30 de junio de 2020

Aldeavieja: una historia que pudo ser: el chozo II


( continuación)

El sol pegaba de plano cuando los dos guardias civiles cogieron el camino de la ermita en dirección a la Jarrera.

El tricornio no ayudaba precisamente a estar más fresco, quizás si tuviera visera mejoraría algo, pero… la Ordenanza no decía nada de viseras.

A Arturo no le hacía maldita la gracia el volver a la “escena del crimen”, y menos con aquel remolón de Antonio; no era mal compañero, no, ayudaba en cuanto podía y sacaba el tabaco sin rechistar, pero… no era muy listo que digamos; para él lo que no estaba en las Ordenanzas no existía, así que… era fácil imaginar cuántas cosas no tenían ninguna importancia, ni interés, para él.

-Pero, en fin, el servicio es el servicio- , pensó, y más valía ir con Antonio que ir solo, y más a estos quehaceres tan poco agradables.

Le vino a la mente el momento en que aquel pastor, Claudio se llamaba… o algo así, entró en el cuartelillo como alma que lleva el diablo y empezó a farfullar sobre un muerto, un chozo y unas ovejas; se hacía tal lío que no estaba claro si una oveja había asesinado a un perro o si el chozo se había caído y matado a un pastor que había dentro; sonrió para sí, esa era una de las cosas que Antonio no entendía, ni entendería nunca, para él las cosas eran como una cartilla: primero la A, luego la B y después la C; pero si cambiabas el orden ya aquello le sobrepasaba y no daba pie con bola; así que, hasta que no llegaron el cabo y él, que estaban en el corral arreglando unos arbolillos, atraídos por las voces de ambos, no se llegó a poner en claro las cosas.

Llovía..., ¡sí, recordó la tormenta y cómo corrieron a refugiarse  para no empaparse hasta los huesos!, duró poco, o no demasiado… el muchacho contó que se metió en el chozo para refugiarse de la tormenta, lógico, aquello estaba oscuro y no vio nada anormal hasta que, sin querer, toco algo que le puso los pelos de punta… -algo viscoso y blando- dijo, cuando encendió un poco de lumbre para ver… vio lo que vio; no debió de ser agradable; él no había visto demasiados cadáveres, pero sí los suficientes para acordarse del primero: aquella impresión de incredulidad… un ser como tú, pero muerto, no dormido, no se mueve el pecho al ritmo de la respiración, aquel color pálido, ceniciento, de carne sin vida, peor aún que cuando matas un cerdo, porque… ¡claro, un cerdo es un animal…! Y el otro… “era” hasta hacía un momento, un hombre, o una mujer… y aún así, no sólo recordaba a ese primero, tenía en la mente todos y cada uno de los que había visto, como si hubiera sido un momento antes… nada agradable, por supuesto. Pero el de hoy… una mujer, se adivinaba por la ropa y poco más, debía de ser muy joven y no la abultaban los pechos, y aquella cara… sin ojos… no los tenía pero, a la vez, parecía que aquellos dos pozos oscuros le querían penetrar…

-¡Hace un cigarro, Arturo?.

-¡Eh!, ¡Ah! sí, gracias Antonio… estaba distraído…

-¿Pensando en la muchacha?

-Pues sí, me has pillado…

-No le des vueltas, yo nunca lo hago, lo que ha sido… ha sido; y lo que sea… será y no hay más carrete.

-Tal vez tengas razón.

-Pues claro.

Sonrió para sí mientras le daba una larga chupada al tagarnillo; el estar con Antonio tenía sus ventajas: no liaba las cosas, te dejaba hacer y no protestaba mientras no le hicieras ir contra las Ordenanzas o contra las órdenes; era concienzudo si le sabías manejar y no soltaría un rastro si lo encontraba y había algo a su término.

Llegaban ya a las Majadas, las Majás decían en el pueblo, y siguió pensando en la declaración de Claudio… ¿Se llamaba Claudio?, el caso es que le parecía que no, le había puesto ese nombre por personalizarlo, pero puede que se llamara Mauro, ese u otro nombre parecido; el caso es que al ver el cadáver salió escopetado del chozo; contaba que el perro no había querido entrar con él, que se quedó fuera, gimiendo y aullando, como si supiera lo que había dentro, que cuando él salió se le vino encima y le lamió la mano, como si quisiera consolarlo o algo así… raro pero lógico, los animales, a veces, tienen más conciencia que las personas y aquellos perros pastores tenían como un sexto sentido, no había más que verles cuando juntaban al rebaño o lo llevaban donde el pastor quería, era una maravilla; recordó cuando era niño, allá en su pueblo de Ciudad Real y acompañaba a su padre al campo y veía los rebaños pastando por los rastrojos y, entonces, le vino, también, a la cabeza, la cara de su madre, siempre tan viejita, con su pañolón negro y el cántaro apoyado en la cadera…

La cara de María se le vino a la mente, María, tan joven, tan guapa… tan simpática, era su mujer, pero él la veía como aquella vez que se encontraron en el baile del pueblo, su sonrisa, la forma de moverse y de girar al compás de la música…

-¡Arturo, eh, Arturo!, que ya hemos llegado.

Efectivamente, ante ellos estaba el chozo, tal y como lo habían dejado el día anterior. Dejaron los mosquetones apoyados en la piedra que servía de pared y, quitándose el tricornio, entró a gatas en el refugio; llevaba la linterna sorda encendida y paseó el haz de luz por la estancia.

En el suelo se apreciaban las manchas de sangre donde había estado el cadáver, bastante sangre, se podría decir que había acabado de desangrarse allí, o tal vez no, tal vez habían sido las alimañas las que lo habían dejado así al mordisquear el cuerpo… sólo de imaginárselo se sintió mal…

Miró más detenidamente, nada de botones, algún jirón de tela desgarrado por los bichos al comer… volvió a sentirse mal… sería la falta de aire o la peste que aún se notaba allí dentro.

Salió, al ponerse en pie respiró hondo, sabía que Antonio le estaba observando y que habría notado la palidez que cubría su rostro, pero no diría nada; no era amigo de burlarse de nadie, y menos de un compañero; se lo agradeció con una mirada.

-¿Y bien?

-Nada, ahí no hay nada; vamos a mirar por las cercanías; según el doctor habrían arrastrado a la muerta hasta aquí, tendrían que haber dejado un rastro…

-Ya pero… cayó una tormenta de aúpa, ¿crees que no lo habrá borrado todo?

-Posiblemente, pero… echemos un vistazo.

Se echó el arma al hombro y miró en rededor; ¿desde dónde habría podido venir?; miró al suelo, como esperaba, además de las huellas de sus botas, la de su compañero, las del médico y de un montón  de vecinos que habían venido a fisgar y a ayudar… nada, polvo removido y poco más.

-Vamos a separarnos un poco, tú por ese lado y yo por este otro, a ver si vemos algo… ¿te parece?

-Vamos.

Arturo fue por la parte trasera del chozo, hacia un bosquecillo que parecía ofrecer una sombra refrescante; iba despacio, mirando al suelo atentamente, la hierba estaba acamada, como ya se imaginaba, pero era lo normal, después de todos los que habían pasado por allí… enseguida encontró una valla de piedras que separaba la praderilla donde se encontraba el chozo de la tierra donde estaban los árboles; era una buena valla, Arturo pensó en la habilidad de los campesinos en colocar aquellas piedras, buscando la que emparejaba bien con la de abajo para que no se cayese y luego poner otra fila y otra… y…-vale- se dijo, no estaba allí para admirar las cercas; la siguió un trecho hasta que encontró un lugar en que estaba caída, examinó las piedras… -eso parecía sangre, quizás…-

-¡Antonio, ven para acá, a ver qué te parece esto!

Se agachó mientras esperaba al compañero y tocó aquellas manchas rojizas –podía ser sangre, podía-.

-¿Qué has visto?

-Mira.

Antonio se acuclilló junto a él y miro los restos.

-Podría ser, y estas piedras están removidas, como si hubieran pasado por encima de ellas con algo pesado.

-Cogeré un par de ellas para que las vea el médico.

-Bien.

-Si han pasado por aquí es que venían del bosquecillo.

-Seguramente.

-Echemos un vistazo.

Se metió un par de piedras en el bolsillo y se acercaron a la parte arbolada. No esperaba encontrar nada pero, quizás, si vieran más manchas de sangre, podrían saber dónde se había cometido el crimen.

Poco más adelante había un claro con unas lanchas bajas en medio, Arturo pensó que era un agradable sitio para sentarse y descansar del calor, charlar de mil cosas y beber un trago y, también, era un buen sitio para estar con tu pareja, con María, por ejemplo… y mirarla a los ojos y decirle lo guapa que estaba y besarla en los labios… -¡que bien besaba María!-,

-¡Quieto que los pisas!

Arturo miró hacia abajo y allí, delante de sus pies, había un montoncito con seis o siete botoncillos negros, aún tenían, algunos de ellos, parte de los hilos que los habían sujetado a la ropa.

-¿Serán éstos los de la chica?

-¿De quién si no?, la gente no va dejando los botones por el campo.

-Pues está claro que han estado aquí, pero… ¿la mataría aquí? ¿en este sitio?.

Y Arturo sintió como una congoja en el pecho pensando que se había profanado aquel lugar maravilloso
(continuará...)

18 de junio de 2020

Aldeavieja: una historia que pudo ser. El chozo I.


EL CRIMEN

El cielo se estaba encapotando muy deprisa, las nubes llegaban y no seguían, parecía como si se fueran amontonando por encima de los montes impidiendo que la luz del sol se filtrara a través de ellas; un viento que, al principio, no era más que una fresca brisa se iba fortaleciendo y ya silbaba en las copas de los chopos, entonando esa melodía que te trae a la memoria los días de lluvia y frío que pasabas en la niñez, acurrucado entre las mantas  y sintiendo que se colaba por todas las aberturas y ventanas mal cerradas de la casa.


Miró en torno suyo, las ovejas se agrupaban buscando el calor y la protección del rebaño, el “Moro”, a su lado, levantaba la cabeza y le observaba como esperando una señal para ir, o venir, o lo que fuera, aunque malditas las ganas que tenía de corretear en pos de aquellos bichos lanudos.
Comenzó a chispear, enseguida unas gotas gordas como aceitunas empezaron a caer levantando nubecillas de polvo sobre la tierra reseca, -una maldita tormenta de verano- pensó -y no sé dónde cobijarme, aunque…- sí, al pronto recordó aquel chozo de piedra que estaba un poco más allá; en él se había resguardado en otras ocasiones, cuando acompañaba a su padre en las largas jornadas de pastoreo.
Levantó la vista y la lluvia le mojó la cara –si no me doy prisa, no tardaré en estar empapado, calado hasta los huesos- cogiendo un canto lo tiró hacía el borde derecho del rebaño, el “Moro” corrió hacia allá y empujó, a fuerza de ladridos, a las ovejas en la dirección marcada por el amo.
-Hay que darse prisa- a lo lejos se oía el retumbar del trueno y pronto aquellas nubes negras comenzaban a iluminarse con los relámpagos que les sucedían.
Parecía de noche y no eran más de las tres o las cuatro de la tarde; -vamos “Moro”, vamos, lleva a las ovejas al resguardo de aquellas piedras y luego ven conmigo, que ya veo desde aquí el bulto del chozo-
En efecto, a poco más de cincuenta pasos se mal veía una pequeña elevación techada con una gran laja de piedra y cubierta de musgos y líquenes; hacia allí se dirigió nuestro hombre mientras silbaba al “Moro” para que se le juntase.
Tuvo que arrodillarse para entrar a gatas por aquella abertura entre las piedras, dentro estaba oscuro, pero estaba seco, palpó la tierra con las manos y se volvió hacia la puerta para llamar al “Moro”, -qué extraño que el animal no hubiese entrado con él; es más… ¡antes que él!, con lo poco que le gustaba mojarse-; miró hacia afuera, el rebaño al resguardo de las peñas y entre las ovejas y él estaba el perro, quieto en medio de la tormenta, aullando y girando sobre sí mismo, como si no supiera a donde dirigirse…


-¡”Moro”, ven acá!, ¡ven acá te digo!, estúpido animal…-;  iba a sacar la cabeza para gritar al perro cuando su mano se apoyó sobre algo blando y viscoso… la retiró asqueado y, entonces, se dio cuenta del olor… una peste a bicho muerto llenaba el ambiente; ¿cómo no se había dado cuenta al entrar?, pero ¡claro! entró deprisa para no calarse más.
Se limpió la mano en la pernera del pantalón y sacó la yesca y el pedernal, las golpeó sobre unas hierbas secas que había encontrado junto a la entrada y, cuando se encendieron,  miró a su alrededor.
A la luz de las llamas vio un cuerpo en descomposición, entonces sintió enteramente el hedor de la muerte, aquel olor dulzón y penetrante que parecía querer adueñarse de él, llenándolo todo… no pudo más y arrojando las ascuas salió a la lluvia y, arrimándose a un árbol cercano, se apoyó en el tronco y devolvió todo lo que su estómago contenía, sintió en la otra mano la cabeza caliente y húmeda del perro que, al ver salir a su amo, había corrido hacia él, como buscando protección.
-Buen chico, quieto “Moro”, quieto- . El perro elevó la cabeza hacia él, la mirada inteligente como preguntando ¿qué pasaba?, y una punta de miedo en lo más profundo de los ojos.
Estaba dejando de llover, tal y como habían llegado, las nubes se deshacían en flecos que el viento, que ya sólo soplaba en las alturas, se encargaba de desperdigar y desvanecer. Estaba con la espalda apoyada en el tronco del árbol mirando fijamente la boca del chozo, dentro había un cadáver, no sabría decir si de hombre o de mujer, apestaba… debía llevar varios días muerto… ¿de quién sería?.
Lo primero las ovejas, tenía que dejarlas en lugar seguro, había varios prados cercados por los alrededores, las dejaría allí al cuidado del “Moro” y marcharía al pueblo a dar la noticia; -sí, eso haría… pero… ¿quién sería?, ¿alguien del pueblo? ¿algún forastero o alguien de paso?-.
¿Sería buena idea dejar el cuerpo allí, solo? ¿y si venía alguna alimaña y lo destrozaba?, sólo de pensarlo le tiritaba el cuerpo y le volvían las bascas, pero… ¿qué hacer si no?, meneando la cabeza apretó el zurrón contra el cuerpo y silbando al “Moro” se dispuso a conducir a las ovejas a seguro.
…..
-Es una mujer- aseguró el médico ante la mirada interrogativa del cabo.
Sobre la mesa yacía el cuerpo putrefacto de la víctima; el médico y los que le acompañaban se tapaban la boca y las narices con pañuelos o mascarillas; miraban con ojos extraviados, el cuerpo a un paso del desvanecimiento, aquellos restos humanos.
-Es seguro que la mataron con un arma blanca- continuó el doctor señalando una gran herida en un costado que asemejaba una gran boca abierta.
-Está claro que fue asesinada hace seis o siete días, con el calor los cuerpos se estropean más rápidamente-
Algunos de los presentes salieron de la sala donde se procedía a la autopsia, mareados por el calor y el olor.
-Las alimañas habían  comenzado ya su trabajo, primero los ojos… luego las partes blandas… - los dedos de don Arturo iban señalando aquí y allá.
-¿Se sabe quién puede ser?.
El gesto negativo del cabo hizo que asintiese varias veces con la cabeza –Normal, ¿han rebuscado ya entre sus pertenencias?-.
-Están en ello, doctor, aunque aparte de las ropas no se ha encontrado nada-.
-Poco más  le voy a poder decir; la golpearon con algo duro, seguramente una piedra, en la cabeza; mire esta herida. Después la atacaron con un cuchillo o una navaja grande buscando el corazón, pero o no sabía dónde estaba o no acertó, pues parece que la mujer se defendió, el caso es que la abrió por la zona del estómago, una herida muy dolorosa que acaba fatalmente y eso fue todo; la arrastraría luego al chozo para que su cadáver no fuera descubierto pronto y… nada más.-
-¿Era joven?
-Sí, bastante, dieciséis o algo así.
-Un crimen pasional…
-No parece, no ha sido violada, creo, los animales han destrozado esa zona pero, de ser así, tendría marcas de dedos o de manos en los hombros o en las piernas.
-Habrá que investigar más.
-Sí, tendrán que hacerlo.
…..
-¿Algo nuevo, Arturo?
-La ropa estaba destrozada, mi cabo, los bichos la deben de haber desgarrado y medio comido para poder llegar a la carne.
-¿Nada, entonces?
-Nada… aunque…
-¿Qué es ello?
-La ropa no tenía botones, es raro… se notaba que los habían cortado.
-¿Revisasteis bien el chozo y los alrededores?.
-…la verdad es que no miramos mucho, aquello estaba asqueroso, olía muy mal… estábamos deseando irnos de allí.
-Pues… ya sabes; coges a Antonio y volvéis para allá; me lo miráis todo, despacito; si huele mal lleváis colonia o cogéis tomillo, pero no dejéis ni una piedra sin remover, ¿entendido?. ¡Ah!, ¡y otra cosa! El doctor dice que seguramente no la mataron allí, así que… ya sabes, miráis y remiráis todo rastro de sangre, lo seguís si lo encontráis, que lo encontrareis, faltaría más y no vuelvas sin traerme una buena explicación de todo lo sucedido.
-¡A la orden de usted, mi cabo!
-¡Venga!, ¡marchando, que ya es tarde!

(continuará...)

1 de junio de 2020

Aldeavieja: 8 de septiembre de 1926


     En 1926, Fidel Pérez Mínguez, bibliotecario de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y autor de crónicas de sociedad para la prensa de Madrid, pasó sus vacaciones veraniegas, como hacía casi todos los años, en Las Navas del Marqués; desde allí y para solaz de los lectores del BOLETIN DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE EXCURSIONES, realizó un viaje, en autobús, desde Segovia a Villacastín para relatar sus peripecias y describir los monumentos y sitios de interés que en la citada villa había; al salir de visitar su famosa iglesia parroquial, se encontró con otra sorpresa más, pues los lugareños se estaban preparando para acudir a la romería de la Virgen del Cubillo, era 8 de septiembre casualmente, y, ni corto ni perezoso se apuntó a ella y nos dejó la siguiente descripción de la fiesta, aderezada de una amplia y detallada imagen de lo que era un carro boyero; he aquí su relato:

     Al salir del templo de San Sebastián, la luz del Mediodía, descendiendo esplendorosa del estirado cobalto del firmamento, nos ofuscó.
     Y un imprevisto cuadro exaltó la alegría del vivir.
     Eran los romeros que iban camino de la ermita de Nuestra Señora del Cubillo, que se levanta en el vecino pueblecillo de Aldeavieja.


     Los carros, adornados con ramaje y vistosas telas cuajadas de flores de fantasía, pasan lentos, tirados por bueyes, transportando cantarina juventud... Sobre machos poderosos, arrogantes caballos o humildes asnos, van otros romeros; algunos, conduciendo en las ancas de la caballería su compañera presente o futura..... A píe, y algunos descalzos, marchan, en fin, no pocos camino de la venerada imagen a dar gracias o a pedir beneficios.
Mis bondadosos huéspedes preparaban el carro, que no es posible intentar otro vehículo para tal camino, que habría de conducirnos a la romería.
     No es cosa tan mollar aliñar un carro boyero para que vaya en condiciones, si han de ocuparle los amos.
     Lentamente sujetó el mozo el úbia, o yugo sin palos, al mástil con el largo sobeo o correa. Avanzaron, remolones, los rubios bueyes, y hubo de persuadirles el boyero para que inclinaran la cerviz bajo la camella del yugo, atando los cuernos por medio de la coyunda y trebejos a la camella respectiva. Clavó seguidamente el teixador o cejadero en el mástil para que el yugo permaneciera en su lugar.
     Olvidósele y fue el mozo por los rodetes, esto es, el mullido que se coloca entre los cuernos para la defensa del testuz cuando los bueyes no tienen trascuerno. Sintiéronse más cómodas las bestias y sacudieron las colas, signo de alegría sin duda.
     Con la pausa que transmite al hombre la serenidad de una vida, campesina, en que por meses se cuentan las fechas de las labores y el crecimiento y sazón de lo sembrado, entregóse el boyero a repasar el carro.
     Nada, por lo visto, advirtió en el escaño o plataforma.
     Al mástil o pértiga central, la columna vertebral del carro, únense a derecha e izquierda sendos tableros, las soleras, más cortos y más anchos que el mástil, ya que éste, además de formar parte del escaño, es la lanza que separa los bueyes. Completan la plataforma las galopas, dos tableros más colocados [unto a las soleras y otros dos palos recios, que se llaman estaqueros por clavarse en ellos las cadenas o estacas en donde se apoyan, por el lado interior, los tapiales o tableros verticales que cierran el carro por los costados. La pértiga, soleras, galopas y estaqueros están sujetos, uniéndoles en el cabezal o pescante y en la parte trasera, por recias reglas de hierro clavadas en los tablones.
     Tampoco había cuidado con las ruedas, compuestas de seis quinas o trozos de madera; no faltan las volanderas o arandelas que las sujetan al eje, y esta puesto el sontrozo o chaveta que taladra éste para que aquéllas no se salgan; recubre el cubo de las ruedas los buceles de hierro, y el cubrepolvo le defiende del barro que la llanta levanta en su lento y pesado rodar.
     Y convenientemente preparado todo, salieron el carro y peregrinos camino de la ermita que guarda en el pueblo de Aldeavieja la venerada Virgen del Cubillo.
     El siempre aconsejable acomodamiento a las circunstancias de lugar y tiempo y la inexorable ley de las relatividades, llevan y traen el ánimo a los goces más imprevistos, promovidos, sin duda en gran parte, por el contraste y el instintivo placer de la novedad. Y nada digamos si la imaginación retrotrae los hechos a tiempos pretéritos: Felipe II viajaba más a gusto en carro que en silla de mano en sus viajes a Aragón y Lisboa...
     La ermita de Nuestra Señora, emplazada en donde se construyera la primera en el siglo xv por Juan II, es de construcción barroca, es otra Catedral enriquecida en el transcurso de los siglos por la generosidad de afligidos y de consolados. Los castigados por el infortunio claman ante la hermosa imagen para que mitigue sus tristezas; y los que por intercesión de la Virgen del Cubillo vieron cesar sus males, acuden también ofrendando unos y otros, con su corazón, aquello que entienden habrá de ser agradecido por la Madre del Salvador o servir de estímulo a los devotos o más rendido homenaje a la Reina y Madre de Misericordia.
     Salió la procesión del templo, colocándose a la Virgen sobre un carro triunfal. Apenas traspuso las puertas, las madres sientan sobre las grandes andas a sus hijos para que la Virgen del Cubillo les libre de todo malo, remedie sus enfermedades, costumbre ésta conservada al través de los siglos y repetida en lugares lo más distantes.


     Aún se conserva aquélla en la romería de Nuestra Señora de la Cabeza, santuario a tres leguas de Andújar. Y si hemos de creer al citado Ginés Carrillo de Cerón, los mayores milagros que obra esta Virgen son el salvar a aquellos que disfrutaron los beneficios de la imagen, pues al advertir los romeros el milagro caen sobre el que de él disfruta "y le van quitando cada uno del vestido lo que puede para llevarlo a su tierra, porque tienen por reliquias el vestido del en quien Nuestra Señora obra".
     Repican las campanas, la música interpreta solemnes marchas; reza el clero, y en cuanto cesan el rezo y las trompetas, es la dulzaina, la castellana dulzaina, la que grita y chilla. Los mozos, en larga hilera, danzan delante de la Virgen, sólo los varones; y cuando aquélla cesa en su canto recio y bravío, dan los mozos estentóreos vivas a la Virgen.
     Y así, con estos variantes, recorre la procesión el extenso y animado campo.
     En el camarín de la Virgen del Cubillo existen dos o tres cuadros de flores, bastante buenos. Ha debido haber algunos más. Y entre los exvotos y lienzos reproduciendo con muy diverso arte los milagros registrados, sorprende tal cual óleo de singular interés, alguno es posible que de egregios pinceles del siglo XVII.
     Negrillos gigantescos prestan sombra a los peregrinos que sobre el césped yantan; y cuando el sol "depingue la porción rosada", que dijo Lope de Vega, se retorna a Villacastín, caminando perezoso el carro boyero por junto a jóvenes pinares, huertas monjiles, robledales y alborotadas eras en plena labor de trilla y limpia de cereales ...
     En los portales de las vetustas casas asoman viejas y jóvenes, inquiriendo de cuantos llegan cómo ha estado la famosa romería de Nuestra Señora del Cubillo; contestaciones que serán comento para largas mujeriles disquisiciones.