Muchos os preguntaréis
cómo es que una de las calles del pueblo se llama “Amargura”; ¿de dónde le ha
venido ese nombre tan… triste?; si bien es cierto que es un nombre tradicional
(pues lleva más de cien años con ese nombre), no por ello deja de ser curioso
que se conserve hoy en día.
Os voy a contar una historia, no sé
si cierta o no, que le oí relatar a mi abuelo Ciriaco en numerosas ocasiones,
cuando nos contaba sus andanzas en Aldeavieja en su niñez y adolescencia.
Allá, por el año mil cuatrocientos… y
pico, cuando Aldeavieja no tenía que envidiar nada a Villacastín y competía con
dicho pueblo en ser cabeza de partido, vivía, en la, en esa época, llamada calle de arriba, un matrimonio
de aparceros que labraban las tierras de uno de los propietarios de aquel
entonces, un Moreno, o Gordo, o López… en fin, uno de los ricos de la época; se
llamaban Pablo y Catalina; como no tenían hijos, dedicaban todo su amor en
quererse el uno al otro como ninguna pareja lo había hecho jamás.
Catalina era muy hermosa y antes de
casarse era la moza más perseguida y galanteada del pueblo; huérfana desde muy
pequeña, vivía con unos tíos suyos que vieron con buenos ojos cómo crecía el
amor entre ella y Pablo, que, también, era un buen mozo, honrado, honesto y
trabajador y que, a su vez, había hecho suspirar a todas las mozas casaderas de
la aldea.
Cuentan que había un joven, Teodoro
se llamaba, hijo de uno de los terratenientes que, encaprichado de Catalina,
hacía lo posible, y lo imposible, para hacerse el encontradizo e intentar sacar
de la bella una mirada, una sonrisa o una palabra, pues más nunca conseguía y,
luego, adornaba su lance como si hubiera conseguido mucho más de lo que la
decencia y el pudor podrían permitir; consiguiendo así que el corro de
aduladores que siempre le aplaudía y le reía las gracias voceara por el pueblo
que Catalina y Teodoro eran amantes.
Tanto se repitió la mentira, y en
tantos sitios, que llegó a oídos de Pablo; él estaba seguro de la inocencia de
su mujer y aunque no creía las mentiras que de ella se decían, no por eso le
gustaban; así que, ni corto ni perezoso, fue en busca del autor de las
calumnias para que se retractase de lo dicho.
Teodoro, además de fanfarrón, era
cobarde; y no bien vio a Pablo que se dirigía hacia él con cara de pocos
amigos, se quiso refugiar entre sus amigos… pero allí, en la taberna, nadie
quería pendencias con Pablo, al que todos estimaban, y nadie quiso concederle
el apoyo de la amistad o la complicidad; viéndose solo no le quedó más remedio
que poner buena cara y admitir ante todos que lo dicho de Catalina era mentira,
rogando a Pablo que no se molestase por aquella broma infantil. No era éste
amigo de pendencias y se contentó con las palabras de Teodoro y, es más, no
tuvo ningún reparo en invitarle a un vaso de buen vino para sellar aquella paz.
A pesar de las apariencias, el alma
negra de Teodoro se revolvía dentro de su cuerpo, jurando venganza por la
humillación sufrida y, después de discurrir en su malvada cabeza algún plan con
el que apagar su cólera, maquinó una sórdida acción: como “desagravio” mandó un
jamón a la casa de Pablo y Catalina, como obsequio para apaciguar los ánimos
ofendidos.
Y así fue, Catalina abrió la puerta
de su casa y recibió de manos de un criado una pieza de cerdo sin envolver,
mientras vecinos y curiosos lo observaban; al llegar Pablo a casa y ver el
jamón lo devolvió, ofendido, a Teodoro; el cual, al recibirlo, acusó a Pablo de
judaizante, ya que devolvía el jamón porque su religión, que practicaba en la
clandestinidad, se lo prohibía; fueron inútiles las protestas y los juramentos
que tanto Pablo, como Catalina, como parientes y amigos, hicieron; Teodoro
tenía un familiar en la Inquisición abulense y no tardó en presentarse en casa
de nuestros protagonistas un alguacil, con su cohorte de soldados, acompañando
a un monje dominico que detuvieron, y encadenaron a Pablo y lo condujeron,
entre insultos y golpes, por toda la calle hasta la plaza mayor, donde los
esperaba un carruaje cerrado, en el que fue metido, en dirección a las celdas
inquisitoriales de Ávila.
Nunca volvió Pablo al pueblo,
muriendo entre atroces tormentos en una oscura y maloliente celda del monasterio
de Santo Tomás (donde estaban las prisiones de la Inquisición) y aquella calle,
calle de vergüenza y sufrimiento, se fue llamando por el pueblo como calle de
la Amargura, por tanta como tuvieron que soportar sus vecinos, nombre que aún
conserva.