Existe un lugar, entre el límite de
Blascoeles y Aldeavieja, junto a la carretera nacional, que lleva por nombre
Cabeza Gonzalo; todos lo conocemos y desde allí hay una bonita vista del
pueblo, tendido a los pies de la sierra y asomando entre sus casas la alta
torre de la iglesia; tal vez no se sepa de dónde viene el nombre, por lo que
voy a intentar explicarlo.
La historia se remonta a los primeros
años del siglo XII, hacia 1109 poco más o menos; los diversos reinos en que se
encontraban divididos los cristianos se encontraban inmersos en la tarea de
expulsar a los invasores árabes que, tres siglos antes, se habían hecho dueños
de la península ibérica; ello no obstaba para que las guerras entre ellos estuvieran
a la orden del día y en una de ellas sucedieron los hechos que vamos a contar a
continuación y que sirvieron de marco a nuestra relación.
En Castilla reinaba Alfonso VI que, a
fin de asegurar a su descendencia el señorío sobre todas las tierras
conquistadas a los infieles, casó a su hija, la famosa doña Urraca, con el rey
de Aragón Alfonso I, con lo que el hijo que tuvieran heredaría los reinos de
Castilla, León, Aragón y Navarra, quedando como señor absoluto de la Hispania
cristiana; doña Urraca ya tenía un hijo de un anterior matrimonio, el infante
Alfonso Ramiro (o Raimúndez, según algunas fuentes), con lo que a causa del
nuevo matrimonio, perdería sus derechos a reinar.
En medio de todos estos hechos
ocurrieron dos cosas que cambiaron toda la historia y que convirtieron aquel
momento en uno de los mejores y más enrevesados capítulos de un culebrón
televisivo: por un lado moría el padre de doña Urraca, dejando a ésta al mando
del reino castellano; por otro lado las relaciones matrimoniales entre el rey
aragonés y la reina castellana no eran nada cordiales, dicho en tonos suaves,
infidelidades varias, caracteres incompatibles, etc…; si a esto añadimos los
intereses de la nobleza, divididos entre la obediencia a doña Urraca, sus
intereses políticos y/o económicos y algún rasgo de patriotismo, nos
encontramos con que el bueno de Alfonso I el Batallador, señor de Aragón,
invade las tierras de su mujer a la cabeza de un potente y aguerrido ejército,
derrotando a castellanos y gallegos en sendas batallas ocurridas en 1110 y
1111.
Al año siguiente el ejército aragonés
se presenta ante las murallas de Ávila, exigiendo su rendición o el juramento
de fidelidad a su rey; los abulenses piden tiempo para reflexionar y sus
sitiadores instalan el campamento al noreste de la ciudad, en una gran llanura
regada por frescos y cristalinos arroyuelos.
Ocurría que el hijo de doña Urraca,
el infante Alfonso, había sido llevado a la ciudad al considerarla como el
sitio más seguro de toda Castilla a causa de sus sólidas murallas y del valor
de sus habitantes; el Consejo de la ciudad previendo, como había previsto, el
sitio del ejército aragonés, había pedido a la nobleza campesina que acudiera
con sus huestes a fin de defender la ciudad y al infante. Enterado de ello el
rey aragonés, reclama al Consejo que le sea permitido entrar en la ciudad,
acompañado sólo de su séquito, para comprobar que el infante, en ese momento
teórico sucesor suyo en el trono, se encuentra en buen estado y por su propia
voluntad, sin estar retenido ni obligado.
Al Consejo le parece oportuna la
petición y accede a ella; entonces don Alfonso exige, como garantía de su
seguridad, la entrega de sesenta rehenes, de entre la nobleza abulense, que
serán devueltos una vez él haya visto al niño infante.
Y es aquí donde entra en juego
nuestro pueblo, ya por entonces uno de los más importantes entre Ávila y
Segovia y en una zona desde la que se dominaba la llanura castellana y el paso
de la sierra que los separaba de los reinos musulmanes; en él tenía su casa
solariega un hidalgo, don Gonzalo Zerecedo, maestre de armas y guardián de los
pasos del Campo Azálvaro; junto a él una hueste de diez hombres a caballo y
veinte arqueros vigilaban los caminos que atravesaban los altos de la sierra, siempre
dispuestos a avisar de cualquier incursión agarena y a repelerla si ésta no
fuese muy numerosa; don Gonzalo, junto con sus hombres, había sido uno de los ricos homes llamados a la defensa de la
capital y del infante en aquellos momentos de inseguridad ante los avances de
las tropas aragonesas.
Don Gonzalo fue, voluntariamente, uno
de los sesenta rehenes que pasaron al campo aragonés mientras el rey iba a
comprobar la situación del infante.
Y retomamos la historia, don Alfonso
se acercó a las murallas mientras los rehenes marchaban hacia su campamento; al
llegar ante las puertas decide no entrar, conformándose con que le enseñaran,
desde las almenas, al infante; se cumple su voluntad y éste le es mostrado
desde lo alto de los muros; el rey lo ve y se da media vuelta hacia sus reales;
al llegar a ellos, furioso quizás por no haber podido doblegar a los abulenses
o enajenado por algún disgusto desconocido, manda matar a los rehenes y
descuartizarlos, ordenando a continuación que sus cabezas fueran hervidas en
unas grandes ollas llenas de aceite; después de aquella sangrienta y sádica
jornada don Alfonso manda levantar las tiendas e inicia la marcha en dirección
a tierras gallegas a fin de reducir algunos centros enemigos que resistían.
Cuando el Consejo de la ciudad vio
que los aragoneses abandonaban el campo y marchaban hacia el norte y que los
rehenes no habían regresado, temiéndose lo peor mandaron a unos caballeros para
que reconociesen el terreno, encontrándose éstos con la salvaje acción del
aragonés que había abandonado los cadáveres de los sesenta caballeros como
pasto de los perros y de las aves; aterrados volvieron a la ciudad para dar
cuenta de lo que habían visto.
El Consejo, enfurecido mandó a dos
voluntarios para que alcanzasen al rey felón y le exigieran cuentas de sus
actos. Pero esa es otra historia; lo que nos interesa es que las cabezas de los
infortunados fueron entregadas a sus familiares, ya que los cuerpos estaban
totalmente irreconocibles por su fragmentación y por estar casi devorados, para
que fuesen enterradas cristianamente en sus lugares de origen.
Desde entonces, aquellas praderas al
noreste de la ciudad fueron llamadas Las Hervencias, por haber servido para
hervir a los nobles abulenses.
La cabeza de don Gonzalo fue llevada
a Aldeavieja y su viuda ordenó fuera enterrada en aquel punto, viniendo de
Ávila, desde el que primero se divisase el pueblo; aquel lugar, desde entonces,
pasó a llamarse Cabeza Gonzalo en honor del hidalgo y aunque allí se plantó una
cruz de piedra con una leyenda en la que se contaba el infortunio y la grandeza
de nuestro caballero, ésta, con el paso de los años, desapareció, así como toda
memoria de infortunado que allí descansa.
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