-Gregorio, chico, ves a avisar a tu
padre que esta noche le invitamos a cenar en casa; que venga con tu madre.
¿Entendiste?
-Sí señor, ahora mismo voy.
Y Gregorio se dio vuelta y cruzando
la plazoleta de la cruz entro en una casa de dos alturas, encalada por fuera y
que encima de la puerta mostraba este cartel: “Farmacia Perlado”.
-¡Padre, padre!, ¡que don Juan me ha
dicho que le invita a usted y a madre esta noche a cenar en su casa!.
-Vale, vale, Gregorio; ¿dónde está tu
madre?
-No sé, estará en casa del tío
Julián; me ha parecido oírla hablar con la tía Vitorina…
-Pues anda, ve y dile que venga, que
tendremos que prepararnos para ir a esa cena y no vamos a ir así, de estar por
casa.
La casa de don Juan era la más grande
del pueblo; de una sola planta, se abría en una esquina de la calle Segovia con
la calle del Mediodía, dos grandes ventanales enrejados se abrían a cada calle
y una gran puerta, con un tirador en forma de cabeza de león daba acceso a su
interior; un distribuidor, fresco y alto, conducía a distintas puertas que
daban a diferentes habitaciones, a izquierda y derecha, con ventanas al
exterior, se encontraban la sala de billar y el despacho del dueño de la casa,
al fondo una escalera conducía a un sobrado, todo el compartimentado por
paredes de madera.
Juan Moreno y Esteban era de
Urraca-Miguel y su mujer, Juana Gordo Moreno, pertenecía a una de las más ricas
familias de Aldeavieja; don Juan era notario en la ciudad de Toledo y había
elegido el pueblo de su mujer para pasar las vacaciones de verano, para lo cual
había comprado aquella vieja casona y la había adecentado para poder estar en
ella largas temporadas.
En una de las habitaciones interiores,
de cuyas paredes colgaban cabezas de jabalí y de venado, intercaladas con
pequeños cuadros ovalados también de piezas de caza, estaba instalado el
comedor de gala, en el centro la gran mesa de nogal rodeada de sillas ricamente
labradas y pegado a la pared un gran aparador, también de madera tallada que
exponía en sus vitrinas lujosas piezas de cerámica de Talavera y de Puente del
Arzobispo; allí, a la luz de dos grandes lámparas que colgaban del techo, con
decenas de bujías, se desarrolló la cena; se conocían de toda la vida, pues
eran medio familia, y la velada se desarrollaba entre la natural alegría de los
que comparten sangre y amistad.
Cuando acabó la cena, y como era
costumbre en aquella época, los hombres se retiraron al jardín a fumarse unos
habanos, acompañados de alguna copilla de coñac o de anís mientras charlaban de
mil y un asuntos y rememoraban los tiempos pasados, sus días de cacería o sus
paseos por los campos.
Del interior de la casa llegaban las
notas de una cancioncilla de moda que sonaba en el gramófono de los
anfitriones; un precioso aparato de caoba rojizo.
Las estrellas brillaban en lo alto y
la noche era una de las típicas de agosto, cálida y a la vez fresca, en ese
punto exacto que en pocos sitios como Aldeavieja se pueden disfrutar. Los
cigarros elevaban sus volutas de humo en el aire y, entonces, Juan empezó a
contar:
-Sabrás, querido Ciriaco, que esta
casa en la que estamos fue, desde siempre, propiedad de mi familia.
-Sí, por supuesto, mi cuñado Julián
me ha hablado de ello.
-Claro, su madre, que es tía mía, era
una de las herederas.
-Sí, fue una herencia envenenada..
-Por supuesto, con tantas particiones
y herederos, fue muy difícil ponerse de acuerdo. Uno tenía dos habitaciones, el
otro otras dos, y así… sólo el zaguán, las escaleras y los pasillos eran
propiedad común; hasta el desván, la cueva y el patio estaban divididos en
lotes…
-¿La cueva?
-Sí, también la cueva…
-No sabía que la casa tuviera una cueva. Es
extraño que Julián nunca me lo mencionara.
-No podía mencionártelo. No lo sabía…
-¿No lo sabía?, pero si Julián es una
enciclopedia andante en lo referente a la historia de su familia…
-Lo sé, pero él era muy pequeño cuando la
cueva, o la bodega si se prefiere, se condenó para siempre y desapareció su
entrada.
-¿Y cómo fue eso?
-Es una larga historia pero, como
tenemos tiempo, te la voy a contar. ¿Quieres otra copita?
-No, gracias… a ver, cuéntame…
Y comenzó a decir así:
……………………
Fue en los tiempos de mi bisabuelo
Valentín que, al casarse, mando levantar esta casa y como era hombre de gustos
exquisitos y de vivir regalado quiso tener, también, una bodega; así que,
después de mandar estudiar el terreno, ordenó excavar una, profunda, y grande,
del tamaño de la vivienda, más o menos; el terreno es duro, de caliza, pero se
puede trabajar bastante bien, por lo que no fue demasiado costosa su
realización.
Cuando se inauguró su nueva mansión
que, como puedes imaginar, fue la admiración y la comidilla de todo el pueblo,
mandó traer botellas y barricas de vino de casi toda la geografía española;
riojas, moriles, valdepeñas, de Toro, de Jerez, incluso compró varias partidas
de vino francés, algunas botellas de champagne y algunas barricas de Oporto; en
fin, que era una bodega bien surtida; tenía la entrada bajo la escalera que
conduce al desván y después de bajar unos once o doce peldaños, labrados en la
piedra, llegabas a una especie de distribuidor del que partían seis túneles en los
que estaban colocados los distintos caldos según su procedencia y antigüedad.
Estaba tan orgulloso de su bodega que
cuando alguien venía a su casa por vez primera, no le dejaba marchar sin
habérsela enseñado, explicándole minuciosamente el por qué de su profundidad,
su falta de humedad, la temperatura siempre igual en verano y en invierno, en
fin, todas aquellas cosas que permitían que sus vinos se mantuvieran en el
máximo grado de perfección, sin perder nunca sus cualidades de color, sabor y aroma.
-Mira el color de este borgoña… este
tono de rubí… inigualable.
-Huele, huele… se nota el roble
americano de la barrica en la que ha envejecido… eso es algo único. ¡Ya verás
su sabor…!
-Ni más frío, ni más caliente; esta es
la temperatura exacta para tomar estos caldos…
Lo peor es que esta afición se estaba
convirtiendo en una monomanía y no todo el mundo se lo tomaba bien; cansaba un
poco tanto hablar del vino y de la bodega.
Por lo demás, la vida le sonreía;
casado con Claudia Moya tenía en su hijo Lorenzo el más fiel seguidor de sus
gustos y placeres; sólo se diferenciaban en la pasión que el vástago tenía por
la caza (él hizo pintar esos cuadritos venatorios que has visto en las paredes
y disecar las cabezas de las piezas de las que estaba más orgulloso de haber
cazado); si te preguntas en qué época estamos, sólo te diré que Lorenzo había
nacido en 1795, por lo que cuando estalló la guerra contra los invasores
franceses, el chico ya tenía trece años.
Y, precisamente, es en esa época en
la que sucedieron los hechos que ocasionaron que yo no te haya podido enseñar
la bodega que mandó construir mi bisabuelo Valentín.
En el invierno de 1808 una gran
fuerza militar francesa, la Grande Armée,
mandada por el propio Napoleón penetra en la península para derrotar, de una
vez por todas, al ejército español que había resistido valientemente en
Zaragoza y Gerona y había vencido en Bailén; a mediados de diciembre entra
triunfante en Madrid e, inmediatamente, vuelve hacia el norte para destruir las
fuerzas inglesas que habían desembarcado para ayudar a los españoles; es ese
momento preciso cuando ocurre nuestra historia.
Fue un invierno muy duro, los pasos
de la sierra quedaron cortados durante muchos días, y las tropas francesas se
acuartelaron en los pueblos de la zona, esperando la mejoría del tiempo para
reanudar su marcha hacia Salamanca y Portugal; el emperador hizo noche en el
pueblo de Villacastín y una compañía de coraceros se cobijó en nuestro pueblo;
hay que tener en cuenta que eran más de 250.000 hombres, con toda su impedimenta
de intendencia, caballería, sanidad… no podían acampar en un solo sitio, todos
los pueblos de la zona de Segovia, Ávila y Valladolid tenían su cuota de tropas
acuarteladas esperando la orden de marcha.
Así pues, tenemos que unos 130
hombres, con sus oficiales y caballos, llegaron el 22 de diciembre de 1808 a
Aldeavieja y habiendo solicitado la presencia del alcalde le ordenaron que
encontrara alojamiento digno para sus hombres y sus caballos, los quería todos
juntos, no dispersos por las casas, temiendo siempre, los ataques de las
partidas de guerrilleros que, fácilmente, se camuflaban entre la población
civil.
El alcalde dispuso que la tropa se
congregara en la casa-palacio de los Becerril, en la calle Ancha, que por su
tamaño y sus grandes corrales y cuadras, podría albergar a toda la compañía; en
ese momento, don Juan Becerril, capitán de las Milicias de Ávila, se encontraba
en dicha ciudad, por lo que no habría problema de enfrentamientos o disputas.
La oficialidad, como estás suponiendo, se albergaría en la casona de mi
bisabuelo, por ser la más moderna y mejor preparada para recibir a tan dignos
huéspedes.
El capitán Leclerc y los tenientes
Dupois y Chambord dejaron que sus ayudantes acomodasen sus monturas en las
cuadras de la mansión y fueron a presentar sus respetos a los dueños de la
casa.
-Monsieur…
Madame… - musitó el capitán inclinando la cabeza ante sus anfitriones.
-Caballeros…. – respondió Valentín
mientras les señalaba la puerta de la sala de billar donde les tenía preparada
unas copas de vino para el recibimiento.
Los tres militares eran altos,
fuertes, una vez quitados los capotes que les protegían del frío, aparecieron
como estatuas de Marte, sus corazas bruñidas y resplandecientes, los grandes
bigotes, los pesados sables que casi arrastraban por el suelo, eran la
personificación de la guerra y del poderío del que, hasta entonces, era el amo
de Europa.
-Espero que nos honrarán la mesa con
su presencia… esta noche.
Mientras decía estas palabras,
Valentín sintió el ridículo de las mismas… ¿cómo no iban a “honrarles” si
habían venido a su casa a eso… a cenar y a dormir, les gustase a ellos o no?
-Con sumo gusto –respondió Leclerc
mientras se llevaba a los labios la copa con un jerez amontillado. - ¡que gran
vino! – murmuró hacia mi bisabuelo.
-Gracias…, - sonrió agradecido-. Es
de uno de los mejores años… 1788, el año de la coronación de nuestro rey…
Carlos –balbució al darse cuenta de la inconveniencia de su comentario.
Los franceses obviaron su explicación
mientras bebían y admiraban la decoración y disposición de la sala donde se
encontraban; una doble lámpara con cuatro bujías a cada lado, instalada sobre
la mesa de juego, iluminaba convenientemente la habitación y en sus paredes
lucían cuadros de cacerías intercalados por algunos temas mitológicos en los
que diosas y dioses correteaban por bosques encantados o descansaban junto a
arroyuelos cristalinos.
Un criado se asomó a una de las
puertas haciendo una seña al dueño, y Valentín indicó a sus huéspedes que les
esperaban en el comedor. Acompañó a los franceses hasta la sala donde iban a
cenar y en la que les esperaban su esposa y sus dos hermanos, Lorenzo y Juan,
con sus consortes, invitados especialmente para el ágape, así como su hijo y
unos sobrinos.
Eran las fechas cercanas a Navidad y,
como era de esperar, una gran cena les aguardaba; la sala, brillantemente
iluminada, ofrecía un magnífico aspecto; la vajilla, de fina porcelana de las
fábricas del Buen Retiro, con los bordes en oro, la cristalería del Real Sitio
de La Granja, mantelería de Lagartera… en fin, todo parecía dispuesto para
agasajar a tan distinguidos huéspedes.
Los platos se fueron sucediendo, a
cual más exquisito: crema de espárragos, capón relleno, jabalí con puré de
castañas… todo ello regado con excelentes caldos de la bodega de mi bisabuelo;
para terminar brindaron con aquella bebida que se iba imponiendo en las casas
pudientes: el champagne…
-¡Por nuestros invitados! –dijo
Valentín-.
-¡Por nuestros anfitriones! –contestó
el capitán Leclerc-.
-¡Por el final de esta guerra…!
-dijo, elevando su copa mi bisabuela-.
-¡Por el emperador! –rugió uno de los
tenientes franceses-.
Un silencio extraño recorrió la mesa
ante este último brindis, sólo el rápido entrechocar de las copas y la voz vibrante
del dueño de la casa dando vivas a España y a Francia sacó adelante sin
incidencias aquel peligroso momento.
Llegó el momento en que las damas se
retiraron y quedó Valentín, acompañado de sus dos hermanos, en compañía de los
tres franceses, una copa de licor en una mano y un buen cigarro habano en la
otra.
-¡Exquisitos vinos los de España!
–comentó el capitán francés-.
-¡Oh, sí, por supuesto! Pero… tan
importante como el vino es el saber conservarlo –replicó Valentín-. Una buena
bodega, construida con los últimos estudios sobre enología y viticultura es
tanto o más esencial que la cepa y el cuidado de los racimos.
-Y… ¿vos tenéis?
-¡Por supuesto! Y, si no tienen
inconveniente, será para mí un placer enseñarles la que he mandado construir en
los bajos de esta casa y de la que me siento particularmente orgulloso.
Se levantó y llamando a dos criados
les ordenó que les esperasen en la puerta de la bodega con unos buenos faroles
mientras ellos se preparaban para bajar a ella.
-Pónganse los capotes –dijo señalando
los que les traían otros criados- pues allá abajo hay una temperatura más bien
fría, acorde con el tiempo que tenemos, claro. Y poniéndose un gabán encabezó
la marcha hacia la entrada, en la que, bajo las escaleras que subían al desván,
se hallaba la puerta de acceso a la bodega; un criado precedía la comitiva y
otro la cerraba, iluminando así el camino.
Al llegar a la puerta, Valentín sacó
una llave que siempre llevaba consigo y abrió la cerradura.
-¡Cuidado con los escalones, son doce
y con este clima estarán un poco húmedos! ¡No quiero que resbalen, por Diós!
Los faroles iban iluminando
débilmente las paredes blancas de la bajada, las sombras se alargaban no
dejando ver el techo y pronto llegaron
al final: una rotonda de unos ocho metros de diámetro de la que partían
seis túneles altos de dos metros y anchos de tres a cuatro; adosados a las
paredes de la rotonda unos barriles de roble indicaban la procedencia de los
caldos que albergaba cada pasadizo: Rioja, Jerez, Valdepeñas, Toro, Rueda y
Francia.
Los criados prendieron unas antorchas
que estaban clavadas a las paredes.
-¡Sacre
Bleu!, ¡qué maravilla! –exclamó Leclerc-.
-¿Os gusta?, los nombres son sólo
indicativos, ese amontillado del que os hablaba está en el túnel de Jerez, allí
también hay Moriles, Montilla, Finos…
-¡Un verdadero tesoro!
Se fueron asomando a las distintas
cavernas y a la luz de los faroles veían cientos y cientos de botellas,
cuidadosamente alineadas a media altura en largos bastidores de madera
mientras, en el suelo, barricas y más barricas hasta donde llegaba su vista.
-¿Cuánto mide cada túnel, Monsieur?
-Pues yo creo que unos cincuenta
metros, o sesenta…. ¡imaginaos!
Y una sonrisa de satisfacción y
orgullo se dibujaba en su cara.
-Luego hay túneles más cortos que
unen los mayores entre sí y que contienen vinos de menor importancia: ribera del
Duero, Arganda, Penedés, Villena…. En fin, he tenido que hacer un plano para no
perderme y poder saber en qué sitio está cada tipo de vino; ¡mirad!
Y alzando uno de los faroles, alumbró
un gran pergamino que clavado en una de las paredes mostraba, en forma de rayos
de sol que se unían entre sí en su mitad, la planta de la maravillosa bodega.
La mirada que los franceses echaron
al plano, así como a las botellas y las barricas, no se sabe si era de
admiración o de avaricia, o quizás una mezcla de ambas.
-Bueno, vamos a ver ese amontillado;
¡Julián! –dijo a uno de los criados- coge unas copas y luego síguenos, para que
estos caballeros puedan probar el vino.
Luego encabezó la marcha por el túnel
marcado por la barrica donde ponía “Jerez”: él delante, precedido por el criado
que llevaba la antorcha y detrás suyo los tres franceses, cerrando el desfile
Juan y Lorenzo.
Valentín iba detallándoles los vinos
por los que pasaban:
-Estos son del Puerto, un poco más
fuertes que los del mismo Jerez, pero de casi igual calidad, más oscuros,
quizás debido a los vientos del mar… no sé… éstos otros de Chiclana, tienen muy
poca cosecha y son algo más secos, pero dejan un sabor a encina…
Y así les iba informando hasta que
llegaron a uno de los cruces de donde partían otros pasadizos más pequeños que
unían los grandes.
-En este de la izquierda es donde
tengo el amontillado que, como su nombre indica, procede de Montilla, tienen un
gusto especial, pasad, por favor…
Esperó en la esquina del cruce a que
se adelantaran los franceses siguiendo al criado que portaba el farol; en ese
momento las luces se apagaron y tres gemidos de angustia y dolor, rabia y
desesperación llenaron las cuevas antes silenciosas.
Mientras tanto, en la casa-palacio de
los Becerril, se desarrollaba otra escena igualmente sangrienta; ciento treinta
hombres, coraceros de la Guardia, morían apuñalados, uno por uno, mientras
dormían la borrachera que, gracias al vino
cedido gentilmente por don Valentín, les había conducido a una situación de
indefensión total.
………………..
-Desconocía que durante la guerra de
Independencia hubiera ocurrido un hecho así en este pueblo.
-Es uno de nuestros secretos mejor
guardados. Se borró todo rastro de ello de los libros del Ayuntamiento y se
hizo jurar a todos los vecinos que nunca se mencionaría ni lo sucedido ni la
existencia de un cuerpo de caballería que hubiera pernoctado aquí. Era mucho el
miedo que se tenía a una posible venganza por parte de los franceses. Tan bien
se guardó el secreto que en una generación fue olvidado por casi la totalidad
de los vecinos; sólo unos pocos lo recordamos, o nos ha sido contado, quizás
por haber sido algo más que testigos de los sucesos.
-Luego, en la bodega…
-Efectivamente, en el túnel del vino
de Francia, al fondo, se cavó un pozo y en él fueron echados los cuerpos de los
franceses, mezclados con cal viva.
-¿Y los caballos?
-Pues, con gran pena, se soltaron, en
esa época había gran cantidad de caballos sueltos, asalvajados, que habían
sobrevivido o habían escapado de alguna batalla… no se podían conservar por
miedo a represalias.
-Pero… ¿por qué se cerró la bodega?
-Dicen, y yo no soy quien para
discutirlo, que el vino empezó a tener un sabor raro, fuera cual fuera su
procedencia o añada, daba igual Rioja que Cebreros, todos tenían un sabor… a
sangre.
Mientras, recostado en el sillón de
mimbre, dejaba que las volutas de humo del cigarro se perdieran entre las
estrellas, no pude dejar de estremecerme al pensar que, bajo nuestros pies,
había un cementerio.
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