Hoy voy a publicar la primera parte de una antigua leyenda de nuestro pueblo; muchos de vosotros la habréis oido contar a vuestros mayores, pero tanto si es así, como si es la primera vez que sabéis de ella, aquí os la dejo. Disfrutadla (si podéis).
Habréis visto, más de una vez, que la
iglesia del pueblo, la parroquia de San Sebastián, tiene tres puertas: una
orientada al norte, que es por la que se entra, otra en la pared sur, enfrente
de la que está abierta y otra a los pies de la nave; estas dos últimas están
tapiadas, cerradas a cal y canto y puede que, alguna vez, os habréis preguntado
el por qué.
Podéis haber pensado que se cerraron
por comodidad, para evitar corrientes innecesarias dentro de la, ya de por sí,
fría iglesia; o, quizás, por seguridad, todos conocemos el refrán que dice:
“casa con dos puertas, mala es de guardar”, no digo nada si tiene tres; o,
simplemente, por no ser necesarias, ya que el pueblo se extiende hacia el norte
y las casas que quedan en las otras direcciones son pocas.
Os habréis fijado, también, que las
dos puertas tapiadas lo han sido en épocas distintas, pues mientras que una, la
del lado este, está cerrada con piedras grandes, más o menos regulares; la
otra, la del lado sur, fue tapiada con mortero y canto rodado, de una manera
más artesanal.
Efectivamente, la primera, la que
está a los pies de la iglesia, se cerró cuando uno de los párrocos, a los pocos
años de inaugurarse el templo, se dio cuenta de que cuando se abría aquella
puerta se formaba una corriente que apagaba las velas del altar, con lo que se
quedaban a oscuras en cualquier momento y más porque esa puerta era utilizada
mayormente por los hombres que o llegaban tarde a las ceremonias o se salían
antes de que acabasen, como suele suceder en casi todos los pueblos
castellanos. La oscuridad de esa zona le impedía ver quién era el causante de
las interrupciones y al no poder amonestar a nadie en particular, acabó por
condenar aquella puerta, terminando, de una vez por todas, con el problema.
Pero la otra puerta tiene otra
historia que nada tiene que ver con la anterior. Sabréis que hasta mediados del
siglo XIX, más o menos, se seguía enterrando a los difuntos en el interior de
las iglesias o alrededor de las mismas, que era como decir en el mismo centro
de la población; ya a finales del siglo anterior, durante los reinados de
Carlos III y Carlos IV se dictaron leyes en el sentido de construir los
cementerios a las afueras de las poblaciones por motivos de salubridad, pero la
desidia y la falta de dineros alargó casi cien años su ejecución.
Pues bien, alrededor de la iglesia de
San Sebastián se erigía el cementerio de Aldeavieja, señalado por cuatro viejas
olmas que muchos de vosotros recordareis, quizás, todavía. Al entrar o salir de
los oficios se pasaba por entre las tumbas y los vecinos aprovechaban para
limpiar o asear las de sus deudos.
Pues bien, allá por los años de 1700
y pico vivía en Aldeavieja un hombre famoso por su mezquindad y avaricia, se
llamaba Antón; este vecino residía en una de las casas más miserables de la
Cabezuela, junto al camino real que llevaba hacia Ávila, solo y amargado, sin
hijos, en tiempos estuvo casado con una mujer del pueblo a la que llevó a la
tumba a causa de las penalidades que la hizo sufrir y la mala vida que la dio,
reprochándole continuamente su culpa por no darle descendencia y pagando con
ella sus malos humores y el exceso que hacía del vino.
En la época de esta historia ya
llevaba más de veinte años viudo y nadie le conocía amistades ni querencias con
ningún vecino o vecina; se le veía en la taberna todas las noches, sentado
frente a un vaso de vino en el rincón más oscuro y apartado; todas las noches
igual, fuera invierno o verano; desde allí, con los ojos entornados vigilaba a
sus convecinos como si contabilizase los vasos que trasegaban y, de vez en
cuando, sus labios, se movían en una especie de maldición o juramento; nada
más; al llegar las doce, cuando el nuevo reloj de la iglesia comenzaba a dar las
doce campanadas que anunciaban el fin de la jornada, se levantaba, más
encorvado y con peor cara que cuando llegaba, y dejando sobre la mesa una
moneda de cobre, marchaba para su casa sin mirar a nadie, sin despedirse de
nadie… como tampoco nadie le miraba al entrar o salir, y si alguna vez las
miradas de alguno se cruzaban con la suya, volvían rápidamente el rostro
haciendo, disimuladamente, una señal para alejar el mal de ojo o escupían
ruidosamente como queriendo echar, lejos de si, cualquier contacto, aunque sólo
fuera visual, con Antón.
Nuestro hombre salía poco de su
vivienda, aparte de sus diarios viajes a la taberna, lo justo para ir a cobrar
las rentas que sus aparceros le debían, y que él calculaba maravedí a maravedí,
sin darles jamás ni un día de aplazamiento y los días de fiesta para ir a misa;
cuando entraba en la iglesia se quitaba el grasiento chambergo, dejando a la
vista de todos su calva blancuzca y brillante que le daba más aspecto de
calavera que de cabeza humana, después se dirigía a lo más oscuro del templo,
junto a la enorme pila bautismal de granito que se había traído de la vieja
iglesia de San Cristóbal y allí, en una mísera banqueta de madera que, un buen
día, apareció en ese lugar, se sentaba toda la ceremonia sin dar señal de vida
o muerte y sin seguir ninguno de los ritos y plegarias que la misa contiene;
sólo se le veía animarse, si es que alguien estuviera tan loco como para
molestarse en ver qué hacía, cuando sonaba el órgano sobre su cabeza, tocado
por el sacristán del lugar, un hombre de unos treinta años que se llamaba
Andrés.
Andrés no era del pueblo; hacía ya
unos cinco años que residía allí; se había casado con una muchacha humilde,
huérfana de padre y madre, que vivía gracias a trabajar de sirvienta con una tía
abuela por parte de madre y a la que cuidaba a cambio de cama y comida; cuando
la anciana murió se casó con Andrés, que ejercía de sacristán a cambio de un
sueldo mísero y ganaba algún dinero más rapando barbas cuando para ello era
solicitado. Tenían tres chiquillos, dos niñas y un niño, que eran las delicias
de sus padres pero que crecían flacos y desnutridos por la pobreza de la casa;
los domingos, o cuando había función en la iglesia o en la ermita del Cubillo,
iban todos con su padre a oírle tocar el órgano, quizás la única cosa que se le
daba bien hacer.
Una noche, mientras Andrés estaba
limpiando las naves del templo y la sacristía después de los Oficios del
Viernes Santo, oyó un ruido a sus espaldas y, algo asustando, se volvió, frente
a él estaba Antón, con su cuerpo contraído, apoyado en una cachaba de nudosa
madera.
-Buenas noches nos de Dios, maese
Antón –susurró con una voz que casi no le salía de la garganta-.
-¡Déjate de saludos!, ¡tengo que
hablar contigo de algo que me interesa!.
-Usted dirá…
-Mira, creo que tú eres la única
persona de este pueblo de la que me puedo fiar un poco; los demás son todos
unos mamarrachos holgazanes, buenos para nada excepto para intentar robarme.
Andrés nunca le había oído soltar tantas
palabras juntas a Antón, así que puso cara de interés y se aprestó a escuchar
lo que el otro quisiera decirle.
-¡Mira, vamos al grano! ¡cuanta menos
coba, mejor!
Andrés cada vez estaba más interesado.
-Soy ya muy viejo, paso con creces de
los setenta y sé que voy a morir pronto; quizás en un mes o dos.
-¡Hombre, maese Antón! Está usted muy
bien aún –mintió Andrés-
-¡Déjate de gaitas y escucha!. No
tengo nadie de familia y no creo que ninguno de los desagradecidos de este
pueblo se preocupe por mi cuando muera…
-Siempre habrá… -empezó a decir el
sacristán-
-¡Qué va a haber!, esos sólo quieren mis tierras y mi
dinero; cuando reviente seguro que se alegrarán más de diez o doce…
-¡Hombre….!
-¡Calla, te digo, y escucha!, te voy
a dar esta bolsa de escudos, pero con una condición…
-Usted dirá…
-Cuando muera, quiero que me
entierres en la tumba que ya tengo apalabrada con el cura; saliendo por la
puerta del monte hay un hueco entre la tumbas de Eliseo y Martín ¿sabes dónde
te digo?
-Sí, sí…
-Pues allí me enterrarás, en una fosa
de ocho pies de profundidad que tú mismo cavarás, sin ayuda de nadie; eso es
importante.
-Entiendo.
-¡Que vas a entender!, pero escucha…
sobre mi cuerpo colocarás una caja que hallarás debajo de mi cama, y pondrás
mis brazos sobre ella… luego echarás la tierra y encima pondrás una lápida que
encontrarás en la cuadra pequeña de mi casa. ¿Has comprendido?
-Creo que sí, pero…
-No hay peros… si estás de acuerdo
está bolsa que tiene cien escudos de oro será para ti, si no estás de acuerdo,
otro se la llevará.
-No, no, maese Antón, estoy de acuerdo con
todo.
-Bien, me lo imaginaba, así podrás
alimentar y vestir a los sarnosos de tus hijos.
-Sí, maese Antón…
-Pero antes, tendrás que firmar este
papel –y mientras le decía esto, sacó con una de sus descarnadas manos, un
pliego de papel lleno de sellos y cubierto con una elegante escritura-. Como no
me fío de ti, ni de nadie, he mandado hacer este escrito a un fiel de Segovia,
en él pone todo lo que te he dicho que debes hacer a cambio de la bolsa; si no
lo cumples y te quedas con los dineros, la Justicia te vendrá a buscar, te
prenderá y te llevará a bogar en las galeras del rey, donde tú penarás mientras
tus hijos y tu mujer mueren de hambre. ¿Lo has entendido?
-Sí, maese Antón, lo he comprendido,
pero no pene usted, que yo cumpliré…
-Calla y firma.
Andrés firmó al pie del documento y
mientras el viejo enrollaba de nuevo el pliego y lo ocultaba entre los faldones
de su viejo capote, le dio con la otra la bolsa con los dineros prometidos.
-No intentes hacerme ninguna
jugarreta o yo mismo vendré de entre los muertos a pedirte cuentas –masculló
entre sus torcidos dientes el anciano.
El viejo le volvió la espalda y,
renqueando, se fue hacia la puerta que daba a la Cabezuela; un airecillo se
coló cuando ésta se abrió y la vela encendida junto al sagrario vaciló
tenuemente. Andrés seguía de pie en medio de la nave con la bolsa en su mano
derecha; la hizo sonar y el limpio choque del oro contra el oro le hizo
sonreir.
–Qué fácil- pensó; -Juana se va a
poner muy contenta cuando se lo cuente-.
Sin darse cuenta empezó a distribuir
aquel dinero en tantas cosas que necesitaban o deseaban que, de pronto, se puso
a pensar si tendría suficiente; los seres humanos somos así, nunca tenemos
bastante o eso creemos.
Cuando Andrés llegó a su casa, y una
vez acostados los niños, refirió a su esposa cuanto le había sucedido,
mostrándole la bolsa llena de ducados de oro; a la luz del candil se quedaron
los dos mirando aquel tesoro que brillaba iluminado por la llama danzante que
parecía concederle vida propia.
-¿No habrá gato encerrado en esto
Andrés?
-¿Qué va a haber, mujer?, no tiene a nadie
y quiere que se le entierre como a cualquier cristiano; no veo nada malo en
ello.
-Y… esa caja de la que te ha hablado…
¿qué tendrá?
- No sé… yo también he pensado en
ello.
-¿Más oro?
-No sé… quizás…
-¿Y se va a enterrar con él?
-Capaz es…
-¡Que desperdicio!, ¡eso no es
cristiano!. Y… el papel que firmaste… ¿qué decía?
-No lo leí, pero ya te he contado lo
que me dijo; es para asegurarse de que cumplimos nuestro acuerdo.
-¿Seguro que sólo eso?
-Ya te digo que no lo leí…
-No me gusta…
-Si quieres le devuelvo el dinero y
rompemos en trato…
-¡No, no, eso no! Para que otro se
quede con el oro… buena falta nos hace a nosotros.
Y en estas pasaron los días y nada
ocurría en la aldea; la primavera verdeaba los campos y algunas tímidas flores
empezaban a despuntar coloreando las praderas; el tomillo, la mejorana, el cantueso
florecían y llenaban las frescas mañanas con su aroma.
Una noche de principios de mayo Antón
no acudió a su cita diaria en la taberna con su vaso de vino; su ausencia
extrañó a todos, pero no duró más que un rato de charla hasta que a la noche
siguiente sucedió lo mismo; todos fueron de la opinión de que algo debería
haberle pasado, mas ninguno se atrevía a llegarse a su casa y comprobar si le
había ocurrido algo. La noticia llegó a oídos de Andrés y esa misma tarde, tras
consultar con su esposa y con el señor cura, se armó de valor y se llegó a la
casa del ausente.
La puerta estaba cerrada y aunque
golpeo con fuerza con la aldaba llamando al propietario, nadie contestó ni se
oía ruido alguno en el interior. Varios vecinos observaban de lejos la escena
sin atreverse a intervenir, pues la mala fama de Antón alejaba a cualquier
curioso y nadie se iba a entristecer si hubiera muerto, todo lo contrario,
sería un alivio, sobre todo para sus numerosos aparceros.
Andrés rodeó la casa y cuando llegó a
las tapias del corral saltó por ellas; un corralillo de mala muerte, con un
pozo en un rincón y dos puertas, una que daba a una cuadra y otra a la
vivienda, como era lo normal en casi todas las casas; abrió la puerta de la
cuadra y allí, en un rincón, iluminada por el sol que entraba por un ventanuco,
vio una lápida de mármol, se dirigió allí y leyó:
“Aquí iace Antón Moreno Bargas”
y, debajo, una figura que era como
una estrella de cinco puntas encerrada en un círculo, en el centro, muy
pequeña, que sólo una vista penetrante podía adivinar, había una cabeza de
cabra.
-Así que es verdad que tenía
preparada su lápida –pensó Andrés- pero ni una cruz, ni el R.I.P., ni nada más…
Al salir de la pequeña cuadra, donde
no había, desde hace mucho, ningún animal, Andrés se dirigió a la puerta que
daba a la vivienda y, al empujarla, sintió que cedía y que se abría.
-También ha previsto esto –musitó-.
Un pequeño y angosto pasillo de suelo
de barro apisonado daba a la sala, pequeña y oscura; dentro de la casa hacía un
frío de mil demonios y sólo la luz que entraba por una pequeña ventana junto a
la puerta de salida a la calle iluminaba levemente la estancia; Andrés nunca
había estado allí, pero todas aquellas casas eran más o menos iguales, se asomó
a un hueco a la izquierda y vio un camastro sin más ropas que una desgastada
manta negruzca por los años y la porquería junto a un arcón, grande y oscuro
que contendría la ropa de la casa, un fuerte olor a orines secos le cortó la
respiración y luego se asomó a otro hueco que se abría a la derecha; allí,
echado en un viejo sillón frailuno estaba Antón; frente a él estaba la
chimenea, ahora apagada, pero llena de cenizas blanquecinas; una mesa, junto al
sillón, soportaba un plato de barro donde quedaban restos de sopas y una copa
de metal con algo de vino tinto; encima del regazo de Antón un gato rubio miró
desconfiado al intruso y maulló quedamente, cuando vio que Andrés se acercaba,
saltó con un bufido y fue a perderse en algún rincón de la casa.
Le tocó en el hombro y le movió por
ver si estaba dormido, pero como ya sabía, todo le confirmó que había
fallecido, los ojos muy abiertos, sin brillo, fijos en las cenizas, la cabeza
ladeada con una mueca que, si fuera sonrisa, sería la que gastaba el diablo y
las manos frías y pálidas; en una de ellas había un papel, lo cogió y pudo leer
en una letra enrevesada:
“Que me entierre Andrés el sacristán”
(continuará)
Qué interesante! Espero ansiosa la continuación de la historia!
ResponderEliminarMe gusta todo lo que escribes sobre Aldeavieja. (Continua asi)
ResponderEliminarQuiero saber en que termina esto!!!
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