La noche hacía
horas que había cerrado, las estrellas se escondían y volvían a aparecer entre
jirones de nubes que el viento desgarraba; Doroteo volvía al pueblo tirando del
asno cargado de leña; el invierno se había presentado más frío de lo normal y
las podas realizadas en el cercano robledal y en el pinar de la sierra no daban
abasto para cubrir las necesidades de los vecinos; él mismo había tenido que
recurrir a la fresneda del pueblo vecino para abastecerse, había aprovechado
las horas en que el día moría para, al amparo de la oscuridad, cargar el
borriquillo con la entonces preciada mercancía, sin riesgo a ser descubierto y
denunciado.
El camino se empinaba poco a poco hacia la aldea cuando llegó a la bifurcación, sin dudar se dirigió por el de la derecha, más estrecho y pino, pero que le cubriría más de las difíciles, pero no imposibles, miradas de algún vecino.
Dio un tirón a las riendas del animal para
que éste avivase el paso y poder subir con más comodidad la cuesta; delante
suyo, a la derecha, destacaba sobre la nieve la oscura masa de la
iglesia-convento, de la que sobresalía la triangular espadaña, como un reto,
hacia el cielo. Apresuró el paso, se contaban cosas muy extrañas sobre aquella
iglesia, que estaba bajo la advocación de San Cristóbal, desde que se construyó
la nueva y los monjes habían ido marchando poco a poco; en esa época ya sólo
quedaban dos o tres, que se habían resistido a abandonar el lugar donde habían
permanecido toda su vida.
Soplaba el viento silbando entre las ramas
de los árboles que lindaban la parte izquierda del camino; Doroteo iba pensando
qué calles escoger para llegar a su casa cuando algo le hizo levantar la vista
del camino; se paró un momento, apretando fuertemente las riendas del animal
con las manos; le había parecido escuchar algo; miró a su alrededor; a su
izquierda la oscura pared de los árboles, a la derecha el montículo blanco
coronado por el convento... sí, allí, sobre la nieve de la ladera, unos veinte
pasos delante suyo, destacaba un bulto oscuro, una forma que se movía en
extrañas contorsiones, como celebrando un rito oscuro y olvidado; Doroteo se
arrimó a los árboles con el propósito de pasar inadvertido, fijó detenidamente
la vista en aquella figura, sí, era un monje, la oscura capucha le cubría la
cabeza y el blanco cordón destacaba atado a la cintura; ya Doroteo se disponía
a acudir a su lado por si necesitase su ayuda, cuando lo que vió le hizo
apretarse contra los árboles con la boca y los ojos abiertos por el asombro.
El que le había parecido un monje se
desprendió del hábito, sacándoselo por los hombros, y ante sus ojos atónitos
quedó una mujer, desnudo el cuerpo, con larga cabellera rubia, que parecía
bañada por una luz que emanaba de ella misma.
Permanecía de espaldas a él, con los
brazos levantados, y pudo escuchar una palabras, para él incomprensibles, pero
que parecían taladrar la noche:
Quid
loqueris et ubi, de quo, cui quomodo, quando...
Sonaban como una pregunta, altanera,
impertinente, y a Doroteo le pareció que, por un momento, así debían hablar las
diosas paganas a las que algunas veces se referían sus abuelos.
La mujer permanecía de espaldas, quieta,
como indiferente al frío reinante; su cuerpo blanco parecía confundirse con la
nieve; de pronto comenzó a andar, despacio, pero decididamente, hacia el
convento, subió los escalones de piedra que llevaban a la puerta de la iglesia
y golpeó ésta, repetidamente, con el puño cerrado; al cabo de un momento la
puerta se abrió y la mujer desapareció de su vista...
Todavía aturdido por lo que había visto,
Doroteo parecía un árbol más junto al camino; se frotó los ojos, sobre la nieve
permanecía el oscuro hábito que la mujer llevaba puesto, no había sido una
visión...
Al fin se decidió, ató el asno a un tronco
y fue siguiendo las huellas que los pies de la mujer habían dejado sobre la
nieve; pronto llegó hasta el portón, con precaución lo empujó, notando,
sorprendido, que cedía ante su presión; despacio fue abriendo la hoja y se
asomó al interior; reinaba la oscuridad más completa, sólo la lucecilla del
sagrario arrojaba un pálido reflejo rojizo sobre el altar mayor. Pronto sus
ojos se fueron acostumbrando y distinguió los borrosos perfiles de la arcada
que separaba la nave mayor de la capilla de la entrada; avanzó hasta el refugio
que le ofrecía la columna en la que descansaban los arcos y desde allí paseó,
más cómodamente, su vista por el interior de la iglesia.
Le resultaban completamente familiares
todos y cada uno de los rincones y, después de una rápida inspección, dirigió
su mirada a las únicas salidas que ofrecía la nave; a la izquierda la puerta
del norte, nada indicaba que hubiese algo anormal; por el contrario, por la
puerta que comunicaba con el monasterio a través de la sacristía, una pálida
luz se filtraba por sus rendijas, y hacia allí encaminó sus pasos Doroteo.
Abrió con cuidado la puerta, la sacristía
estaba desierta, de sus paredes colgaban los hábitos sacerdotales y la incierta
luz de una lamparilla hacía brillar oros y espejuelos; Doroteo la cruzó
sigilosamente y con su mano derecha alzó con precaución la pesada cortina que
daba acceso a la zona del monasterio... estaba en ello cuando detrás suyo, en
la iglesia, oyó rezar a los monjes; ¿cómo habían llegado allí?, ¿cómo, si el único
camino lo ocupaba él?, ¿no sería que estaban ya allí cuando él cruzó la soledad
de las naves?
Volvió sobre sus pasos un tanto
atemorizado, entreabrió la puerta y sus ojos se cegaron momentáneamente pues el
altar mayor brillaba iluminado por todas sus lámparas; a escasos metros de
donde se hallaba vio tres monjes, devotamente arrodillados, musitando oraciones
en latín; pero algo inusual le obligó a levantar la vista hacia el retablo,
allí, en la hornacina central, en el lugar de la imagen del cristo crucificado,
patrón de la aldea, se encontraba la mujer que poco antes había visto sobre la
nieve; ahora podía contemplarla a placer, era de una gran belleza; su cuerpo,
aún desnudo, era perfecto; la larga cabellera rubia le caía por los hombros
velando sus senos; estaba de pie, sonriente, orgullosa de su belleza y Doroteo
pudo leer en sus ojos la satisfacción de quien es adorada, sus piernas abiertas
enseñando obscenamente el sexo; Doroteo no podía apartar sus ojos de ella
cuando, repentinamente, sintió un fuerte golpe en la cabeza y todo se volvió
oscuro.
Cuando despertó aún era de noche, tenía
frío, se incorporó del suelo; le dolían los huesos y la nieve sobre la que
descansaba le había quemado la cara; miró a su alrededor, estaba a pocos metros
de su casa, el asno cargado de leña a su lado; se llevó la mano a la nuca, le
dolía mucho; no se explicaba cómo había llegado allí... y el monasterio, y la
mujer, y los monjes...
*
Al día
siguiente Doroteo madrugó y fue a oir misa a San Cristóbal, el único motivo que
le llevaba allí era contemplar de nuevo el escenario de su aventura de la noche
pasada.
Penetró en la
iglesia con un cierto nerviosismo, se santiguó lentamente, dando un sonoro beso
a la cruz formada por sus dedos; en aquel momento un fraile rezaba el
Ofertorio; Doroteo levantó la vista y ¡sí!, allí estaba la mujer, desnuda en la
hornacina del cristo, pero hoy le miraba a él, le sonreía, le hacía ademán con
las manos de que se le acercase... Doroteo miró en torno suyo temblando, escudriñó
los rostros de las pocas personas que asistían a la ceremonia, intentó leer en
ellos un gesto de asombro o de escándalo, pero sus caras no reflejaban nada,
recogimiento, fervor, indiferencia... se acercó a un hombre que, de pie, junto
a la columna de la arcada, seguía la misa.
-¿No os parece que la imagen del Cristo
no está hoy como siempre, maese Antonio?- le interrogó entre temeroso y
avergonzado.
El hombre le miró, miró hacia la
hornacina, se encogió de hombros... – A mí me parece que está como
siempre- murmuró con voz opaca.
Doroteo volvió a mirar, con terror y
esperanza a la vez... la mujer le ofrecía sus senos, sus encantos, con gestos
perezosos y lujuriantes.
Pero...¿nadie se daba cuenta de aquello?,
pensó Doroteo mirando de nuevo en torno suyo... ¿es que se estaba volviendo
loco?
La misa acabó y
después que los aldeanos hubieran salido de la iglesia, Doroteo entró en la
sacristía; allí, un monje anciano terminaba de quitarse los ornamentos sagrados
con ayuda del monaguillo; esperó a que acabasen y una vez que el chiquillo hubo
salido se acercó al monje.
-Padre, ¿qué le ocurre a la imagen del
Cristo?
El fraile le
miró con cara de extrañeza.
-Y pues, hijo, ¿qué es lo que le
ocurre?
-Pero... ¿no os habéis fijado?
-¿En qué tenía que fijarme?
-¡No está!, ¡En su lugar hay una mujer,
una mujer desnuda, una mujer que me miraba, que me provocaba con su cuerpo...!
El fraile le
miró, sonriendo levemente.
-¿Y has notado ese cambio hoy, hijo?
-No, hoy no, fue ayer, por la noche, yo...
Doroteo calló, dándose cuenta de que
estaba hablando quizás más de lo que debía. El monje volvió a sonreir, se
encogió de hombros, se le acercó...
-¿Sabes que día es hoy, hijo?
-Jueves, padre...
-Sí, jueves, pero además hoy hace,
mejor dicho, ayer hizo cuatrocientos años que se levantó esta iglesia y este
monasterio; antes que él hubo, en este mismo lugar, otros templos dedicados
unos al Dios verdadero y otros a falsos dioses –al decir esto el monje
volvió a sonreir como si su observación le produjera un interior regocijo-; dicen
que aquí hubo un templo a Artemisa, diosa pagana, y hasta hace poco algunos
enemigos de Dios intentaban adorarla en este su santo templo, ¿no serás tú uno
de ellos, hijo?
-¡No, padre!, ¡yo no...!
-Te creo, hijo, te creo.
-Pero esa mujer está ahí...
El monje calló, salió a la iglesia,
Doroteo le siguió; los dos alzaron los ojos hacia la hornacina...
-Es muy bella, padre... –musitó
Doroteo después de breves instantes.
-Sí, hijo, muy bella.
-Luego... ¿vos también la veis?
No tuvo
respuesta, vio cómo se arrodillaba y entonaba un extraño cántico mientras
elevaba sus ojos hacia la mujer que le escuchaba complacida desde lo alto;
después se levantó, apoyó su mano en el hombro de Doroteo, le miró a los
ojos...
-¿Quién crees que es, hijo mío?
-Yo... no sé...
-Es ella, ¡Artemisa!
*
El convento tuvo pronto un miembro más,
otro fraile que se negó a salir de él, que murió allí y allí fue enterrado.
Todo esto lo leí en unas borrosas huellas
de pies menudos que, aún hoy, marcan el piso de la hornacina del altar mayor,
unas huellas que tienen un color diferente del de la piedra y que, durante
veinticuatro horas al año, en el solsticio de invierno, se llenan de un calor
humano, de un olor a misterio, a luna llena, a esperanza de vida... (lástima
que esa hornacina esté hoy tapiada).
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