24 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada, IV


Continuación...

     Dejé el papel sobre la mesa, era el último; no sabía qué pensar… os explicaré, esto que habéis acabado de leer estaba escrito en unas hojas amarillentas de pergamino, unas hojas que encontré en el desván de mi casa cuando hacía una limpieza rutinaria; estaban guardadas en una caja de cartón vieja y apolillada, no sé cómo se habían podido conservar en buen estado… en la caja, atada con una cuerda de esparto, se leía, en números romanos, una fecha: MDX, 1510; al abrirla contemplé aquel legajo de hojas rellenas con una letra clara y grande; en la cabecera del escrito ponía un nombre: Julián Moreno.


     Me intrigó aquello, soy muy aficionado a hurgar en las cosas antiguas, en ver qué fueron mis ancestros, dónde vivieron, cómo, quiénes fueron, y al encontrarme con aquello, no pude reprimir una sensación de alegría y de emoción; tenía entre las manos el testimonio de uno que, casi con seguridad, era antepasado mío y nadie, antes que yo (o eso suponía) le había echado un vistazo.
     No podéis imaginar las ansias que tenía de leerlo, pero me contuve, lo primero sería limpiar de polvo aquello y luego, con tranquilidad, sentado en un confortable sillón, cerca del fuego y con una buena luz, iría pasando una a una aquellas hojas y me deleitaría adentrándome en otra era, en otra persona, y ya fueran cosas banales o algo interesante, sabía que me encantaría  leerlas.
     Pero, al ir leyéndolas, mi interés pasó de lo anecdótico a lo misterioso; ¿qué era aquello? lo que comenzaba como una historia de viajes, costumbrista, pasó a ser un cuento de miedo, o quizás sólo era un desatino, una forma de llenar el tiempo de algún pariente aburrido y con ganas de embromar; al ir avanzando en la historia, notaba cómo su autor vivía lo que escribía, que aquello no era una invención, sino algo sentido, o padecido… no sé si me entendéis.
     Daba la sensación de ser auténtico, pero… ¿cómo podían ser auténticas aquellas historias, esos sacrificios humanos en pleno siglo XVI? ¿cuentos de aparecidos? ¿recuerdos de relatos oídos al calor de la lumbre a un abuelo embromador, en pleno invierno, para asustar a los más pequeños?. No sabía a qué carta quedarme.
     Me quedé pensativo, arrellanado en el sillón; tenía aún la última hoja en la mano; se veía que el autor de aquellas líneas no había terminado la historia, ¿no le había dado tiempo o acaso no había querido acabarla? o, simplemente, no sabía cómo continuar… todo era posible.
     Al volver a mirar la hoja, a contraluz del fuego, me di cuenta de que, por detrás, había algo escrito; ¡hombre, a lo mejor sí que había un final!, le di la vuelta a la hoja de pergamino y sí, allí había unas cuantas palabras, garabateadas más que escritas y con una caligrafía más insegura, más temblona; me calcé de nuevo las gafas y me dispuse a leer lo que mi antepasado había escrito.
     Decía así:
     “Es 6 de diciembre, sé que me queda poco tiempo…, puede que no tenga fuerzas ni para explicar todo esto que me ha pasado, a pesar de todo, debo contarlo, o intentarlo al menos; mis manos ya no me responden como debieran y mi cabeza es una olla llena de recuerdos, imágenes y miedo… os relataré la verdad, aunque mi alma inmortal se pierda para siempre… cuando yo sostenía aquel cuchillo de piedra en la mano… “
     ¡No!, ¡no puedo leeros lo que ponía a continuación…! ¡es demasiado… como os diría… espantoso, no, espantoso no; es mucho más que eso; es tan … tan… ¡me faltan las palabras!… sólo os puedo decir, para descargo de mi conciencia y para no turbar la paz de vuestros espíritus, que todo lo que mi antepasado había escrito, en el revés de la última página, me llevó a arrojarla directamente a las llamas que crepitaban frente a mí.
     No os merecéis tener ese peso sobre vuestros hombros… ¡dejad que lo lleve yo por vosotros!.

FIN

17 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada III.


     Desperté, no podía abrir los ojos pero noté una presencia humana cerca… hacía frío, no sentía el calor de las hogueras y, mis manos, palparon la ropa que llevaba puesta, húmeda y áspera; intenté moverme, pesadamente y una mano agarró mi hombro…


     -¿Cómo estáis, mi señor, creíamos que no despertaríais?
     -Juan… ¿eres tú?.
     Y mis ojos trataron de enfocar la imagen medio borrosa de mi criado Juanillo; por encima de él vislumbré el cañizo del techo de un chozo de pastores…
     -¿Dónde estoy, Juanillo?
     -Calmaos, señor, el ama nos mandó en vuestra busca al ver que la tormenta se desataba y que no llegabais… hace un par de horas os encontramos aquí, en el Verraco Gordo, y nos hemos refugiado en el chozo mientras volvíais en sí…
     -El chozo junto a las piedras… -pensé- no recuerdo cómo llegué aquí…
     -En cuanto escampe volvemos al pueblo, encontramos a vuestra mula no lejos de aquí, diantre de animal… os debió tirar.
     Intenté incorporarme y Juan me ayudó; miré mis manos… estaban rojas, tintas en sangre…
     -¡Mis manos…! ¿qué tengo en las manos?, ¡es sangre!
     -Sí, mi señor, os debisteis herir con las zarzas, pero no hay nada que no quite el agua. Sólo unas pocas desolladuras.
     -¿Habéis estado en la Peña Forcada? Hay alguien muerto allí, yo lo he visto… y gente, mucha gente, desnudos, gritando y me obligaron, me obligaron a…
     -¡Calma, señor, calma! Cuando cese la tormenta iremos a verlo, pero vos no estabais allí, os hemos encontrado junto al arroyo…
     Mi cabeza era una noria de imágenes y voces: la tormenta, la sangre, la mula tirándome al suelo, los cánticos, el fuego, las rocas… ¿Habría soñado todo o había sido realidad?, mis manos tenían sangre, sí, pero… tenía mis ropas puestas, empapadas… y no estaba en Peña Forcada; me vi, de nuevo, en lo alto de las piedras, desnudo, cuchillo en mano, clavándolo en el pecho blanco de una doncella… ¡no podía ser! ¡yo no podía haber hecho eso! ¡todo debía de haber sido un sueño, una pesadilla…! Y caí… caí, otra vez, en un desmayo, febril, sudando, sin saber, muy bien, quien era y dónde estaba.
     ¿Cuánto duró aquello?, no lo sé; me dijeron, cuando desperté, que había estado así dos días, sudando, con fiebre muy alta, sin parar quieto, revolviéndome en la cama; Luisa, mi mujer, me dijo que pronuncié palabras inconexas, alaridos, un idioma que ni el físico ni el cura pudieron entender; me creyeron al borde de la muerte… o de la locura, hasta que me envolvió un sueño pesado, tranquilo, del que he ido saliendo poco a poco.
     Cuando me tuve en pie y pude reflexionar tranquilamente sobre lo que había vivido (o quizás soñado) no llegué a ninguna conclusión; todo me decía que debió de ser un desvarío de mi mente, una fantasía producida por el miedo, la tormenta… ¡Dios sabe qué causas!, pero, cuando tanteé en la ropa que llevaba aquel día, y encontré entre sus pliegues aquel cuchillo de piedra… aquel cuchillo con manchas de un rojo oscuro, casi negro… os juro que casi me desvanecí de nuevo; tenía que encontrar una explicación a todo aquello, tenía que volver allí… algo habría que me mostrase la realidad de lo acaecido aquella noche.
     Una mañana, poco después de lo narrado antes, mandé a Juanillo que ensillase mi mula y que me acompañase, tenía que ir a las rocas, tenía que volver a ver aquel sitio, verlo y comprobar si había pasado algo o no… intentar recordar o dilucidar si todo aquello sólo estaba en mi mente o si había sido real… ¡pronto sabría a qué atenerme!
     El día estaba claro, ni una nube en el horizonte, hacía ese sol claro, que iluminaba las cumbres casi blancas de la sierra como en una pintura; uno de esos días que se dan en nuestra tierra en invierno; un frío pelón bajo un cielo azul claro.
     Los árboles del Valle, desnudos de hojas, enmarcaban el camino, esos robles grandiosos, de troncos retorcidos o de troncos fuertes y esbeltos, mostrando en sus ramas las redondeces de las agallas; una alfombra de hojas doradas, apelmazadas por la lluvia, amortigüaban el paso de nuestras caballerías.
     Juanillo me seguía en una mula torda, iba callado, respetando el silencio que yo imponía; iba meditando sobre el… llamémosle “sueño”, yo viví aquello; pero, es cierto que, a veces, tenemos pesadillas que nos parecen reales, que nos hacen sufrir y gozar como si las viviéramos; ensoñaciones de las que tenemos que despertar si, realmente, queremos seguir vivos o cuerdos; ¿cuál fue mi experiencia?, no lo sabía y, quizás, nunca lo sabría, pero tenía que intentarlo.

oOo

     Cuando llegamos al Verraco Gordo, todo estaba igual a como lo había visto decenas de veces, las rocas, grandiosas, como animales antiguos tumbados al sol, con la redonda panza mirando al cielo; el arroyo, henchido de agua, corría en torno suyo, proveniente de la sierra; los árboles, como enormes soldados, rodeaban toda la zona con sus troncos macizos y sus ramas amenazadoras; nada parecía cambiado, aquí y allá los restos de fogatas que encendían los pastores cuando apretaba el frío o cuando querían hacerse su puchero; los excrementos de las vacas y de los caballos que abonaban la tierra y, sobre nuestras cabezas, el vuelo ágil de los milanos.
     Me apeé de la mula y me encaramé a la más alta de las piedras; desde allí, mirando hacia el este, se veía la Peña Forcada, señorial, aislada de todo, erguida en su soberana soledad que la daba un carácter más de monumento, de torre de iglesia, de… no sé cómo explicar lo que sentía ante su vista… era como cuando uno entra en una iglesia y las sombras de los altares y de las efigies de los santos te rodean y hacen que crezca en tu interior ese respeto, muy cercano al miedo, que representa todo aquello que desconoces y que escenifica el poder sin límites, el poder de la creación, el poder sobre vivos y muertos…
     Miré hacia abajo, a los pies de la roca, Juanillo esperaba, pie a tierra, junto a las mulas, haciendo visera con la mano dirigió la vista hacia donde yo estaba… ¿qué pensaría?, ¿qué ideas o sentimientos rondarían dentro de su cabeza acerca de mí, acerca del que era su amo, del que tenía en las manos su fortuna o su desgracia?; ¿pensaría en que estaba loco, o enfermo… o creería que algún mal del espíritu me había atacado y que pronto saldría de aquella fosa de locura y sueños en la que parecía que me había sumergido?
     No sabía, tampoco me importaba mucho, a fin de cuentas… ¿quién era él para pensar sobre mí? … nadie, no era nadie, sólo un instrumento más de mis negocios, una manos más de las que trabajaban en mis campos y que se alimentaba de lo que yo creía que se merecía, poco más.
     Allí no tenía nada que hacer, bajé y me dirigí a la mula…
     -¡Bueno, Juanillo! Tú… ¿qué piensas de todo esto?
     -Yo… no pienso, amo.
     -Algo discurrirás en tu cabeza… ¿te parece que estoy loco?
     -No, eso no, amo.
     -¿Entonces…?
     -¡Na!, son cosas que cuentan los viejos…
     -¿Los viejos?, ¿qué viejos?, ¿qué cuentan esos viejos?
     -Pues eso… que en estas piedras vive el diablo… o ha vivido.
     -¿El diablo, dices…?
     -¡Sí, el diablo!
     -Y eso… ¿por qué?
     -Por las cosas que pasan… gente que muere… o desaparece… o se vuelve tonta, con perdón.
     -Y…eso… ¿lo hace el diablo?
     -¿Quién, si no?
     -Pero… ¿le ha visto alguien, alguna vez?
     -¡Hombre… verle, lo que se dice verle….!
     -¡Vamos, que no le ha visto nadie!
     -Tampoco es eso… hay quien dice que lo ha sentido… y otros lo han olido… o han visto su sombra…
     -¡Paparruchas!
     -No, amo, no son  tonterías…. ¡usted lo vio también!
     -¡Tú qué sabrás!
     Juanillo bajó la vista y no dijo nada más: ¿qué pensaría de mí?; estaba claro que él creía en lo que yo había contado, pero… ¿yo? ¿yo creía?; ¿no sería todo consecuencia de la caída, del frío, de la noche…? Si yo mismo dudaba de todo aquello… ¿qué no pensarían los demás?, pero estaba claro que, en el pueblo, sí creían en que algo pasaba allí, en que lo que yo había visto… ya lo habían visto otros.
     -¡Vamos, Juan, vamos a la Peña!
     Me icé en la mula y seguido de Juanillo salimos del robledal en dirección a la Peña Forcada.
     Ante nosotros se abría la vista de los prados, grises por el frío invernal, aquí y allá corrían riachuelos que nos traían la nieve deshelada de la sierra; habría mucho pasto esta primavera y buenas cosechas si todo seguía así; enseguida llegamos hasta la peña; se alzaba sobre la linde con Villacastín y parecía como si nos estuviera esperando: maciza, solemne, siempre me había parecido como algo sagrado o, quizás, mágico; pero ahora, hoy, la estaba mirando con ojos nuevos.
     Me apeé de la mula y me acerqué a las pìedras; grises, frías, con un musgo gris en su superficie; las miré fijamente hasta que los ojos me dolieron, pero nada extraño o distinto veía en ellas.
     Pasé las manos por encima, como en una caricia y, entonces, sí; algo me corrió por dentro, como un cosquilleo que subía por mis dedos hasta perderse en mi pecho; las retiré rápido y eché un vistazo hacia Juan, por si él había visto algo de ese gesto, tenía la cabeza baja, mirando al suelo, pero, estoy seguro, estoy seguro de que había vislumbrado lo que yo había hecho; y seguro que también había notado la crispación de mi cara, la mueca de sorpresa que me había dominado en ese momento.
     Miré hacia arriba, al remate de la pirámide de rocas, dos cuernos de piedra, sí, eso eran, dos cuernos… ¿del demonio o, simplemente, de un buey?...
     -¡Ayúdame, Juan! ¡Quiero subir a lo alto!
     -¿Está seguro, señor?
     -¡Sí!, ¡venga, vamos!
     Agarrándome a pequeñas rugosidades y grietas me fui alzando, con algo de ayuda de Juan, hasta que me encontré en pie, junto a la piedra horcada; pasé mi mano por su superficie; estaba lisa y suave, como si miles de manos, antes que la mía, la hubieran acariciado, tocado… también me fijé en unas grandes manchas oscuras, muy lavadas por la lluvia y los vientos, pero bien marcadas, que descendían por entre los cuernos hasta la base, llegando casi hasta el suelo; después… miré a mi alrededor, desde allí se veía todo el bosque de robles, que subía suavemente en dirección al pueblo; el riachuelo que corría unos cuantos metros más adelante… los prados… y al fondo, a mi izquierda, las suaves ondulaciones de los montes: la Atalaya, la Cruz de Hierro… y los cerros de la Avena, del Asperón, del Monte… y abajo, a mis pies, una gran explanada rodeándome…
     Cerré los ojos, quise llevar dentro de mi cabeza, otra vez, las imágenes de aquella noche en que creí vivir, o viví realmente, aquella pesadilla de sangre y de fuego, aquellos demonios (¿qué, si no?)  llenos de maldad que me empujaban, me guiaban, me forzaban a participar en aquel sacrificio impuro y abominable.
     Y… sí, allí estaban otra vez, gritando detrás de aquellas máscaras horribles, desnudos como animales y con las manos tintas de sangre; en lo alto de las rocas, entre los cuernos de piedra… y me señalaban, me señalaban con las manos extendidas, vociferaban mi nombre y, entonces, decenas de brazos me aupaban y me subían junto a ellos; sentía en mi piel sus manos, agarrándome, tirando de mí mientras acercaban su cara a la mía y reían… reían… y luego, uno de ellos colocó en mis manos aquel puñal, aquella piedra afilada que goteaba aquel líquido inmundo y miré a la víctima… era una joven, creí reconocer su cara, sí, la conocía, era una de las muchachas a las que rondaba en los bailes de la aldea… y estaba allí, tumbada entre los cuernos, desnuda, sangrando por una gran herida que tenía en el cuello… y yo… yo… clavé el cuchillo en su pecho y entonces…
     No pude soportarlo más, me obligué a abrir los ojos, grité… ¡sí, grité!, y entonces… lo vi: sí, allí estaba, desnudo sobre la roca, con un cuchillo de piedra goteando sangre, rodeado por una multitud vociferante, con sus voces llenando mis oídos… y comencé a reir, a reir… las llamas de las hogueras iluminaban todo y, al volver la cabeza, mis ojos tropezaron con la figura de Juan, de Juanillo, que me observaba con la cara desencajada, los ojos abiertos como platos, mudo de terror y yo, al verlo, me reí como si me fuera la vida en ello… le señalé con la mano y reí, reí…
     La oscuridad, una oscuridad absoluta, negra y espesa, cayó sobre mí… y noté como mi cuerpo se relajaba, se hundía, y sentí cómo golpeaba contra el suelo al caer…


Continuará...

11 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada II.


-¡Qué gusto!- pensé.
Un calorcito agradable me rodeaba y aquella sensación de bienestar, de estar seco, arropado y lejos del frío, la lluvia y el viento se adueñó de mí.
Abrí los ojos, una hermosa fogata ardía cerca, sus llamas se elevaban y, a la vez, notaba como otro, u otros fuegos, estaban encendidos a mi alrededor, haciendo que me sintiera confortable; me llegaba a los oídos un runrún suave, melódico y, a la vez, repetitivo; se acercaba y volví la cabeza hacia el lugar de donde procedía.


Un grupo de personas, o eso me parecieron, venía como en procesión  hacia una pequeña explanada que había frente a mí; las llamas de las hogueras se reflejaban en sus cuerpos brillantes, untados de algún aceite o materia grasa, unos cuerpos perfectos, esbeltos… y desnudos.
Sus músculos se marcaban como en un juego de claro-oscuros hipnótico; parecían esas estatuas que representan a nuestro señor San Sebastián, sólo que, el unte que llevaban sobre el cuerpo, les daba una tonalidad cobriza, casi roja; aquellos, brazos, aquellas piernas, el sexo al aire… mi boca se había abierto y así seguía; asombro, vergüenza, curiosidad…
Entonces me di cuenta de que no estaba solo, a mi alrededor, en torno a aquellas hogueras que caldeaban el ambiente, había más gente; de hecho, mucha gente, de los dos sexos; y eso se comprobaba enseguida, pues… estaban todos desnudos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y adultos… caí en la cuenta, en ese momento, de que yo ¡también estaba desnudo! Instintivamente me cubrí la entrepierna con las manos, acto inútil pues, al estar sentado, nada se veía, pero… ya se sabe… la educación, el decoro…
Miré alrededor, nadie me miraba ni se extrañaba de lo que estábamos viendo. Aquellas figuras entonaban una especie de cántico, gutural, extraño y, tras ellos, llevaban a una joven envuelta en unas vestiduras blancas que, con la vista baja, parecía poseída o ajena a todo cuanto le rodeaba.
Empezó un griterío general que, poco a poco, se fue convirtiendo en un cántico, primitivo, salvaje… que enardecía a aquellas gentes, a las que me uní en un estado febril que me empujaba a corear sus gritos y mover el cuerpo y los brazos en un vaivén rítmico y cadencioso.
Todos se pusieron en pie, y yo con ellos, avanzamos hasta llegar a un grupo de piedras berroqueñas que se alzaba en el borde de la explanada; entonces me di cuenta de que estábamos al pie de la Peña Forcada; una gran lumbre iluminaba las rocas y, arriba, junto a la piedra que da nombre al conjunto, la que tiene como dos cuernos señalando al cielo, dos hombres, cubiertos por horrendas máscaras hechas con pieles de animales alzaban, enseñándolos, unos terribles cuchillos hechos de piedra que goteaban… sangre. Me fijé más y descubrí, entre los dos cuernos de piedra, un cuerpo humano tendido, que sangraba copiosamente por una gran herida en el cuello…
A mi alrededor, aquellas gentes, como poseídas de un fervor satánico, empezaron a aullar y a hacer gestos de alegría mientras danzaban, saltando y agachándose, en un baile que me pareció diabólico y pagano.
No podía cerrar los ojos ante aquella escena; no podía creer que hubiera, todavía, personas (si se las podía llamar así) que ofrecieran sacrificios humanos a algún ídolo extraño, a menos que estuvieran poseídos por el diablo; y, además, cerca de mi pueblo, al lado del santuario donde venerábamos a la santa Virgen María…
Aquello tenía que ser una pesadilla, un mal sueño…
Pero, parecía real, pues, en un determinado momento, los que me rodeaban me empujaron al pie de las rocas y me izaron hasta ponerme junto a aquellos siniestros sacerdotes; uno de ellos, sonriendo, cogió mi mano y puso en ella uno de aquellos cuchillos que blandían; después, acercó mi brazo hasta el cuerpo yacente de la víctima que chorreaba sangre y me obligó a herirla en el corazón… ya no sé si me obligó o si fui yo mismo el que, sin presión alguna, hice lo que hice: abrí la carne blanca con el arma y saqué el corazón palpitante con la otra mano y gritando, dando un salvaje alarido, lo mostré a aquella muchedumbre que nos rodeaba…
Y, entonces, sucedió; vi los rostros allá abajo, con las bocas abiertas, las caras deformadas en feroces muecas, gritando al unísono y… perdí el sentido y caí…

3 de noviembre de 2019

Leyendas y cuentos de Aldeavieja: Peña Forcada. I.


     Era noche cerrada cuando llegué a lo que yo suponía eran las cercanías de la ermita de la Virgen del Cubillo; el cielo, cubierto de nubes que amenazaban tormenta, hacía más difícil guiarse y saber, con exactitud, dónde me encontraba en ese momento. Venía de Villacastín, caballero en mi mula parda, de  cerrar tratos con uno de los molineros del Cardeña, para que moliera una buena cantidad de trigo de la última cosecha.
     Si no llega a ser por mi montura que, inopinadamente, se paró, me habría dado de bruces contra las paredes de la ermita; la masa oscura de piedra se elevaba frente a mi, me apeé y llevando al animal del ronzal, fui rodeando el edificio, tanteando a ratos con la mano que tenía libre hasta que llegué hasta la puerta de la casa del santero; golpeé la madera con el puño mientras llamaba:
     -¡Santero, abre, que aquí ha llegado un viajero!.
     Esperé un poco y repetí la llamada:
     -¡Despierta, hombre, por el amor de Dios y de la Virgen!
     No salía ningún ruido del interior y por más que empujé, clamé y vociferé no conseguí que nadie abriera la puerta.
     Tenía la opción de forzar la entrada a la caseta que servía de cuadra en la parte sur de la ermita, pero, pensándolo bien… sólo estaba a poco más de media legua del pueblo; en algo más de media hora podría estar en casa,  tomando un buen caldo, un vaso de buen vino y al amor de una lumbre cálida y reconfortante.
     Aquella visión de una chimenea ardiendo frente a mí y el sabor de una grandiosa sopa de ajo atravesando por mi garganta bastó para decidirme, palmeando a la mula en el lomo la acerqué a un poyete de piedra que había junto al portal de la ermita y, una vez montado en ella, la dirigí a lo que yo creía era el camino hacia el pueblo.


     El aire olía a lluvia y, a lo lejos, para la parte de Ávila, el cielo se iluminaba levemente, mostrando las formas de las nubes, cuando un fogonazo señalaba al rayo que caía, aunque debía de estar aún muy lejos, pues ni el más pequeño sonido de truenos llegaba hasta donde me encontraba.
     Aquella luz intermitente me permitía, aunque con algún pequeño desvío, permanecer en la ruta que me había señalado, cruzamos uno o dos regatos cuando, en un soplo, comenzó a descargar una tormenta tremenda, como si, desde allá arriba, se dedicaran a vaciar una charca con cubos, el agua caía en goterones gordos, casi sólidos, o así lo parecía; me arrebujé como pude con la manta en la que me había envuelto para evitar el frío y bajando la cabeza me encasqueté, hasta donde pude, el sombrero de ala ancha con el que me cubría.
     El agua corría entre las patas de la mula como si estuviéramos vadeando un río, sólo que peor, pues se estaba formando un barro que dificultaba el paso del animal y yo ya no sabía qué iba a ser de nosotros: si el agua nos desleería como a un azucarillo o nos acabaríamos convirtiendo en ranas.
     En esas estaba cuando empezó a tronar, al agua se unió una batalla de truenos y relámpagos que acabó con la poca paciencia que la mula tenía; asustada, se levantó de patas haciéndome caer al suelo mientras huía, como alma que lleva el diablo, hacia cualquier lugar… pero lejos de mí.
     -¡Maldito animal! –gruñí en mi interior-.
     Me incorporé como pude, sucio, calado hasta los huesos, aterido de frío, en fin, hecho una pena; instintivamente miré en torno mío, no sabía dónde me encontraba, aunque debía ya estar cerca del robledal, casi a mitad de camino hasta casa, pero… ¡dónde exactamente?, ¿en qué punto concreto?; ¡claro, no vi nada!, sólo sombras, bultos, que, a ratos, se iluminaban sin darme tiempo a distinguir qué eran o dónde me hallaba.
     Caminando casi a tientas me enredaba con zarzas y matojos, caía y me volvía a levantar; las botas resbalaban en el barro y la lluvia me cegaba; intuí, más que vi, algo oscuro frente a mí, supuse que sería alguna de las moles rocosas que se levantan cerca del camino, procuré dirigirme hacia ella, quizás, con un poco de suerte, me podría deslizar entre los huecos que quedaban entre piedra y piedra y aguantar allí mientras la tormenta pasaba.
     Estaba casi a punto de tocar las piedras cuando un relámpago iluminó la noche y lo vi… allí, arriba, entre los cuernos de la Peña Forcada, un cuerpo desnudo chorreando sangre que se deslizaba, mezclado con el agua de la lluvia, hacia el suelo; un trueno tremendo me ensordeció… otro fogonazo estalló y su luz me cegó… caí de rodillas y me abracé a las rocas que se alzaban ante mí, después… perdí el sentido, todo se volvió negro y soñé cosas que nunca creí que podría soñar.

14 de octubre de 2019

Aldeavieja: lugares: Peña Horcada y Verraco Gordo.


Hoy quiero mostraros dos lugares, quizás no demasiado conocidos, pero que tienen un “encanto especial”, están ya cerca de la frontera con Villacastín, es más, uno de ellos forma parte de la serie de hitos que se señalaron como indicadores de la división entre los dos municipios (Aldeavieja y Villacastín) cuando los dos formaban parte de la tierra segoviana.
Conocéis Peña Horcada o, como se llamaba en la antigüedad, Peña Forcada; y habréis pensado, también, que su nombre se debe a su forma, como dice el diccionario de la RAE, horcada significa “con forma de horca”, ese utensilio de madera, o de metal, utilizado por todos los labradores, desde que el mundo es mundo hasta hace poco más de cuarenta años; un utensilio que ha pasado de ser casi imprescindible para la cosecha de los cereales a convertirse en pieza de museo.


Pero, ¿habéis tenido en consideración que su nombre puede provenir de otra cosa, de un animal, por ejemplo? ¿no son un par de cuernos, quizás?, ¿no representa a ese animal totémico tan presente en todo el centro de la península, el toro, el verraco, el animal por excelencia de los vettones y, a través de ellos, de toda la gente hispana?.

Los verracos, representación en piedra de los animales que constituían la riqueza de los pueblos celtas de la zona, se consideraban como protectores de los ganados y en general de las comunidades indígenas que los realizaron, ya como demarcadores de los pastos de mejor calidad, o como hitos que señalaban los límites de un determinado territorio.

Tenemos un ejemplo de lo mismo en el lejano palacio del legendario rey Minos en Cnosos, en la isla de Creta, donde se encontró, durante las excavaciones realizadas por Evans, una escultura que representaba dos cuernos de toro.

Contemplad la roca: hincada sobre otras grandes moles de granito, se eleva, orgullosa y señorial, la Peña Horcada, pero si os acercáis y la veis desde más cerca, observaréis que, entre las astas, corre un canal, la piedra alisada nos recuerda que por ella han pasado no sólo las aguas de la lluvia sino, también, otros fluidos sacrificales, como sangre de animales, o de enemigos vencidos. Asimismo, bajo el cuerno de la izquierda, tras una protuberancia que, en algún momento de la historia, se ha roto, hay una cazoleta, típica de los vettones, que utilizaban para recoger agua de lluvia o colocar las ofrendas para el sacrificio.



Antes señalaba que estas señales se colocaban en lugares que indicaban buenos pastos y, como todos sabemos, a su lado, termina (hoy día) el bosque de El Valle, uno de los parajes que, en nuestra tierra, ha sido utilizado desde tiempos inmemoriales, como lugar de pasto y cuidado de los rebaños de los que tan rica ha sido nuestra localidad.

Pero, hay más; dentro de El Valle, y a unos escasos cien o doscientos metros, se encuentra el paraje denominado Verraco Gordo; me imagino que todos o casi todos lo conoceréis, si no es así, os voy a indicar cómo llegar a él, pues merece la pena echarle un vistazo.


Saliendo del pueblo, se coge el Camino de Abajo del Cubillo, ya sabéis, el que cruza El Valle; cuando se va a salir de él, a cincuenta metros de la portera de salida, se toma una vereda que sale perpendicular al camino que traemos, a la izquierda; unos pocos minutos nos llevan a una pradera entre los árboles en medio de la cual se levantan unos grandes peñascos, que son nuestra meta.
Se pasa un primer cerco y, ante nosotros, se alzan las piedras, como si fueran un gran animal tumbado; subiremos a las peñas y mirando a nuestro alrededor nos daremos cuenta de que estamos en un lugar excepcional, rodeados de robles y, al fondo, la sierra; más cerca una espléndida pradera que en verano y primavera da alimento a las reses que allí se cobijan y, cruzándola, las huellas de dos arroyos que, los más mayores, recordaremos llenos de agua durante la primavera, regando los pastos y alimentando una gran variedad de fauna.


Ahora, mirad a vuestros pies; aquí y allá veréis cazoletas excavadas en la piedra, de todos los tamaños, circulares o de otra forma, si ha llovido estarán llenas de agua: esa es su función, recoger la lluvia para poder utilizarla; estas cazoletas son típicas de la cultura celta y las podéis haber visto en otros castros de la provincia: Ulaca, las Cogotas o Chamartín.


En la parte más cercana a los árboles, adivinaréis una especie de subida en rampa y, en el lado contrario, paredes lisas que podrían haber servido como parte de habitaciones o refugios; en una de ellas hasta se encuentran rastros de fuego que ha manchado las piedras.
Mirando acá y allá es fácil imaginarse suelos de cabañas, hogares, escabeles y asientos; la roca ha sido cortada, y no precisamente ayer, y pulida o alisada en innumerables sitios.


¿No es el sitio ideal de un pequeño castro de ganaderos o un refugio en los días y noches de relente mientras se vigila el ganado? Y, a poca distancia, ya sabemos, la roca Horcada que visibiliza y señala el lugar como el más adecuado, de los alrededores, para que el ganado pazca.
¿Por qué ese nombre de Verraco Gordo?, ¿quizás se localizó aquí una de esas esculturas en granito, representando toros o cerdos, que hoy se custodian en museos o lugares públicos?, hay tantos encontrados hace cientos de años de los que no se tienen noticias del lugar donde se hallaron…



No quiero aburriros con más indicaciones o suposiciones, id allí, vedlo y, luego, comentad sobre ello; me gustaría saber cuál es vuestra opinión.



4 de octubre de 2019

Aldeavieja: rutas y excursiones. IX.


9. Visita al pueblo.

      Esta es la última excursión, o quizás debiera haber sido la primera, tanto da el orden. Sólo se trata de un pequeño paseo por el núcleo urbano, callejear un poco, ver las cosas curiosas que aun se conservan, contemplar los edificios o monumentos que legaron tiempos pasados, en fin, conocer un poco más Aldeavieja.
      A la puerta de nuestro alojamiento (vamos a suponer que nos alojamos en la casa rural “Sexmo de Posaderas”), situado en la calle Angosta, cogeremos el lado izquierdo para salir, en unos pocos pasos, a la calle Rodeo; torceremos a la izquierda y después a la derecha por la calle Domingo Castro Camarena, ésta es la única calle del pueblo con nombre de persona, Domingo fue uno de “los últimos de Filipinas”, de los que seguramente habréis oído hablar; se trataba de uno de aquellos soldados que, sitiados en el pueblo de Baler, aguantaron la presión y las armas de los insurrectos tagalos durante más de un año una vez firmada la paz que acabó con la guerra hispano-yanqui que liquidó el imperio colonial español, allá por el año 1898; Domingo Castro, soldado de segunda, era cantero, y nacido en este pueblo, lo que hizo que su nombre sonara al otro lado del mundo.
      Al acabar la calle, flanqueada por hotelitos de diferente factura, se llega a la verja que encierra la ermita de San Cristóbal. Tomaremos una senda que discurre a la izquierda de la puerta, veremos las cruces que forman la última parte de un Vía Crucis que, años atrás, recorría todo el pueblo; sencillas cruces de granito en cuya base está grabada la explicación del “paso” que representa: caída de Jesús, la Verónica, el Cireneo… y que acaban junto a la puerta de la ermita en un crucero de diferente factura que se recorta contra el cielo; la ermita fue reconstruida en el año 2000, por su propietario de entonces, el músico Manuel Seco de Arpe, hijo del pintor Rafael Seco Humbrías, que había heredado la ermita y una de las casas nobles, que luego veremos, de Manuel de Arpe, restaurador del Museo del Prado y uno de los responsables de la salvación de muchas obras de dicho museo durante la guerra civil.


      La restauración respetó la forma antigua de la ermita, aunque muchos de sus elementos habían sido robados o destruidos, añadiéndole una torre y una casa en su lado norte. La construcción primitiva data del siglo XI ó XII, era la parroquia de uno de los caseríos que dieron lugar, en la Alta Edad Media, a los pueblos de Aldeavieja y Blascoeles, al unirse entre ellos; de la construcción original sólo resta la cabecera: un ábside poligonal de buena piedra berroqueña, reforzada con contrafuertes de granito y coronada por ménsulas u canecillos de piedra caliza: las demás paredes son fruto de reconstrucciones efectuadas en diferentes épocas, sobre todo en los siglos XVI y XVIII y tanto la techumbre, como la torre y la casa adosada son obra de nuestros días, en su última, por ahora, reconstrucción.
      El edificio, actualmente, es propiedad particular, por lo que se nos privará de conocer su interior y gozar con la magnífica vista que, desde su puerta, nos muestra la llanura castellana que se extiende a los pies de la sierra. Durante unos breves años ha servido de museo de la obra pictórica de Rafael Seco y como sala de conciertos; su venta, por motivos económicos, nos ha privado de un magnífico proyecto cultural y de su utilización como lugar público.
      Después de esta visita volveremos sobre nuestros pasos y entraremos de nuevo en el pueblo por la calle Ancha. A poco de entrar en ella, veremos a nuestra izquierda una casona de piedra, antigua, de dos pisos (que se dice fue el hogar de Luis García de Cerecedo, el mecenas que mandó construir la capilla de San José, adosada a la iglesia parroquial y otras obras religiosas en dicha iglesia o en la ermita del Cubillo) y, frente a ella, una calleja (calle del Cuartel) que acaba en una casa señorial, de dos plantas, piedra labrada y coronada por un escudo de armas; es una de las dos casas blasonadas que subsisten en el pueblo; ahora es residencia de los descendientes del pintor Rafael Seco, del que hemos hablado al referirnos a la ermita de San Cristóbal, el nombre de la calle donde se encuentra viene dado a que el edificio sirvió de cuartel de la Guardia Civil en los años de la guerra de 1936-1939.


      Si continuamos la calle que sigue a la izquierda de la casa,  llegaremos al Alto de la Barrera, allí se ha levantado una gran nave que sirve de secadero de jamones (hoy abandonado por la crisis que nos castigó hace unos años) y las antenas de la telefonía móvil; desde allá arriba hay una muy buena vista del pueblo, sus casas, los campos que le rodean, la sierra y al atardecer es un sitio inmejorable para contemplar la puesta sol.
      Bajaremos con la calle del Monte, que desemboca de nuevo en la calle Ancha, justo a nuestra derecha está la otra casa señorial de Aldeavieja; pocos rasgos conserva de su pasado esplendor, excepción hecha del escudo que preside la fachada y de una de las rejas, a la izquierda de la puerta principal; esta fue la casa solariega de don Juan Becerril, hijodalgo, caballero de la Orden de Calatrava y que fue capitán de las Milicias Provinciales de Ávila allá por el año de 1760; el escudo, muy bien labrado, rodeado de armas y banderas, y con la venera de la Orden a la que perteneció, está dividido en cuatro cuarteles: arriba, a la izquierda las armas de los Becerril: un becerro rodeado de ocho estrellas; abajo, en el mismo lado, las de los Alonso: una faja en la boca de dos dragantes, arriba tres estrellas y abajo un león; a la derecha, arriba, las armas de los Esteban: un león y cuatro fajas y abajo las de los González: un castillo con tres torres.


      La calle baja, a la izquierda desemboca en la plaza mayor, en vez de eso torceremos a la derecha, allí se ensancha en una plazoleta en las que hay unas magníficas muestras de arquitectura popular, gozad de esas puertas de madera, partidas, y de los arcos que las cobijan; de esa plazuela sale una calle (la de la Amargura) que acaba en el campo y, a su izquierda la calle de la Randa, calleja más bien, que nos encamina a la calle Real; como es lógico, todas son calles cortas, que nos muestran casas abandonadas, o casas restauradas, muchas de nueva fábrica y unas pocas, muy pocas, que guardan el sabor tradicional. Al acabar la calle, en el centro, está el edificio de las antiguas escuelas, hoy abandonado, junto a una de sus paredes, cerrada con una tapa metálica, hay una antigua fuente de fresca agua; giraremos a la izquierda, rodeando las casas, tomaremos la calle del Barranco, a la derecha vemos una carretera que lleva a Blascoeles.
      Esta calle nos encamina a la plaza mayor, a la izquierda están las puertas traseras de las casas que hemos visto en la calle Real; a la derecha, pasada una huerta a la que está adosada una placita que sirve de tentadero en las fiestas, junto a un transformador de electricidad y la casa de los antiguos lavaderos (hoy convertido en sede de una de las Peñas de las Fiestas) está el Ayuntamiento nuevo (actualmente en desuso para esas funciones y que acoge la consulta médica), un poco más adelante la iglesia parroquial de San Sebastián, del siglo XVI, que sólo podremos visitar si es día festivo. Su torre y sus tejados están llenos de nidos de cigüeñas.
      Subiremos por la calle en la que está el Ayuntamiento y que lleva recta hacia la carretera nacional, poco antes de llegar a ella está el barrio de La Cabezuela, formado por casas nuevas que sólo están habitadas en verano o los fines de semana. Cruzando la carretera veremos, junto a construcciones nuevas, otras de gran sabor tradicional; junto a una fuente, de la que en verano sale un hilillo de agua, parte una calleja en cuyo fondo observamos una construcción original: se trata de una antigua fuente, tipo pozo, construida en el siglo XVII ó XVIII con las piedras de un antiguo campanario; en el centro, una columna divide el ancho hueco por el que antiguamente se sacaba el agua en cubos; hoy una rejilla metálica impide que pueda haber un accidente; esta fuente ha sido restaurada recientemente y es un ejemplar único que, además de estar muy bien conservado, sigue cumpliendo sus funciones, pues el agua de la fuentecilla que vimos antes viene de ella.


      Cruzamos la carretera de nuevo y poco más adelante, en el otro lado vemos un edificio solitario: se trata del antiguo parador; es la posada de tiempos pretéritos; vemos su arquitectura sencilla pero adecuada, con grandes puertas para guardar carruajes en sus amplios patios y una vivienda grande, de dos alturas, con pocas pero sencillas y cómodas habitaciones; funcionó como tal hasta mediados de los años sesenta; a continuación se alza la ermita del Cristo de la Luz, en la que se guardaban imágenes de la Semana Santa y que hoy, restaurada y remozada, está dedicada a San Cristóbal; es de los siglos XVII y XVIII, lo más curioso es la cruz que remata la ermita; si os fijáis bien, en los brazos de la cruz, encontrareis los símbolos de la Pasión; la lanza de Longinos, la corona de espinas, la escalera…


      Enfrente, a nuestra izquierda, el edificio de las escuelas, levantado en los años cuarenta, y las antiguas casas de los maestros. Seguimos por este paseo que bordea la carretera; a ambos lados están las antiguas eras en las que se trillaba, se aventaba, se limpiaba y se ensacaba el cereal; en verano el pueblo vivía aquí; aquí comían, almorzaban y hasta dormían, cuidando y vigilando el fruto de un año de trabajo. A la derecha vemos una cruz de piedra que formaba parte del Vía Crucis que recorría el pueblo; llegamos al final, a la derecha se ve un restaurante: La Aldea, os lo recomendaríamos si estuviera abierto, pero…, pero ahora continuemos: a la izquierda bajan unas escaleras hasta una placita: la Aceiterilla; a la derecha, en la fachada de una de las casas se ven, incrustadas, dos piedras de molino, son muelas pequeñas, de granito que debieron servir en tiempos, para fabricar aceite, de ahí el nombre de la plaza.
      Desde aquí, torceremos a nuestra izquierda, en dirección a la plaza, dejaremos a nuestra izquierda las antiguas eras, reconvertidas la mayoría en aparcamientos de camiones de gran tonelaje o en fincas con su chalet; a la derecha casas más o menos grandes, muy pocas guardan la estructura original, fijaos en la última, ya haciendo esquina con la plaza, tiene una gran puerta de madera y en tiempos un tejadillo emparrado la cubría dando sombra a sus moradores cuando salían a tomar el sol de la tarde, en las jambas tiene grabadas dos cruces, esquemáticas, puestas allí para santificar y salvaguardar la casa.
      Ante nosotros se abre la plaza de la Constitución, su nombre viene de la de 1812 (la Constitución por antonomasia) y ese nombre ha conservado durante toda su historia, bajo todos los regímenes políticos existentes en doscientos años.


      A la izquierda, veremos la fuente de piedra, con sus cuatro caños, donde durante siglos la gente del pueblo iba a llenar sus cántaros y botijos y llevaba a abrevar a las caballerías, hoy tiene instaladas unas mesas y unos asientos de piedra delante para que, durante las fiestas, los vecinos puedan degustar las parrilladas que se hacen a la sombra de los árboles; al fondo las escuelas con su porche abierto y su reloj pintado, ponen una nota de alegría.
      A continuación la iglesia. Grande, de piedra labrada, resaltan en ella el campanario y el pináculo de la capilla de san José, que enmarcan su entrada. Ante la puerta una cruz de piedra, en seguida se nota la discordancia entre la cruz y su peana, la primera nueva, colocada en el 2004 al romperse la anterior y la peana, antigua, del siglo XVI, a poco de construirse la iglesia, con una inscripción que dice:

JUAN BASTONES
ESCRIBANO Y CA
TALINA SANCHEZ
SU MUJER AÑO 1571

y en la cara opuesta un escudete con tres clavos, símbolo de la crucifixión.
      A los lados de la cruz observaremos unos asientos de piedra, corridos, de una gran antigüedad y otras piedras; una de ellas es la peana de otra cruz que aún conserva parte de su inscripción: es del año 1666 y fue erigida en memoria de Juan Bastones, cuyo nombre vimos en la otra cruz. Una curiosa piedra acanalada nos hace recordar que este pueblo perteneció a la Tierra de Segovia, formaba parte de la antigua conducción del acueducto segoviano y cuando fue restaurado se regalaron estas piezas a las poblaciones que habían estado bajo su jurisdicción.
      El interior de la iglesia contiene algunas piezas y elementos dignos de verse. El altar mayor se adorna con un retablo barroco en el que resalta la figura de San Sebastián, patrón del pueblo y titular de la parroquia; está sucio y poco cuidado, pero su factura no es mala. La cúpula, gótica, enseña los nervios apuntados adornados con medallones en los cruces; a la izquierda del altar mayor está la capilla de San José, erigida por Luís García Cerecedo, rico hombre que, en el siglo XVI, se encargaba de proveer de caballerías a la Corte; la capilla, lujosamente adornada, tiene pinturas de Herrera el Mozo y de francisco Camilo y su retablo fue construído por uno de los maestros más conocidos de la época: Sebastián de Benavente.


      El templo, de tres naves, tiene otros dos pequeños retablos en la cabecera de cada una de las dos laterales, también barrocos y de buena factura.; en la pared sur hay dos objetos curiosos: uno es un cuadro, grande, barroco, de la Virgen del Cubillo, ante el que se hace la novena que se la dedica en el mes de septiembre; el otro es un cristo crucificado, de los siglos XV ó XVI, al que se tiene gran devoción y cuya festividad, a mediados del mes de septiembre, se celebra con gran afluencia de público; es el “Cristo de los Mozos”, ya que forman (o formaban) su cofradía los jóvenes de la localidad al alcanzar su mayoría de edad, en una suerte de iniciación de paso a la madurez y en la que es típico el lanzamiento de cohetes acompañado por el repique de campanas  mientras se le lleva en procesión por las calles del pueblo, acompañado por la dulzaina y el tamboril a cuyo son se bailan, incesantemente, las jotas segovianas.
      Antes de abandonar la iglesia, echad una mirada a la pila bautismal, colocada al fondo, a la derecha, en un oscuro rincón, y que procede de la iglesia de San Cristóbal, es de talla románica; mirad también la tribuna, realizada en madera, y desde la que tendréis una buena vista de toda la iglesia.
      Volvemos a la plaza; se ha renovado recientemente, haciéndola más amplia y más abierta; antes, por el lado que da a la iglesia, estaba cerrada por unos toriles, ya que en esta plaza se celebraban las corridas de toros en las festividades, y una arboleda. A su alrededor se levantan algunas de las mejores casas del pueblo; frente a la iglesia está el Ayuntamiento antiguo, recientemente restaurado, y a sus lados las casas de los Gordos y de los Morenos que hasta mediados del siglo pasado constituían la “aristocracia” del lugar.
      Retornando sobre nuestros pasos cogemos la calle Segovia, arteria principal del pueblo; a nuestra derecha, haciendo esquina con la primera bocacalle, se ve una casa, grande, pintada de amarillo, casi enfrente, pero al otro lado de la calle, se ve una mansión, enorme, de una sola planta; que fue propiedad de la gente más poderosa de la aldea; en sus salas, muy espaciosas, se jugaba al billar y se organizaban bailes en los meses de verano; después, vacía ya, han servido sus paredes de recuerdo de las quintas habidas en el pueblo, con curiosas pintadas que los actuales propietarios han tapado.
      Poco más adelante, la calle se ensancha y se divide en dos; en la encrucijada hay una cruz de hierro, fechada en 1620, que hoy día es la parada obligada, durante la Fiesta del Cristo, de la procesión que recorre el pueblo, y a su vera se procede al rito de besar los pies de la imagen del crucificado; la calle Segovia sigue por la derecha; allí mismo vemos la casa que alberga el bar “El Molinero”, único que queda de los cinco que hubo en el casco urbano hasta los años sesenta del siglo pasado.


      Acaba la calle, a la derecha vemos el cementerio; torcemos a la izquierda y estamos de nuevo en la calle Angosta, de dónde hemos salido.

14 de septiembre de 2019

Aldeavieja: rutas y excursiones. VIII.


Calicanto.

      En dirección a Ávila, a unos 9 kilómetros, y en el mismo desvío que nos conduciría al pueblo de Ojos Albos, vemos, a la derecha de la desviación otra carretera, que es el trazado de la antigua nacional.
      Vamos por ella; pasamos por el antiguo trazado a lomos de su puente del siglo XIX; allá abajo, junto al río (se trata del Voltoya, al que hemos visto antes formando el pantano de Serones, en el Campo Azálvaro)  a 200 metros veremos a la izquierda un antiguo aparcamiento junto a las ruinas de un mesón; dejemos allí el coche.
      Frente a nosotros baja un camino en dirección al río, descendemos por él arrullados por el ruido de los coches que pasan sobre nuestras cabezas. Al llegar abajo torceremos a la derecha, pasando junto a los pilares que sostienen el viaducto de la autopista; una senda se adivina que llega a lo que, indudablemente, son los restos de una calzada romana (se supone que por aquí pasaba una ruta que iba desde Ávila a Segovia, uniendo los diversos poblados celtíberos que hay por la zona), no son más de 50 metros que, recientemente, han sido medio destrozados al instalar un gasoducto. A continuación está el puente.


      Se le ha restaurado, bastante mal, hace pocos años, pero al menos se ha impedido que se desplomase; es de un solo ojo, bajo él discurre el río Voltoya; sus cimientos y parte de sus pilares son romanos, después se le ha ido arreglando, cambiando, sobre todo en la Edad Media; está en un paraje de gran belleza si no fuera por los puentes que cruzan el valle: tenemos éste, el más antiguo; río abajo vemos una pasarela metálica de la Confederación Hidrográfica del Duero, van dos; río arriba vemos el puente por el que hemos venido, del siglo XIX y, además, un poco más adelante hemos cruzado por un pontón que si bordeamos la antigua carretera, veremos, van cuatro; hacia el este vemos  el viaducto por el que pasa la carretera nacional, cinco; y, finalmente, el viaducto que se eleva a nuestro lado, soportando la autopista Villacastín-Ávila: seis.
      Después de esta concentración de puentes, y retornando por el camino que hemos traído podemos acercarnos al pueblo de Ojos Albos; hermoso nombre para un bello paraje; hoy día, de su antiguo encanto, sólo queda la pequeña iglesia y algún rincón del casco viejo que guarda algunas entradas de un sabor añejo y pintoresco.


      Cruzando el pueblo, y ya en sus afueras, sale un camino, un buen camino, que tras dos kilómetros más o menos, nos lleva hasta el refugio de Peña Mingubela. En unas rocas, al pie de los ruinas de un antiguo castro celta, los pastores de hace cinco mil años habilitaron un refugio, desde donde controlaban a su ganado y las posibles incursiones de algún pueblo enemigo y lo cubrieron de pinturas. Era la segunda Edad del Hierro, y con pinturas fabricadas con grasas de animales mezcladas con ocres terrosos, arcillas, madera quemada y sangre, nuestros antepasados plasmaron figuras humanas, animales y huellas de su presencia allí; son las únicas pinturas de esta época que existen en toda la provincia de Ávila.


      Si queremos terminar con otra visita arqueológica, sólo tendremos que volver a la carretera nacional y seguir hasta el pueblo de Mediana de Voltoya; veremos el pueblo a la izquierda; la iglesia, de apariencia poco interesante, guarda una sorpresa en su entrada, pues su puerta esconde una de las mejores muestras del románico de la zona.


      Pasado el pueblo, se abre un camino vecinal que lleva a Urraca Miguel, junto a él se encuentra el Túmulo de los Tiesos; utilizado entre los años 3.500 al 1.000 antes de Cristo, y que consiste en una elevación del terreno, cercada para evitar el paso del ganado, en cuyo interior se encuentra la cámara funeraria, que ya fue saqueada en la Edad Media; fue descubierto en 1997 y restaurado en el 2002.