27 de enero de 2019

La Ventana. II


(continuación)         

          Finales de enero, la nieve cubría los campos y los caminos; pocas huellas se veían sobre ella a excepción de las pisadas de los campesinos que iban a llevar comida a los animales estabulados; y sólo esas, huellas de ida y vuelta, pisadas sobre pisadas que ensuciaban la blancura de las calles… columnas de humo blanco saliendo de todas y cada una de las chimeneas que coronaban las casas; poco más, nada más…

          Julián tenía unas vacas en un encerradero camino de Blascoeles; allá por la linde de los dos pueblos; tenía que ir a ver cómo seguían los animales, si aquello estaba bien cerrado, si había paja y heno suficientes para que comieran; en fin, tenía que ir, pero… ¡con aquel tiempo…!
          -Espera a mañana, Julián, lo mismo dará un día que otro.
          -No se puede, mujer, ha caído mucha nieve y hasta el tejado se puede haber hundido, tengo que ir a ver.
          -¡No, si harás lo que quieras!, pero yo creo que debías esperar, el día todavía no ha acabado y aún puede caer mucha nieve.
          -¡Quiá!, esas nubes ya no son de nieve, ahora lo que va a venir es un helazo que… ¡ya veremos!
          -Bueno, ve, allá tú; da igual lo que yo te diga: pero, al menos, abrígate bien y llévate al “Moro”, no sea que haya lobos.
          -¡Lobos, pero que cosas se te ocurren, mujer!
          -Pues no es ninguna tontada, acuérdate el año pasado, cuando mataron a las ovejas del Lucio.
          -¡Vale, me llevaré al “Moro”!.
          Y, llamando al perro, se enrolló bien la bufanda en el cuello, se caló la boina hasta donde pudo y echándose el capote sobre los hombros se echó a la calle.
          El viento había parado y el frío no era tan cortante como días atrás; Julián cerró la puerta tras de sí y hundió los pies, bien calzados con las abarcas y con las piernas bien abrigadas por las polainas de costal, en la nieve que se amontonaba delante de la casa.
          El cielo tenía ese color blanco lechoso y sucio que amenaza con abrirse y dejar caer copos como puños; Julián miró para arriba y arrugando el ceño echó a andar en dirección al Barranco.
          Cuando principió el camino de Blascoeles, no pudo impedir echar una mirada a la casa que se alzaba a su izquierda, una mole oscura entre el blancor de la nieve; de la chimenea no salía ni el más leve hilillo de humo, las ventanas no dejaban pasar el menor resplandor que delatase la presencia de un fuego o una luz cualquiera.
          -Siempre igual-pensó- como si en ella no habitase nadie.
          El “Moro” gruñó como cuando veía a algún perro forastero; enseñó los dientes y metió el rabo entre las piernas, no se sabía si por miedo o por frío.
          -¡Calla “Moro”, a ver si te va a oir la bruja y tenemos echada la mañana!; ¡tira palante y haz como si no vieras nada, tira ya!
……….
          Ya iba cayendo la noche; el cielo pasaba del blanco sucio al gris acero y se iba oscureciendo hasta tomar el tono de las endrinas maduras; todo era silencio, sólo roto, de vez en cuando, por el ulular de las lechuzas y el lejano aullido de los perros que guardaban el ganado allá, en los lejanos apriscos en la falda de la sierra.
          De pronto el cielo se abrió y como por una cortina rasgada, salió un haz de luz procedente de una luna llena, redonda como un queso y amarillenta como la cara de un moribundo que se enseñoreó rápidamente de la noche.
          Acá iluminaba la copa gris de una encina y más allá la veleta de la iglesia centelleó como herida por un rayo; si alguien estuviera en ese momento por el viejo camino del Barranco, advertiría las sucias huellas estampadas en la nieve que iban y venían del pueblo; huellas profundas de unas abarcas que, a ratos, estaban acompañadas por las de un perro; ¿de dónde venían? ¿dónde terminaban?.
……….
          Se oían arañazos en la puerta y un lejano quejido, como de niño… Remedios se levantó de la banqueta en la que zurcía unas medias de lana y se acercó a la puerta…
          -¿Quién va?
          Nadie contestó, lo cual era normal, alguna vecina que necesitaba algo o que simplemente quería pegar la hebra antes de ponerse a preparar la cena.
          -¡Ya va!
          Cuando abrió, un perro mestizo, el “Moro”, entró gimiendo y meneando la cola mientras alzaba la cabeza y dejaba ver sus grandes ojos tristes, ansiosos…
          -¡Moro, qué haces aquí? ¿Dónde has dejado a Julián…?
          Se asomó a la oscuridad de la calle y grito:
          -¡Julián, Julián! ¿dónde andas?
          Y el silencio, el silbido del viento y el gimoteo del “Moro” fueron su única respuesta.

(continuará...)

23 de enero de 2019

La Ventana. I


          Desde aquella ventana se veía todo: el que iba, el que venía, los que se escondían o los que deseaban ser vistos; nada ni nadie se escapaba a aquellos ojos que todo lo miraban tras aquella ventana ; una ventana como hay muchas, cuadrada, con su cerco de madera, cristales con aguas y unos visillos que dejaban ver sin ser visto. Pero, los que pasaban ante ella, apretaban el paso para que la mirada que salía de allí les rozase lo menos posible; era casi como si te hubiera caído una mancha o te fuera a quemar alguna llama escapada de una invisible hoguera; te dejaba una sensación de suciedad o, quizás, una sensación de que tu alma había sido desnudada sin quererlo tú.
          La casa estaba a la salida del pueblo, en el camino que llevaba a la vecina localidad de Blascoeles, a la izquierda, cuando ya habías dejado atrás las tapias de unas huertas y asomaban a la derecha los árboles de un prado umbroso y fresco junto al arroyo del Barranco.
          Era una casa como cualquier otra, de piedra, toda ella encalada, una sola planta coronada por un desván alto, y allí, en medio de la pared que daba al camino, se abrían dos ventanas; una de ellas siempre estaba cerrada con fuertes contraventanas de madera, la otra, velada por una tenue cortina, siempre estaba así, abierta; por la noche, salían de ella destellos rojizos que iluminaban muy débilmente el interior, o eso se suponía, pues nadie se había atrevido nunca a mirar por ella desde fuera; y en esa ventana era donde, al pasar, sentías que un par de ojos (o más, quizás), te seguían hasta que desaparecías de su vista.
          Era algo psicológico, no veías nada, pero sentías una opresión en la nuca que no te dejaba; estabas seguro que si te volvías con una determinada velocidad ibas a sorprender un rostro pegado a los cristales que te seguía… pero, si lo hacías, por muy rápido que fueras, sólo te encontrabas con aquella pared muda, sorda… pero no ciega.
          Y no era la casa, poco o nada la diferenciaba de otras del pueblo, quizás su aislamiento era lo único singular en ella; por lo demás… igual que las demás: paredes enjalbegadas, chimenea panzuda de la que siempre salía un hilillo de humo, puerta de madera de dos hojas, tejado a dos aguas con aquellas tejas rojizas, con musgo; detrás un corralillo en el que se adivinada la techumbre de una pequeña cuadra y quizás un gallinero o una cochiquera y, claro está, las ventanas… sobre todo aquella que siempre abierta, parecía un ojo escrutador de todo lo que pasaba en el pueblo.
          ¿Quién vivía en ella? todos los días salía por la puerta una anciana encorvada, arrugada por los años, con un pañolón negro cubriéndole la cabeza y una toquilla, también negra, arrebujada por encima de aquel vestido negro que tapaba su cuerpo y que brillaba por el uso y los años en toda su superficie; ¿quién era?, todos la llamaban “la tía Peñalejas”, no se sabía si era porque así se había llamado desde siempre a la familia que había habitado en esa casa o alguna otra razón desconocida, tampoco importaba mucho, a veces se la llamaba Teodora, pero tampoco se sabía si ese era su nombre o se la llamaba así por capricho de algún vecino harto de no saber su nombre; no se la veía en la iglesia nunca ni cuando había “función” acudía a procesión, baile o diversión alguna; solamente, por las mañanas, muy temprano iba con una botijilla al caño y la llenaba de agua para el día; ¿qué comía? ¿de dónde sacaba los dineros para pagar los pocos alimentos que compraba? nadie lo sabía a ciencia cierta y todo eran cavilaciones pensando que si así o si asao, pero lo que era cierto es que los vendedores ambulantes que voceaban sus mercancías paraban ante su puerta y cobraban sus buenas “perras” por los garbanzos o el vino que la vendían.
          ¿Cuántos años tenía aquella mujer?; nadie lo sabía; el tío Pablo, que a sus noventa y ocho años, era tenido como el hombre más viejo del pueblo, decía, a quien quisiera oírle, que cuando él era chico ya la tía Peñalejas era tan vieja como lo era ahora; ¿verdad o mala memoria de un anciano?; el caso era que el tío Pablo tenía una memoria excelente y te podía decir, sin equivocarse, el nombre de los propietarios de las tierras de todo el municipio así como su capacidad y sus lindes.
          ¿De quién era hija la tía Peñalejas, de qué familia descendía? Era un misterio; nadie podía recordar cuándo apareció por el pueblo (si es que apareció) o quien era su madre o su padre; ¿Moreno, Gordo, Vázquez, Martín…? Nadie la reclamaba como suya; ¿importaba aquello?, la verdad era que no; es más, nadie se acordaba de ella, ni de su existencia hasta que ocurrieron los hechos que voy a relatar a continuación; unos sucesos que paralizaron a todo el pueblo y que cubrió su horizonte con un negro velo de maldad y de misterio.


(continuará...)