9. Visita al
pueblo.
Esta es la
última excursión, o quizás debiera haber sido la primera, tanto da el orden.
Sólo se trata de un pequeño paseo por el núcleo urbano, callejear un poco, ver
las cosas curiosas que aun se conservan, contemplar los edificios o monumentos
que legaron tiempos pasados, en fin, conocer un poco más Aldeavieja.
A la puerta de
nuestro alojamiento (vamos a suponer que nos alojamos en la casa rural “Sexmo
de Posaderas”), situado en la calle Angosta, cogeremos el lado izquierdo para
salir, en unos pocos pasos, a la calle Rodeo; torceremos a la izquierda y
después a la derecha por la calle Domingo Castro Camarena, ésta es la única
calle del pueblo con nombre de persona, Domingo fue uno de “los últimos de Filipinas”,
de los que seguramente habréis oído hablar; se trataba de uno de aquellos
soldados que, sitiados en el pueblo de Baler, aguantaron la presión y las armas
de los insurrectos tagalos durante más de un año una vez firmada la paz que
acabó con la guerra hispano-yanqui que liquidó el imperio colonial español,
allá por el año 1898; Domingo Castro, soldado de segunda, era cantero, y nacido
en este pueblo, lo que hizo que su nombre sonara al otro lado del mundo.
Al acabar la
calle, flanqueada por hotelitos de diferente factura, se llega a la verja que
encierra la ermita de San Cristóbal. Tomaremos una senda que discurre a la
izquierda de la puerta, veremos las cruces que forman la última parte de un Vía
Crucis que, años atrás, recorría todo el pueblo; sencillas cruces de granito en
cuya base está grabada la explicación del “paso” que representa: caída de
Jesús, la Verónica, el Cireneo… y que acaban junto a la puerta de la ermita en
un crucero de diferente factura que se recorta contra el cielo; la ermita fue
reconstruida en el año 2000, por su propietario de entonces, el músico Manuel
Seco de Arpe, hijo del pintor Rafael Seco Humbrías, que había heredado la
ermita y una de las casas nobles, que luego veremos, de Manuel de Arpe,
restaurador del Museo del Prado y uno de los responsables de la salvación de
muchas obras de dicho museo durante la guerra civil.
La
restauración respetó la forma antigua de la ermita, aunque muchos de sus
elementos habían sido robados o destruidos, añadiéndole una torre y una casa en
su lado norte. La construcción primitiva data del siglo XI ó XII, era la
parroquia de uno de los caseríos que dieron lugar, en la Alta Edad Media, a los
pueblos de Aldeavieja y Blascoeles, al unirse entre ellos; de la construcción
original sólo resta la cabecera: un ábside poligonal de buena piedra
berroqueña, reforzada con contrafuertes de granito y coronada por ménsulas u
canecillos de piedra caliza: las demás paredes son fruto de reconstrucciones
efectuadas en diferentes épocas, sobre todo en los siglos XVI y XVIII y tanto
la techumbre, como la torre y la casa adosada son obra de nuestros días, en su
última, por ahora, reconstrucción.
El edificio,
actualmente, es propiedad particular, por lo que se nos privará de conocer su
interior y gozar con la magnífica vista que, desde su puerta, nos muestra la
llanura castellana que se extiende a los pies de la sierra. Durante unos breves
años ha servido de museo de la obra pictórica de Rafael Seco y como sala de
conciertos; su venta, por motivos económicos, nos ha privado de un magnífico
proyecto cultural y de su utilización como lugar público.
Después de
esta visita volveremos sobre nuestros pasos y entraremos de nuevo en el pueblo
por la calle Ancha. A poco de entrar en ella, veremos a nuestra izquierda una
casona de piedra, antigua, de dos pisos (que se dice fue el hogar de Luis
García de Cerecedo, el mecenas que mandó construir la capilla de San José,
adosada a la iglesia parroquial y otras obras religiosas en dicha iglesia o en
la ermita del Cubillo) y, frente a ella, una calleja (calle del Cuartel) que
acaba en una casa señorial, de dos plantas, piedra labrada y coronada por un
escudo de armas; es una de las dos casas blasonadas que subsisten en el pueblo;
ahora es residencia de los descendientes del pintor Rafael Seco, del que hemos
hablado al referirnos a la ermita de San Cristóbal, el nombre de la calle donde
se encuentra viene dado a que el edificio sirvió de cuartel de la Guardia Civil
en los años de la guerra de 1936-1939.
Si continuamos
la calle que sigue a la izquierda de la casa, llegaremos al Alto de la Barrera, allí se ha
levantado una gran nave que sirve de secadero de jamones (hoy abandonado por la
crisis que nos castigó hace unos años) y las antenas de la telefonía móvil;
desde allá arriba hay una muy buena vista del pueblo, sus casas, los campos que
le rodean, la sierra y al atardecer es un sitio inmejorable para contemplar la
puesta sol.
Bajaremos con
la calle del Monte, que desemboca de nuevo en la calle Ancha, justo a nuestra
derecha está la otra casa señorial de Aldeavieja; pocos rasgos conserva de su
pasado esplendor, excepción hecha del escudo que preside la fachada y de una de
las rejas, a la izquierda de la puerta principal; esta fue la casa solariega de
don Juan Becerril, hijodalgo, caballero de la Orden de Calatrava y que fue
capitán de las Milicias Provinciales de Ávila allá por el año de 1760; el
escudo, muy bien labrado, rodeado de armas y banderas, y con la venera de la
Orden a la que perteneció, está dividido en cuatro cuarteles: arriba, a la
izquierda las armas de los Becerril: un becerro rodeado de ocho estrellas;
abajo, en el mismo lado, las de los Alonso: una faja en la boca de dos
dragantes, arriba tres estrellas y abajo un león; a la derecha, arriba, las
armas de los Esteban: un león y cuatro fajas y abajo las de los González: un
castillo con tres torres.
La calle baja,
a la izquierda desemboca en la plaza mayor, en vez de eso torceremos a la
derecha, allí se ensancha en una plazoleta en las que hay unas magníficas
muestras de arquitectura popular, gozad de esas puertas de madera, partidas, y
de los arcos que las cobijan; de esa plazuela sale una calle (la de la
Amargura) que acaba en el campo y, a su izquierda la calle de la Randa, calleja
más bien, que nos encamina a la calle Real; como es lógico, todas son calles
cortas, que nos muestran casas abandonadas, o casas restauradas, muchas de
nueva fábrica y unas pocas, muy pocas, que guardan el sabor tradicional. Al
acabar la calle, en el centro, está el edificio de las antiguas escuelas, hoy
abandonado, junto a una de sus paredes, cerrada con una tapa metálica, hay una
antigua fuente de fresca agua; giraremos a la izquierda, rodeando las casas,
tomaremos la calle del Barranco, a la derecha vemos una carretera que lleva a
Blascoeles.
Esta calle nos
encamina a la plaza mayor, a la izquierda están las puertas traseras de las
casas que hemos visto en la calle Real; a la derecha, pasada una huerta a la
que está adosada una placita que sirve de tentadero en las fiestas, junto a un
transformador de electricidad y la casa de los antiguos lavaderos (hoy
convertido en sede de una de las Peñas de las Fiestas) está el Ayuntamiento
nuevo (actualmente en desuso para esas funciones y que acoge la consulta médica),
un poco más adelante la iglesia parroquial de San Sebastián, del siglo XVI, que
sólo podremos visitar si es día festivo. Su torre y sus tejados están llenos de
nidos de cigüeñas.
Subiremos por
la calle en la que está el Ayuntamiento y que lleva recta hacia la carretera
nacional, poco antes de llegar a ella está el barrio de La Cabezuela, formado
por casas nuevas que sólo están habitadas en verano o los fines de semana.
Cruzando la carretera veremos, junto a construcciones nuevas, otras de gran sabor
tradicional; junto a una fuente, de la que en verano sale un hilillo de agua,
parte una calleja en cuyo fondo observamos una construcción original: se trata
de una antigua fuente, tipo pozo, construida en el siglo XVII ó XVIII con las
piedras de un antiguo campanario; en el centro, una columna divide el ancho
hueco por el que antiguamente se sacaba el agua en cubos; hoy una rejilla
metálica impide que pueda haber un accidente; esta fuente ha sido restaurada
recientemente y es un ejemplar único que, además de estar muy bien conservado,
sigue cumpliendo sus funciones, pues el agua de la fuentecilla que vimos antes
viene de ella.
Cruzamos la
carretera de nuevo y poco más adelante, en el otro lado vemos un edificio
solitario: se trata del antiguo parador; es la posada de tiempos pretéritos;
vemos su arquitectura sencilla pero adecuada, con grandes puertas para guardar
carruajes en sus amplios patios y una vivienda grande, de dos alturas, con
pocas pero sencillas y cómodas habitaciones; funcionó como tal hasta mediados
de los años sesenta; a continuación se alza la ermita del Cristo de la Luz, en
la que se guardaban imágenes de la Semana Santa y que hoy, restaurada y
remozada, está dedicada a San Cristóbal; es de los siglos XVII y XVIII, lo más
curioso es la cruz que remata la ermita; si os fijáis bien, en los brazos de la
cruz, encontrareis los símbolos de la Pasión; la lanza de Longinos, la corona
de espinas, la escalera…
Enfrente, a
nuestra izquierda, el edificio de las escuelas, levantado en los años cuarenta,
y las antiguas casas de los maestros. Seguimos por este paseo que bordea la
carretera; a ambos lados están las antiguas eras en las que se trillaba, se
aventaba, se limpiaba y se ensacaba el cereal; en verano el pueblo vivía aquí;
aquí comían, almorzaban y hasta dormían, cuidando y vigilando el fruto de un
año de trabajo. A la derecha vemos una cruz de piedra que formaba parte del Vía
Crucis que recorría el pueblo; llegamos al final, a la derecha se ve un
restaurante: La Aldea, os lo recomendaríamos
si estuviera abierto, pero…, pero ahora continuemos: a la izquierda bajan unas
escaleras hasta una placita: la Aceiterilla; a la derecha, en la fachada de una
de las casas se ven, incrustadas, dos piedras de molino, son muelas pequeñas,
de granito que debieron servir en tiempos, para fabricar aceite, de ahí el
nombre de la plaza.
Desde aquí,
torceremos a nuestra izquierda, en dirección a la plaza, dejaremos a nuestra
izquierda las antiguas eras, reconvertidas la mayoría en aparcamientos de camiones
de gran tonelaje o en fincas con su chalet; a la derecha casas más o menos
grandes, muy pocas guardan la estructura original, fijaos en la última, ya
haciendo esquina con la plaza, tiene una gran puerta de madera y en tiempos un
tejadillo emparrado la cubría dando sombra a sus moradores cuando salían a
tomar el sol de la tarde, en las jambas tiene grabadas dos cruces,
esquemáticas, puestas allí para santificar y salvaguardar la casa.
Ante nosotros
se abre la plaza de la Constitución, su nombre viene de la de 1812 (la
Constitución por antonomasia) y ese nombre ha conservado durante toda su
historia, bajo todos los regímenes políticos existentes en doscientos años.
A la
izquierda, veremos la fuente de piedra, con sus cuatro caños, donde durante
siglos la gente del pueblo iba a llenar sus cántaros y botijos y llevaba a
abrevar a las caballerías, hoy tiene instaladas unas mesas y unos asientos de
piedra delante para que, durante las fiestas, los vecinos puedan degustar las
parrilladas que se hacen a la sombra de los árboles; al fondo las escuelas con
su porche abierto y su reloj pintado, ponen una nota de alegría.
A continuación
la iglesia. Grande, de piedra labrada, resaltan en ella el campanario y el
pináculo de la capilla de san José, que enmarcan su entrada. Ante la puerta una
cruz de piedra, en seguida se nota la discordancia entre la cruz y su peana, la
primera nueva, colocada en el 2004 al romperse la anterior y la peana, antigua,
del siglo XVI, a poco de construirse la iglesia, con una inscripción que dice:
JUAN BASTONES
ESCRIBANO Y CA
TALINA SANCHEZ
SU MUJER AÑO 1571
y en la cara opuesta un escudete con tres clavos, símbolo
de la crucifixión.
A los lados de
la cruz observaremos unos asientos de piedra, corridos, de una gran antigüedad
y otras piedras; una de ellas es la peana de otra cruz que aún conserva parte
de su inscripción: es del año 1666 y fue erigida en memoria de Juan Bastones,
cuyo nombre vimos en la otra cruz. Una curiosa piedra acanalada nos hace
recordar que este pueblo perteneció a la Tierra de Segovia, formaba parte de la
antigua conducción del acueducto segoviano y cuando fue restaurado se regalaron
estas piezas a las poblaciones que habían estado bajo su jurisdicción.
El interior de
la iglesia contiene algunas piezas y elementos dignos de verse. El altar mayor
se adorna con un retablo barroco en el que resalta la figura de San Sebastián,
patrón del pueblo y titular de la parroquia; está sucio y poco cuidado, pero su
factura no es mala. La cúpula, gótica, enseña los nervios apuntados adornados
con medallones en los cruces; a la izquierda del altar mayor está la capilla de
San José, erigida por Luís García Cerecedo, rico hombre que, en el siglo XVI,
se encargaba de proveer de caballerías a la Corte; la capilla, lujosamente
adornada, tiene pinturas de Herrera el Mozo y de francisco Camilo y su retablo
fue construído por uno de los maestros más conocidos de la época: Sebastián de
Benavente.
El templo, de
tres naves, tiene otros dos pequeños retablos en la cabecera de cada una de las
dos laterales, también barrocos y de buena factura.; en la pared sur hay dos
objetos curiosos: uno es un cuadro, grande, barroco, de la Virgen del Cubillo,
ante el que se hace la novena que se la dedica en el mes de septiembre; el otro
es un cristo crucificado, de los siglos XV ó XVI, al que se tiene gran devoción
y cuya festividad, a mediados del mes de septiembre, se celebra con gran
afluencia de público; es el “Cristo de los Mozos”, ya que forman (o formaban)
su cofradía los jóvenes de la localidad al alcanzar su mayoría de edad, en una
suerte de iniciación de paso a la madurez y en la que es típico el lanzamiento
de cohetes acompañado por el repique de campanas mientras se le lleva en procesión por las
calles del pueblo, acompañado por la dulzaina y el tamboril a cuyo son se
bailan, incesantemente, las jotas segovianas.
Antes de
abandonar la iglesia, echad una mirada a la pila bautismal, colocada al fondo,
a la derecha, en un oscuro rincón, y que procede de la iglesia de San
Cristóbal, es de talla románica; mirad también la tribuna, realizada en madera,
y desde la que tendréis una buena vista de toda la iglesia.
Volvemos a la
plaza; se ha renovado recientemente, haciéndola más amplia y más abierta;
antes, por el lado que da a la iglesia, estaba cerrada por unos toriles, ya que
en esta plaza se celebraban las corridas de toros en las festividades, y una
arboleda. A su alrededor se levantan algunas de las mejores casas del pueblo;
frente a la iglesia está el Ayuntamiento antiguo, recientemente restaurado, y a
sus lados las casas de los Gordos y de los Morenos que hasta mediados del siglo
pasado constituían la “aristocracia” del lugar.
Retornando
sobre nuestros pasos cogemos la calle Segovia, arteria principal del pueblo; a
nuestra derecha, haciendo esquina con la primera bocacalle, se ve una casa,
grande, pintada de amarillo, casi enfrente, pero al otro lado de la calle, se
ve una mansión, enorme, de una sola planta; que fue propiedad de la gente más
poderosa de la aldea; en sus salas, muy espaciosas, se jugaba al billar y se
organizaban bailes en los meses de verano; después, vacía ya, han servido sus
paredes de recuerdo de las quintas habidas en el pueblo, con curiosas pintadas
que los actuales propietarios han tapado.
Poco más
adelante, la calle se ensancha y se divide en dos; en la encrucijada hay una
cruz de hierro, fechada en 1620, que hoy día es la parada obligada, durante la
Fiesta del Cristo, de la procesión que recorre el pueblo, y a su vera se procede
al rito de besar los pies de la imagen del crucificado; la calle Segovia sigue
por la derecha; allí mismo vemos la casa que alberga el bar “El Molinero”,
único que queda de los cinco que hubo en el casco urbano hasta los años sesenta
del siglo pasado.
Acaba la
calle, a la derecha vemos el cementerio; torcemos a la izquierda y estamos de
nuevo en la calle Angosta, de dónde hemos salido.
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