8 de febrero de 2017

Leyendas de Aldeavieja: La huerta de la noria.

          Todos, o casi todos, conocéis esa huerta que hay detrás del Ayuntamiento “nuevo” (aunque ya se ha convertido en “viejo” otra vez), rodeada de un alto muro de piedras y que ha servido de ocasional tribuna para la tienta de becerras en las fiestas del Cubillo; hace ya muchos años, yo aún pude ver en ella, nada más entrar a la izquierda, los restos de una antigua noria de madera, utilizada para sacar agua del pozo y regar las plantaciones de la huerta; la noria desapareció y con ella la memoria de que aquella huerta tuvo ese nombre “huerta de la noria”, por ser la única del pueblo que tenía un artilugio así; hoy os voy a contar una historia referente a ella, que he sacado del fondo de mi memoria.


         Se cuenta, se dice, que hace ya muchos años, vivía en Aldeavieja una joven que traía por la calle de la amargura a todos los mozos del pueblo; su pelo como un trigal en julio tostado por el sol, con los ojos del color del cielo en primavera, la piel blanca, las manos suaves, el cuerpo firme… se llamaba Eugenia, aunque todos la llamaban Geña; su casa era una de las más humildes de la aldea, casi en las afueras, muy cerca del arroyo del Barranco; allí vivía junto a sus padres, ya mayores, que tenían arrendada una huerta llamada “La Noria”, con la que sacaban lo poco que necesitaban para poder mantenerse.
          Esta huerta estaba allá, muy cerca de su casa, junto al camino que llevaba a Blascoeles, era bastante grande y además de unos cuadros de tierra donde Venancio, el padre, cultivaba patatas, cebollas, calabacines y otras verduras, tenía unos buenos ciruelos, perales y manzanos, además de un hermoso emparrado que, en la época adecuada, les surtía de unas riquísimas uvas; el nombre le venía de una noria que se alzaba en un rincón, al fondo de la posesión, y cuya función era sacar agua de un pozo para regar a conciencia toda la plantación, un borriquillo se encargaba de girar para que la gran rueda sacara el agua que se iba depositando en un pilón de piedra; aquella noria, única en el pueblo, toda pintada de azul y construida de buena madera de roble, era un orgullo para la familia.
          Todos los días, Geña iba, al mediodía, a llevar el almuerzo a su padre; la hogaza de pan, los torreznos, algo de queso y la bota de buen vino de Cebreros; si hacía un buen día, y el sol calentaba, se quedaba con él mientras almorzaba a la sombra del emparrado; a veces dormitaba arrullada por el zumbido de las abejas que libaban su néctar entre las flores que tapizaban el suelo; después volvía con su madre, almorzaban las dos y después salían a la puerta de la casa a coser en horas interminables, viendo pasar a los vecinos que iban y venían de sus ocupaciones y pegando la hebra con ellos.
          Cuando la tarde iba cayendo, Geña cogía un par de cántaros y se acercaba a los caños para llenarlos de agua; allí, en la fuente, mientras esperaba el turno, parloteaba con las otras muchachas que iban a hacer lo mismo que ella; se intercambiaban noticias o pequeños secretos de mozas y sonreían coquetas cuando los mozos se acercaban llevando de las riendas sus cabalgaduras para que abrevasen.
          ¡Cuántas miradas!, ¡cuántas sonrisas, guiños, medias palabras, gestos se cruzaban entre ellos como un preludio de otras cercanías que se podrían producir el domingo siguiente, en el baile…!
          Geña sonreía a las palabras de los muchachos, sonreía y se volvía para comentar con las demás chicas la agudeza o la tontería que acababan de oir; pero siempre había unas palabras, unas miradas, que la hacían bajar la vista sonrojándose a pesar suyo; eso sólo le ocurría cuando el autor del requiebro o de la broma era Pablo.
          Y cuando volvía a su casa, un cántaro sobre el rodete en la cabeza y el otro apoyado en la cadera, iba pensando en la mirada enamorada de Pablo, en aquella sonrisa franca y dulce que lo hacía tan diferente de todos los demás muchachos y todas las tardes, cuando iba a los caños a por agua, esperaba encontrarse con él y ¡sí!, siempre estaba allí, como si la estuviera esperando; por supuesto, estaba allí porque la estaba esperando.
          Cuando llegaba el domingo y en la plaza comenzaba el baile de tambor que organizaban el tío Zacarías y el señor Donato, Geña esperaba sentada, con las demás chicas, a que aparecieran los mozos y las sacaran a bailar; y cuando veía que Pablo se acercaba, derecho hacia ella, con aquella sonrisa encantadora bailándole en la cara, ella sonreía y esperaba, con el corazón palpitante, aquellas palabras:
          -¿Bailas, Geña?
          Y, después, era el girar al compás; quebrar la cintura y tocar los pitos, brazos en alto, mientras los ojos se clavaban en otros ojos y las miradas decían lo que la boca no podía; y las vueltas, las rondas, los saltos, eran un lenguaje que alborotaba los corazones de la gente joven y hacían soñar con nostalgia a los que ya habían pasado los tiempos del cortejo y del nacimiento del amor… esos años tan dulces, tan amargos y tan cortos.
          Cuando ya la música acababa, iban los grupos de mozas y mozos acompañándose a las casas; no había luces en las calles y muchas parejas se perdían al torcer una esquina, al pasar junto a un árbol grueso o a la entrada de alguna cuadra que, por vacía, tenía las puertas abiertas.
          Pablo acompañaba a Geña camino de su casa, y al pasar por la puerta de la huerta la empujaron y al  ver que cedía se colaron por ella; allí sentados sobre el brocal de la noria se decían todas esas cosas que los enamorados se vienen diciendo desde que el mundo es mundo, y la luna iluminaba sus caras que reflejaban su luz con esa sonrisa que sólo pone en los rostros el amor y la adolescencia.
          Y así pasaban los días y las semanas, y la querencia entre ambos crecía a la vez que crecía el trigo en los campos; sus encuentros nocturnos junto a la noria se sucedían en cuanto tenían tiempo y ocasión y eran, como siempre se es a una determinada edad, cuando todo va como debe ir, felices.
          Y llegaron las fiestas, principiaba septiembre y todos soñaban ya con los bailes, la romería, las veladas… el tiempo se presentaba cálido y seco para la época, con lo que se auguraban buenas noches para danzar y enamorar; además la cosecha estaba ya recogida y no había que preocuparse de nublados o pedriscos que anegaran las eras y se llevasen los montones de cereal; sólo había que ocuparse de procurar divertirse.
          Pablo y Geña fueron inseparables esos días; bueno, inseparables es un decir; Geña fue a la romería con sus padres, comió con ellos, recorrió los puestos de baratijas, de limonada, de aperos para la labranza y de utensilios para la huerta; se compró un pañuelo nuevo; se cruzó veinte veces por la mañana y otras veinte por la tarde con Pablo, se miraron por el rabillo del ojo, se sonrojaron, se sonrieron y ya, cuando acababa la tarde y se organizó la rueda del baile en la explanada se pudieron coger de las manos y danzaron hasta que el cuerpo les dolió y la madre de Geña la fue a buscar para volver a casa.
          Pero Venancio, su padre, sí había reparado en aquellas miradas y en aquellas sonrisas, y no le gustaba nada que su única hija se fuera a enamorar de aquel pelagatos de Pablo; éste venía de una de las familias más pobres del pueblo, apenas tenían un cacho de tierra en la que sembraban algarrobas, pues otra cosa no producía, y se alquilaban de pastores o jornaleros cuando se necesitaban o llegaba la ocasión; Pablo y sus hermanos, eran seis, cuando llegaba el verano recorrían los pueblos de alrededor para ofrecer sus brazos en la siega o para ocuparse de las ovejas mientras sus dueños recogían la cosecha y no podían hacerse cargo de ellas, más tarde, ya casi en diciembre, ayudaban en cuantas matanzas se celebraban en el pueblo y con lo poco que sacaban y lo que iban ahorrando de los otros trabajos se mantenían malamente y mantenían a sus padres, ya viejos y enfermos; lo que no les faltaba nunca era alegría e igual que se los miraba mal, por parte de padres y madres como posibles yernos, siempre eran bienvenidos en cualquier fiesta o en cualquier trabajo, pues lo que tenían de esforzados y trabajadores lo tenían también de amigos de chacotas y festejos.
          -Si sólo era en las fiestas, podía pasar –pensaba Venancio- pero si después siguen viéndose… ya hablaré yo con la chica.
          Y aquel pensamiento que tenía se lo trasladó a su mujer que, aunque deseosa de la felicidad de su hija, tampoco le parecía un buen partido Pablo. Así, lo primero que hicieron fue intentar razonar con Geña, mostrarle lo guapo que era Sebastián, el hijo de don Pedro; o lo trabajador y buen mozo que era Esteban; o la casa tan bonita que se estaba construyendo Adolfo; pero nada de eso interesaba a la muchacha, y ellos lo veían; la mandaron una semana a Ojos Albos, con la tía Micaela, una pariente lejana que vivía en ese pueblo cuidando colmenas, pero a la vuelta su dependencia con Pablo había crecido; el alejamiento no había hecho más que avivar los rescoldos del amor, que ahora ya eran llamas vivas.
          -Pues si por las buenas no puede ser, será por las malas –dijo Venancio-.
          Desde ese día, prohibió a Geña que fuera a la fuente a por agua, ya iría él con el  borriquillo; nada de coser a la puerta de la casa, si quería tomar el aire sería en la huerta, detrás de las tapias, donde no le llegara la imagen de Pablo ni oyera hablar de él.
          Y, así, la vida de Eugenia se fue convirtiendo en una vida de prisionera, de la casa a la huerta, siempre acompañada por el padre o la madre; sólo salía de esa rutina los domingos y porque había que ir a misa y así, con el velo cubriéndole el rostro y con sus padres a cada lado iba nuestra presa a la iglesia y, desde lejos, Pablo rumiaba la manera de volver a ver y a hablar con su amada.
          -Puesto que sólo sale para ir a la huerta, allí será donde nos veamos –se dijo el muchacho-.
          Y así fue; al principio, cuando sabía que Geña estaba dentro, se acercaba con cuidado y tiraba piedrecillas para llamar su atención, cuando conseguía que ella se acercara a uno de los muros de piedras, él, desde el otro lado le hablaba con voz queda declarándola su amor sincero e incitándola a huir con él a algún lugar donde pudieran estar juntos y ser felices; ella le decía que esperara, que creía poder convencer a sus padres, que confiara en ella, que cuando se dieran cuenta de que sólo tenía ojos para él y que los demás no le importaban nada, la dejarían por imposible y podrían volverse a ver y, luego,  casarse.
          Consintió en ello el galán y quedó con ella para aquella noche poder seguir hablando, ella volvería a la huerta con cualquier excusa y él saltaría la tapia, que no era muy alta, y podrían volverse a tener el uno al otro.
          Cuando anocheció, Geña mintió a su madre, diciéndole que se había dejado la labor dentro de la huerta, junto a la noria, que en un salto iría a por ella y enseguida estaría de vuelta; consintió la madre con la muda aquiescencia del padre; Geña se envolvió en su pañuelo y cogiendo la gran llave de hierro se dirigió a la huerta; en eso que el padre vio en un rincón, bajo unos trapos, la labor de Geña y se dio cuenta de que la muchacha no había ido a la huerta a buscar nada, sino a encontrar a alguien; furioso por haber sido burlado, se echó el capote por encima y se marchó tras los pasos de su hija.
          Si creían que podían reírse de él, estaban muy equivocados, los sorprendería y le daría una lección tal a aquel desvergonzado que se le iban a quitar las ganas de ver a Geña para el resto de sus días.
          Rumiando estas ideas se acercó cauteloso a la puerta de la huerta, aquellos infelices ni siquiera habían tenido la precaución de cerrarla; paso a paso se acercó a la noria, se paró tras unos arbustos desde donde vio a su hija y a Pablo sentados en el borde de la poza donde se almacenaba el agua que se sacaba del pozo; estaban de espaldas a él, no le verían; lentamente sacó la navaja que siempre llevaba en la faja y, con ella abierta, el brazo alzado, se acercó hacia la infeliz pareja; una sonrisa cruel se asomó en su boca y un grito de rabia salió de sus labios mientras asestaba un fuerte navajazo en el cuello de Pablo…
          El muchacho cayó hacia adelante con un gemido ahogado por la sangre que salía a borbotones de su boca salpicando de rojo el vestido de Geña que, aterrada, sólo acertó a dar un alarido espantoso mientras perdía el sentido y caía, a su vez, al suelo.
          Sólo en ese momento, Venancio se dio cuenta de la enormidad de sus actos; la ciega sed de venganza que le había llevado allí se desvaneció dando paso a un sentimiento de culpa tal que poco faltó para no llevar la hoja de la navaja, que aun sostenía en la mano, hacia su propio corazón.
          Tiró el arma homicida al pozo y levantó a su hija, que yacía en el suelo como muerta, el vestido tinto en sangre y la piel tan blanca como si ya la vida hubiera huido de su cuerpo; intentó reanimarla, pero nada podía hacer; las lágrimas saltaron de sus ojos y sólo acertó, entre gemidos, a pedir perdón a su hija, una y otra vez, como si con la repetición de aquel mantra pudiera conjurar la atrocidad que había cometido.
          Pablo murió de resultas de las heridas y Geña jamás despertó de aquel letargo en que se había sumido al ser testigo de la muerte de su amor a manos de su padre. Venancio fue apresado y condenado a veinte años de trabajos forzados de los que sólo cumplió dos, pues la muerte le alcanzó prontamente. La madre vendió lo poco que tenía y marchó lejos, a la casa de una pariente lejana que se apiadó de ella y de aquella hija que llevaba consigo como una muerta en vida.

          Cuando un nuevo arrendador de la huerta volvió a trabajar en ella, una vez pasados unos años en que la memoria de aquellos hechos luctuosos gravitó sobre ella como una maldición impidiendo que nadie quisiera ni acercarse a sus muros, se encontró con un grave problema, el agua que la noria sacaba de aquel pozo no servía para nada; las plantas no crecían con ella, ni siquiera la tierra la absorbía, quedando en los surcos hasta que el sol la evaporaba; las parras se secaron, los frutales se agostaron y nada daba fruto ni sombra; no hubo otra que cegar el pozo, ese pozo en el que había caído el cuchillo asesino, y abrir otro, en el otro extremo de la huerta, muy cerca de la puerta de entrada; y sí, el agua que salía de él servía para el riego, pero si un día de calor la probabas, intentando mitigar tu sed o refrescarte, te dabas cuenta de que aquel agua amargaba, amargaba como el dolor del que había sido testigo, y no podías apagar tu sed.