No
sé si recordaréis que hace tiempo presenté en este bloc un cuento de José
Zahonero “El
santero de la Virgen del Cubillo”;
hoy hago lo mismo pero con otro distinto: “El
borriquillo de Mingorría”,
aparecido en la revista “Blanco y Negro” el 27 de agosto de 1898. Ya os dije
que este escritor era hijo de José Clariso Roque Zahonero de Robles Uzabal,
nacido en Aldeavieja, y aquí se encuentran registrados antepasados suyos hasta,
por lo menos, 1734 y, aún hoy, el apellido Zahonero se pasea orgullosamente por
Aldeavieja; pues bien, estas raíces hicieron que el paisaje y las costumbres de
nuestro pueblo aparecieran en numerosos relatos y cuentos suyos, como este.
En Mingorría, pueblo de
panaderos, que se halla a no mucha distancia de la ciudad de Ávila; en
Mingorría, pueblo de hornos profundos, casi siempre encendidos, que lanzan al
espacio negras columnas de humo y exhalan un gratísimo olorcillo de pan
caliente, vivían un viejo vendedor de pan y su hija, mozuela de dieciocho años
muy floridos.
Señor Pascual, ó tío
Moraña, y Gabriela habitaban en las afueras del pueblo. Una covachita ó
madriguera con honores de casa, y sólo ésta y un espacio reducidísimo, cercado
de piedra y que servía de corral eran los bienes que poseían..... Es decir, hay
que hablar de un asno, al cual no sabemos si comprenderle entre las propiedades
o si contarle en el número de las personas como la tercera de la familia. Años
hace (aún vivía la mujer del tío Pascual) llegó al pueblo un gitano con un asna
y un buchecillo. Aquélla se murió a las pocas horas de llegar a Mingorría, y el
gitano enfermó de pena; y gracias a la caridad de la madre dé Gabriela, se vio
asistido durante la enfermedad y curado, y por esto al despedirse el pobre
zíngaro de la buena mujer la dijo con lengua muy ceceante y palabrera:
- “Comarita de mi arma y
de miz clisos, ¡premita Dioz que ozté y tooz loz de ozté tengan zalú y güeña
monea en ezta bía y dimpuéz ze vean oztéz en laz mezmaz camaritaz de la gloria
a la vera de Dioz y de loz angelicoz, porque lo que ozté ha jecho por mí… la va
á trae á ozté toaz laz bendisiones der sielo!. No tengo guita ni máz que un
queré y un aquél que ziento por ozté de la mucha ley que lai tomao por zaz
güenoz proseeres pa conmigo. La burra que ze me murió era una Matusalena, y no
lo poía dezimulá eya, por máz que la habían pintao eztaz manoz y retocao mejó
que puea dir una vieja de lo mejó der zefiorío de la corte de Madrid, y azina
como eztaba iba yo a endirgárzela ar primé pipi que ze babiea dejao pezcá.
Aquéya, manque viviera no ze la hubiea dejao á ozté; pero er buche ez máz fino
cun prínsipe rial, y como he guipao que á la chavaliya de ozté le jase grasia
er angélico, ahí ze lo dejo pa ricuerdo de un hombre agradesío”.
Esto dijo él
gitano, y el buchecillo quedó en la casa y se crió con Gabriela, así como los
potros sé crian con los niños en las tiendas de las kabilas del Sahara. En
Gabriela fundaban Pascual y su mujer sus esperanzas, pues andando el tiempo se
haría moza y podría casar bien y prestar remedio a la pobreza de sus padres; y
no menos risueño sería el porvenir cuando el buchecillo se hiciese todo un
burro, y entonces Pascual no tendría que alquilar una mula para llevar el pan a
la ciudad en los días de mercado
Corrieron,
saltaron, jugaron como dos hermanitos Gabriela y Maruso, que tal nombre dio la
muchacha al asnuelo, y así, dulce é insensiblemente, la niña y el borriquillo
fueron creciendo. Al año de ocurrir la muerte de la madre de Gabriela, ésta era
una moza hecha, pero muy bien hecha, y derecha como el más gallardo pino de
Miraflores de la Sierra. Maruso, el buche, era ya un soberbio burro (es decir,
soberbio precisamente no; queremos decir que era un burro de valía); y como tío
Pascual estaba ya viejo y a Gabriela, según ella decía, “nadie la iba á comer”,
aunque pensamos que no sería por falta de gana en los muchos que al verla
admiraban la bizarría de la moza, sino que no intentarían comérsela por temor
a los buenos puños de la panadera; y en fin, cómo se hacía necesario ganar la
vida, Gabriela se encargó de llevar el pan a la ciudad, y era un contento verla
entrar por las magníficas puertas de la venerable muralla jinete en el borrico,
gallardamente erguida entre los dos anchos serones cargados de las grandes hogazas,
y con su blanco cuello y sus hermosos brazos y su rostro lozano despertando más
apetito que la sabrosa mercancía que ella importaba a la noble ciudad de los
Caballeros.
Bien abrigada por
el invierno, con los recios refajos en la cabeza, iba y venía Gabriela del
pueblo a la ciudad con gran rapidez.
Llevaba Maruso un
trote muy vivo e iba despidiendo por sus dilatadas narices nubecillas de vapor
del cálido aliento, como si caminara fumando con una pipa en la boca, o más
bien como si con el resoplido, la celeridad y el vaho hubiese querido parodiar,
a una locomotora. No necesitaba Maruso ni vara ni espolín. Bastábale que
Gabriela le hablase. Se entendían. “Arre, Maruso. Pus no te entontas tú por naa,
que se diga”, exclamaba Gabriela; o bien: “|Sóo! ¡para, Maruso! Pus no estás tú
hoy poco alocao! Lo menos que se te figura es que todos los días vamos a la
romería del Cubillo o de feria a la Moraña”.
Aquel viaje de la
ciudad al pueblo y del pueblo a la ciudad, era agradabilísimo en primavera; a
Maruso érale dado hartarse de verde, en tanto que Gabriela se detenía a lavar
en algún arroyo el pobre hatillo de ropa blanca.
El burro era listo
y astuto cuanto Gabriela algo torpona y terca. jDime con quién andas…!
La poca civilidad
de Gabriela parecía que se la había llevado el asno; ésta, sin querer, se la
había transmitido al Maruso, porque Maruso era doctísimo en malicias. Asno de
buen pelo gris oscuro, que, como peto, en pecho y panza tenía una franja
blanca; avispados ojos, inquieta y significativa cola (que no merece, por lo
muy intelectual y expresiva, el grotesco nombre de rabo), y orejas magníficas;
no hay otra manera de decirlo, ¡magnificas! amplias y agudas, admirablemente
acaracoladas en su base, y muy afiladas en sus puntas; eran sensibles, y
habíalas dotado Naturaleza de movilidad tan fácil, que servían para revelar el
gozo cómico de igual manera que la emoción dramática.
Moza y asno vivían
alegres.
Pues bien; un día
notó Gabriela que el asno se asustaba demasiado, poco después que no caminaba
de prisa ni con la seguridad de costumbre, y al cabo de algún tiempo, cogiendo
Gabriela el cuello de Maruso y poniendo su cara frente a frente de la cabeza de
su burro, le miró a los ojos y exclamó aterrada:
-Tié dragón! Es el mal
que tié: ¡dragón! ¡Tié dragón! Apuesto á que tié dragón.
Diciendo ésto, se echó a
llorar, gimoteando con hipo y lamentos recios, con fuerza, que en todo la ponía
su robusta naturaleza. ¡Enfermo el burro, sostén de la casa, sostén del pobre
viejo...!
-¡Estas sí que son, estas
sí que son penas! gritaba Gabriela inconsolable. ¡Pobretico Maruso, ¡puede
quedarse ciego¡
Viole el
veterinario, y se encogió de hombros; podía ser que fuera dragón, esa larga
nubécilla que aparece a veces en los ojos de las bestias, o podía ser que no
fuese dragón, sino que le atacaran cataratas, y entonces no tendría cura.
De esto no entendía
el veterinario.
Nada dijo Gabriela.
Arte se dio buena para ocultar a padre la semiceguera de Maruso; salía de casa,
cargaba los serones de hogazas, montaba airosamente, y canta que canta, muy
alegre, emprendía el camino, conduciendo con la vara y el ronzal diestramente
al asno; pero después tenía que desmontar, la mayor parte de las veces para
servir de guía y llevar ella al burro como un lazarillo a un ciego.
Padre llegó a preguntar
qué era lo que le acaecía al Maruso, y al saber que éste estaba ya medio
cegato, echóse también a llorar, más de desesperación que de pena, y dijo:
-Ya no habrá más sino
matarle y sacar lo que nos dieren por el pellejo. Palabras que hicieron que
Gabriela se estremeciese de espanto tal, que concibió un pensamiento, y fué el
de irse a la ermita del Cubillo, allá en Aldivieja; y en efecto, fuese en un
carro de labradores, y llegó á la ermita, postróse ante la linda imagen de la
Virgen de los pastores, de los rudos labriegos, de los pobres y humildes.
-¡Virgen mía, da vista al
burro! ¡Sabes, soberana Señora, que él es nuestro sostén; sin el burro no
podremos vender en la ciudad, no tenemos dineros para mercar otra bestia; padre
es viejo, y yo, madre mía, no sabré remediarme!
Lloró, rezó, y
llena de santa fe, de esa dulce confianza que en las almas puras deja la
oración, salió de la ermita, tranquila, pero aún con lágrimas en los ojos.
-Calle, dijo el
señor vicario, que se hallaba a la puerta de la ermita. ¡Gabriela la
mingorriana! ¿Qué te trae por aquí? ¿está enfermo tu padre?
Contóle Gabriela al
señor vicario lo que la ocurría, y grande fué el asombro de ésta cuando oyó
decir al anciano:
-Pues mira, no te apenes.
¿Ciego? Mejor que mejor. Se murió el burro que teníamos; así pues, te merco yo
el vuestro para ponerlo en la noria de la huerta, y ya está todo acabado. Con
el dinero mercáis otro, y listos.
¡Milagro, sí,
milagro! Loca de alegría tornóse al pueblo Gabriela, y a los pocos días
hallábase el burro en el huertecito del Cubillo. ¡Ah! ¡Pero qué aflicción
sintió Gabriela al despedirse de él! Ya atado se hallaba el pobre Maruso a la
noria, cuando sintió que a su cuello se prendían los brazos de su amiga.
¡Lástima es que no hubiera podido comprender las palabras que Gabriela le
dirigió!
-Maruso, estás ciego,
¡pobrecico! pero te quedas aquí, aquí, para servir a la Virgen, a la misma
Virgen, que por nosotros ha hecho un milagro. ¡Servir a la Virgen! ¡Por ella
daría los ojos, por ella he hecho una promesa: venir descalza todos los años a
la romería!
Luego, ya lejos de
la ermita, camino del pueblo, volvió la cabeza y vio en el huerto al burro,
ciego, que daba vueltas y más vueltas a la noria, y sintió la moza una profunda
pena, el apenamiento mayor que hasta entonces había sentido.
-Mia tú; después de
todo, asina vivimos los pobres; tira que tira, cegatos y sin salir de lo mesmo-,
pensó sin ella hacerse cargo de lo profundo de su pensamiento.
No hay comentarios:
Publicar un comentario