Todos,
o casi todos, conocéis esa huerta que hay detrás del Ayuntamiento “nuevo”
(aunque ya se ha convertido en “viejo” otra vez), rodeada de un alto muro de
piedras y que ha servido de ocasional tribuna para la tienta de becerras en las
fiestas del Cubillo; hace ya muchos años, yo aún pude ver en ella, nada más
entrar a la izquierda, los restos de una antigua noria de madera, utilizada
para sacar agua del pozo y regar las plantaciones de la huerta; la noria
desapareció y con ella la memoria de que aquella huerta tuvo ese nombre “huerta
de la noria”, por ser la única del pueblo que tenía un artilugio así; hoy os
voy a contar una historia referente a ella, que he sacado del fondo de mi
memoria.
Se cuenta, se dice, que hace ya muchos
años, vivía en Aldeavieja una joven que traía por la calle de la amargura a
todos los mozos del pueblo; su pelo como un trigal en julio tostado por el sol,
con los ojos del color del cielo en primavera, la piel blanca, las manos
suaves, el cuerpo firme… se llamaba Eugenia, aunque todos la llamaban Geña; su
casa era una de las más humildes de la aldea, casi en las afueras, muy cerca
del arroyo del Barranco; allí vivía junto a sus padres, ya mayores, que tenían
arrendada una huerta llamada “La Noria”, con la que sacaban lo poco que
necesitaban para poder mantenerse.
Esta huerta estaba allá, muy cerca de
su casa, junto al camino que llevaba a Blascoeles, era bastante grande y además
de unos cuadros de tierra donde Venancio, el padre, cultivaba patatas, cebollas,
calabacines y otras verduras, tenía unos buenos ciruelos, perales y manzanos,
además de un hermoso emparrado que, en la época adecuada, les surtía de unas
riquísimas uvas; el nombre le venía de una noria que se alzaba en un rincón, al
fondo de la posesión, y cuya función era sacar agua de un pozo para regar a
conciencia toda la plantación, un borriquillo se encargaba de girar para que la
gran rueda sacara el agua que se iba depositando en un pilón de piedra; aquella
noria, única en el pueblo, toda pintada de azul y construida de buena madera de
roble, era un orgullo para la familia.
Todos los días, Geña iba, al
mediodía, a llevar el almuerzo a su padre; la hogaza de pan, los torreznos,
algo de queso y la bota de buen vino de Cebreros; si hacía un buen día, y el
sol calentaba, se quedaba con él mientras almorzaba a la sombra del emparrado;
a veces dormitaba arrullada por el zumbido de las abejas que libaban su néctar
entre las flores que tapizaban el suelo; después volvía con su madre, almorzaban
las dos y después salían a la puerta de la casa a coser en horas interminables,
viendo pasar a los vecinos que iban y venían de sus ocupaciones y pegando la
hebra con ellos.
Cuando la tarde iba cayendo, Geña
cogía un par de cántaros y se acercaba a los caños para llenarlos de agua;
allí, en la fuente, mientras esperaba el turno, parloteaba con las otras
muchachas que iban a hacer lo mismo que ella; se intercambiaban noticias o
pequeños secretos de mozas y sonreían coquetas cuando los mozos se acercaban
llevando de las riendas sus cabalgaduras para que abrevasen.
¡Cuántas miradas!, ¡cuántas sonrisas,
guiños, medias palabras, gestos se cruzaban entre ellos como un preludio de
otras cercanías que se podrían producir el domingo siguiente, en el baile…!
Geña sonreía a las palabras de los
muchachos, sonreía y se volvía para comentar con las demás chicas la agudeza o
la tontería que acababan de oir; pero siempre había unas palabras, unas
miradas, que la hacían bajar la vista sonrojándose a pesar suyo; eso sólo le
ocurría cuando el autor del requiebro o de la broma era Pablo.
Y cuando volvía a su casa, un cántaro
sobre el rodete en la cabeza y el otro apoyado en la cadera, iba pensando en la
mirada enamorada de Pablo, en aquella sonrisa franca y dulce que lo hacía tan
diferente de todos los demás muchachos y todas las tardes, cuando iba a los
caños a por agua, esperaba encontrarse con él y ¡sí!, siempre estaba allí, como
si la estuviera esperando; por supuesto, estaba allí porque la estaba
esperando.
Cuando llegaba el domingo y en la
plaza comenzaba el baile de tambor que organizaban el tío Zacarías y el señor
Donato, Geña esperaba sentada, con las demás chicas, a que aparecieran los
mozos y las sacaran a bailar; y cuando veía que Pablo se acercaba, derecho
hacia ella, con aquella sonrisa encantadora bailándole en la cara, ella sonreía
y esperaba, con el corazón palpitante, aquellas palabras:
-¿Bailas, Geña?
Y, después, era el girar al compás; quebrar
la cintura y tocar los pitos, brazos en alto, mientras los ojos se clavaban en
otros ojos y las miradas decían lo que la boca no podía; y las vueltas, las
rondas, los saltos, eran un lenguaje que alborotaba los corazones de la gente
joven y hacían soñar con nostalgia a los que ya habían pasado los tiempos del
cortejo y del nacimiento del amor… esos años tan dulces, tan amargos y tan
cortos.
Cuando ya la música acababa, iban los
grupos de mozas y mozos acompañándose a las casas; no había luces en las calles
y muchas parejas se perdían al torcer una esquina, al pasar junto a un árbol
grueso o a la entrada de alguna cuadra que, por vacía, tenía las puertas
abiertas.
Pablo acompañaba a Geña camino de su
casa, y al pasar por la puerta de la huerta la empujaron y al ver que cedía se colaron por ella; allí
sentados sobre el brocal de la noria se decían todas esas cosas que los
enamorados se vienen diciendo desde que el mundo es mundo, y la luna iluminaba
sus caras que reflejaban su luz con esa sonrisa que sólo pone en los rostros el
amor y la adolescencia.
Y así pasaban los días y las semanas,
y la querencia entre ambos crecía a la vez que crecía el trigo en los campos;
sus encuentros nocturnos junto a la noria se sucedían en cuanto tenían tiempo y
ocasión y eran, como siempre se es a una determinada edad, cuando todo va como
debe ir, felices.
Y llegaron las fiestas, principiaba
septiembre y todos soñaban ya con los bailes, la romería, las veladas… el
tiempo se presentaba cálido y seco para la época, con lo que se auguraban
buenas noches para danzar y enamorar; además la cosecha estaba ya recogida y no
había que preocuparse de nublados o pedriscos que anegaran las eras y se
llevasen los montones de cereal; sólo había que ocuparse de procurar
divertirse.
Pablo y Geña fueron inseparables esos
días; bueno, inseparables es un decir; Geña fue a la romería con sus padres,
comió con ellos, recorrió los puestos de baratijas, de limonada, de aperos para
la labranza y de utensilios para la huerta; se compró un pañuelo nuevo; se
cruzó veinte veces por la mañana y otras veinte por la tarde con Pablo, se
miraron por el rabillo del ojo, se sonrojaron, se sonrieron y ya, cuando
acababa la tarde y se organizó la rueda del baile en la explanada se pudieron
coger de las manos y danzaron hasta que el cuerpo les dolió y la madre de Geña
la fue a buscar para volver a casa.
Pero Venancio, su padre, sí había
reparado en aquellas miradas y en aquellas sonrisas, y no le gustaba nada que
su única hija se fuera a enamorar de aquel pelagatos de Pablo; éste venía de
una de las familias más pobres del pueblo, apenas tenían un cacho de tierra en
la que sembraban algarrobas, pues otra cosa no producía, y se alquilaban de
pastores o jornaleros cuando se necesitaban o llegaba la ocasión; Pablo y sus
hermanos, eran seis, cuando llegaba el verano recorrían los pueblos de
alrededor para ofrecer sus brazos en la siega o para ocuparse de las ovejas
mientras sus dueños recogían la cosecha y no podían hacerse cargo de ellas, más
tarde, ya casi en diciembre, ayudaban en cuantas matanzas se celebraban en el
pueblo y con lo poco que sacaban y lo que iban ahorrando de los otros trabajos
se mantenían malamente y mantenían a sus padres, ya viejos y enfermos; lo que
no les faltaba nunca era alegría e igual que se los miraba mal, por parte de
padres y madres como posibles yernos, siempre eran bienvenidos en cualquier
fiesta o en cualquier trabajo, pues lo que tenían de esforzados y trabajadores
lo tenían también de amigos de chacotas y festejos.
-Si sólo era en las fiestas, podía
pasar –pensaba Venancio- pero si después siguen viéndose… ya hablaré yo con la
chica.
Y aquel pensamiento que tenía se lo
trasladó a su mujer que, aunque deseosa de la felicidad de su hija, tampoco le
parecía un buen partido Pablo. Así, lo primero que hicieron fue intentar
razonar con Geña, mostrarle lo guapo que era Sebastián, el hijo de don Pedro; o
lo trabajador y buen mozo que era Esteban; o la casa tan bonita que se estaba
construyendo Adolfo; pero nada de eso interesaba a la muchacha, y ellos lo
veían; la mandaron una semana a Ojos Albos, con la tía Micaela, una pariente
lejana que vivía en ese pueblo cuidando colmenas, pero a la vuelta su
dependencia con Pablo había crecido; el alejamiento no había hecho más que
avivar los rescoldos del amor, que ahora ya eran llamas vivas.
-Pues si por las buenas no puede ser,
será por las malas –dijo Venancio-.
Desde ese día, prohibió a Geña que
fuera a la fuente a por agua, ya iría él con el
borriquillo; nada de coser a la puerta de la casa, si quería tomar el
aire sería en la huerta, detrás de las tapias, donde no le llegara la imagen de
Pablo ni oyera hablar de él.
Y, así, la vida de Eugenia se fue
convirtiendo en una vida de prisionera, de la casa a la huerta, siempre
acompañada por el padre o la madre; sólo salía de esa rutina los domingos y
porque había que ir a misa y así, con el velo cubriéndole el rostro y con sus
padres a cada lado iba nuestra presa a la iglesia y, desde lejos, Pablo rumiaba
la manera de volver a ver y a hablar con su amada.
-Puesto que sólo sale para ir a la
huerta, allí será donde nos veamos –se dijo el muchacho-.
Y así fue; al principio, cuando sabía
que Geña estaba dentro, se acercaba con cuidado y tiraba piedrecillas para
llamar su atención, cuando conseguía que ella se acercara a uno de los muros de
piedras, él, desde el otro lado le hablaba con voz queda declarándola su amor
sincero e incitándola a huir con él a algún lugar donde pudieran estar juntos y
ser felices; ella le decía que esperara, que creía poder convencer a sus
padres, que confiara en ella, que cuando se dieran cuenta de que sólo tenía
ojos para él y que los demás no le importaban nada, la dejarían por imposible y
podrían volverse a ver y, luego,
casarse.
Consintió en ello el galán y quedó
con ella para aquella noche poder seguir hablando, ella volvería a la huerta
con cualquier excusa y él saltaría la tapia, que no era muy alta, y podrían
volverse a tener el uno al otro.
Cuando anocheció, Geña mintió a su
madre, diciéndole que se había dejado la labor dentro de la huerta, junto a la
noria, que en un salto iría a por ella y enseguida estaría de vuelta; consintió
la madre con la muda aquiescencia del padre; Geña se envolvió en su pañuelo y
cogiendo la gran llave de hierro se dirigió a la huerta; en eso que el padre
vio en un rincón, bajo unos trapos, la labor de Geña y se dio cuenta de que la
muchacha no había ido a la huerta a buscar nada, sino a encontrar a alguien;
furioso por haber sido burlado, se echó el capote por encima y se marchó tras
los pasos de su hija.
Si creían que podían reírse de él,
estaban muy equivocados, los sorprendería y le daría una lección tal a aquel
desvergonzado que se le iban a quitar las ganas de ver a Geña para el resto de
sus días.
Rumiando estas ideas se acercó
cauteloso a la puerta de la huerta, aquellos infelices ni siquiera habían
tenido la precaución de cerrarla; paso a paso se acercó a la noria, se paró
tras unos arbustos desde donde vio a su hija y a Pablo sentados en el borde de
la poza donde se almacenaba el agua que se sacaba del pozo; estaban de espaldas
a él, no le verían; lentamente sacó la navaja que siempre llevaba en la faja y,
con ella abierta, el brazo alzado, se acercó hacia la infeliz pareja; una
sonrisa cruel se asomó en su boca y un grito de rabia salió de sus labios
mientras asestaba un fuerte navajazo en el cuello de Pablo…
El muchacho cayó hacia adelante con
un gemido ahogado por la sangre que salía a borbotones de su boca salpicando de
rojo el vestido de Geña que, aterrada, sólo acertó a dar un alarido espantoso
mientras perdía el sentido y caía, a su vez, al suelo.
Sólo en ese momento, Venancio se dio cuenta
de la enormidad de sus actos; la ciega sed de venganza que le había llevado
allí se desvaneció dando paso a un sentimiento de culpa tal que poco faltó para
no llevar la hoja de la navaja, que aun sostenía en la mano, hacia su propio
corazón.
Tiró el arma homicida al pozo y
levantó a su hija, que yacía en el suelo como muerta, el vestido tinto en
sangre y la piel tan blanca como si ya la vida hubiera huido de su cuerpo;
intentó reanimarla, pero nada podía hacer; las lágrimas saltaron de sus ojos y
sólo acertó, entre gemidos, a pedir perdón a su hija, una y otra vez, como si
con la repetición de aquel mantra pudiera conjurar la atrocidad que había
cometido.
Pablo murió de resultas de las heridas
y Geña jamás despertó de aquel letargo en que se había sumido al ser testigo de
la muerte de su amor a manos de su padre. Venancio fue apresado y condenado a
veinte años de trabajos forzados de los que sólo cumplió dos, pues la muerte le
alcanzó prontamente. La madre vendió lo poco que tenía y marchó lejos, a la
casa de una pariente lejana que se apiadó de ella y de aquella hija que llevaba
consigo como una muerta en vida.
Cuando un nuevo arrendador de la
huerta volvió a trabajar en ella, una vez pasados unos años en que la memoria
de aquellos hechos luctuosos gravitó sobre ella como una maldición impidiendo
que nadie quisiera ni acercarse a sus muros, se encontró con un grave problema,
el agua que la noria sacaba de aquel pozo no servía para nada; las plantas no
crecían con ella, ni siquiera la tierra la absorbía, quedando en los surcos
hasta que el sol la evaporaba; las parras se secaron, los frutales se agostaron
y nada daba fruto ni sombra; no hubo otra que cegar el pozo, ese pozo en el que
había caído el cuchillo asesino, y abrir otro, en el otro extremo de la huerta,
muy cerca de la puerta de entrada; y sí, el agua que salía de él servía para el
riego, pero si un día de calor la probabas, intentando mitigar tu sed o
refrescarte, te dabas cuenta de que aquel agua amargaba, amargaba como el dolor
del que había sido testigo, y no podías apagar tu sed.