Todos conocemos las fuentes y
manantiales que hay en las tierras de Aldeavieja y aunque algunas han
desaparecido o se han perdido, aun nos surten de agua fresca y pura muchas
otras diseminadas por diversos lugares; sus nombres, curiosos a veces, nos
remiten a épocas pasadas y, en algún caso, a sucesos o hechos que ocurrieran en
sus proximidades o por su causa; la Jarrera, Meamulos, el caño del Valle,
Matancavera, el Soto, las Majás, la Marquesa… son algunas de ellas, con nombres
sonoros y evocadores. Hoy nos vamos a fijar en esta última, la Marquesa, para
contaros una extraña historia que dio nombre a este manantial, hoy fuente, hace
ya muchos años.
Allá, por mil setecientos… y pico, en
la cercana mansión de Tabladillo, propiedad de los marqueses de Peñafuente,
moraba aquella primavera una de sus hijas, la mayor, a la que habían enviado
allí sus padres para curarse de una molestia en los pulmones, a recomendaciones
del médico familiar, pensándose que el aire puro de la sierra le aliviaría de
sus dolencias.
Carmen, que así se llamaba la joven,
ocupaba sus días en paseos, siempre acompañada por una de sus sirvientas o por
algún mozo de la finca si las mujeres estaban empeñadas en alguna otra labor;
la gustaba acercarse al vecino pueblo de Blascoeles o al de Aldeavieja y
recorrer sus calles empedradas de redondos guijarros por las que correteaban
las gallinas y los niños.
Otras veces componían la calesa y con
una o dos criadas se acercaban al santuario de la Virgen del Cubillo y, una vez
allí, merendaban en la pradera, a la sombra de los álamos, y después de ver la
imagen sagrada, volvían al palacio entre risas y canciones.
Pero, lo que más le agradaba a Carmen
era preparar a Morito, un caballo blanco de pura raza andaluza, y montada en
él, como hacía desde su infancia, galopar por la dehesa, subir por las laderas
de Silla Jineta y pararse, al bajar junto a un manantial de agua cristalina que
manaba a igual distancia del pueblo de Aldeavieja y de su finca de Tabladillo.
Aquel manantial se abría, como una
boca, en una ladera que bajaba desde el cerro Pelado, poco antes de llegar al
camino real que conducía a Ávila; en esa época del año, la ladera era un manto
verde de hierba espesa y suave salpicada acá y allá por miríadas de pequeñas
flores lilas, blancas y amarillas; el agua brotaba limpia y cristalina, clara y
fresca después de deslizarse por las entrañas de la montaña recogiendo los mil
y un pequeños arroyos subterráneos que serpenteaban en sus ocultos recovecos y,
a su alrededor, cuatro árboles centenarios, nudosas encinas de las que nadie sabía
la edad, sombreaban el paraje.
Siempre aseada, pues los pastores se
ocupaban de mantenerla libre de molestos bichos, no dejaban que el ganado se
acercase a beber en él y se sentaban a su vera con la navaja y el pan para
almorzar y tener a mano la bebida; sólo el amo y su fiel perro tenían derecho a
gozar de su frescura mientras las ovejas, las cabras u, ocasionalmente, alguna
vaca, debían de hacerlo en una poza que, a tal efecto, se había formado más
abajo con el agua que se desbordaba del manantial. También, en un rincón de la
pocilla se guardaba un vaso hecho de cuerno de vaca, primorosamente labrado con
un cuchillo por las manos hábiles de algún pastor, para ayudar a los sedientos
a gozar de aquellas cristalinas aguas.
En aquel lugar paradisíaco paraba
nuestra protagonista después de galopar por la dehesa; desde allí podía
contemplar las edificaciones de su finca y los pueblos hermanos de Aldeavieja y
Blascoeles; la llanura castellana se extendía a sus pies y sólo los manchones grises
de las encinas rompían la monotonía de las tierras ocres o las sementeras que
verdeaban.
Pero no eran sólo estas delicias
paisajísticas las que atraían a nuestra marquesita hasta la fuente; había un
joven, un estudiante, hijo del médico del pueblo de Aldeavieja, que también se
recuperaba de una grave enfermedad que le había mantenido entre la vida y la
muerte y al que, su propio padre, había retenido entre los aires sanos y puros
del lugar para que se restableciese.
También él se acercaba, casi
diariamente, hasta aquel lugar, para gozar de la soledad del paraje y
reconfortarse de cuerpo y espíritu. Llegaba, se tumbaba sobre la mullida hierba
y dejaba pasar las horas observando las cambiantes formas de las nubes que
volaban sobre su cabeza. En una de aquellas excursiones coincidieron los dos;
el joven, que se llamaba Gregorio, quedó inmediatamente fulminado por la
belleza de aquellos ojos que le sonreían; ella no fue ajena a aquel
arrobamiento y también sintió en su pecho una aceleración que nunca antes había
experimentado.
Aquellas primeras miradas y las
palabras que siguieron luego les hicieron comprender que eran almas gemelas,
que estaban hechos el uno para el otro y así nació un amor que nada ni nadie
parecía capaz de destruir.
Carmen no volvió a sus excursiones al
Cubillo, ni su caballo volvió a conocer otro camino que el que llevaba hasta
aquella pradera donde el manantial podía refrescar los ardores que ambos
sentían. Así pasaron las semanas, a la primavera siguió el verano y nuestros
dos enamorados se veían, casi diariamente en aquel templo que habían creado
alrededor del agua siempre clara. Se prometieron amor eterno y tejieron planes
juntos, boda, hijos, viajes… todo un futuro de eterna felicidad.
Pero el verano también acabó y, en septiembre,
cuando las fiestas de la patrona terminaron, el marqués apareció en su heredad
y se llevó a su hija, a la que encontró totalmente restablecida, para Madrid,
sin darla tiempo a despedirse de Gregorio.
Cuando nuestro joven acudió, como hacía todos
los días, a su cita junto al manantial, esperó… y esperó hasta que las
estrellas aparecieron en el cielo y la noche le obligó a retornar a casa de sus
padres; y así un día, y otro; intrigado, asustado, triste… se hizo el
encontradizo con uno de los jornaleros de Tabladillo y al preguntar, como de
pasada, por la joven marquesita, comprendió que no la volvería a ver.
Su cuerpo, casi restablecido, retornó
a su debilidad anterior y su padre no comprendía que mal repentino le había
alcanzado para, en cuestión de días, perder lo que había recuperado en los
largos meses de primavera y verano.
Cuando, al año siguiente, Carmen
regresó a su finca y, ansiosa, buscó el refugio de la fuente, esperando, sin
esperanza, reencontrar a Gregorio, sólo vió una sencilla lápida de granito,
bastamente trabajada, en la que se señalaba que allí, bajo ella, descansaba el
cuerpo de Gregorio…
Al nacer el día, mientras los
pastores arreaban las ovejas hacia los verdes pastos de las laderas de la
sierra, los ladridos de los perros llamaron su atención hacia la fuente, y
allí, sobre la fría lápida, encontraron el cuerpo sin vida de Carmen.
Cuando la noticia llegó a los
respectivos padres de nuestros desgraciados amantes, acordaron enterrarlos
juntos, grabando en la tumba sus nombres; aún se puede ver dicha lápida en el
suelo de la iglesia de San Sebastián, en el pasillo central de la nave veréis
una calavera esculpida y si fijaseis mucho la vista, quizás podríais adivinar
una fecha casi borrada y unos nombres, de los que poco queda, tras las pisadas
de los fieles durante más de doscientos años.
Los lugareños llamaron, ya para
siempre, a aquel manantial, la marquesa;
en recuerdo de aquella pareja que vivió junto a ella una gran historia de amor.
La fuente de "La Marquesa" en la actualidad.
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