30 de enero de 2017

Leyendas de Aldeavieja: la tumba

          Todos habréis visto, en el suelo de la iglesia, algunas lápidas en las que únicamente se distingue la borrosa figura de una calavera, con los rasgos ya desgastados por el roce de miles de pies a lo largo de los años; de algunas todavía se mal distinguen algunas palabras que daban cuenta del quién y del cuándo del que reposa allí; esta es la historia de una de esas lápidas, no me preguntéis cual de ellas es, pues aunque lo sé, no estaría bien desvelar un secreto que se ha guardado durante tanto tiempo.   

      

          -Hijo mío, escucha, voy a morir y tengo algo que decirte; ya sé que a ti, estas cosas de la iglesia no te importan mucho, pero a mí, sí; sólo te voy a pedir una cosa, y es que, cuando muera, vayas a cuarenta pueblos de los que hay en veinte leguas a la redonda y que, cuando llegues, lo primero que hagas sea enterarte de cuando se dice la primera misa y que acudas a ella; si eso cumples, en la última comprenderás el por qué de esta petición; si alguna vez me quisiste, cumple mi deseo.
          Estas palabras, que un padre moribundo decía a su único hijo, se pudieron oir en un pueblecito castellano perteneciente a las tierras abulenses, en aquellos tiempos en que Ávila era mucho más grande que ahora y parte de lo que hoy es Cáceres, Madrid, Segovia y del mismo Valladolid, le pertenecían.
          Efectivamente, el padre falleció a las pocas horas de haber hablado con su hijo; y cuando éste, después de haber buscado al sepulturero y contactado con el cura, retornó a su vivienda para proceder al entierro de su padre, encontró el lecho mortuorio vacío y nadie en la casa le pudo dar noticia de lo que había pasado con el cuerpo del difunto.
          Nuestro protagonista, apenado, y a la vez, aterrado, por la desaparición del cadáver de su padre, llegó a la conclusión de que ya que no podía darle un entierro digo cumpliría su último deseo; sin pensarlo mucho más, hizo un hatillo con algunas de sus escasas pertenencias, echó la llave a la casa y se puso en camino hacia el pueblo más próximo, que resultó ser Gemuño, oyó la primera misa que se decía en el pueblo y al día siguiente partió hacia El Fresno; después pasó por La Serna, Tornadizos, Valdelavía, Navalgrande… y así durante tres meses fue yendo de pueblo en pueblo, escuchando la primera misa que se decía en cada uno; en algunos tuvo que esperar días porque el cura sólo iba una o dos veces por semana, en otros el párroco estaba enfermo y esperó a que sanase y así hasta que en el mes de mayo se encontró saliendo de Blascoeles en dirección a Aldeavieja que, casualmente, hacía el pueblo número cuarenta de cuantos había visitado.
          Poco tardó en llegar y era media mañana cuando apareció ante sus ojos, a una revuelta del camino, el caserío con la alta torre de la iglesia enseñoreándose de él; preguntó si podía encontrar alojamiento y le indicaron la dirección de un parador que había junto al camino que llevaba a Ávila.
          Allí arregló con el mesonero una habitación y luego pegó la hebra con él ante un vaso de tinto:
          -¡Qué! ¿viene a comprar alguna mula?
          -No, que va, voy de paso, pero antes de seguir, he de hacer algo en este pueblo.
          -Y, ¿qué es ello?… si no es indiscreción.   
           -He hecho la promesa de ir a la primera misa que se diga en la mañana.
          -¿Una promesa?
          -Sí, cosas mías…, como le decía… ¿a qué hora se dice?
          -Decir, decir, a las siete de la mañana.
          -¿Tan pronto? No irá mucha gente.
          -No va nadie.
          -¡Hombre… alguien irá!
          -Lo que yo le diga, por no ir… no va ni el cura.
          -Entonces… no hay misa…. ¡se está quedando usted conmigo!
          -¡No!, ¡que va!
          -Si no va el cura… usted me dirá cómo va a haber misa…
          -Ese es el misterio…
          -¿Cómo que el misterio?
          -Lo que le digo, a las siete suenan las campanas de la iglesia, se abre la puerta, se encienden los cirios, pero el cura sigue durmiendo en su cama…
          -Será otro cura.
          -No… ¡nadie!
          -¿Quién lo ha visto?
          -Nadie… nadie va jamás a esa misa.
          -Entonces… ¿cómo sabéis que se da la misa?
          -Se oye desde fuera.
          -Al acabar, se verá salir al que la dice.
          -Ese es otro misterio, nadie sale. La puerta se cierra sola y no se oye nada más. Luego, si se entra, no se ve a nadie, ni una sombra, ni un ruido… nada. Pero las velas todavía humean, han estado encendidas…
          -Pues yo tengo que ir a esa misa. Es una promesa que no puedo romper. Se la hice a mi padre.
          -Usted verá… pero… yo que usted no lo haría.
          -Despiérteme a las seis, tomaré algo y luego iré a esa misa fantasma. Si hay una misa, alguien la dirá, digo yo.
          Esa noche nuestro hombre se acostó no sin dar vueltas en la cabeza a la conversación que había tenido con el posadero. Era extraño, pero seguro que era una broma del paisano que repetiría a todos los forasteros que pernoctaban allí.
          La cama era dura y estrecha, pero unas buenas mantas zamoranas subidas hasta los ojos enseguida le hicieron entrar en calor y se durmió sin que la conversación mantenida por la mañana le quitara el sueño.
          Aún era de noche cuando sintió unos golpes en la puerta de la habitación…
          -¡Oiga, oiga!, ¡son las seis!.
          -Ya va, ya va. Gracias.
          Medio dormido se sentó en la cama, echó un vistazo al ventanuco, daba al oeste y por él no entraba la más mínima luz. Se puso en pie y fue vistiéndose pausadamente; tendría que abrigarse, las mañanas de mayo podían ser muy traidoras en aquellos pueblos castellanos; se calzó las botas y bajó las escaleras que daban a la cocina de la planta baja.
          El posadero estaba colocando un tazón con un brebaje oscuro en una mesa junto a una hogaza de pan.
          -Tráigame también una copa de aguardiente, por favor.
          -¿Sigue en sus trece?
          -¿Qué trece?
          -Lo de ir a la misa.
          -Por supuesto… si digo una cosa, la hago.
          -Usted verá…
          Con el cuerpo un poco más entonado miró por la ventana del parador; de frente, a doscientos metros mal contados, se vislumbraba la masa oscura de la iglesia, negra contra un cielo que iba aclarando débilmente por la derecha.
          De pronto el silencio se vio roto por el tañido de las campanas, ¡tan, tan tan…!, tres tañidos repetidos a intervalos cortos…
          -Es el primer toque… terceras las llamamos aquí; aún quedan dos toques más.
          -Iré para allá…
          -Espere que toquen segundas, le dará tiempo de sobra…
          -¿Estará la puerta abierta?
          -Sí, desde el primer toque se abren las puertas y se encienden los cirios…
          Después de un rato, las campanas se dejaron oir de nuevo…. ¡tan… tan…!
          -¡Segundas!
         -Voy para allá.
          -¡Vaya con Dios… ¡
          -Con él voy.
          -O con el diablo, -dijo para sí el posadero.
          Cuando se cerró la puerta a sus espaldas, un vientecillo frío y cortante como un cuchillo hizo que se subiera el cuello del gabán y se encasquetara el sombrero; no las tenía todas consigo pero… no le quedaba más remedio… ¡no iba a romper ahora su promesa, justo en el momento en que iba a completarla!
          A cada paso veía crecer la mole pétrea del templo, estaba rodeado de una valla no muy alta que cerraba el cementerio, como era costumbre en esa época; siguió la cerca hasta que llegó a la puerta que daba acceso al camposanto y, desde él, a la puerta de la iglesia.
          La puerta resaltaba en la fachada como una gran boca negra, oscura contra el fondo un poco más claro de la pared… estaba abierta; quitándose el sombrero la atravesó … dentro estaba oscuro y frío, sólo cuatro velas alumbraban el altar mayor, iluminando tenuemente la parte baja del retablo… En ese momento, sintiendo los golpes en lo más profundo de su corazón, se oyeron las campanadas que anunciaban el comienzo de la misa.
          Se sentó en un banco delantero, no quería perderse aquel misterio; cuando el último eco de las campanadas se perdió en la soledad del templo, se abrió con chirriante sonido la puerta de la sacristía; una casucha negra con bordados dorados apareció en ella, bajo la casulla el alba blanca resplandecía en medio de la penumbra.
          No había tal misterio, el cura había salido de la sacristía, ¡cuentos de fantasmas! al ver que salía solo, se acercó con ánimo de ayudar; casi siempre lo hacía en las iglesias de aquellos pueblos silenciosos y casi deshabitados, en los que la primera misa sólo era concurrida por mujeres viejas, beatas de reclinatorio y en las que el cura, casi siempre un hombre a las puertas de la ancianidad, no tenía monaguillo que le asistiese.
          Se arrodilló a la derecha del oficiante, y cuando levantó la vista para verle el rostro, se encontró con unas cuencas vacías que le miraban (si se podía decir que miraba algo que estaba desprovisto de ojos) y una blanca y monda calavera que le hizo una seña de aquiescencia.
          Con el corazón alborotado hizo como si aquello fuera normal y le siguió en todas las partes de la ceremonia, asistiéndole de la manera habitual; cuando llegó el momento de la consagración y contempló aquellas manos descarnadas (huesos al fin) que elevaban la hostia mientras él hacía sonar la campanilla, sintió como si una corriente eléctrica le atravesase el cuerpo y notó que algo se rompía en su interior.
          La misa terminó y, la cabeza baja, acompañó al “sacerdote” a la sacristía; le ayudó a despojarse de los hábitos y doblándolos los guardó en un cajón que permanecía abierto y de donde habían sido sacados.
          Entonces se atrevió a mirar a la osamenta; de pie, ante él, aquel esqueleto permanecía quieto, como esperando. Y, entonces, oyó una voz, una voz que salía de entre las mandíbulas desnudas de la calavera, una voz que le sorprendió por su naturalidad, cuando estaba esperando que fuese cavernosa y lúgubre.
          -¿No tienes miedo?
          -Ssssí….
          -No lo aparentas.
          -Es que es más… ¿cómo decirlo?.... sorprendido. ¿Hay truco?
          -¿Truco?
          -Sí, truco…. Tú estás muerto ¿no?; luego no puedes hablar, ni andar… ni nada de lo que estás haciendo.
          -Pero lo hago.
          -Sí, lo haces. Por eso pregunto que dónde está el truco.
          -No lo hay. Lo que ves es lo que hay.
          -No esperarás que lo crea sin más.
          -Tócame, busca mis hilos… busca… mi truco. No lo encontrarás porque no lo hay.
          -Pero eso sería… ¿magia?, ¿milagro?
          -Llámalo como quieras, pero, por ahora, soy real. Te contaré el caso: yo estoy muerto; fallecí hace diez años; soy… fui, párroco de este pueblo; mi nombre era Damián; falté a mis votos; pero no sólo eso, dejé morir a personas inocentes por negligencia, por dejadez, por egoísmo o, quizás, por algo peor: por falta de caridad, y eso, en mi oficio, es lo peor que puede pasar; mi cuerpo murió, pero mi espíritu estaba condenado a seguir atado a este mundo hasta que alguien, en este caso tú, acudiera a oir la misa que, desde entonces, digo diariamente a las siete de la mañana.
          -Y … ¿por qué precisamente yo?
          -Porque tú eres mi hijo; nunca supiste mi historia anterior, mi pasado de sacerdote, por qué me vi obligado por mis pecados a salir de la Iglesia y esconderme en un pueblo perdido donde nadie sospechara de mi vergüenza y mi falta; tu madre murió al nacer tú… por mi culpa y mi pecado… y sólo tú podías redimirme…Volvieron mis restos aquí, al pueblo donde cometí mi crimen y aquí debía ser perdonado o condenado eternamente. Nadie en este pueblo se acordará de esto que ahora te estoy contando; esta ha sido mi última misa; cuando salgas de la iglesia cuenta al párroco lo que te he dicho y luego marcha en paz.

          Después de decir aquellas palabras, salió de la sacristía, mientras avanzaba por medio de la nave se alzó una lápida del suelo y el esqueleto se introdujo en la tumba; la lápida volvió a caer y el silencio y la oscuridad se adueñaron de la iglesia.

22 de enero de 2017

Leyendas de Aldeavieja: Matancavera 2

          Os decía antes que había otra historia sobre ese nombre; ésta se la oí contar a mi abuela Margarita; una tarde, mientras zurcía unos calcetines de mis hermanos, a la solana de aquella galería que tenía la casa donde vivían en Segovia, nos la fue desgranando, poco a poco, a sus nietos, que la oíamos embobados sentados a su alrededor:
          “Sí, ya conozco ese sitio del que habláis, es la cuesta de Matancavera, y ¡anda que no me costaba subirla con estas pobres piernas mías…!, pero de niña… a la carrera lo hacía, con mis hermanos y mis amigas… íbamos a merendar a donde la Virgen y otras veces a la Jarrera, pero cruzando los prados en vez de ir por el camino de Peguerinos… la de veces que habré hecho yo ese camino a lomos de una buena mula o en el borriquillo de Julián… pero, sí, os estaba contando lo de Matancavera… mi padre lo llamaba el monte de la calavera, pues así se lo había oído decir a su abuelo, que ya sabéis que era de Urraca, pero venía mucho a cazar por estos campos... y buenas perdices y conejos que cazaba en ellos… sí, ya sé, me voy un poco por los cerros de Úbeda, ahora os contaré por qué se llama así…
          Hace ya muchos años vivía, en la calle Angosta, un matrimonio que era la comidilla de todo el vecindario; Manuel, el esposo, era un bebedor empedernido y no había noche en que no llegara a casa tambaleándose, sucio y con ganas de descargar el mal humor que le ocasionaba el alcohol en su mujer; ésta, que se llamaba Casilda, aguantaba como podía y pedía a la Virgen, en silencio, todas las noches, que la librase de esa carga.
          Una mañana, que se afanaba en arreglar la casa mientras su marido estaba en el campo, oyó la siguiente conversación a través de la ventana abierta que daba a la calle:
          -¡Hija! ¿Te has enterao de lo del Manuel?
          -¡No!, que me voy a enterar… ¿qué ha sido?
          -Pues que la Antonia le ha visto salir de casa de la Casiana, la viuda, antiayer por la noche…
          -No me digas, y… ¿tú crees?
          -No voy a creer, si esa pava está más necesitada…
          -Pero, ¿qué dices, chica…? Y, la Casilda ¿sabe algo?
          -Qué va a saber… pero, baja la voz, que tiene la ventana abierta… no nos vaya a oir…
          Y Casilda se enjugó con rabia una lágrima que la resbalaba por la cara…
          -¡Pachasco si os iba a oir…! Si habéis venido a mi ventana para que yo lo oyera… -se dijo mientras una furia sorda y negra la iba envolviendo-.
          Aquello era demasiado para ella, no sólo tenía que aguantar a un marido sucio y borracho, sino que, encima, tenía que compartir su cuerpo con otras mujeres, ¡a saber cuántas!; y no era sólo eso, no, pues ella ya no le quería… pero la humillación, la vergüenza… las miradas de las otras mujeres. Y de los otros hombres…
          Esa noche, cuando Manuel llegó a casa, como siempre apestando a alcohol y pidiendo a voces la cena, Casilda le sonrió y se apresuró a servirle las sopas junto a una jarra de buen vino de Cebreros.
          Al rato la cabeza de Manuel reposaba encima de la mesa, vencido por los vapores del vino, roncaba ruidosamente con la boca abierta de la que escapaban hilillos de baba; Casilda le miró con asco y, a la vez, con alegría; salió al corral y metiéndose en la cuadra tanteó en la pared hasta dar con lo que buscaba; contempló el hacha sopesándolo con ambas manos, estaba afilado y listo para su uso…
          Tuvo que darle más de cuatro golpes para separar la cabeza del cuerpo y todo estaba lleno de sangre:
          -Más que cuando matas un gorrino -pensó Casilda-.
          Tapó la cabeza con un trapo y armándose de valor cogió el cadáver por los pies y lo llevó arrastrando hasta el corral; tendría que echar barro nuevo en el piso para tapar toda aquella sangre que había en el suelo; pero aquello no era cosa que la amilanase, estaba acostumbrada a trabajar mucho y duro; su vida no había sido nunca un camino de rosas.


          Una vez en el patio siguió descuartizando el cuerpo con el hacha y, cuando acabó, fue metiendo todo en dos sacos; aparejó al burro y le echó encima los sacos; luego se asomó a la puerta del corral, era noche cerrada y no se veía ni un alma; un poco temerosa tiró de las riendas del asno y paso a paso salieron del pueblo por el camino de Villacastín; tiraría los restos por La Fresneda y allí se confundirían con los de cualquier animal muerto, en un día los buitres y las alimañas darían buena cuenta de ellos y sólo quedarían los huesos… y los huesos no hablan, se dijo.
          La cabeza era otro problema, pero enseguida pensó en un huertecillo que tenía pasado el Valle, a la izquierda del camino de la Virgen, junto al arroyo que bajaba de La Jarrera; allí la arrojaría al pozo que Manuel excavó hace ya muchos años, cuando aún no se había dado a la bebida y se podía decir que eran más o menos felices…
          Y así lo hizo al día siguiente, montada en su burro, fue al huerto como hacía tantas veces, ya que Manuel cada vez se dedicaba menos a cuidar de sus cosas, y una vez allí arrojó la cabeza, metida en un saquete con piedras al fondo, quedándose a oir el chapoteo del agua; entonces sonrió para sí misma, todo había acabado; ahora vendría otro problema, le preguntarían, querrían saber qué había pasado con Manuel, dónde estaba…
          Efectivamente eso sucedió:
          -¿Dónde anda el Manuel que hoy no ha venío a la taberna?
          -¿Y tu marío, que no se le ve por el campo?
          -¿Ande está el Manuel, tá malo?
          -No sé, anoche no volvió a casa; estará por ahí bebiendo –contestaba Casilda-.
          Pero pasaban los días y de Manuel nunca más se supo… nadie lo volvió a ver y por más que indagaron o que intentaron sonsacar de Casilda, nada sabían de su final, de si estaba vivo o si estaba muerto; si había marchado a otras tierras o si alguien lo había asesinado y había hecho desaparecer su cuerpo… nada; el único cambio que se produjo fue que Casilda estaba más alegre, más sana, más guapa… como si la vida hubiese vuelto a ella y todo le sonriera…
          Al año del suceso que os acabo de relatar, los paisanos que iban o venían por el camino del Cubillo les parecía oir gemidos cuando se disponían a subir aquella cuesta que ellos llamaban de las Arenillas; al principio no hacían caso, alguna alimaña  o el silbido del viento, decían… pero también les parecía oírlo cuando los hojas de los árboles no se movían y por más que miraban no veían cual podía ser la causa… cuando caía la noche no se atrevían a ir solos por aquellos parajes y sólo la absoluta necesidad les podía a empujar a ir por allí.
          Casilda oyó de aquellos lamentos y enseguida ató cabos de cual podía ser la causa, por lo que, pretextando una enfermedad de su madre, que vivía por Guadalajara, marchó del pueblo después de vender las pocas tierras que tenía, además de la casa y del huerto.
          -Nada me ata ya aquí, -decía a los vecinos-; sin Manuel esto no es lo mismo y mi madre me necesita; ya está mu mayor y sólo me tiene a mí.
          Cuando el nuevo dueño del huerto fue a ver su reciente adquisición, comprobó que los gemidos que se oían cuando se iba por el camino eran allí más audibles y que, a poco que escuchó, procedían del pozo.
          No podía ser que nadie hubiera caído en él, era mucho tiempo para que estuviera vivo.
          Con ayuda de su hijo mayor decidió investigar y atado a una buena cuerda descendió por el pozo para ver qué es lo que producía aquellos lúgubres sonidos. El pozo no era muy profundo, tres o cuatro metros, pues allí manaba el agua enseguida, y tanteando a la luz de un candil vislumbró un saquete ya muy estropeado, lo cogió y comprobó que había algo pesado en su interior; sin pensarlo más lo ató a la cuerda para que su hijo lo izase y luego subió él.
          Intrigados y excitados procedieron a abrir el talego y cual no fue su horror y sorpresa cuando encontraron dentro una cabeza humana, casi ya sólo una monda calavera.
          No tuvieron que dar muchas vueltas… “blanco y en botella” como se suele decir, sólo podía ser de una persona.
          Y así empezó a llamarse aquel lugar, el sitio de la calavera: ¡Matancavera!.”

          Cuando mi abuela acabó, mis hermanos y yo nos miramos aterrorizados, con ese gustillo que da el miedo en compañía; mientras, ella, sonreía para sí tras sus gafas a la vez que acababa con la labor y se levantaba para recoger la ropa.

15 de enero de 2017

Leyendas de Aldeavieja: Matancavera 1.

          Hay un lugar en Aldeavieja, mediado el camino de arriba del Cubillo, que se conoce bajo el nombre de Matancavera; hace ya muchos años, antes de que se asfaltase, había allí una cuesta llena de piedras y de hondas torrenteras creadas por el agua de las tormentas que hacía muy difícil su tránsito para los carros y carretas que se veían obligados a ir por aquel camino; camino que sólo se arreglaba someramente cuando se acercaba la festividad de la Virgen, rellenando de tierra y piedras aquellos socavones; al comienzo de la bajada había una fuente, un manantial, del cual brotaba un agua transparente y fresca que aliviaba el cansancio de los que tenían que subir aquella cuesta y abajo, el camino se convertía en un arenal en el cual se hundían profundamente las ruedas.
          Todos recordaréis, si habéis ido en bicicleta por aquel camino y en aquellos tiempos, cuando al acabar de bajar la cuesta, las ruedas se hundían profundamente en la arena y la bici se frenaba abruptamente, acabando muchas veces en el suelo o saliendo disparado por encima del manillar… ¡cuántas veces nos habremos caído y cuántas no nos habremos levantado con las rodillas sangrando!
          El día de la romería iban los carros traqueteando por el camino, dejando a su paso una nube de polvo seco y áspero que abrasaba la garganta y al llegar a la cuesta, el paso de las mulas o de los bueyes se hacía más calmo, la gente se bajaba y bueno era el día que alguna rueda no se rompía o algún carro no volcaba.
          En fin, eran otros tiempos, más tranquilos pero también más trabajosos.
          Todo esto venía a cuento para rememorar el por qué del nombre que lleva esa zona, pues así se denomina no sólo la cuesta, sino también el terreno que queda a la izquierda del camino, una vez pasado el Valle.
          Yo he oído dos historias distintas referentes al tema: una es que viene de “matanza vera”, que antiguamente se escribía “matança vera”, matanza verdadera y la otra que viene de “mata cavera” cavera es como antiguamente se abreviaba calavera y mata quería decir monte, con lo que tendríamos “mata o monte de la calavera”.
          Mi tío Federico, que se crió de niño en Aldeavieja y luego fue médico en Zarzuela del Monte y en Las Vegas de Matute, nos contaba, al amor de la lumbre baja, la siguiente historia:
          “No sé si os habré relatado alguna vez la historia de Matancavera, ya sabéis, la cuesta que está a medio camino de la ermita de la Virgen; fue en 1837, o eso me contó mi abuelo, en ese año los carlistas decidieron marchar desde el norte a Madrid y al frente de ellos se puso el que ellos llamaban rey, que era el infante don Carlos, un hermano de Fernando VII; con un gran ejército fue desplazándose por Cataluña,, Castellón y Aragón, hasta llegar a las alturas de Arganda en el mes de septiembre, desde las que divisaron Madrid; creían que les sería fácil avanzar y conquistar la capital, con lo cual don Carlos sería coronado rey de España, en vez de su sobrina, Isabel II; pero le llegaron noticias de que el general Espartero le pisaba los talones al frente de una tropa numerosísima y, asustado, mandó dar la vuelta para no tener que enfrentarse a las tropas enemigas; aquel gesto fue su perdición pues, en seguida, vieron las avanzadillas del ejército enemigo con lo que sus fieles se dispersaron a fin de poder llegar, con las menos bajas posibles, a sus cuarteles de Navarra y Guipuzcoa.
          Una de las divisiones de infantería, que procedía de la provincia de Burgos, pues también había carlistas castellanos, decidieron partir hacia la sierra de Guadarrama para así llegar a su destino sin toparse con el enemigo, aunque para ello tuvieran que dar un gran rodeo ya que Somosierra estaba ocupada por fuertes contingentes de caballería isabelina; y así lo hicieron; a finales de ese mes cruzaron el Puerto del León en una noche sin luna, con una lluvia incesante y abundante que les impedía orientarse correctamente; tanto fue así que aquella división se desperdigó totalmente, atomizándose en pequeños grupos de veinte o treinta soldados, los que formaban cada pelotón más o menos, que seguían a sus sargentos a donde éstos buenamente pudieran guiarles.
          Al amanecer uno de estos grupos se situaba en las inmediaciones de las Navas de San Antonio, totalmente desconectados de la fuerza principal y de sus mandos y sin saber dónde se encontraban exactamente.
          Aquellos hombres, completamente calados por la intensa lluvia que habían soportado toda la noche, cansados, hambrientos, aplastados bajo el peso de todo el equipo de combate que tenían que llevar, sólo deseaban encontrar un lugar donde descansar y recobrar fuerzas; no podían aventurarse a que les vieran los del pueblo, por la posibilidad de que avisasen a tropas gubernamentales, así que, campo a través, llegaron a un encerradero de los que había por la Dehesa de los Alijares y allí se metieron a intentar reponer las fuerzas.
          Desde allí, a una distancia de media legua, divisaban la ermita del Cubillo y, más lejos, sobre otro cerro, la de San Cristóbal; no sabiendo con exactitud dónde se encontraban, decidieron aproximarse a la primera y ver si el santero, si lo había, les encaminaba en la buena dirección.
          Con grandes precauciones, una vez que se hubieron repuesto, se fueron acercando hacia la ermita de la Virgen; lo que no sabían es que, al salir del encerradero, habían sido vistos por uno de los pastores de la dehesa que, al ver tantos hombres de armas tocados con las características boinas rojas, corrió a la cercana población de Villacastín a dar la voz de alarma.
          Casualmente se encontraba en dicha localidad un destacamento de dragones que, desde Valladolid, iba camino a Segovia para reforzar la guarnición de la ciudad a causa de la cercanía de las tropas carlistas; avisados por las autoridades de la villa de la posible existencia de un pequeño grupo de tropas enemigas en las cercanías, se decidió ir de descubierta e impedir cualquier acción que estas pudieran realizar. A poco la tropa estaba montada y guiados por un lugareño se dirigieron hacia la ermita de la Virgen, ya que en esa dirección se les había visto ir.
          Mientras, los soldados carlistas habían estado hablando con el santero de la ermita, que les informó de dónde estaban y cual podía ser su camino si querían volver a sus tierras; pero aquellos, desesperados por encontrarse en tan alejado lugar y rodeados de gentes que no defendían lo mismo que ellos, dieron rienda suelta a su nerviosismo y, después de matar al hombre que les había auxiliado, se apoderaron de todo cuanto les parecía que tuviera algún valor, sin tener en cuenta si eran objetos sagrados o no; después decidieron acercarse al cercano pueblo, del que les había informado el santero que no tenía ningún tipo de defensa y adueñándose de él, conseguir monturas para poder huir más rápidamente hacía sus hogares.


          A poco de irse del lugar, llegó el pelotón de caballería cristino y después de comprobar que los carlistas habían pasado por allí y los destrozos que habían ocasionado, pusieron al galope sus monturas para darles caza antes de que llegaran a Aldeavieja.
          Y, sí, efectivamente, les dieron alcance cuando empezaban a subir esa cuesta; los saqueadores, pues habían dejado de ser soldados para convertirse en eso, intentaron hacer frente a la caballería pero a las primeras de cambio se dieron cuenta de su inferioridad y decidieron desperdigarse por aquellos campos, pensando en llegar al bosque de robles que se vislumbraba en lo alto de la cuesta donde les sería más fácil defenderse o huir.
          No lo consiguieron, sus cuerpos quedaron allí tendidos, destrozados por los sables de la caballería.

          Desde entonces aquel lugar quedó con ese nombre: Matancavera; para recordar el sitio donde se produjo una matanza verdadera”.

9 de enero de 2017

Aldeavieja: 1917

          Hoy, como hemos estrenado año, os voy a contar una historia que ocurrió hace ya casi cien años, en septiembre de 1917, en Las Lanchas que, como todos sabéis, están en el Campo Azálvaro, una vez pasado el río Voltoya, en dirección a Navalperal de Pinares.
          Fue un suceso que se publicó en diez periódicos distintos de toda España y que centró la atención durante tres días consecutivos: 25, 26 y 27 del citado mes.
          Los diarios que se hicieron eco de la noticia fueron: El Diario de Alicante, La Acción de Madrid, El Eco del Pueblo de Ávila, El Imparcial de Madrid, El Adelanto de Salamanca, El Adelantado de Segovia, El Noreste de La Coruña, La Vanguardia de Barcelona, La Correspondencia de España de Madrid y El Diario Palentino.
          Como vemos, se trató de un caso que fue comentado por diarios de tirada nacional como La Vanguardia o El Imparcial hasta diarios locales de pequeñas y medianas ciudades; ¿qué pasó?, ¿qué sucedió para conseguir ese interés generalizado?; se trató de un hecho sangriento, y ya sabemos lo que una historia así llama la atención del público en general.
          Sucedió lo siguiente, según cuenta el periódico más cercano a los hechos, El Eco del Pueblo, de Ávila:



1917/ 25 septiembre (El Eco del Pueblo, Ávila) Entre guardas y cazadores.
Un muerto y dos heridos graves.
          A última hora de la tarde de ayer se tuvo conocimiento en esta capital de un suceso desarrollado en la dehesa Cuartel de la Lancha, término del Campo Azálbaro.
          De las averiguaciones que hemos practicado parece deducirse que a las ocho de la mañana del día de ayer los guardas de la dehesa Teodoro del Mazo y Pedro de San Segundo, sorprendieron a dos cazadores entretenidos en apoderarse de los conejos que habían caído en los lazos, puestos por los arrendatarios. 
          Les dieron el alto e inmediatamente los cazadores respondieron con una descarga, cayendo heridos los dos guardas.
          Uno de ellos, Teodoro del Mazo, trabajosamente y a pesar de la herida que sufría pudo hacer uso de su tercerola sobre sus agresores.
          Cayó uno herido mortalmente, en tanto el otro huyó con precipitación.
          Llamábase aquél Juan Estévez, y es vecino de Navalperal de Pinares. Falleció a los pocos momentos.
          Tan pronto como tuvo noticia del hecho el Juzgado instructor de esta capital, con la mayor premura, adoptó las más acertadas medidas, gracias a la cuales pudo ser capturado inmediatamente el otro cazador furtivo que se llama Mariano Iglesias y es conocido por el apodo de Viviri.
          El guarda Teodoro del Mazo ha sido trasladado en estado grave a esta capital, ingresando en el Hospital; Pedro de San Segundo, su compañero, lo ha sido a Madrid, donde se le ha practicado una delicada operación, inspirando serios temores las heridas que sufre.
          El referido Pedro no llevaba al ocurrir el hecho tercerola.
          Penosa impresión ha producido este suceso en los pueblos comarcanos donde eran muy conocidos los protagonistas.

          Acabamos con el artículo del último periódico que se hace eco del suceso; se trata de “El Diario Palentino”, del día 27 de septiembre:

1917/27 septiembre (El Diario Palentino. Palencia)
Castilla la Vieja.
          Ávila.- Los cazadores furtivos. En Aldea Vieja, salieron a recorrer el monte de que son guardas Teodoro del Mazo y Vicente Pedro San Segundo.
          Al llegar a la finca, vieron a un cazador furtivo, al que echaron el alto.
          El cazador, lejos de intimidarse, disparó su escopeta contra Vicente San Segundo, que cayó a tierra gravemente herido.
          Entonces Teodoro, hizo fuego contra quien acababa de agredir a su compañero, hiriéndole; pero aún le quedaron fuerzas al cazador para cargar de nuevo la escopeta matando al guarda.

          Algunas personas que atravesaban el monte, descubrieron el hecho, recogiendo los cadáveres del guarda Teodoro y del cazador furtivo, y encontrando al otro guarda en gravísimo estado.