(continuación)
Nunca más se supo de Julián; su
cuerpo no apareció por ningún lado; se habló de que Cipriano y Matías se habían
tomado unas copas de más antes de salir a buscarle y que el alcohol, mal
digerido, les hizo ver cosas que no existían.
Se contó que Julián no se llevaba
bien con la Remedios y que se inventó la excusa de las vacas para irse del
pueblo a empezar una nueva vida en la ciudad; hasta se dijo que alguien le
había visto en Barcelona; otros decían que había marchado para las Américas.
Cipriano y Matías juraron y
perjuraron que ellos no habían ni olido el vino aquella mañana, quizás sólo una
copa de aguardiente para que el “helazo” no les mordiera; pero que eso lo
hacían todos los días de su vida y nunca habían visto “cosas”.
Lo que nadie pudo explicar, nunca,
fue lo sucedido en la casa de la tía Peñalejas; estaba todo el pueblo
convencido de que allí, en la casa, vivía la anciana; pero cuándo se
preguntaban cuándo era la última vez que la habían visto, todos se miraban y no
sabían a ciencia cierta qué contestar: que si un año, que si dos, que si tres
meses, que si esa no era ella, que si sí…, en fin, que fue imposible ponerse de
acuerdo; y todo siguió así, en un tira y afloja que no explicó nada, excepto la
extraña desaparición del Julián y la comprobación de que la casa de la tía
Peñalejas estaba vacía, ¿desde cuándo? eso ya era otro misterio y del mismo se
siguió hablando durante mucho tiempo; a nadie se le ocurrió volver a poner los
pies en ella; parecía que su destino era arruinarse y caerse a fuerza de
tormentas y nevadas.
Pasaron los años y cuando la casa ya
no era más que un montón de piedras que se sostenían de puro milagro y el
tejado estaba a punto de hundirse y de sus ventanas y de su puerta no quedaban
más que maderas podridas y a punto de desaparecer… ¡sucedió!
Una buena mañana los vecinos que
madrugaron para hacer su labor de cada día vieron, con estupefacción, que de la
chimenea salía un hilo de humo que pronto se volvió una auténtica columna, que
las ventanas y la puerta eran nuevas y estaban cerradas y que el tejado daba la
impresión de que acababa de retejarse al completo.
Aquello causó sorpresa y algo de
temor en los habitantes del pueblo; pocos se acordaban ya de las historias de
la tía Peñalejas y del pobre Julián, pero alguno, ya más mayor, empezó a
recordar aquellos tiempos, quizás por alguna conseja relatada por alguna abuela
o abuelo con buena memoria y la historia, un tanto transfigurada, corrió de
boca en boca y aunque todos la miraban con recelo, ninguno se atrevía a llamar
a la puerta y descifrar aquel misterio que a todos intrigaba.
Y así estaban: la gente pasaba cerca
de la casa, siempre cerrada, siempre humeando y sólo aquella ventana, en la que
de vez en cuando se veía un gato negro asomado, con las contraventanas
abiertas, como un gran ojo, velado por una cortinilla, que te observaba y te
vigilaba.
¿Quién vivía en ella? ¿la tía
Peñalejas?, sólo de pensarlo a más de uno se le erizaban los cabellos y al que
no…es que no pensaba. Hubo, al fin, una reunión en el Ayuntamiento en la que se
decidió que un alguacilillo se acercase a la casa, llamara y se interesara por
quién vivía allí, con el pretexto de alguna cédula o cualquier impuesto; y así
se hizo.
Germán se acercó, con más miedo que
vergüenza, a la casa misteriosa; esa mañana había amanecido clara y limpia, ni
una nube en el cielo, un aire de primavera recorría las calles del pueblo y los
vecinos parecía que sonreían al notar que el buen tiempo se acercaba; sonreían
hasta que veían a Germán, y más de uno se persignó y se volvió a casa, la
cabeza gacha y murmurando algún latiguillo contra el mal de ojo.
Ya estaba frente a la puerta, a pesar
del fresquito a Germán le sudaban las manos; pero no había remedio, el alcalde
era el alcalde y se lo había ordenado:
-Germán, te acercas allí, a la casa
de la tía… bueno, ya sabes a que casa; llamas y dices que ha dicho el alcalde…
no, el alcalde no, mejor dices: que ha dicho el Ayuntamiento que se tiene que
presentar aquí para tomar su filiación para que se le cobre el impuesto de
habitabilidad; sí eso, de habitabilidad… y le preguntas el nombre y la edad… y
que cuántos son en la casa. ¿Enterado?
-Sí señor alcalde… pero… ¿no iré
solo, no?
-¿Con quién vas a ir, si no?
-No sé, el Edmundo podría venir
conmigo.
-No, ni pensarlo, el Edmundo tiene
que quedarse aquí, por si le necesito; llévate al perro, si quieres…
Y allí estaban, Germán y el “Negro”,
mirando la puerta.
(continuará...)
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