-Aquí arriba voy a montar la capilla…
-¿Cómo que aquí arriba?, no, aquí se
hará un puesto de vigilancia, como ya dije.
-Una buena capilla de piedra, no como
la otra; ésta la quiero duradera.
-Martín…. ¿no me estás oyendo?
-Habrá que buscar un buen cantero, no
quiero cualquier cosa.
-¡Fraile!
-Dicen que en Segovia hay unos muy
buenos, tendré que ir a hablar con ellos.
-¡Maldito fraile Martinico! ¿Es que
no me oís?
-Creo, Íñigo, que tendrás que buscar
algo con lo que pagar a los canteros cuando vengan.
-¿No me oís o no me queréis oir? Ni
una blanca voy a poner, ni mío ni de mi gente.
-Claro que… si va a haber dificultades….
Creo que en mi mochila tengo algunos ahorros.
-Vais a conseguir que os eche de
aquí, ¡No necesitamos frailes cabezones y a los que no les importe nuestra
seguridad!
-De buena piedra y con aspilleras,
por si necesitamos defendernos de algún ataque musulmán y, por supuesto, con la
cabecera hacia oriente, hacia la cuna de nuestro Salvador.
-Os dejo, Martín, si no acabaría por
echaros a puntapiés; mañana hablaremos, cuando se os haya pasado esta locura
que os ha entrado.
Y el buen fraile se quedó allí, de pie,
paseando la mirada por la cima del promontorio…
-Habrá que nivelar esto…. (susurró
para sus adentros).
Íñigo bajo del cerro dejando al
fraile midiendo a grandes zancadas el terreno y parándose de vez en cuando como
si contemplara una pared ya levantada o una puerta recién puesta; sentado en
una de las piedras que por allí había, Mikel, el primogénito de Íñigo, le veía
ir y venir mientras lanzaba la mirada a lo lejos, a lo alto de la sierra, como
queriendo ver lo que pudiera haber detrás.
-Martin… ¿Habéis visto esta piedra?
Tiene como signos.
Martín alzó la vista ante las
palabras del muchacho, se acercó a él y miró hacia una gran losa de granito que
señalaba el chico con la mano.
-A ver… sí, son letras.
-¿Letras?, ¿hay algo escrito? ¿qué
es, árabe?
-No…. Parece latín.
-¿Latín?, ¿lo que se dice en la misa?
-Sí, eso…
-Y… ¿qué dice?
-No sé…. Está muy borroso; parece una
lápida de una tumba.
-¿Una tumba?
-Exacto, aquí abajo debe de estar
enterrado algún romano.
-Romano…. ¿Quiénes son esos? ¿Romanos
como el Papa?
-Casi… ¿ves estas letras? Son una S,
una T, otra T y una L….; son iniciales que significan “que la tierra te sea
leve”; una fórmula mágica que usaban los paganos en sus enterramientos.
-¿Cosas de brujas?
-Casi.
Y levantándose volvió a sus
quehaceres de medir y mirar, sonreir para sus adentros y levantar la vista
meneando la cabeza o asintiendo vigorosamente como si se diera a sí mismo la
razón.
Mikel también sonreía mirando al
fraile ir y venir; todos decían que el hermano estaba un poco loco, pero era
simpático y ayudaba a unos y a otros en sus trabajos sin darles la lata
(demasiado) con sus deberes religiosos; era extraño aquel fraile, a veces
parecía recién salido de una taberna o de una pelea entre borrachos y otras
parecía brillar con un halo de santidad como si fuera un ángel o… un duende.
Sí, muchas veces, los chicos hablaban
entre sí de Martín y siempre había alguno que decía que les recordaba uno de
aquellos seres fantásticos que formaban parte de las consejas que sus madres o
abuelos les contaban, de pequeños, cuando llegaba la noche y aún no les venía
el sueño.
-¿Qué, sigue Martín con su gaita de
la iglesia?
-Con esa murga le he dejado.
-¿Por qué se habrá empeñado en
venir?; no te digo yo que más tarde… cuando nos hubiéramos instalado…
-Tiene la cabeza como una de estas
piedras.
-¡O más dura todavía…!
-Sí, ¡seguro que más dura!
-Mañana cortaremos esos árboles de
por allí, así dejaremos limpios los alrededores y tendremos más visión; no
dejaremos que ninguna bestia se pueda refugiar y luego atacarnos.
-Son buenos árboles, nos servirán
para hacer las paredes de las cabañas…
-Luego habrá que darlas de barro por
dentro para tapar las rendijas….
-Sí, ya sabemos cómo son los
inviernos por estos lugares… y en dos meses o menos, lo tenemos aquí.
Al rato vieron bajar al buen fraile,
sonriente como siempre, y comenzó a echarles una mano en todo lo que
necesitaban; ya fuera levantar algún refugio provisional para pasar la noche o
limpiar las orillas del río a fin de poder utilizar el agua más cómodamente.
La noche llegó y en el campamento se
encendió una buena hoguera para cocinar y calentarse, pronto llegaron las risas
y el jarro con la cerveza pasó de mano en mano, hasta los chicos más mayores
probaron del mismo; mañana sería otro día y, aunque ya no tuvieran que
desplazarse, les esperaban tareas más duras: cortar los árboles, acarrear piedras,
levantar las cabañas… y todo ello sin dejar de vigilar y realizando los
trabajos cotidianos para atender a sus necesidades más básicas.
La luna se elevaba entre los
recortados picos de las sierras mientras una fina columna de humo se elevaba
hacia un cielo sin nubes, tachonado con miles de estrellas y, a lo lejos, el
aullido del lobo y el ulular del búho, componían una melodía que, lejos de
asustarles, les indujo a un profundo y reparador sueño.
Ya estaban las cabañas levantadas y,
digamos, la vida había tomado un ritmo que podríamos llamar monótono… cazar,
recolectar, cortar leña, mover las piedras, pescar, coser, alimentarse…. Se
estaban acostumbrando rápidamente al nuevo lugar, más expuesto por abierto
pero, a la vez, más interesante, más libre; Íñigo decidió que era tiempo de
recorrer los alrededores y comprobar que otros asentamientos había por las
cercanías; su propósito era llegar hasta la antigua ciudad de Abila, ver en qué
estado se encontraba, quienes eran sus moradores y tomar contacto con las
comunidades cristianas que encontrara, si las había, en su camino; iría
solamente con su hijo mayor, Mikel, pues no se podía dejar el nuevo poblado sin
el mínimo de gente necesaria; a la vuelta sabrían cual podría ser su futuro, si
es que lo tenían, y llamar a otros colonos para que aquel futuro pudiera ser
real.
La mañana apenas había nacido cuando
Íñigo y Mikel se despidieron de sus compañeros y marcharon en dirección
poniente.
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