al ejército español que había resistido valientemente en Zaragoza y Gerona y había vencido en Bailén; a mediados de diciembre entra triunfante en Madrid e, inmediatamente, vuelve hacia el norte para destruir las fuerzas inglesas que habían desembarcado para ayudar a los españoles; es ese momento preciso cuando ocurre nuestra historia.
          Fue un invierno muy duro, los pasos de la sierra quedaron cortados durante muchos días, y las tropas francesas se acuartelaron en los pueblos de la zona, esperando la mejoría del tiempo para reanudar su marcha hacia Salamanca y Portugal; el emperador hizo noche en el pueblo de Villacastín y una compañía de coraceros se cobijó en nuestro pueblo; hay que tener en cuenta que eran más de 250.000 hombres, con toda su impedimenta de intendencia, caballería, sanidad… no podían acampar en un solo sitio, todos los pueblos de la zona de Segovia, Ávila y Valladolid tenían su cuota de tropas acuarteladas esperando la orden de marcha.
          Así pues, tenemos que unos 130 hombres, con sus oficiales y caballos, llegaron el 22 de diciembre de 1808 a Aldeavieja y habiendo solicitado la presencia del alcalde le ordenaron que encontrara alojamiento digno para sus hombres y sus caballos, los quería todos juntos, no dispersos por las casas, temiendo siempre, los ataques de las partidas de guerrilleros que, fácilmente, se camuflaban entre la población civil.
          El alcalde dispuso que la tropa se congregara en la casa-palacio de los Becerril, en la calle Ancha, que por su tamaño y sus grandes corrales y cuadras, podría albergar a toda la compañía; en ese momento, don Juan Becerril, capitán de las Milicias de Ávila, se encontraba en dicha ciudad, por lo que no habría problema de enfrentamientos o disputas. La oficialidad, como estás suponiendo, se albergaría en la casona de mi bisabuelo, por ser la más moderna y mejor preparada para recibir a tan dignos huéspedes.
          El capitán Leclerc y los tenientes Dupois y Chambord dejaron que sus ayudantes acomodasen sus monturas en las cuadras de la mansión y fueron a presentar sus respetos a los dueños de la casa.
          -Monsieur… Madame… - musitó el capitán inclinando la cabeza ante sus anfitriones.
          -Caballeros…. – respondió Valentín mientras les señalaba la puerta de la sala de billar donde les tenía preparada unas copas de vino para el recibimiento.
          Los tres militares eran altos, fuertes, una vez quitados los capotes que les protegían del frío, aparecieron como estatuas de Marte, sus corazas bruñidas y resplandecientes, los grandes bigotes, los pesados sables que casi arrastraban por el suelo, eran la personificación de la guerra y del poderío del que, hasta entonces, era el amo de Europa.
          -Espero que nos honrarán la mesa con su presencia… esta noche.
          Mientras decía estas palabras, Valentín sintió el ridículo de las mismas… ¿cómo no iban a “honrarles” si habían venido a su casa a eso… a cenar y a dormir, les gustase a ellos o no?
          -Con sumo gusto –respondió Leclerc mientras se llevaba a los labios la copa con un jerez amontillado. - ¡que gran vino! – murmuró hacia mi bisabuelo.
          -Gracias…, - sonrió agradecido-. Es de uno de los mejores años… 1788, el año de la coronación de nuestro rey… Carlos –balbució al darse cuenta de la inconveniencia de su comentario.
          Los franceses obviaron su explicación mientras bebían y admiraban la decoración y disposición de la sala donde se encontraban; una doble lámpara con cuatro bujías a cada lado, instalada sobre la mesa de juego, iluminaba convenientemente la habitación y en sus paredes lucían cuadros de cacerías intercalados por algunos temas mitológicos en los que diosas y dioses correteaban por bosques encantados o descansaban junto a arroyuelos cristalinos.
          Un criado se asomó a una de las puertas haciendo una seña al dueño, y Valentín indicó a sus huéspedes que les esperaban en el comedor. Acompañó a los franceses hasta la sala donde iban a cenar y en la que les esperaban su esposa y sus dos hermanos, Lorenzo y Juan, con sus consortes, invitados especialmente para el ágape, así como su hijo y unos sobrinos.
          Eran las fechas cercanas a Navidad y, como era de esperar, una gran cena les aguardaba; la sala, brillantemente iluminada, ofrecía un magnífico aspecto; la vajilla, de fina porcelana de las fábricas del Buen Retiro, con los bordes en oro, la cristalería del Real Sitio de La Granja, mantelería de Lagartera… en fin, todo parecía dispuesto para agasajar a tan distinguidos huéspedes.
          Los platos se fueron sucediendo, a cual más exquisito: crema de espárragos, capón relleno, jabalí con puré de castañas… todo ello regado con excelentes caldos de la bodega de mi bisabuelo; para terminar brindaron con aquella bebida que se iba imponiendo en las casas pudientes: el champagne…
          -¡Por nuestros invitados! –dijo Valentín-.
          -¡Por nuestros anfitriones! –contestó el capitán Leclerc-.
          -¡Por el final de esta guerra…! -dijo, elevando su copa mi bisabuela-.
          -¡Por el emperador! –rugió uno de los tenientes franceses-.
          Un silencio extraño recorrió la mesa ante este último brindis, sólo el rápido entrechocar de las copas y la voz vibrante del dueño de la casa dando vivas a España y a Francia sacó adelante sin incidencias aquel peligroso momento.
          Llegó el momento en que las damas se retiraron y quedó Valentín, acompañado de sus dos hermanos, en compañía de los tres franceses, una copa de licor en una mano y un buen cigarro habano en la otra.
          -¡Exquisitos vinos los de España! –comentó el capitán francés-.
          -¡Oh, sí, por supuesto! Pero… tan importante como el vino es el saber conservarlo –replicó Valentín-. Una buena bodega, construida con los últimos estudios sobre enología y viticultura es tanto o más esencial que la cepa y el cuidado de los racimos.
          -Y… ¿vos tenéis?
          -¡Por supuesto! Y, si no tienen inconveniente, será para mí un placer enseñarles la que he mandado construir en los bajos de esta casa y de la que me siento particularmente orgulloso.
          Se levantó y llamando a dos criados les ordenó que les esperasen en la puerta de la bodega con unos buenos faroles mientras ellos se preparaban para bajar a ella.
          -Pónganse los capotes –dijo señalando los que les traían otros criados- pues allá abajo hay una temperatura más bien fría, acorde con el tiempo que tenemos, claro. Y poniéndose un gabán encabezó la marcha hacia la entrada, en la que, bajo las escaleras que subían al desván, se hallaba la puerta de acceso a la bodega; un criado precedía la comitiva y otro la cerraba, iluminando así el camino.
          Al llegar a la puerta, Valentín sacó una llave que siempre llevaba consigo y abrió la cerradura.
          -¡Cuidado con los escalones, son doce y con este clima estarán un poco húmedos! ¡No quiero que resbalen, por Diós!
          Los faroles iban iluminando débilmente las paredes blancas de la bajada, las sombras se alargaban no dejando ver el techo y pronto llegaron  al final: una rotonda de unos ocho metros de diámetro de la que partían seis túneles altos de dos metros y anchos de tres a cuatro; adosados a las paredes de la rotonda unos barriles de roble indicaban la procedencia de los caldos que albergaba cada pasadizo: Rioja, Jerez, Valdepeñas, Toro, Rueda y Francia.
          Los criados prendieron unas antorchas que estaban clavadas a las paredes.
          -¡Sacre Bleu!, ¡qué maravilla! –exclamó Leclerc-.
          -¿Os gusta?, los nombres son sólo indicativos, ese amontillado del que os hablaba está en el túnel de Jerez, allí también hay Moriles, Montilla, Finos…
          -¡Un verdadero tesoro!
          Se fueron asomando a las distintas cavernas y a la luz de los faroles veían cientos y cientos de botellas, cuidadosamente alineadas a media altura en largos bastidores de madera mientras, en el suelo, barricas y más barricas hasta donde llegaba su vista.
          -¿Cuánto mide cada túnel, Monsieur?
          -Pues yo creo que unos cincuenta metros, o sesenta…. ¡imaginaos!
          Y una sonrisa de satisfacción y orgullo se dibujaba en su cara.
          -Luego hay túneles más cortos que unen los mayores entre sí y que contienen vinos de menor importancia: ribera del Duero, Arganda, Penedés, Villena…. En fin, he tenido que hacer un plano para no perderme y poder saber en qué sitio está cada tipo de vino; ¡mirad!
          Y alzando uno de los faroles, alumbró un gran pergamino que clavado en una de las paredes mostraba, en forma de rayos de sol que se unían entre sí en su mitad, la planta de la maravillosa bodega.
          La mirada que los franceses echaron al plano, así como a las botellas y las barricas, no se sabe si era de admiración o de avaricia, o quizás una mezcla de ambas.
          -Bueno, vamos a ver ese amontillado; ¡Julián! –dijo a uno de los criados- coge unas copas y luego síguenos, para que estos caballeros puedan probar el vino.
          Luego encabezó la marcha por el túnel marcado por la barrica donde ponía “Jerez”: él delante, precedido por el criado que llevaba la antorcha y detrás suyo los tres franceses, cerrando el desfile Juan y Lorenzo.
          Valentín iba detallándoles los vinos por los que pasaban:
          -Estos son del Puerto, un poco más fuertes que los del mismo Jerez, pero de casi igual calidad, más oscuros, quizás debido a los vientos del mar… no sé… éstos otros de Chiclana, tienen muy poca cosecha y son algo más secos, pero dejan un sabor a encina…
          Y así les iba informando hasta que llegaron a uno de los cruces de donde partían otros pasadizos más pequeños que unían los grandes.
          -En este de la izquierda es donde tengo el amontillado que, como su nombre indica, procede de Montilla, tienen un gusto especial, pasad, por favor…
          Esperó en la esquina del cruce a que se adelantaran los franceses siguiendo al criado que portaba el farol; en ese momento las luces se apagaron y tres gemidos de angustia y dolor, rabia y desesperación llenaron las cuevas antes silenciosas.
          Mientras tanto, en la casa-palacio de los Becerril, se desarrollaba otra escena igualmente sangrienta; ciento treinta hombres, coraceros de la Guardia, morían apuñalados, uno por uno, mientras dormían  la borrachera que, gracias al vino cedido gentilmente por don Valentín, les había conducido a una situación de indefensión total.

………………..

          -Desconocía que durante la guerra de Independencia hubiera ocurrido un hecho así en este pueblo.
          -Es uno de nuestros secretos mejor guardados. Se borró todo rastro de ello de los libros del Ayuntamiento y se hizo jurar a todos los vecinos que nunca se mencionaría ni lo sucedido ni la existencia de un cuerpo de caballería que hubiera pernoctado aquí. Era mucho el miedo que se tenía a una posible venganza por parte de los franceses. Tan bien se guardó el secreto que en una generación fue olvidado por casi la totalidad de los vecinos; sólo unos pocos lo recordamos, o nos ha sido contado, quizás por haber sido algo más que testigos de los sucesos.
              -Luego, en la bodega…
          -Efectivamente, en el túnel del vino de Francia, al fondo, se cavó un pozo y en él fueron echados los cuerpos de los franceses, mezclados con cal viva.
               -¿Y los caballos?
          -Pues, con gran pena, se soltaron, en esa época había gran cantidad de caballos sueltos, asalvajados, que habían sobrevivido o habían escapado de alguna batalla… no se podían conservar por miedo a represalias.
                -Pero… ¿por qué se cerró la bodega?
             -Dicen, y yo no soy quien para discutirlo, que el vino empezó a tener un sabor raro, fuera cual fuera su procedencia o añada, daba igual Rioja que Cebreros, todos tenían un sabor… a sangre.

          Mientras, recostado en el sillón de mimbre, dejaba que las volutas de humo del cigarro se perdieran entre las estrellas, no pude dejar de estremecerme al pensar que, bajo nuestros pies, había un cementerio.

3 de mayo de 2016

Leyendas de Aldeavieja: El anillo de hadas

          ¿Sabéis lo que es “un anillo de hadas” o “un corro de brujas”?. Os lo voy a decir, cuando veáis en un prado un círculo perfecto, marcado por hierba más oscura (o más clara) o por florecillas o por setas, os encontraréis ante uno de ellos; ¿cómo sabréis si es de hadas o de brujas?, siento deciros que sólo se puede saber por los resultados… y, así y todo, eso no quiere decir que las hadas sean buenas y las brujas malas… todo un problema; ¿para qué sirve?, preguntaréis, se cree que son una puerta, una entrada misteriosa a ese mundo desconocido, entre la realidad y la fantasía, y que, colocándose en su centro, en el momento adecuado, se tiene la posibilidad de tener contactos con estos seres misteriosos.
          Uno de los sitios favoritos en que las hadas (o las brujas) instalan sus anillos (o corros) es en las praderas del Valle; esas praderas de hierba verde y lujuriosa que, en los meses de primavera, sólo se ve visitada por zorros, lobos, conejos y algún paseante despistado; pues bien, esto que os relato a continuación, es lo que le sucedió a un pastor hace muchos, muchos años, cuando llevaba su rebaño a que pastase por las praderas que existen cerca de las Peñas Verraqueñas, allá, a un lado del camino de abajo de la  Virgen cuando éste está atravesando el Valle.


                                                                            Anillo de hadas en el Valle
        

          Este pastor, al que llamaremos Quintín Moreno, seguía cansinamente a sus ovejas mientras que sus perros vigilaban para que no se desmandasen demasiado, corriendo veloces allí donde su amo, con una piedra lanzada certeramente, les señalaba que algún animal se despistaba o se quedaba rezagado.
          -¡Vamos “Toledano”, corre pa’llá! –le gritaba a uno de sus ayudantes mientras una piedra bien lanzada rozaba una de las orejas de la oveja que se desmandaba-.
          -¡Ria, rrria!
          Era ya cerca del mediodía cuando llegó a la vera de las peñas antes citadas, a las que se arrimó para dar cuenta de su almuerzo, el lugar era perfecto, un regatillo bajaba caudaloso por el deshielo de las nieves invernales y regaba abundantemente aquellos prados; las ovejas se agrupaban a la sombra de los centenarios robles y sus perros le miraban, jadeando, por ver si se escapaba algún pedazo de pan (o algo mejor) de las manos de su dueño.
          Estaba muy buena aquella longaniza y el queso era superior; pero lo mejor fue el traguillo de tinto, refrescado en la bota que le colgaba del hombro y a la que dio sus buenos tientos; miró a su alrededor… todo tranquilo, todo en su sitio; se recostó contra una de las piedras y calándose un poco más el sombrero llegó a la conclusión de que una buena siesta no le haría daño a nadie; si pasaba algo ya le despertarían los perros con sus ladridos.
          Le despertó el silencio… mientras entreabría los ojos miró a su alrededor… las ovejas dormitaban, unas de pie, otras sentadas y los perros habían sucumbido al sol de primavera y mostraban las panzas a sus rayos… pero había algo… algo que no era normal… aquel silencio… que no era silencio realmente… no se oían los pájaros, lo cual ya era raro… pero ni un balido, ni un gruñido… sólo como una musiquilla… una melodía sonando muy bajita… casi imperceptible…
          Ya despierto se puso en pie… miró a su alrededor… aquellos sonidos, suaves y melodiosos, salían de su izquierda… se giró lentamente y, entonces… entonces lo vio… era como un polvillo de colores danzando en el aire… un círculo de hierba más oscura que el resto se marcaba nítidamente en el suelo… y, sobre él, aquella nubecilla, o lo que fuera, bailoteando frenética…
          Las ovejas seguían pastando tranquilamente, ajenas a aquel espectáculo multicolor; Quintín llamó a los perros, muy bajito, casi en un susurro:
          -¡Toledano!, ¡Moro!...
          Los perros le miraron, pero continuaron panza arriba, con los ojillos semicerrados; como si nada pasara a su alrededor…
          Lentamente, Quintín se fue acercando, había oído viejas consejas de los anillos de hadas, cuentos que se contaban en las noches de invierno, al calor de la lumbre, después de una buena cena; también otros pastores hablaban de ellos cuando, en las noches de verano, se agrupaban en alguna majada y se relataban, unos a otros, sus experiencias… de aquellas conversaciones se salía con la idea, una vaga idea, de que lo mejor era no hacer caso de aquellas manifestaciones, pues nada bueno podía traer el tener relaciones con aquellas gentes “mágicas”…
          Pero la curiosidad pudo más que la sensatez… paso a paso se acercaba y pudo distinguir, entre aquellas nubecillas revoloteantes, como pequeños seres, personitas con alas que, cogidas de las manos, danzaban en el aire al compás de aquella musiquilla que salía de no se sabía dónde…
          Algo le impulsó a entrar en el círculo mágico, quería ver… sentir, bailar, él también, al son de aquella canción pegadiza y alegre… pero apenas dio un paso dentro del anillo marcado en la hierba cuando todo desapareció… allí no había nada, ni hadas, ni música, ni polvo de oro, ni alegría… sólo el sonido de las esquilas de las ovejas al moverse bajo el sol y el canto de algún cuco en el fondo de la arboleda…
          De momento se creyó víctima de una ilusión, de un mal sueño, quizás bebió más de lo que pensaba… pero, todo había sido tan real… no podía ser una mala pasada de su imaginación, él lo había visto, casi lo podría haber tocado si hubiera querido…
          Entonces… no, no había sido un sueño; ¿Qué hacía él, si no, en medio de aquel círculo marcado en el suelo?, aquello era real… estaba allí… y sí, estaba seguro… allí había habido algo más.
          Esperó y esperó hasta que el sol fue declinando y tuvo que marchar, llevando al rebaño al redil que tenía instalado en el margen del Valle; pero volvería… allí había pasado algo fuera de lo normal y él lo tenía que ver otra vez.
…………….

          Pasaron dos o tres días hasta que Quintín volvió al mismo lugar y, lo mismo que aquel otro, se apoyó al abrigo de las rocas para dar cuenta del almuerzo. Aquella vez no bebería vino, no quería pensar que si tenía de nuevo aquellas visiones maravillosas pudiera pensar que fueran fruto de los vapores del alcohol, no, esta vez no quería excusas.
          Terminó de comer y mientras se liaba un cigarrillo no quitaba la vista de aquel corro de hierba verde esmeralda que se veía a diez o veinte metros, enfrente suyo; miraba y miraba y no quería ni pestañear por si se perdía el momento en el que el prodigio se repetiría ante sus ojos… y esta vez no se lo perdería…
          Le costaba trabajo abrir los ojos… sentía la cabeza pesada y, repentinamente, se dio cuenta de que eso que tenía dentro era “la música”, “esa música”…
          -¡Maldición!- se dijo, -me he dormido.
          Aquel pensamiento le hizo abrir los ojos… y ¡sí!.... allí estaban… frente a él… aquella leve nubecilla formada por hadas (o lo que fueran) que giraban sobre el anillo mágico al compás de aquella misteriosa música…
          Se levantó despacio y, paso a paso, se fue acercando hasta que, ante sus ojos, bailoteaban aquellos seres diminutos como envueltos en una nube de polvo de oro; sin saber el por qué su boca se ensanchó en una sonrisa; una felicidad desconocida, sin causa ni motivo, le inundó y como en un sueño notó que aquellos seres crecían ante sus ojos, les iba viendo las caras, esas caras de felicidad, de inocencia, de ausencia de toda malicia… y una alegría contagiosa… sin darse apenas cuenta se encontró agarrado a sus manos y danzando con ellos sobre un camino de polvo de colores, como una alfombra fabricada por un fantástico arco iris; todo lo demás desapareció para él, ya sólo existía el deseo de danzar, de reir, de sentir una felicidad primitiva, sin causa, volver a esa edad de la infancia en que todo es motivo de alegría porque no se es consciente de que el mundo no es, precisamente, un paraíso.
          Se miró y encontró que sus bastas ropas de pastor, su pantalón de pana, sus abarcas, su gorra… se habían convertido en un ropaje evanescente, brillante, tachonado de remaches de oro puro y bordado por cientos de perlas minúsculas que le hacían brillar a la luz del sol como un diamante; sus manos, ásperas y grandes… se veían ahora suaves y blancas y aquella preocupación por sus ovejas, por los perros, el miedo al lobo… se olvidaron; formaba parte de un corro interminable de gente alegre y bella, que danzaba sin esfuerzo y sin cansancio hacia un gran agujero que se abría en la tierra como una boca…
………………..

          Quintín no salía de su asombro, acompañando a aquellos seres a las profundidades de la tierra pasó por innumerables salones, galerías, plazoletas… todas ellas brillantes, llenas de luz, como si allá abajo luciera otro sol, un sol que calentaba igual que el de arriba pero sin ese agobio de los meses de verano, como una eterna primavera; había árboles, llenos de frutas conocidas y extrañas que los singulares habitantes de aquel mundo subterráneo cogían para alimentarse y estatuas, monumentos, palacios… ¡todos de oro, plata, mármoles…!, fuentes de leche, de chocolate, de agua fresca y cristalina; ríos de… en fin, mirase donde mirase todo era como debía de ser el paraíso; las gentes le sonreían, le saludaban, todos sabían su nombre; le palmeaban la espalda, le tendían las manos, le acercaban cuencos de fruta y vasos con bebidas que despedían una fragancia atrayente y cautivadora.
          Siguiendo a aquella marea de gentes fue conducido a un amplio salón donde la riqueza y la exuberancia era aún más grande que todo lo que había visto; sentada en un trono, en medio de la estancia, una mujer de una embrujadora belleza le sonreía… como si solo estuviera él en aquella sala atestada de gentes.
          Con un gesto de la mano le indicó que se acercara:
          -Acercaos, maese Quintín; esperamos que todo lo que has visto sea de tu agrado.
          El mozo no sabía qué decir, ni qué responder; la belleza de la mujer, aquella mirada que le penetraba hasta lo más íntimo, el lugar cargado de riquezas… todo hacía que las palabras no llegaran a su boca y sólo pudo hacer un amago de sonrisa mientras asentía torpemente con la cabeza.
          -Queremos que os encontréis “como en vuestra casa” en nuestro reino –continuó con una sonrisa maliciosa la reina de aquel mundo.
          -No queremos que echéis nada de menos, así que si necesitáis cualquier cosa o tenéis algún deseo insatisfecho… sólo tenéis que decírselo a alguno de mis chambelanes –indicó señalando a unos personajes muy pomposos que rodeaban el trono.
          -Si queréis oro, plata, comidas, bebidas… o mujeres, sólo tenéis que desearlo y nos ocuparemos que seáis atendido en el acto; sólo hay una prohibición: nunca saldréis de mi reino… ¡jamás! Y si lo intentáis… ¡toda mi ira y la de mis vasallos caerá sobre vos!, pero… no creo que deseéis iros… ¿no es verdad?
          Quintín no se había planteado la duración de su estancia en aquel reino de las maravillas, así que no dijo nada, sólo sonrió bobaliconamente mientras miraba en torno suyo, no dejando de asombrarse con todo lo que veía.
……………
          ¿Cuánto tiempo pasó? ¿Cuándo llegó a echar de menos Quintín a sus ovejas, a sus perros o a la Julia que siempre le sonreía cuando pasaba con el rebaño cerca del caño? No se sabe, lo cierto es que, un día, lleno de añoranza decidió jugarse el todo por el todo e intentar huir de aquella cárcel de oro.
          Claro que… no se iba a ir con las manos vacías… nadie echaría en falta unas cuantas monedas de oro o alguna de esas joyas que adornaban cualquier rincón de aquel mundo maravilloso y a él… le iban a arreglar la vida cuando saliera de allí…
          Quintín se agenció un morral y lo fue llenando… un poco de aquí, otro poco de allá… aquellas gentes eran descuidadas y dejaban sus tesoros por cualquier parte, nadie notaría nada; después, poniendo cara de fiesta se agregó a un grupo de duendecillos que iban a salir al exterior a danzar entre las flores de primavera; con su morral, un poco pesado, esa era la verdad, a la espalda, se unió a ellos, agarrado de las manos mientras otros portaban los violines, los tambores, las trompetas, con que iban a marcar la danza de la buena gente.
          Ya sonaban las notas, las gaitas, la dulzaina, el tamborcillo alegraban los corazones y comenzó una agitada y alegre danza mientras salían, envueltos en polvo de oro y nubes de polen hacia la mañana soleada que les esperaba fuera… la tierra se abrió sobre sus cabezas y uno tras otro salieron bailando, las manos unidas y, en la cabeza, las notas alegres de la música… era el centro justo de un anillo de hadas que les rodeaba totalmente marcado por cientos de florecillas silvestres: campánulas, violetas, margaritas, acianos nacían juntos, trenzados, formando aquel alegre corro.
          Quintín miraba con un ojo por dónde podría escapar mientras con el otro vigilaba la danza para no perder paso y resultar sospechoso, pues si en algo se ocupaban aquellas gentes era en mostrarse en la danza como unos verdaderos maestros, no importándoles nada más que la belleza y la armonía de su baile.
          Al fin, cuando la mazurca que ejecutaban les obligaba a soltarse de las manos y girar sobre sí mismos a una velocidad que les hubieran envidiado las peonzas, si éstas pudieran envidiar algo, Quintín se dejó caer sobre la hierba y echó a correr hacia los bordes del anillo mágico y así poder escapar… de lo que no se dio cuenta es de que a cada paso que daba para alejarse de los danzantes… su tamaño iba creciendo, y de una figura poco visible, del tamaño de una libélula pequeña enseguida pasó a abultar como un gato mediano y justo cuando saltaba sobre el círculo de flores tenía la fortaleza de un podenco.
          Fue en ese momento cuando algo estalló tras de él; en el mismo instante en que abandonaba el anillo se oyó como una especie de explosión, la música cesó de sonar en sus oídos y, al volver la vista, no pudo distinguir a ninguno de los duendecillos que pocos instantes antes le acompañaban en el baile maravilloso.
          Corrió con todas sus fuerzas, le daba igual hacia dónde, el caso era huir; algo en su interior le decía que había de pagar muy cara su huida… y su robo; el morral le pesaba en sus espaldas y le golpeaba al correr… poco a poco fue sintiendo como un airecillo frío, muy frío, le iba siguiendo, soplando entre sus cabellos hasta que su carrera se vio frenada por un enorme animal que había aparecido, como de la nada, en su camino.
          -¿Dónde vas tan deprisa, Quintín? – y la figura, primero como de ciervo temible fue metamorfoseándose en el cuerpo de una bella dama que, al instante reconoció.
          -¡Oh, Majestad! Perdonad… -balbuceó aterrado mientras doblaba las rodillas y caía implorante ante la reina de las hadas.
          Había abandonado ya las lindes del Valle y sus pasos le habían dirigido por unas tierras incultas en las que señoreaban enormes piedras de granito, a lo lejos se percibían los tejados de la ermita de la Virgen.
          -¿Nos dejas? ¿Recuerdas lo que te dije cuando llegaste a nuestro mundo?
          Quintín lloriqueaba en el suelo, con las manos extendidas hacia el hada, la voz de la reina había pasado de su natural dulzor, por una escala de graves, a tornarse terrible y amenazante; él sabía de lo que podía aquella mujer, la más encantadora y la más terrible de cuantas había conocido.
          -Además… ¡has traicionado nuestra confianza!, ¿qué llevas en esa mochila?; ¿qué has robado de nuestro reino?
           Quintín no sabía dónde mirar ni qué hacer; estaba avergonzado  y aterrorizado; todo se había descubierto, ¿qué hacer?... sí, ¡huiría!, correría hacia la ermita y allí no podría entrar el hada, pero… ¿le daría tiempo? Estaba muy lejos… pero era su única solución…
          Lo primero era deshacerse, aunque con dolor, de su pesada carga…
          -¡Oh, perdonad!, la avaricia me cegó… -dijo mientras descolgaba de su espalda el morral y lo arrojaba a los pies de la reina.
          Entonces se levantó raudo y echó a correr campo a través…
          Por un momento creyó que podría huir, que la reina se conformaría con recuperar el oro y las joyas…
          Entonces oyó, a su lado, una voz, una vez suave pero nada tranquilizadora:
          -¿No correrías mejor… ¡y más rápido! Si no llevaras esa ropa tan incómoda?
          Y a la vez que terminaba de oir estas palabras notó cómo la ropa que llevaba se desprendía de su cuerpo, volatilizándose; su fantástica casaca con botones de oro, los puños y hombreras decorados con polvo de diamantes… los pantalones con hileras de pequeñas perlas a los lados… la gorra tachonada de herrajes de plata… los botines con cordones de seda… todo desapareció; sintió el aire y el frescor de la mañana en su piel y las piedras comenzaron a clavarse en sus desnudos pies…
          -Bueno…- pensó -, si se conforma con esto…
          No bien acababa de decirse estas cosas cuando notó que ya no se movía…. Que no avanzaba… que sus pies… sus pulmones… sus ojos… habían dejado de obedecerle….
…………..
          Y allí está, allí está todavía; en medio del campo, entre los límites del Valle y el santuario de la Virgen, un cuerpo de piedra (ya sólo medio), de vieja y redondeada piedra berroqueña… como aviso para aquellos que sientan la tentación de burlarse de las hadas…



                                                                          Lo que queda de Quintín... su trasero

          Y es que… meterse en un anillo de hadas cuando éstas salen a danzar bajo los rayos del sol puede ser muy peligroso, e intentar huir de ellas o robarles… mucho más. Imaginad, por un momento qué habría pasado si en vez de hadas hubiera sido un corro de brujas…