Todos habréis visto, en el suelo de
la iglesia, algunas lápidas en las que únicamente se distingue la borrosa
figura de una calavera, con los rasgos ya desgastados por el roce de miles de
pies a lo largo de los años; de algunas todavía se mal distinguen algunas
palabras que daban cuenta del quién y del cuándo del que reposa allí; esta es
la historia de una de esas lápidas, no me preguntéis cual de ellas es, pues
aunque lo sé, no estaría bien desvelar un secreto que se ha guardado durante
tanto tiempo.
-Hijo
mío, escucha, voy a morir y tengo algo que decirte; ya sé que a ti, estas cosas
de la iglesia no te importan mucho, pero a mí, sí; sólo te voy a pedir una
cosa, y es que, cuando muera, vayas a cuarenta pueblos de los que hay en veinte
leguas a la redonda y que, cuando llegues, lo primero que hagas sea enterarte
de cuando se dice la primera misa y que acudas a ella; si eso cumples, en la
última comprenderás el por qué de esta petición; si alguna vez me quisiste,
cumple mi deseo.
Estas palabras, que un padre
moribundo decía a su único hijo, se pudieron oir en un pueblecito castellano
perteneciente a las tierras abulenses, en aquellos tiempos en que Ávila era
mucho más grande que ahora y parte de lo que hoy es Cáceres, Madrid, Segovia y
del mismo Valladolid, le pertenecían.
Efectivamente, el padre falleció a
las pocas horas de haber hablado con su hijo; y cuando éste, después de haber buscado
al sepulturero y contactado con el cura, retornó a su vivienda para proceder al
entierro de su padre, encontró el lecho mortuorio vacío y nadie en la casa le
pudo dar noticia de lo que había pasado con el cuerpo del difunto.
Nuestro protagonista, apenado, y a la
vez, aterrado, por la desaparición del cadáver de su padre, llegó a la
conclusión de que ya que no podía darle un entierro digo cumpliría su último
deseo; sin pensarlo mucho más, hizo un hatillo con algunas de sus escasas
pertenencias, echó la llave a la casa y se puso en camino hacia el pueblo más
próximo, que resultó ser Gemuño, oyó la primera misa que se decía en el pueblo
y al día siguiente partió hacia El Fresno; después pasó por La Serna,
Tornadizos, Valdelavía, Navalgrande… y así durante tres meses fue yendo de
pueblo en pueblo, escuchando la primera misa que se decía en cada uno; en
algunos tuvo que esperar días porque el cura sólo iba una o dos veces por
semana, en otros el párroco estaba enfermo y esperó a que sanase y así hasta
que en el mes de mayo se encontró saliendo de Blascoeles en dirección a
Aldeavieja que, casualmente, hacía el pueblo número cuarenta de cuantos había
visitado.
Poco tardó en llegar y era media
mañana cuando apareció ante sus ojos, a una revuelta del camino, el caserío con
la alta torre de la iglesia enseñoreándose de él; preguntó si podía encontrar
alojamiento y le indicaron la dirección de un parador que había junto al camino
que llevaba a Ávila.
Allí arregló con el mesonero una
habitación y luego pegó la hebra con él ante un vaso de tinto:
-¡Qué! ¿viene a comprar alguna mula?
-No, que va, voy de paso, pero antes
de seguir, he de hacer algo en este pueblo.
-Y, ¿qué es ello?… si no es
indiscreción.
-He hecho la promesa de ir a la primera misa que se diga en la mañana.
-¿Una promesa?
-Sí, cosas mías…, como le decía… ¿a
qué hora se dice?
-Decir, decir, a las siete de la
mañana.
-¿Tan pronto? No irá mucha gente.
-No va nadie.
-¡Hombre… alguien irá!
-Lo que yo le diga, por no ir… no va
ni el cura.
-Entonces… no hay misa…. ¡se está
quedando usted conmigo!
-¡No!, ¡que va!
-Si no va el cura… usted me dirá cómo
va a haber misa…
-Ese es el misterio…
-¿Cómo que el misterio?
-Lo que le digo, a las siete suenan
las campanas de la iglesia, se abre la puerta, se encienden los cirios, pero el
cura sigue durmiendo en su cama…
-Será otro cura.
-No… ¡nadie!
-¿Quién lo ha visto?
-Nadie… nadie va jamás a esa misa.
-Entonces… ¿cómo sabéis que se da la
misa?
-Se oye desde fuera.
-Al acabar, se verá salir al que la
dice.
-Ese es otro misterio, nadie sale. La
puerta se cierra sola y no se oye nada más. Luego, si se entra, no se ve a
nadie, ni una sombra, ni un ruido… nada. Pero las velas todavía humean, han
estado encendidas…
-Pues yo tengo que ir a esa misa. Es
una promesa que no puedo romper. Se la hice a mi padre.
-Usted verá… pero… yo que usted no lo
haría.
-Despiérteme a las seis, tomaré algo
y luego iré a esa misa fantasma. Si hay una misa, alguien la dirá, digo yo.
Esa noche nuestro hombre se acostó no
sin dar vueltas en la cabeza a la conversación que había tenido con el
posadero. Era extraño, pero seguro que era una broma del paisano que repetiría
a todos los forasteros que pernoctaban allí.
La cama era dura y estrecha, pero
unas buenas mantas zamoranas subidas hasta los ojos enseguida le hicieron
entrar en calor y se durmió sin que la conversación mantenida por la mañana le
quitara el sueño.
Aún era de noche cuando sintió unos
golpes en la puerta de la habitación…
-¡Oiga, oiga!, ¡son las seis!.
-Ya va, ya va. Gracias.
Medio dormido se sentó en la cama,
echó un vistazo al ventanuco, daba al oeste y por él no entraba la más mínima
luz. Se puso en pie y fue vistiéndose pausadamente; tendría que abrigarse, las
mañanas de mayo podían ser muy traidoras en aquellos pueblos castellanos; se
calzó las botas y bajó las escaleras que daban a la cocina de la planta baja.
El posadero estaba colocando un tazón
con un brebaje oscuro en una mesa junto a una hogaza de pan.
-Tráigame también una copa de
aguardiente, por favor.
-¿Sigue en sus trece?
-¿Qué trece?
-Lo de ir a la misa.
-Por supuesto… si digo una cosa, la
hago.
-Usted verá…
Con el cuerpo un poco más entonado
miró por la ventana del parador; de frente, a doscientos metros mal contados,
se vislumbraba la masa oscura de la iglesia, negra contra un cielo que iba
aclarando débilmente por la derecha.
De pronto el silencio se vio roto por
el tañido de las campanas, ¡tan, tan tan…!, tres tañidos repetidos a intervalos
cortos…
-Es el primer toque… terceras las
llamamos aquí; aún quedan dos toques más.
-Iré para allá…
-Espere que toquen segundas, le dará
tiempo de sobra…
-¿Estará la puerta abierta?
-Sí, desde el primer toque se abren
las puertas y se encienden los cirios…
Después de un rato, las campanas se
dejaron oir de nuevo…. ¡tan… tan…!
-¡Segundas!
-Voy para allá.
-¡Vaya con Dios… ¡
-Con él voy.
-O con el diablo,
-dijo para sí el posadero.
Cuando se cerró la puerta a sus
espaldas, un vientecillo frío y cortante como un cuchillo hizo que se subiera
el cuello del gabán y se encasquetara el sombrero; no las tenía todas consigo
pero… no le quedaba más remedio… ¡no iba a romper ahora su promesa, justo en el
momento en que iba a completarla!
A cada paso veía crecer la mole
pétrea del templo, estaba rodeado de una valla no muy alta que cerraba el
cementerio, como era costumbre en esa época; siguió la cerca hasta que llegó a
la puerta que daba acceso al camposanto y, desde él, a la puerta de la iglesia.
La puerta resaltaba en la fachada
como una gran boca negra, oscura contra el fondo un poco más claro de la pared…
estaba abierta; quitándose el sombrero la atravesó … dentro estaba oscuro y
frío, sólo cuatro velas alumbraban el altar mayor, iluminando tenuemente la
parte baja del retablo… En ese momento, sintiendo los golpes en lo más profundo
de su corazón, se oyeron las campanadas que anunciaban el comienzo de la misa.
Se sentó en un banco delantero, no
quería perderse aquel misterio; cuando el último eco de las campanadas se
perdió en la soledad del templo, se abrió con chirriante sonido la puerta de la
sacristía; una casucha negra con bordados dorados apareció en ella, bajo la
casulla el alba blanca resplandecía en medio de la penumbra.
No había tal misterio, el cura había
salido de la sacristía, ¡cuentos de fantasmas! al ver que salía solo, se acercó
con ánimo de ayudar; casi siempre lo hacía en las iglesias de aquellos pueblos
silenciosos y casi deshabitados, en los que la primera misa sólo era concurrida
por mujeres viejas, beatas de reclinatorio y en las que el cura, casi siempre
un hombre a las puertas de la ancianidad, no tenía monaguillo que le asistiese.
Se arrodilló a la derecha del
oficiante, y cuando levantó la vista para verle el rostro, se encontró con unas
cuencas vacías que le miraban (si se podía decir que miraba algo que estaba
desprovisto de ojos) y una blanca y monda calavera que le hizo una seña de
aquiescencia.
Con el corazón alborotado hizo como
si aquello fuera normal y le siguió en todas las partes de la ceremonia,
asistiéndole de la manera habitual; cuando llegó el momento de la consagración
y contempló aquellas manos descarnadas (huesos al fin) que elevaban la hostia
mientras él hacía sonar la campanilla, sintió como si una corriente eléctrica
le atravesase el cuerpo y notó que algo se rompía en su interior.
La misa terminó y, la cabeza baja,
acompañó al “sacerdote” a la sacristía; le ayudó a despojarse de los hábitos y
doblándolos los guardó en un cajón que permanecía abierto y de donde habían
sido sacados.
Entonces se atrevió a mirar a la
osamenta; de pie, ante él, aquel esqueleto permanecía quieto, como esperando.
Y, entonces, oyó una voz, una voz que salía de entre las mandíbulas desnudas de
la calavera, una voz que le sorprendió por su naturalidad, cuando estaba
esperando que fuese cavernosa y lúgubre.
-¿No tienes miedo?
-Ssssí….
-No lo aparentas.
-Es que es más… ¿cómo decirlo?....
sorprendido. ¿Hay truco?
-¿Truco?
-Sí, truco…. Tú estás muerto ¿no?;
luego no puedes hablar, ni andar… ni nada de lo que estás haciendo.
-Pero lo hago.
-Sí, lo haces. Por eso pregunto que
dónde está el truco.
-No lo hay. Lo que ves es lo que hay.
-No esperarás que lo crea sin más.
-Tócame, busca mis hilos… busca… mi
truco. No lo encontrarás porque no lo hay.
-Pero eso sería… ¿magia?, ¿milagro?
-Llámalo como quieras, pero, por
ahora, soy real. Te contaré el caso: yo estoy muerto; fallecí hace diez años;
soy… fui, párroco de este pueblo; mi nombre era Damián; falté a mis votos; pero
no sólo eso, dejé morir a personas inocentes por negligencia, por dejadez, por
egoísmo o, quizás, por algo peor: por falta de caridad, y eso, en mi oficio, es
lo peor que puede pasar; mi cuerpo murió, pero mi espíritu estaba condenado a
seguir atado a este mundo hasta que alguien, en este caso tú, acudiera a oir la
misa que, desde entonces, digo diariamente a las siete de la mañana.
-Y … ¿por qué precisamente yo?
-Porque tú eres mi hijo; nunca
supiste mi historia anterior, mi pasado de sacerdote, por qué me vi obligado
por mis pecados a salir de la Iglesia y esconderme en un pueblo perdido donde
nadie sospechara de mi vergüenza y mi falta; tu madre murió al nacer tú… por mi
culpa y mi pecado… y sólo tú podías redimirme…Volvieron mis restos aquí, al
pueblo donde cometí mi crimen y aquí debía ser perdonado o condenado
eternamente. Nadie en este pueblo se acordará de esto que ahora te estoy
contando; esta ha sido mi última misa; cuando salgas de la iglesia cuenta al
párroco lo que te he dicho y luego marcha en paz.
Después de decir aquellas palabras,
salió de la sacristía, mientras avanzaba por medio de la nave se alzó una
lápida del suelo y el esqueleto se introdujo en la tumba; la lápida volvió a
caer y el silencio y la oscuridad se adueñaron de la iglesia.