9 de mayo de 2017

Tierras del Cardeña. 4

          -Aquí arriba voy a montar la capilla…
          -¿Cómo que aquí arriba?, no, aquí se hará un puesto de vigilancia, como ya dije.
          -Una buena capilla de piedra, no como la otra; ésta la quiero duradera.
          -Martín…. ¿no me estás oyendo?
          -Habrá que buscar un buen cantero, no quiero cualquier cosa.
          -¡Fraile!
          -Dicen que en Segovia hay unos muy buenos, tendré que ir a hablar con ellos.
          -¡Maldito fraile Martinico! ¿Es que no me oís?
          -Creo, Íñigo, que tendrás que buscar algo con lo que pagar a los canteros cuando vengan.
          -¿No me oís o no me queréis oir? Ni una blanca voy a poner, ni mío ni de mi gente.
          -Claro que… si va a haber dificultades…. Creo que en mi mochila tengo algunos ahorros.
          -Vais a conseguir que os eche de aquí, ¡No necesitamos frailes cabezones y a los que no les importe nuestra seguridad!
          -De buena piedra y con aspilleras, por si necesitamos defendernos de algún ataque musulmán y, por supuesto, con la cabecera hacia oriente, hacia la cuna de nuestro Salvador.
          -Os dejo, Martín, si no acabaría por echaros a puntapiés; mañana hablaremos, cuando se os haya pasado esta locura que os ha entrado.


          Y el buen fraile se quedó allí, de pie, paseando la mirada por la cima del promontorio…
          -Habrá que nivelar esto…. (susurró para sus adentros).
          Íñigo bajo del cerro dejando al fraile midiendo a grandes zancadas el terreno y parándose de vez en cuando como si contemplara una pared ya levantada o una puerta recién puesta; sentado en una de las piedras que por allí había, Mikel, el primogénito de Íñigo, le veía ir y venir mientras lanzaba la mirada a lo lejos, a lo alto de la sierra, como queriendo ver lo que pudiera haber detrás.
          -Martin… ¿Habéis visto esta piedra? Tiene como signos.
          Martín alzó la vista ante las palabras del muchacho, se acercó a él y miró hacia una gran losa de granito que señalaba el chico con la mano.
          -A ver… sí, son letras.
          -¿Letras?, ¿hay algo escrito? ¿qué es, árabe?
          -No…. Parece latín.
          -¿Latín?, ¿lo que se dice en la misa?
          -Sí, eso…
          -Y… ¿qué dice?
          -No sé…. Está muy borroso; parece una lápida de una tumba.
          -¿Una tumba?
          -Exacto, aquí abajo debe de estar enterrado algún romano.
          -Romano…. ¿Quiénes son esos? ¿Romanos como el Papa?
          -Casi… ¿ves estas letras? Son una S, una T, otra T y una L….; son iniciales que significan “que la tierra te sea leve”; una fórmula mágica que usaban los paganos en sus enterramientos.
          -¿Cosas de brujas?
          -Casi.
          Y levantándose volvió a sus quehaceres de medir y mirar, sonreir para sus adentros y levantar la vista meneando la cabeza o asintiendo vigorosamente como si se diera a sí mismo la razón.
          Mikel también sonreía mirando al fraile ir y venir; todos decían que el hermano estaba un poco loco, pero era simpático y ayudaba a unos y a otros en sus trabajos sin darles la lata (demasiado) con sus deberes religiosos; era extraño aquel fraile, a veces parecía recién salido de una taberna o de una pelea entre borrachos y otras parecía brillar con un halo de santidad como si fuera un ángel o… un duende.
          Sí, muchas veces, los chicos hablaban entre sí de Martín y siempre había alguno que decía que les recordaba uno de aquellos seres fantásticos que formaban parte de las consejas que sus madres o abuelos les contaban, de pequeños, cuando llegaba la noche y aún no les venía el sueño.
          -¿Qué, sigue Martín con su gaita de la iglesia?
          -Con esa murga le he dejado.
          -¿Por qué se habrá empeñado en venir?; no te digo yo que más tarde… cuando nos hubiéramos instalado…
          -Tiene la cabeza como una de estas piedras.
          -¡O más dura todavía…!
          -Sí, ¡seguro que más dura!
          -Mañana cortaremos esos árboles de por allí, así dejaremos limpios los alrededores y tendremos más visión; no dejaremos que ninguna bestia se pueda refugiar y luego atacarnos.
          -Son buenos árboles, nos servirán para hacer las paredes de las cabañas…
          -Luego habrá que darlas de barro por dentro para tapar las rendijas….
          -Sí, ya sabemos cómo son los inviernos por estos lugares… y en dos meses o menos, lo tenemos aquí.
          Al rato vieron bajar al buen fraile, sonriente como siempre, y comenzó a echarles una mano en todo lo que necesitaban; ya fuera levantar algún refugio provisional para pasar la noche o limpiar las orillas del río a fin de poder utilizar el agua más cómodamente.
          La noche llegó y en el campamento se encendió una buena hoguera para cocinar y calentarse, pronto llegaron las risas y el jarro con la cerveza pasó de mano en mano, hasta los chicos más mayores probaron del mismo; mañana sería otro día y, aunque ya no tuvieran que desplazarse, les esperaban tareas más duras: cortar los árboles, acarrear piedras, levantar las cabañas… y todo ello sin dejar de vigilar y realizando los trabajos cotidianos para atender a sus necesidades más básicas.
          La luna se elevaba entre los recortados picos de las sierras mientras una fina columna de humo se elevaba hacia un cielo sin nubes, tachonado con miles de estrellas y, a lo lejos, el aullido del lobo y el ulular del búho, componían una melodía que, lejos de asustarles, les indujo a un profundo y reparador sueño.
          Ya estaban las cabañas levantadas y, digamos, la vida había tomado un ritmo que podríamos llamar monótono… cazar, recolectar, cortar leña, mover las piedras, pescar, coser, alimentarse…. Se estaban acostumbrando rápidamente al nuevo lugar, más expuesto por abierto pero, a la vez, más interesante, más libre; Íñigo decidió que era tiempo de recorrer los alrededores y comprobar que otros asentamientos había por las cercanías; su propósito era llegar hasta la antigua ciudad de Abila, ver en qué estado se encontraba, quienes eran sus moradores y tomar contacto con las comunidades cristianas que encontrara, si las había, en su camino; iría solamente con su hijo mayor, Mikel, pues no se podía dejar el nuevo poblado sin el mínimo de gente necesaria; a la vuelta sabrían cual podría ser su futuro, si es que lo tenían, y llamar a otros colonos para que aquel futuro pudiera ser real.

          La mañana apenas había nacido cuando Íñigo y Mikel se despidieron de sus compañeros y marcharon en dirección poniente.

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